7

El suelo estaba lleno de cajas de mensajería cuyos contenidos se esparcían sobre la mesa. La policía de Seabrook, estado de New Hampshire, se había apresurado a empaquetar y enviar todos los papeles y pruebas que tenían sobre el asesinato de Thomas Quinn, varón blanco de treinta y cuatro años.

A fin de agilizar la investigación, Cyrus y Avakian decidieron dividir para vencer. Avakian se quedó los dos casos de Massachusetts y Cyrus los dos de New Hampshire. Las tareas de coordinación implicaban un par de copas a última hora del día en el pub Kinsale, cerca del Government Center. Avakian se conformaba con un par de cervezas antes de coger la autopista de vuelta a casa. Cyrus no tenía hora. Se tomaba un tercer vodka y luego paseaba por las estrechas calles flanqueadas de farolas del barrio de Beacon Hill, hasta que se le pasaba la borrachera. Entonces regresaba a su oscuro apartamento y a su microondas desvencijado que apestaba a palomitas y a salchichas.

Más allá de las diferencias obvias entre Thomas Quinn y las tres prostitutas, a Cyrus no le cabía duda de que las cuatro muertes eran obra del mismo asesino. En el caso Quinn, la policía no había hablado públicamente sobre el agujero en la cabeza, así que no era uno de esos casos en que un asesino copia a otro. La proximidad espacial y temporal y la marca de autor en forma de perforación craneal vinculaban innegablemente los cuatro asesinatos.

El cuerpo de Quinn había sido descubierto por un conductor que se había detenido en el arcén de la autopista para cambiar una rueda pinchada. Después de que faltase a su turno en el hospital Beth Israel Deaconess de Boston se dio el aviso de desaparición. Era enfermero anestesista. La policía local acudió a su casa de Hampton Falls, en el sur de New Hampshire. Forzaron la puerta pero no encontraron nada raro. La autopsia mostró que la causa de la muerte había sido un enorme hematoma subdural provocado por una fractura craneal. De no ser por el obsesivo método del doctor Leonard Adler, la herida por taladro del lado contrario de la cabeza quizá habría pasado desapercibida. A la prensa se le ocultó ese grotesco detalle para garantizar la integridad de la investigación.

La policía había hecho un trabajo de chinos a fin de ampliar información sobre la vida de Quinn. Soltero y homosexual, sin relación estable. Era solvente y estaba al día en los pagos de la hipoteca y demás. No tenía antecedentes y según la policía no compraba drogas ni las consumía. Ninguno de sus amigos y parientes sabía de relaciones conflictivas ni de amenazas. No escondía su sexualidad y era habitual de unos cuantos locales de ambiente de Boston. La hipótesis oficial era que había tenido un encuentro sexual al azar con un psicópata asesino.

La policía se había centrado en el registro de llamadas de su móvil, especialmente en las últimas llamadas que había realizado el supuesto día de su muerte, un jueves. Ese día había hecho doble turno de cirugías ortopédicas en quirófano. Su teléfono se había mantenido inactivo durante toda la mañana, pero a las tres de la tarde se produjo un torbellino de llamadas con otros dos números: un móvil perteneciente a un estudiante de posgrado de la Universidad de Boston llamado Davis Fox y un fijo de la facultad de Medicina de Harvard, asignado al investigador Alex Weller.

La policía había entrevistado a ambos. Fox contó que había mantenido una breve relación con Quinn el año anterior. Las cosas se habían enfriado entre ellos pero seguían siendo amigos. Weller al parecer no mantenía lazos sentimentales con la víctima, pero tenían en común ciertos intereses, que también compartían con Fox. Los informes policiales se mostraban ambiguos al respecto. Cosas de intelectuales. Ni Fox ni Weller habían visto a Quinn ese jueves y ninguno de los dos quiso especular sobre su dramático final. La policía había peinado los lugares que Quinn solía frecuentar en Boston, pero nadie lo había visto desde el sábado anterior.

Cyrus logró concertar una cita con Davis Fox en la cafetería de la Universidad de Boston, en plena hora del almuerzo. El lugar estaba abarrotado de jóvenes que entraban y salían. Se preguntó cómo sería capaz de encontrar a Fox entre la muchedumbre. Permaneció de pie bajo el cartel colgante que indicaba la entrada al bufé, esperando. Se empapó del estrépito estudiantil y de esa vida que él vagamente recordaba, en la que no había lugar para tantas cosas que hacían de su existencia actual un lugar opresivo como una húmeda jungla infestada de malaria.

Era más fácil que Fox encontrase a Cyrus, el adulto de pelo corto y bien afeitado, ataviado de traje y gabardina, y así fue. Era un joven mulato con vaqueros de pitillo remetidos por dentro de las botas y tocado con una bufanda de resplandeciente lana, vistosamente colocada alrededor del cuello. Se acercó y preguntó:

—¿Es usted el agente del FBI?

Ostentaba los modos airosos del moderno y el cuerpo de un modelo masculino algo disipado. No era muy guapo: tenía ojos pequeños y una boca demasiado grande.

Encontraron una mesa para dos y apenas se habían sentado cuando sonó el móvil de Fox.

—Sí, ya estoy con él. Te llamo luego.

Cyrus quiso saber de inmediato de quién se trataba pero contuvo su curiosidad. Comenzó con las preguntas más sencillas y rutinarias. Fox le contó que lo habían entrevistado hacía cosa de un mes y que ya había contado a la policía todo lo que sabía, etcétera, etcétera. Cyrus dejó que hablara sin interrumpirle hasta que él retomara el turno. Le gustaba comprobar por dónde cogía la gente cuando no se le indicaba el camino. Después de tantos años, si alguien le hubiera dado cien dólares cada vez que ese método se hubiese probado eficaz, hoy estaría viviendo en un barrio mejor.

Cyrus probó a sondear más hondo. Examinó el rostro del joven mientras hablaba: llevaba largas patillas y el pelo hirsuto pero cuidado, a la moda; lucía una barba incipiente y un botón de pelo bajo el labio inferior. Tenía los lóbulos perforados con tantos aretes de oro que Cyrus se sintió incómodo. Trató de no mirarlos.

Cuando Fox hablaba sobre Thomas Quinn, Cyrus percibía sinceridad. Llevaba muchos años sobre el terreno y se fiaba de esas intuiciones. Con respecto a los detalles del crimen, Fox sabía, como todo el mundo, que Quinn había aparecido con un agujero en la cabeza. Quizá conociese los aspectos más macabros del caso, pero ciertamente no se ofreció a explicitarlos.

Fox era estudiante de segundo curso de posgrado y se había especializado en psicología experimental. Había conocido a Quinn hacía casi dos años. Los presentó un amigo común, Alex Weller. Cyrus gruñó al escuchar el nombre. Era su siguiente cita. Fox contó que no había notado nada raro en Quinn la última vez que hablaron por teléfono, que lo oyó quizá algo cansado y estresado después de un día de mucho ajetreo. No hablaron sobre si tenía planes esa noche.

—¿Cuándo fue la última vez que lo viste? —preguntó Cyrus. Había mucho ruido en la cafetería. Le pareció que estaba casi gritando.

—En casa de Alex, la noche del sábado anterior.

—Háblame de ese Alex.

—Es un tipo estupendo, genial. Un médico e investigador realmente brillante. Cuando estaba estudiando la carrera leí uno de sus artículos y me puse en contacto con él por correo electrónico. Al final entablamos amistad.

—¿Enseña en la facultad de Medicina, cierto? —preguntó Cyrus, conociendo ya la respuesta.

—Sí. En el Hospital Infantil. No me sorprendería que un año de estos le dieran el Nobel por su investigación sobre lesiones cerebrales.

—Lesiones cerebrales —repitió Cyrus—. Qué oportuno. ¿Qué hicisteis en su casa?

Por primera vez, el joven se enderezó. Se puso rígido.

—Un par de veces al mes se reúne en su casa de Cambridge un grupo para charlar sobre ciencia y filosofía. Él es, digamos, el organizador. —Cyrus quería saber más, pero Fox se mostraba vacilante—. Usted va a hablar con Alex ahora. Que le cuente él.

—¿Cómo sabes que voy a hablar con él?

—Me lo ha dicho.

—¿Ha sido él quien te ha llamado antes?

Fox asintió. No quería que pareciera que estaba ocultando información así que añadió:

—Mire, no hay ningún misterio. Lo único que ocurre es que Alex quiere que los simposios sean un evento privado, por muchas razones. Si tiene más preguntas después de verlo a él, cualquier pregunta, llámeme. Estaré encantado de ayudarle. Pero lo cierto es que él es quien mejor puede informarle.

Cyrus se fijó en que cada vez que hablaba de Weller, Fox bajaba un poco la mirada y también la voz. ¿Qué ocurría? Parecía reverenciarlo. ¿O era otra cosa?

Si lo que quería Fox era tranquilizar al agente con sus respuestas, había fracasado totalmente. A Cyrus le satisfizo que contase la verdad sobre su relación con Thomas Quinn. Para sus adentros se decía que el chico probablemente no sabía nada acerca del asesinato. Pero cada vez que hablaba de ese tal Weller, a Cyrus le vibraban como locas las antenas, y ni siquiera lo había conocido aún. El informe policial sobre la entrevista con Weller era plano, minimalista, aburrido. La historia real debía de ser mucho más interesante.

Cuando estaba a punto de irse dejó una tarjeta de visita sobre la mesa.

—Ya que tu amigo Alex está tan interesado en mi paradero, dile que voy camino de su laboratorio —espetó con gesto adusto al chico, que lo miró alejarse con preocupación.

Cyrus recorrió Longwood Avenue y dejó atrás el Hospital Infantil. Tenía la mirada clavada en el parachoques del coche de delante. Se negaba a dirigir la mirada hacia los edificios. Si había un lugar en el mundo que odiase era aquel. Tara seguía allí. La visitaría después. Por el momento, debía dejar de pensar en ella.

Recorrió otro tramo de calle, aparcó en una plaza para discapacitados frente al Vanderbilt Hall, la residencia universitaria de la facultad de Medicina, y colocó la identificación del FBI sobre el salpicadero.

La entrada del campus de la Facultad de Medicina, apodado hacía tiempo el Gran Cuadrángulo Blanco, se encontraba al otro lado de Longwood Avenue. La flanqueaban dos grandes jarrones de piedra. Cyrus suspiró profundamente ante la imponente vista de los cinco grandes edificios de mármol que rodeaban la explanada de hierba, atravesada por estudiantes que caminaban resueltamente. Nunca dejaría de reprocharse su escasa formación académica.

Sus comienzos habían sido halagüeños, pues le fue concedida una beca en el Boston College que cubrió buena parte del gasto total. Un par de empleos en el campus y una modesta aportación de sus padres pagaron el resto. Le resultaba triste reconocerlo, pero consideraba sus dos años en el Boston College el cénit de su vida. Los edificios cubiertos de hiedras, los libros de la biblioteca y su perfume a generaciones pasadas, los elevados ideales, las horas y horas leyendo frases hermosas. Le dolía recordar ese tiempo.

El verano anterior a su segundo año, su padre se metió en el tipo de problema que puede arruinar a una familia durante generaciones. Lo acusaron de propasarse sexualmente con una mujer a la que había dado el alto en la carretera de madrugada. En primera instancia, aquello era algo que un hombre de familia de toda la vida como el sargento O’Malley jamás habría hecho. Pero entonces esa primera acusación se complicó con otra más grave. El sargento amenazó a la mujer y esta lo grabó. Su carrera en el cuerpo de policía de Boston terminó con la misma velocidad con que poco después una bala suicida le atravesaría la sien.

Cyrus era su hijo mayor, el varón responsable. Se tomó un año sabático, consiguió un trabajo, ayudó a pagar facturas, a sus hermanos y hermanas, a una madre devastada que se enclaustró en la iglesia. El año se convirtió en dos años y los dos años en tres. Jamás volvería a pasear por aquel sombrío campus. Sus libros se quedaron en cajas de cartón. Necesitaba un trabajo mejor pagado para seguir manteniendo a sus hermanos y hermanas, así que los compañeros de su padre tiraron de un par de hilos. Superó las pruebas de acceso con la puntuación máxima y entró en el cuerpo de policía de Boston. No era algo que deseara realmente. Nunca lo había deseado, pero lo hizo.

Con lúgubre determinación decidió que si ese iba a ser su trabajo, debería hacerlo bien, mejor que su padre.

Los policías más inteligentes llegaban a detectives. Y los detectives más inteligentes a veces llegaban al FBI.

Pero él siempre tuvo la sensación de que había dejado una parte de sí en el campus del Boston College y jamás olvidó su abandono académico. Su ex mujer había estudiado en Wellesley y sus antiguos vecinos en Harvard. Stanley Minot llevaba siempre puesta su insignia de la fraternidad Phi Beta Kappa de la Universidad de Columbia. Y en la oficina del FBI de Boston trabajaban muchos agentes especiales con títulos de las mejores universidades del país. Incluso Avakian había destacado como estudiante en la Universidad de Massachusetts. Él trataba de tomárselo con filosofía, pero los momentos como ese le traían recuerdos desagradables. La boca se le llenaba de un amargor de café solo y sin azúcar.

La grandiosidad del Gran Cuadrángulo sobrecogía y entristecía a partes iguales. Imaginó cómo debían de sentirse esos estudiantes, caminando por el césped cubierto de hojas de arce doradas como el éxito, apresurándose por llegar a alguno de esos anfiteatros desde cuya parte superior apenas se distingue al profesor, preparados para escuchar la clase vespertina desde la altura que dan los siglos de tradición.

En otra vida quizá. En esta no.

Alex miró por la ventana de su despacho y divisó al hombre en el Gran Cuadrángulo. Tenía que ser el agente del FBI. Tomó un sorbo de agua para humedecerse la garganta, que le quemaba de los nervios. Tenía un par de minutos para prepararse. Lo tenía todo que perder y nada que ganar, pero ¿qué opción quedaba sino seguir la corriente, hacerse el despistado y, en el peor de los casos, simular indignación?

¿Por qué no lo dejaban en paz? Si comprendieran lo que estaba en juego le dejarían terminar su trabajo tranquilamente. A lo largo de la historia, las grandes mentes siempre han sido perseguidas. Le quedaba poco, pero necesitaba tiempo.

Un poco más de tiempo.

Tras cruzar un alargado vestíbulo en el que el mínimo ruido reverberaba, Cyrus abrió y cerró una decena de puertas hasta que encontró la placa que buscaba: Alex Weller. Golpeó con los nudillos contra el cristal esmerilado y entró. Tres técnicos de laboratorio bañados en fría luz fluorescente levantaron la mirada de sus bancos de pruebas. Uno de ellos era un chico en la veintena con una larga bata blanca y la piel muy estropeada.

—¿Se ha equivocado? —preguntó displicente. Hablaba con un acento algo barriobajero y hacía gala de una rudeza tensa que no se ajustaba a la atmósfera elevada de un laboratorio universitario.

—Busco a Alex Weller.

—¿Lo está esperando a usted? —El hombre llevaba su nombre cosido con hilo rojo sobre la bata: Frank Sacco.

En cuanto le dijo que era del FBI, Sacco se dirigió apresuradamente a un despacho cerrado. Los otros técnicos, dos jóvenes orientales, bajaron la cabeza y siguieron a lo suyo.

El laboratorio era un lugar más propio del Viejo Mundo, en una de las plantas del edificio que aún no habían sido remozadas. La estancia mantenía la tarima de madera e incluso encimeras de piedra de talco de principios de siglo, pero estaba repleta de aparatos electrónicos e instrumentación de última generación. Cyrus olisqueó involuntariamente los vapores de acetona suspendidos en el aire. Cada pocos segundos lo estremecía un agudo zumbido vibratorio, cuando alguna de las jóvenes colocaba un tubo de muestra en el agitador mecánico.

Sacco volvió y señaló sin decir palabra hacia la esquina del fondo del laboratorio. Alex Weller estaba en la puerta de su despacho, forzando una sonrisa con los brazos cruzados sobre el pecho. Era un hombre larguirucho, de treinta y largos. Llevaba el pelo recogido en una coleta que le daba un aspecto algo hippy y vestía vaqueros informales, jersey y zapatillas de deporte. A Cyrus no le costó reconocer el acento británico. Su forma de hablar le hacía pensar en Ringo Starr. Weller dio rienda suelta a su verborrea.

—Davis Fox me hizo llegar su mensaje. Bienvenido. ¿Debo llamarle señor O’Malley, agente O’Malley o simplemente Cyrus?

Cyrus se erizó al ver cómo Weller trataba de ponerse al mando.

—Agente especial O’Malley.

El hombre se encogió de hombros dando a entender un «como usted quiera».

—Bueno, yo seré más informal. Alex, sin más.

Alex cerró la puerta, ofreció asiento a Cyrus y se deslizó de nuevo tras su escritorio. El recargado despacho era increíblemente pequeño, tan atestado de revistas y papeles que parecía casi hecho a propósito.

—Disculpe el desorden —se excusó, apoyando los pies sobre el único hueco que quedaba libre en su mesa. Las suelas de las zapatillas estaban muy desgastadas. Parecía que el tipo corría, y mucho.

—No sé en qué podría ayudarle. Como le dije, ya hablé con la policía en su momento.

Cyrus se quitó torpemente la gabardina, sin ponerse de pie, y la colgó del respaldo de su silla.

—Usted fue la última persona que habló con Thomas Quinn, por móvil. Esperaba que quizá pudiera contribuir en algo más a la investigación.

—¿Se ha descubierto algo?

—Podría decirse —respondió Cyrus enigmáticamente, tratando de sonsacar algún tipo de respuesta de su interlocutor, verbal o no. Alex, sin embargo, se mantenía impasible—. Me gustaría que detallase cómo fueron las últimas conversaciones telefónicas con Thomas. Ese jueves habló con él a las tres y cuarto durante más o menos un minuto y de nuevo a las cinco y veinte durante tres minutos.

Cyrus detectó una especie de mueca.

—Con mucho gusto, aunque antes me gustaría saber, por curiosidad, por qué se ha metido el FBI en esto. Yo me crié en Gran Bretaña, creo que no entiendo demasiado bien cómo funcionan estas cosas aquí.

Cyrus no estaba dispuesto a seguirle el tono festivo, así que respondió tajante:

—La policía nos ha pedido ayuda. ¿Qué hay de esas llamadas, pues?

Alex se volvió a encoger de hombros y explicó que ambas llamadas tuvieron que ver con la planificación de la reunión del sábado siguiente. Thomas ayudaba a organizar los simposios quincenales que se celebraban en su casa. Habían hablado sobre quién asistiría y sobre si habría un orador invitado, y habían tratado la siempre importante cuestión de los aperitivos. Si no le fallaba la memoria, su primera llamada se interrumpió porque Thomas tuvo que atender algún asunto en la sala de reanimación. Retomaron la conversación en la segunda llamada, mientras Thomas conducía hacia su casa, ya por la tarde.

—¿Vio usted a Thomas en persona en algún momento del jueves o el viernes?

—No —respondió Alex con vehemencia.

Cyrus observó su cuaderno. Había escrito la palabra «simposio» en mayúscula y la había subrayado doblemente.

—Cuénteme más cosas sobre los simposios. ¿Qué son exactamente?

Alex gesticuló ampulosamente, como si fuera a impartir una clase magistral.

—Bien, un simposio es una reunión de intelectuales que comparten algún interés y se juntan para…

Cyrus lo cortó irritado e hizo un comentario sarcástico. Quizá no había llegado a graduarse, pero sabía lo que era un simposio.

—Me refiero a sus simposios. ¿Qué es lo que debate usted en su casa con esos otros intelectuales con los que comparte intereses?

Alex esbozó una sonrisa inocente.

—A mis amigos y a mí nos interesa cualquier asunto relacionado con la filosofía, la religión y la biología. En concreto, nos fascina la visión que las distintas culturas tienen del más allá. Es un tema con el que he coqueteado desde que estaba en la universidad. Hace varios años fundé una pequeña sociedad privada, la Sociedad Uróboros. No es más que una asociación para el fomento del debate.

—¿Qué quiere decir «uróboros»?

—El uróboros es un antiguo símbolo mitológico: una serpiente que se muerde su propia cola. Representa el eterno retorno, la vida después de la muerte, la renovación del yo, la inmortalidad… Puede sonar pretencioso, lo sé, pero créame, yo no lo soy. Como símbolo, el uróboros abarca todos nuestros intereses.

—La inmortalidad y la vida después de la muerte… ¿A eso se dedican los neurólogos en sus ratos libres?

—Este neurólogo sí, al menos. La intersección entre ciencia, filosofía y religión es borrosa pero fascinante. Me interesa profundizar justo en ese punto.

—¿Qué tipo de investigaciones realiza usted?

Alex se mojó los labios.

—Estudio el comportamiento del cerebro bajo presión. Cuando sufre falta de oxígeno o algún tipo de traumatismo. La frontera entre la vida y la muerte.

—¿Son estudios teóricos? ¿Prácticos?

—Bueno, estamos en una facultad de medicina. Yo soy neurólogo pediátrico. Divido mi tiempo entre la atención al paciente y la investigación. Me concedieron una beca de investigación sobre nuevos medicamentos para el tratamiento de lesiones cerebrales. Pero lo que realmente me motiva es la tanatobiología, la biología de la muerte. La muerte no es algo instantáneo, ¿sabe? Los humanos somos máquinas complejas. Cuando se nos apaga, ocurren muchas cosas en secuencias específicas, a nivel celular y molecular. Al comprender mejor la muerte quizá podamos comprender mejor también la vida.

—Si usted lo dice —replicó Cyrus arqueando las cejas—. ¿Qué tipo de gente asiste a sus simposios?

—De todo tipo. Biólogos, psicólogos, estudiantes de filosofía, diletantes, algún que otro teólogo…

—Thomas era enfermero. ¿Qué aportaba?

—Era un tipo interesante, muy perspicaz. No era un ratón de biblioteca, pero su especialidad lo había convertido en un ávido observador de la vida y la muerte. Discutía incluso con intelectuales doctorados.

—¿De qué se habla en esos debates?

—¿Qué tiene que ver con el asesinato de Thomas? —Cyrus le lanzó una mirada heladora—. Por curiosidad —se vio empujado a añadir Alex.

—No sé si tendrá algo que ver. Podría —explicó Cyrus, tratando de controlar su impaciencia—. Un chico fascinado por la muerte que poco antes de morir llama por teléfono a otro tipo también fascinado por la muerte. No lo sé. Quizá suene descabellado, pero me pica la curiosidad.

—Mientras no crea usted que yo tengo algo que ver… —dijo Alex con jovialidad impostada—. Verá, en los simposios debatimos sobre muchas cosas: ¿qué deducir de las diferencias existentes entre las distintas visiones que cada cultura tiene del más allá? ¿Por qué se parecen las llamadas experiencias cercanas a la muerte, incluso en culturas distintas? ¿Tienen una base biológica o son una experiencia espiritual? ¿Existe Dios? Esta es una de las habituales. Lanzamos preguntas de peso y tras el debate nos damos cuenta de que las respuestas que proponemos son más bien livianas, lo cual garantiza que los debates se seguirán celebrando durante una buena temporada.

Cyrus decidió subir de marcha e hizo una serie de preguntas rápidas. Inquirió si Thomas había tenido algún conflicto importante con alguno de los participantes y si podía consultar una lista de las personas que solían acudir a su casa. Se interesó también por los posibles enemigos de Thomas y preguntó si sabía de actividades ilícitas en que este estuviese metido. Por fin, preguntó si conocía la relación entre Thomas y Davis Fox.

Las breves y anodinas respuestas de Alex no aportaron nada. Pero entonces Cyrus lo sorprendió con la guardia baja.

—¿Conoce a alguna prostituta?

Alex bajó los pies de la mesa.

—¿Qué?

—Prostitutas. ¿Conoce a alguna? ¿Ha usado alguna vez sus servicios?

Por primera vez, Alex se mostró indignado.

—¡Por supuesto que no! Tengo pareja. ¿Por qué me pregunta eso?

Sonó el teléfono de Cyrus. Pretendía ignorarlo pero vio que era Marian, así que lo cogió, escuchó lo que tenía que decirle y contestó:

—Estoy a un par de manzanas del hospital. Te veo allí en diez minutos.

Cyrus colgó y se apresuró a despedirse.

—Gracias, doctor Weller. Tengo que marcharme. Es probable que necesite hablar con usted de nuevo.

Alex se puso de pie y por un momento lo contempló desde lo alto, hasta que el propio Cyrus se levantó. La indignación de Alex parecía haberse desvanecido.

—¿Va usted al Hospital Infantil? —preguntó con voz tranquila, casi sacerdotal. Cyrus se puso la gabardina sin dar respuesta—. ¿Tiene usted un hijo ingresado?

Cyrus asintió mecánicamente. Weller lo miró con expresión extraña y rebuscó en el bolsillo superior de una bata blanca que tenía colgada de la puerta. Sacó un taco de hojas de papel, cada una de ellas encabezada con un nombre y garabateada a mano. Las fue pasando una a una, como buscando los comodines de una baraja, hasta que encontró la que quería. Cyrus no tenía ni idea de qué tramaba.

—Su hija se llama Tara O’Malley, ¿verdad?

Fue como si le hubieran golpeado en el costado con un bate de béisbol. Cyrus notó una angustia. Le zumbaron los oídos. Asintió de nuevo.

—Su cirujano, Bill Thorpe, me pidió que la viera. Yo fui quien le ajustó la medicación para las crisis. Conozco a su mujer.

—Ex mujer —puntualizó Cyrus automáticamente, tratando de encontrar algo que decir.

—Bien, esto es algo embarazoso… —dijo Alex—. ¿Quiere que lo acompañe?

Cyrus alcanzó el pomo de la puerta. Quería salir del edificio y respirar el aire frío.

—Mi hija acaba de sufrir otra crisis —dijo.

—Voy a hacer una llamada. Me aseguraré de que un asistente la vea enseguida. Quizá, dadas las circunstancias, deba ponerla en manos de uno de mis colegas.

Cyrus tragó y asintió.

—Sí, estaría bien.

—Déjeme que le diga una cosa —agregó Alex—. Es una niña encantadora. Absolutamente encantadora.