Con un porte imperial y treinta años recién cumplidos, era un hombre que intentaba hacerse un lugar en el difícil y competitivo mundo de la arquitectura profesional de una ciudad que se definía a sí misma como la joya arquitectónica de Europa.
Ya se había granjeado una reputación como joven promesa y caminaba erguido, con la cabeza alta, los hombros rectos y avanzaba a grandes zancadas y con paso decidido. Aunque no destacaba por su altura ni por su gran atractivo, no eran pocas las personas que volvían la cabeza a su paso. Era por esa seguridad en sí mismo, su pelo rojizo, su barba imponente y sus maravillosos ojos azules.
Salió del edificio donde vivía, se deleitó con la cálida brisa otoñal y con el aroma de pan recién hecho y carne asada que impregnaba el aire, y echó a andar por la estrecha calle del Call. Disponía de una hora hasta la cita que había concertado en el barrio del Ensanche y caminó a un ritmo moderado para llegar a la hora en punto.
—Buenos días, señor Gaudí —lo saludó un sastre que se encontraba frente al escaparate de su taller.
El joven arquitecto estaba ensimismado en sus pensamientos y respondió sobresaltado.
—Buenos días. Sí, tiene razón. Hace un buen día. No hay ni una nube en el cielo.
Tenía muchas cosas en la cabeza. Tan solo habían transcurrido cinco años desde que había obtenido su título universitario, pero no habían parado de lloverle los encargos: una cooperativa de trabajadores, la Obrera Mataronense; la Casa Vicens, una gran residencia privada situada en el barrio de Gracia. Y un pabellón de caza para un influyente industrial, Eusebi Güell, que le había insinuado que cabía la posibilidad de que le encargara más proyectos familiares si todo salía bien. La reunión de ese día era un pequeño incordio. Un librero llamado Bocabella, al que no conocía en persona, pero que tenía fama de excéntrico, había puesto en marcha un proyecto eclesiástico financiado por él mismo: una nueva catedral en una ciudad que ya tenía una, la venerable catedral de la Santa Cruz y Santa Eulalia.
Al parecer, el librero había tenido problemas con el primer arquitecto que había contratado. Francisco de Paula del Villar solo había aguantado un año, frustrado por sus relaciones con Bocabella. Joan Martorell, uno de los antiguos profesores de Gaudí y gran defensor del inmenso talento del joven, propuso a su exalumno como sustituto, y Gaudí accedió a reunirse con el librero por respeto a su antiguo maestro.
Al acercarse a la obra, situada por encima de la avenida Diagonal, llena de carruajes y una de las calles más modernas de Barcelona, Gaudí vio a alrededor de un centenar de peones en un terreno cubierto de maleza. Habían puesto una parte de los cimientos, pero era imposible adivinar la filosofía de diseño que escondía la obra. Había oído que iba a ser un edificio neogótico, aunque no había prestado demasiada atención al asunto ya que debía atender sus propios proyectos.
Bocabella lo vio antes que él y se apresuró a saludarlo.
—Usted debe de ser Gaudí —le gritó desde lejos—. Me habían dicho que era pelirrojo ¡y es el único que veo por aquí!
Bocabella tenía una mata de pelo blanco y un tupido bigote blanco. Doblaba en edad a Gaudí, pero se movía como un joven, con pasos pequeños y rápidos y con una energía en apariencia infinita. Cuando se encontraba muy cerca del arquitecto se detuvo y lo miró fijamente.
—¡Esto es obra de la providencia! No existe otra explicación. Hace un par de noches soñé que el hombre que salvaría mi proyecto, que el sinvergüenza de Villar ha intentado destruir, ¡tendría los ojos azules! ¡Y usted tiene los ojos más azules que haya visto jamás!
Gaudí no sabía cómo reaccionar.
—Bueno, me alegro de conocerlo —se limitó a decir el arquitecto—. Conozco de sobra sus obras filantrópicas en nombre de la Iglesia.
Bocabella era el fundador de la Asociación Espiritual de Devotos de San José, un grupo dedicado a honrar a San José ya que consideraba que nunca había recibido el mismo respeto que la Virgen María. «¡Toda la familia es importante! —exclamaba Bocabella—. No pretendo restar importancia a la Santa Madre y al Santo Hijo. Pero José fue el marido de María y para los cristianos no hay nada más importante que la familia, sobre todo para los pobres y desdichados. ¡Este será un templo para los pobres!»
Su iglesia se llamaría Basílica y Templo Expiatorio de la Sagrada Familia, aunque todo el mundo la llamaba por su nombre abreviado. Las obras habían empezado en 1882. Villar había concebido una iglesia que siguiera la tradición gótica, tomando como punto de partida la forma de una catedral tradicional.
El librero acompañó a Gaudí en la visita de rigor a la obra. El arquitecto vio la estructura excavada de una cripta, inspeccionó los cimientos y reparó en el desdén con el que trabajaban los picapedreros.
—Sí, senyor —dijo Bocabella—. Los obreros son como un barco sin timón. Yo no puedo supervisarlos. Sé de libros, pero nada de piedras.
Gaudí repasó los planes arquitectónicos de Villar y los desdeñó en silencio por considerarlos ordinarios y carentes de toda inspiración. Gaudí ya había forjado su propio estilo estético, que lo había llevado a abrazar las posibilidades del modernismo y a trascenderlo para incorporar más rasgos naturalistas. No podía atravesar un parque sin coger un tulipán para examinar su tallo, o cruzarse con un pájaro muerto sin examinar sus alas. Y un amigo médico había llegado a dejarlo entrar en la sala de anatomía de la facultad de Medicina para examinar el esqueleto humano despojado de carne.
Al final de la visita Bocabella cedió al impulso y le ofreció el encargo de la obra ahí mismo.
—Usted es la persona más adecuada para esto, senyor Gaudí. No me cabe la menor duda. ¿Quiere encargarse de la construcción del templo? ¿Me ayudará a dar forma a mi visión?
Gaudí respondió educadamente que consideraría la oferta, pero le advirtió a Bocabella que estaba ocupadísimo y que no estaba muy seguro de que pudiera hacer justicia a un proyecto de ese tamaño y envergadura. Sin embargo, le dejó muy claro que en el improbable caso de que aceptara, no se sometería al diseño de Villar, sino que deseaba asumir el control arquitectónico absoluto de la obra.
Bocabella asintió con entusiasmo, aceptando sus condiciones.
—¿Cuándo podrá darme una respuesta? —preguntó.
—Voy a tomarme unos días de retiro en Montserrat —respondió Gaudí—. Le responderé a la vuelta.
—¡Montserrat! —exclamó el librero—. ¡Sabía que era el hombre adecuado! Peregrino varias veces al año a Montserrat. En una de las últimas ocasiones vi la imagen de la Sagrada Familia en un cuadro y tuve una revelación: en ese momento supe que debía construir un templo en su honor. Vaya a Montserrat y rece. Estoy convencido de que regresará con buenas noticias para mí.