Inglaterra, en la actualidad

Era un día anormalmente caluroso para estar a principios del mes de marzo. Durante el corto trayecto desde el aparcamiento hasta la oficina, Arthur Malory percibió los fuertes olores orgánicos que desprendía la tierra húmeda y volvió el rostro hacia el sol, el tiempo suficiente para notar una sensación de cosquilleo en la piel. Por primera vez desde el final del invierno había dejado el abrigo colgado en casa y solo había cogido una chaqueta fina. Sin el abrigo acolchado, los guantes y el gorro de lana se sentía tan liberado como los crocus que brotaban de la tierra. Se echó el maletín a un lado con un gesto alegre. No había mejor forma de empezar la semana.

Harp Industries Ltd. tenía los departamentos de administración y marketing centralizados en Basingstoke. Las únicas plantas de producción de la empresa en el Reino Unido se encontraban al norte de Durham. Por lo demás, la compañía había distribuido la fabricación por todo el mundo, en busca de mano de obra barata, gran parte de la cual se encontraba en Asia. A Arthur le gustaba viajar a los centros de producción, reunirse con los ingenieros y los trabajadores, comer con ellos, empaparse de su cultura y aprovechar los viajes para visitar lugares de interés histórico. Siempre les decía a sus superiores que no podía vender bien los productos de Harp si no participaba de todos los aspectos del ciclo de desarrollo del producto en cuestión. Sin embargo, la era de Skype y de la videoconferencia se le había echado encima y, para su consternación, le habían ido cortando las alas poco a poco.

En el vestíbulo, la recepcionista, una mujer anodina, lo recibió con una sonrisa de oreja a oreja.

—Buenos días, tesoro.

—Sé que soy irresistible, pero a menos que te hayas peleado este fin de semana, estás casada, cariño.

—No soy yo quien lo dice —añadió la mujer, mostrándole un montón de boletines informativos de la empresa—, sino esto.

—Oh, Dios, dame uno. No debería haber aceptado.

De camino al despacho tuvo que soportar las bromas sin malicia de sus colegas, a las que replicó con un «Ya me vengaré…» o un «Ya verás cuando te toque a ti», pero cuando cerró la puerta de su despacho estaba convencido de que se había sonrojado. Se sentó y empezó a leer la primera página, en la que aparecía una fotografía suya sentado en una esquina de su escritorio, mirando a la cámara con sus ojos azules y sinceros.

PERFIL DEL LUNES: ARTHUR MALORY, UN DIRECTOR DE MARKETING QUE ES UN VERDADERO TESORO

por Susan Brent

Si alguien pide a sus compañeros que describan al director de marketing Arthur Malory es probable que oiga palabras como «entregado», «brillante», «atractivo», «considerado» y «respetuoso». Todos los que trabajan en la central de Basingstoke conocen sus dotes de organización, pero ¿cuántos saben que es un cazador de tesoros?

Arthur se incorporó a Harp Industries hace ocho años, recién salido de la Universidad de Bristol, donde se licenció en Ciencias Químicas. ¿Qué hace un químico en una empresa que se dedica a la física?

Un artículo que escribió para el periódico universitario sobre los retos de comunicar las cuestiones científicas más complejas a un público profano en la materia llamó la atención de Martin Ash, director general de marketing de Harp. «Me di cuenta de que este joven tenía un don para la comunicación y para identificar los mensajes clave del complejo flujo de información en el que vivimos inmersos. Por entonces él no lo sabía, pero era un experto en marketing como hay pocos. Cuando lo llamé pensó que uno de sus compañeros estaba gastándole una broma, pero, como dicen, lo demás es historia».

Arthur ha ascendido en varias ocasiones y ahora está al mando del departamento de marketing para usos industriales de nuestros imanes de neodimio. Pero ¿cuántos empleados saben que en su escaso tiempo libre Arthur se dedica a la caza de tesoros? Armado con su fiel detector de metales, Arthur prefiere pasar los fines de semana caminando por el campo en busca de tesoros enterrados en lugar de ir de bares o discotecas. Y no solo lo hace para mantenerse en forma ahora que ya no juega a rugby. Tiene un cofre de monedas antiguas, incluidas algunas de la época romana, joyas victorianas, e incluso un valioso reloj de bolsillo que atestiguan su pericia.

¿A qué atribuye su fascinación por el pasado? «No sé si será del todo cierto, pero según la leyenda de mi familia y nuestro árbol genealógico, los Malory somos descendientes de Thomas Malory, el autor del siglo XV que escribió Le Morte d’Arthur. De ahí mi nombre, ¡que han llevado varios de mis antepasados! Cuando era pequeño, me volvía loco todo lo relacionado con el rey Arturo y supongo que fue entonces cuando nació mi interés por la historia».

Cuando le pregunté si ese interés había perdurado hasta la actualidad, me aseguró que así era, y cuando inquirí sobre la posibilidad de aunar la pasión que le producía la búsqueda de tesoros y la leyenda artúrica, respondió afirmativamente.

«Me gustaría encontrar Camelot. Me gustaría encontrar Excalibur y, sobre todo, me gustaría encontrar el Santo Grial».

¿Sabe dónde puede buscarlo?

«Tengo algunas ideas», respondió entre risas. «Pero si te las contara tendría que matarte. Sinceramente, si alguna vez me dan un mes de vacaciones, creo que podría hacer avances importantes».

Alguien llamó a la puerta, y Arthur dejó el boletín de la empresa.

—Adelante.

Era Susan Brent, de Recursos Humanos.

—¿Te ha gustado?

—De hecho, me da un poco de vergüenza.

Susan le lanzó una sonrisa maliciosa. Era soltera. Él también. Pero, por suerte, al menos desde el punto de vista de Arthur, como ella estaba al mando de las políticas de acoso sexual de la compañía jamás se le había insinuado.

—No te avergüences. Todo el mundo dice que es un artículo fantástico —dijo—. Además, quizá conocerás a gente de la organización que piense lo mismo que tú. Tenemos dos mil empleados. Este tipo de relaciones se fraguan en las circunstancias más inesperadas.

A última hora de la mañana, Arthur se había cansado de responder a mensajes de correo electrónico y llamadas de teléfono de compañeros de otras sedes de Harp que le tomaban el pelo por el artículo, por lo que decidió dejar de contestar el teléfono fijo del escritorio. Sin embargo entonces vio por el rabillo del ojo quién lo llamaba. Era Andrew Holmes y respondió encantado.

—Hola, Andrew —dijo Arthur, activando el manos libres—. Menuda sorpresa. ¿En qué andabas metido?

Holmes era uno de los profesores de Oxford que gozaba de mayor fama en el mundo académico, y su asignatura «Introducción a la Gran Bretaña Medieval» era obligatoria para los estudiantes de primero desde tiempos inmemoriales. Entre sus múltiples encantos figuraba una excentricidad desmesurada aderezada por un estilo de vestir casi eduardiano y una voz muy engolada, típica de las clases más altas. No obstante, no reservaba su dicción para las clases y los alumnos, por lo que no dudó en obsequiar a Arthur con su peculiar deje.

—¡Hola, Arthur! Me alegra encontrarte. No puedo evitar ponerme triste cuando tengo que dejar uno de esos horribles mensajes de voz.

—A tu servicio.

—Maravilloso, maravilloso. Escucha, Arthur, sabes que siempre he hecho gala de mi gran sentido de la igualdad cuando se trata de mantener informados a los miembros de la Oxford Union sobre aquellas cuestiones que juzgo más interesantes, pero me ha parecido que debía informarte a ti primero sobre un descubrimiento reciente.

Aquello era una novedad. Aunque Holmes y él eran buenos amigos, Arthur no era consciente de haber recibido ningún tipo de información antes que los otros miembros de su grupo, los loons del Grial, tal y como los apodaba Andrew. Según la noche se reunía un grupo de hasta diez personas. Los encuentros se celebraban varias veces al año en el pub favorito de Oxford de Holmes para intercambiar teorías descabelladas sobre el Santo Grial y beber, pero sobre todo para beber. Si la suya era, como decían algunos de ellos en broma, una versión moderna de la mesa redonda, entonces Holmes era el rey Arturo, no solo el mayor, sino el más sabio y, sin lugar a dudas, el de mayor prestigio académico. Ninguno de sus colegas se atrevería a cuestionar al erudito artúrico más preeminente de Gran Bretaña.

Arthur pasó a formar parte del grupo unos ocho años antes, gracias a un amigo común: Tony Ferro. Tony y Arthur se habían conocido en Bristol. Por aquel entonces Tony era un estudiante de posgrado de Historia que daba parte de un curso en el que se había matriculado Arthur para diversificar su currículum científico universitario. En cuanto Tony supo que Arthur era un probable descendiente de Thomas Malory, empezó a mostrar un gran interés por el joven alumno y no tardaron en hacerse amigos. Tony impartía ahora Historia Medieval en el University College de Londres y acababa de añadir un nuevo curso: «El rey Arturo: mito o realidad», al que Arthur esperaba poder asistir como oyente algún día.

Holmes siempre se había mostrado muy selectivo con la elección de nuevos miembros de su círculo interno del Grial. No toleraba lo más mínimo a hippies new age, adivinos o fanáticos religiosos. Cada uno de los loons debía aportar algo concreto a la mesa, por lo que la mayoría de ellos eran estudiosos reconocidos de un campo u otro, aunque si no poseían el requisito imprescindible, e intangible, del «espíritu», Holmes los vetaba. Arthur se ganó la admisión antes de acabar la primera pinta. Su respuesta a la primera pregunta de Holmes lo convirtió en alguien digno de ese honor.

—¿Por qué me interesa la búsqueda del Grial? —repitió Arthur para ganar un poco de tiempo y poner las ideas en orden—. Mira, creo que el mundo moderno en el que vivimos nos ha hecho desviar la atención de objetivos elevados. Nos bombardean con mensajes de que podemos conseguir la satisfacción instantánea para muchas de nuestras necesidades. ¿Tenemos hambre? Hay comida rápida. ¿Necesitamos información sobre algo? Google. ¿Nos sentimos solos? Citas en línea. ¿Tristes? Hay medicamentos para remediarlo. Sin embargo, no existe una satisfacción instantánea para una búsqueda espiritual, ¿no es cierto? Para ello se requiere mucho trabajo y compromiso. Quizá al final de la vida te sentirás realizado espiritualmente, o quizá no. Creo que la búsqueda del Grial es una encarnación real de esa búsqueda espiritual. Es una búsqueda antigua, pero no veo por qué no debería ser también moderna y relevante. Además, ¿y si es una búsqueda que trasciende la metáfora? ¿Y si el Grial existe de verdad? Sería maravilloso sostener esa preciosidad en las manos.

Entonces Arthur cogió el auricular y desconectó el altavoz.

—Soy todo oídos, Andrew. ¿Qué has descubierto?

—Bueno, me siento como si me hubiera encontrado un carro lleno de herraduras. Nadie debería ser tan afortunado. O tal vez sea una habilidad mía, no sé…

—¿Tiene algo que ver con la carta de la que nos hablaste a todos hace dos meses? ¿La de Montserrat?

—Pues no. Dispongo de más detalles sobre la carta que publicaré dentro de poco, pero no es el motivo que me ha llevado a llamarte. Se trata de un segundo descubrimiento, mucho más importante; es un documento que podría desembocar en importantísimas repercusiones. Tiene que ver contigo, viejo amigo.

—¿Conmigo?

—Sí, un tal Arthur Malory, residente en Wokingham, Inglaterra, genio del marketing de día, buscador del Grial de noche. Es el producto de una investigación llevada a cabo a la antigua usanza y de la que me siento muy orgulloso. Había pocas probabilidades de que tuviera éxito, por eso estoy muy satisfecho de haberlo logrado. Ha sido espectacular.

—Por Dios, Andrew, escúpelo de una vez.

Tras una deliciosa pausa muy holmesiana, Andrew prosiguió con el relato.

—¿Te gustaría encontrar el Grial, amigo? Me refiero a encontrarlo de verdad.

Arthur no pudo reprimir una sonrisa.

—Sabes que sí.

—Bien. Porque, si tengo razón, el Grial lleva escrito tu nombre. Creo que es posible encontrarlo, pero voy a necesitar tu ayuda.

—Lo que quieras, Andrew. Sabes que siempre me apunto a todas. Estoy ocupado, pero no dejo escapar ni una.

—Sí, yo también ando bastante atareado. Aparte de estar inmerso en la vorágine de todo lo que ha sucedido, tengo una gran carga lectiva y también tengo que ocuparme del desastre provocado por ese imbécil que ha entrado en los despachos del departamento y ha saqueado varios, incluido el mío. No creo que se haya llevado nada, pero aún tenemos que hacer el inventario. Por suerte tengo los papeles más importantes en casa. Arthur, entre tú y yo podríamos solucionar este glorioso enigma. ¿Puedes venir el jueves por la noche? Es el cumpleaños de Ann y nos gustaría que cenaras con nosotros. Hemos reservado una mesa en su restaurante favorito. Te lo contaré todo entonces.

—Claro, contad conmigo.

—Solo una cosa más antes de que te deje volver a tu trabajo de tentar a la gente para que compre cosas que tal vez no necesiten. No tendrás una costilla de más, ¿verdad?

Arthur puso una mueca de sorpresa al oír la pregunta.

—Pues, sí, Andrew, la tengo. ¿Cómo diablos lo sabes?

Era un hombre bajo y con prominentes entradas, en una gran sala oscura con una única lámpara halógena que recordaba la de un teatro. La mujer de Jeremy Harp llamó a la puerta cerrada de la biblioteca y él la dejó entrar de malos modos. Ella sabía perfectamente que su santuario era sacrosanto, pero no le iba a quedar más remedio que recordárselo una vez más, ¿verdad?

—¡Caray, Lillian! Más te vale que la casa esté en llamas.

—Lo siento, Jeremy, pero Stanley Engel está al teléfono. Llama desde el Tíbet. —Le lanzó una mirada de preocupación, como si esperara una bronca. Era una mujer esquelética debido a su dieta basada en un alto consumo de proteínas y de cigarrillos, con una tez demasiado suave gracias al uso de productos cosméticos.

—No se ha dado mucha prisa en llamar. Lo cojo aquí.

Había oído sonar el teléfono y había dado por supuesto que era el estúpido hijo de su mujer que llamaba para pedir más dinero para drogas, algo que hacía con cierta asiduidad. Cuando se casó con Lillian, poco después de su divorcio, el chico era un niño pequeño muy mono. Cumplidos los treinta, ya no era tan mono.

—Stanley. Ya era hora. ¿Qué demonios haces en el Tíbet?

Había una fuerte distorsión digital.

—Estoy llamando con un teléfono por satélite. Siento la calidad de la conexión. Estoy caminando por la montaña. Acabo de recibir tu mensaje de correo electrónico en el hotel. —A pesar de que hacía tiempo que era profesor de Física en la UC Santa Barbara, aún tenía un fuerte acento nasal de Brooklyn—. Estoy llamando por una línea segura, ¿verdad?

—Si utilizas el teléfono que te di, sí, es seguro. Te he enviado un archivo de audio encriptado de una llamada de teléfono que Andrew Holmes le ha hecho a Arthur Malory hoy por la mañana. ¿Qué te parece?

—Es interesante, claro. Muy interesante. Últimamente el pinchazo del teléfono de Malory nos ha aportado información suculenta. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—Ya has oído que Holmes ha dicho que guardaba los documentos importantes en casa. Eso explica que Griggs saliera con las manos vacías de su despacho. Pero lo que es más importante es que parece que ha encontrado algo más que la carta de Montserrat. Parece que está tras la pista de algo muy concreto. Quiero entrar en casa de Holmes el próximo jueves por la noche cuando estén en el restaurante. Es una oportunidad perfecta. Casi nunca salen.

—¿No crees que es muy arriesgado?

—Sin riesgo no hay recompensa. Pero Griggs se encargará de minimizarlo.

—Entonces, ¿qué quieres de mí?

—Funcionamos por consenso. Me gustaría contar con tu beneplácito para adoptar una estrategia más agresiva.

—Pues adelante. ¿Qué dicen los demás?

—Todos han dicho que debería hacerlo.

—Bien. Pues yo digo lo mismo. ¿Contento?

—Encantado.

—¿Qué es eso de la costilla, por cierto? —preguntó Engel.

—No tengo ni idea. Es algo nuevo. Me muero de ganas por saber algo más. Debo confesarte que es la primera vez en mi vida que albergo ciertas esperanzas de encontrar el Grial. Esperanzas de verdad. Es un presentimiento muy intenso.

—Un presentimiento, ¿eh? Una afirmación muy convincente desde un punto de vista empírico por parte de un científico de fama mundial.

Harp soltó un gruñido.

—El Grial lleva dos mil años perdido, Stanley. Estoy dispuesto a utilizar la cabeza, el corazón e incluso el alma para encontrarlo. Y nadie va a detenerme.