6

Cyrus recorrió automáticamente los enmarañados pasillos, como una rata de laboratorio que conociera bien su complejo laberinto. Accedió al ala de neurología de la novena planta y de inmediato lo reconocieron en el mostrador de enfermería. Acusó el nudo en el estómago, asqueado por el olor demasiado familiar a fluido corporal, disimulado tras el desinfectante con aroma a limón.

—¿Dónde está? —preguntó.

A la enfermera no pareció incomodarle su brusquedad.

—Nueve uno nueve —se limitó a responder, haciéndose cargo.

En la puerta, Cyrus se dio cuenta de que se trataba de una de las habitaciones de aislamiento. Recordó vívidamente que hacía unos meses había ocupado esa misma habitación. Había un vestíbulo herméticamente cerrado donde dejar el abrigo y colocarse mascarilla, guantes, calzas y bata de celulosa. Se dispuso a ejecutar el ritual e intentó saludar furtivamente a su hija a través del cristal, pero una mujer embatada le tapaba la vista de la cama. Era más delgada que Marian: otra pieza más en el interminable carrusel de médicos, enfermeras e interinos.

La mujer terminó lo que fuera que estuviese haciendo y cuando se separó de la cama, la niña se asomó y buscó la mirada de Cyrus al otro lado del vidrio. Saludó débilmente con un triste gesto que decía «aquí estoy otra vez».

La mujer entró en el vestíbulo y se quitó la mascarilla.

—Hola —saludó—. ¿Es usted el padre de Tara?

Cyrus asintió, manteniendo el equilibrio sobre una pierna mientras se colocaba la calza. No reconoció a la mujer. Un rostro como aquel no lo habría olvidado.

—Soy la doctora Frost —se presentó con tono liviano, casi musical.

Tenía más edad y se mostraba más segura que los estudiantes de medicina o los residentes, pero era una mujer joven. Se quitó los guantes y empezó a desatarse la bata mientras él hacía lo contrario. Se respiraba algo extrañamente íntimo en esa situación: un hombre y una mujer vistiéndose y desvistiéndose en un pequeño cuarto como aquel.

—¿Es usted de neurología? ¿De infecciosos? —preguntó Cyrus.

—Soy psiquiatra.

Cyrus se quedó sin aliento.

—¿Qué le ocurre? —preguntó.

—Bueno, ya sabe, esta mañana tuvo una crisis y la han vuelto a ingresar con fiebre y una analítica bastante floja.

—Quiero decir psicológicamente —apremió.

—Desde el punto de vista emocional, nada fuera de lo común.

—Entonces, ¿por qué ha venido?

—Ya he visto a Tara antes. Su madre pidió una consulta durante su último ingreso.

—¿Una consulta? ¿Para qué?

—Le estoy ayudando con sus miedos —respondió con franqueza.

Cuando la doctora se quitó la bata saltó a la vista que era menuda, de cintura estrecha. En la foto de la identificación que llevaba prendida al bolsillo aparecía aún más joven, una novata de larga melena que le desaparecía tras los hombros. Ahora llevaba el pelo corto, con un peinado más profesional aunque del mismo color que en la imagen: el de la luz a través de un ámbar muy antiguo. Poseía la belleza natural de esas mujeres que solo necesitan una pincelada de maquillaje, tan distinta de la de Marian, que habitualmente se extendía una capa sobre otra. La psiquiatra hizo frente a la evidente ira de Cyrus con luminosos ojos azules y una cautivadora mezcla de firmeza y fragilidad, que traslucía en su modo de apretar la pequeña mandíbula.

Aun así, Cyrus se le acercó enfadado, imponiéndose de súbito como una amenazadora presencia dentro del estrecho espacio del vestíbulo y colocándose la mascarilla para ocultar el temblor de los labios.

—¿A qué se refiere con miedos? —preguntó casi a voz en grito. Redujo el volumen pensando en Tara—. ¿Tiene esto algo que ver con la muerte?

La mujer se mantuvo firme y dijo suavemente:

—Su hija tiene un tumor cerebral terminal. Es joven pero sabe lo que hay. Por mi experiencia le puedo decir que a los niños les ayuda expresar sus sentimientos y sus miedos.

—Le voy a decir una cosa —espetó a través de la mascarilla en un gruñido atenuado—. Mi hija no se va a morir. No quiero que venga a verla más.

La doctora había terminado de quitarse el resto del equipo estéril. Cerró la papelera manteniendo la compostura y dio una respuesta fría, profesional.

—Creo que esto deberán hablarlo usted y la madre de Tara.

—Estamos divorciados.

—Eso no quiere decir que no puedan tomar juntos una decisión responsable sobre su hija. Y quizá también deba hablar con Tara. Lo único que a mí me interesa es su bienestar. —Tenía la mano sobre el pomo de la puerta—. Un placer conocerlo. Tara habla de usted todo el tiempo.

En cuanto entró en la habitación, su hija, de ocho años, apenas un pájaro entre las sábanas, lo regañó con un gorjeo.

—¿Por qué le estabas gritando a Emily?

—¿Así se llama?

—Emily Frost —respondió la vocecilla—. Como Jack Frost.

—Yo no estaba gritando.

Le estaban transfundiendo sangre y además tenía una vía con una bolsa de antibiótico ya agotada. Tenía mal aspecto. La piel traslúcida, blanca y delgada como papel de arroz. Pero hasta cuando se ponía enferma, hasta despojada de su sedosa cabellera, su carita de ángel enfadado lucía hermosa. Tenía a Freddy, el osito rosa que siempre la acompañaba, junto a ella, tapado con la sábana. Tara era ya mayor para los peluches, pero su enfermedad le había supuesto una regresión de unos cuantos años.

—Es mi médico de morirse —dijo.

A Cyrus se le cortó el aliento. Se alegró de llevar puesta la mascarilla.

—Ese tipo de médico no te hace falta para nada —exclamó, inclinándose para acariciarla.

Entre sus dedos y la piel de la niña se interponía una frustrante barrera de látex. Comenzó a lanzar preguntas mundanas: cuándo empezaste a encontrarte mal, cómo estás ahora. Cualquier cosa para cambiar de tema, pero ella volvió a ello con inocente insistencia.

—¿Por qué le has dicho a Emily que no venga más a verme?

—¿Me has oído? —La niña asintió con todo el énfasis que pudo, levantando la cabeza de la almohada—. Voy a hablarlo con mamá. ¿Dónde está?

—Se fue cuando llegó Emily. Dijo que tú ibas a venir. ¿Tienes ahí tu bolígrafo? —Cyrus asintió—. ¿Y papel?

—Voy a buscar. ¿Para qué?

—¿Jugamos al tres en raya?

Su juego favorito. Él estaba más que dispuesto a cerrar la boca y jugar.

Cuando por fin se quedó dormida, la página estaba ya repleta de cruces y circulitos. Salió en silencio y se quitó la bata cuidadosamente. En el mostrador de enfermería dejó un mensaje para la madre de Tara: ESTOY EN LA CAFETERÍA.

En el bufé, llenó la bandeja con lo primero que tuvo a mano y buscó una mesa solitaria. No quería escuchar a los jóvenes médicos y enfermeras hablar sobre sus pacientes ni contar historias de familias destrozadas.

Lo que sí oyó fue la distintiva cadencia de los tacones de Marian golpeando el enlosado de la cafetería. No tuvo ni que levantar la mirada. Conocía a la perfección ese paso urgente: ella siempre se movía rápido, con pasos cortos y rápidos, arrogantes; la zancada constreñida por la sempiterna falda de tubo. Levantó la vista de su sopa y en lugar de los ojos dolidos de una madre preocupada se topó con el enfado hirviente que, por otro lado, ya había previsto.

Sabía cómo funcionaba la mente de Marian: cada vez que Tara sufría una recaída o una complicación, la culpa era de él. El cáncer venía de su lado de la familia. El hijo de un primo suyo también padecía un tumor cerebral. Los genes malos eran los suyos, y todo lo que él hiciera quedaría lejos de satisfacer sus expectativas. Ahora, él estaba matando a la hija de ambos. Muchos tumores cerebrales infantiles eran curables; el suyo no, y estaba en un grado avanzado. En su día la operaron y consiguieron extraer la mayor parte del tumor, ralentizando así el proceso, pero el cáncer había vuelto. La quimioterapia alargaba el tiempo de vida, pero con costes. La niña sobrevivía gracias a transfusiones y antibióticos. Todo ese horror por culpa de la baja calidad de los genes O’Malley.

Por supuesto, si se le ocurriese verbalizar esos pensamientos ella lo acusaría de ingenuo y ordenaría a su abogado que presentase una moción ante el tribunal en la que cuestionaría su aptitud para mantener la custodia compartida. Sin embargo, esos malditos ojos suyos, ardientes como dos mínimas brasas, le tenían convencido de que la loca era ella.

Marty, su nuevo marido, cumplía con todos sus deberes conyugales. Su estilo de vida, de habitual próspero, cumplía en cada detalle con el del típico banquero exitoso de Boston centro. Hacían una bonita pareja, observó Cyrus despectivamente. Ambos dedicaban mucho tiempo a sus guardarropas y a su cuidado personal. Como Tara no siempre se encontraba bien como para desplazarse al apartamento de su padre, el abogado de este peleó una orden judicial que le permitía a Cyrus pasar ocasionalmente la tarde o un día del fin de semana con Tara, en casa de ellos, mientras Marian y Marty pasaban el día fuera. Mientras ella dormitaba, Cyrus se paseaba por la casa de cinco dormitorios, lujosamente enmoquetada, como quien estudia la escena de un crimen, examinando con avidez la vida que vivían. Marty tenía mucha ropa bonita: un armario entero lleno de trajes italianos y jerséis de cachemira.

Pero lo que en realidad llamaba la atención de Cyrus eran el lavabo y los armarios del baño de él. Marty usaba muchísimos productos. Un auténtico campeón de la metrosexualidad que gastaba tantas cremas y mascarillas para piel y pelo como su mujer. A Marian siempre le habían fastidiado los austeros hábitos de Cyrus ante el espejo: pastilla de jabón, desodorante y pasta de dientes. Más o menos eso era todo. En Marty encontró a un auténtico sabueso de balneario: justo lo que quería.

Mejor para ella.

Marty era diez años mayor. Sienes grises, en buena forma, gran jugador de tenis. Pero Cyrus no pudo evitar chasquear la lengua la primera vez que vio una receta de Viagra en el botiquín. Parecía estar muy pendiente de no quedarse sin suministro.

Mejor para ella.

—¿Quieres sentarte? —invitó Cyrus.

Marian agitó la cabeza vigorosamente. Llevaba tanta laca que no se le movió ni un mechón de brillante pelo negro.

—¿Cómo eres capaz de comer, Cyrus? —preguntó con desdén.

—Pues yo tengo un poco de hambre —anunció Marty, esperanzado. Pero ella lo calló con un bufido. Cyrus casi sintió lástima por el pobre hombre.

Marian tenía el bolso tan apretado contra el pecho que parecía que fuera a romperse.

—¿Se ha cansado estando contigo? Estaba dormida como un tronco.

—Claro, la he llevado a patinar.

Ella hizo caso omiso.

—Me has dejado un mensaje. ¿Qué querías?

—He conocido a la doctora Frost. No quiero que Tara la vuelva a ver.

—Es la mejor. La ha recomendado el doctor Thorpe.

—Tara no necesita ese tipo de médico.

—Los expertos no piensan igual. ¿Tú eres experto?

—Yo soy su padre.

—¡Y yo su madre!

Marty se retiró a la seguridad de su iPhone mientras los dos viejos rivales se tiraban los trastos a la cabeza.

—Se supone que este tipo de decisiones debemos tomarlas juntos —insistió Cyrus.

—Esto no es algo sobre lo que se pueda discutir, Cyrus. Es el protocolo para pacientes como ella.

—¿Y eso qué quiere decir?

—No me hagas pronunciarlo. —Empezó a llorar y sacó un pañuelo de papel para evitar que se le corriera el rímel.

Cyrus empujó su bandeja y se puso en pie. Solo le repitió una frase:

—Tenemos que tomar estas decisiones juntos.

Marty trató torpemente de mediar.

—Parece que a Tara le cae bien.

—No irá a verla más. Y punto.

Marian dejó de llorar con una rapidez que desafiaba la fisiología común.

—Entonces será mejor que digas a Allan que se ponga en contacto con Jan para llevar el asunto al juez Sugarman.

—Muy bien. Eso haré. Voy a subir a despedirme. En diez minutos estaré fuera.

Todas las llamadas a su abogado le suponían un coste enorme, tanto económico como emocional. Pero tendría que pelear duro con Marian por aquello. No quería que Tara hablase de aquel tema, no quería que lo pensase siquiera.

No quería que la muerte se acercara a su pequeña.