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Era tarde y el ala de neurología estaba en silencio. Cuando siendo niño Alex visitaba a sus abuelos en Gressingham, un pequeño pueblo de Inglaterra, él y su hermano solían colarse en la iglesia a medianoche. La pesada puerta de roble que daba acceso a la vieja torre normanda estaba siempre abierta, así que realmente no cometían ningún delito. Pero los atraía el aroma a peligro que desprendía aquella diablura. Dentro de la nave de la iglesia, oscura y estrecha, se respiraba un aire húmedo y muerto. Alex acariciaba la suave piedra del púlpito y susurraba nervioso a su hermano, que siempre oía ruidos provenientes de la gran tumba que se levantaba en la capilla. Embebido en esos recuerdos recorrió el ala de neurología.

Se detuvo ante la habitación 919 y miró alrededor para comprobar si había alguien más en el pasillo. Nadie. Entró y se puso en silencio la bata, los guantes y la mascarilla.

Tara O’Malley estaba dormida. Ahora la llevaba otro neurólogo pero él, a la luz de los hechos, se sintió de nuevo atraído hacia ella. Ya no era paciente suya. Era la hija de un hombre que lo perseguía.

Alex hojeó los partes médicos. Llevaba varios días sin ataques y sus analíticas mejoraban. La infección remitía y pronto estaría en casa de nuevo. Pero su última resonancia resultaba inquietante. El tumor volvía a las andadas.

Alex se inclinó sobre ella. Sus labios regordetes se separaban con cada inspiración. Bonita como una muñeca de porcelana, pensó. Cyrus O’Malley iba a echarla de menos.