Epílogo

Del fértil montón de tierra que se levantaba frente a la tumba de Tara despuntaban ya algunos capullos de azafrán. La primavera estaba cerca.

Cyrus le llevaba un oso de peluche. Emily, un ramo de flores.

Emily no pudo contener las lágrimas y Cyrus se dejó llevar. Ambos colocaron sus ofrendas ante la lápida y se sentaron en un banco de granito negro que Cyrus había mandado instalar.

—Dios santo, cómo la echo de menos —dijo, llorando.

El banco era pequeño y Emily se apretó contra él. Sacó un paquete de pañuelos de papel del bolsillo, se enjugó las lágrimas y le ofreció uno a Cyrus.

—Volveré a verla, en algún momento —aseguró él.

—Lo sé. Pero es responsabilidad mía recordarte todos los días que tienes que seguir viviendo. Te quiero demasiado como para perderte. Y tú eres muy terco y no vas a dejar que Alex Weller se salga con la suya, ¿verdad?

—Tienes toda la razón —concedió él, rodeándola con el brazo.

Regresaron a casa de Emily. Su compañera estaba en el trabajo y tenían el apartamento para ellos solos. Hicieron el amor y después se quedaron tumbados en la cama, cogidos de la mano. Ella recibió un mensaje de texto. Uno de sus pacientes había vuelto a ingresar y los padres querían verla. Se vistió y le dijo a Cyrus que volvería para la hora de la cena. Le besó en la frente y se marchó.

Después de vestirse, Cyrus curioseó por el salón. Gracias a él, Emily había comenzado una pequeña colección de obras de Shakespeare, que iba colocando ordenadamente en una estantería.

Cyrus sabía exactamente el pasaje que quería leer y rebuscó entre las páginas de Macbeth:

El mañana, el mañana y el mañana

se desliza con pasos sigilosos

un día y otro día,

hasta la sílaba final, escrita

sobre las páginas del tiempo. Y todos

nuestros ayeres han iluminado

a los locos la senda que conduce

al polvo de la muerte. Oh, breve luz,

apágate, apágate. La vida

es tan solo una sombra pasajera.

Apoyó el libro en el regazo y rebuscó en el interior del bolsillo del pantalón.

Había un único cartucho de Apoteosis.

Desenrolló el papel por uno de los extremos y se vertió sobre la lengua los cristales, que se derritieron como los últimos copos de nieve del invierno sobre el suelo tibio.