Día cero
Cyrus se despertó en brazos de Emily. Era muy tarde, ya de madrugada. Estaban solos en la habitación de invitados.
Ella respiró visiblemente aliviada cuando Cyrus abrió los ojos. Le dijo que estuviera tranquilo, que no estaba solo.
De sus ojos brotaron lágrimas que se le derramaron por las mejillas. Se quedó ahí tumbado, inmóvil, con la mirada clavada en el techo.
—¡Tara! —dijo, atragantándose—. ¡He estado con ella! Saltaba arriba y abajo como siempre hace, se pone tan contenta que no es capaz de resistirse. Quería cogerla en brazos y abrazarla y decirle que la quiero pero no he sido capaz de llegar, Emily. No he podido cruzar al otro lado.
—Oh, Cyrus —decía Emily, atusándole el pelo—. Cariño mío…
—Tengo que volver. Sé que es feliz, pero está allí sola. —Reflexionó un instante—. Aunque no está sola del todo, en realidad. Hay algo más. No se veía, pero se sentía. He sentido a Dios.
Alguien tocó a la puerta. Era Alex.
—He oído voces. ¡Has vuelto! ¿Cómo está el paciente?
—Déjanos en paz —rugió Emily.
—No, quédate —pidió Cyrus incorporándose—. He visto a Tara.
—¿Cómo está? —preguntó Alex con una sonrisa.
—Guapa. Tenía muy buena cara.
—Qué bien, Cyrus. Me alegro.
—Quiero más.
—¿Más Apoteosis?
—Sí.
—Puedes tomar toda la que quieras. —De una riñonera que llevaba sacó un puñado de cartuchos y los tiró sobre la cama—. Quizá deberías esperar a la mañana. Tomaste una dosis bastante elevada. No sé cuánta agua bebiste. Me pareció que tenías bastante sed.
—No tienes vergüenza, Alex —dijo Emily asqueada—. Eres despreciable.
—Me caes bien, Emily —replicó él—. Pero, con todos los respetos, no estoy de acuerdo contigo. Pídele a Cyrus que te dé su opinión.
—Weller me da igual ahora —aseguró Cyrus—. Lo que quiero es volver con mi hija.
—Tomaré eso como un cumplido —sentenció Alex, y acto seguido abrió la puerta para marcharse—. Os veré por la mañana. Os espero bien descansados. Será un gran día.
—Ahora tenemos que irnos —le propuso Emily a Cyrus—. Yo conduzco.
Cyrus se dejó caer sobre la almohada.
—No, yo me quedo —dijo él con un hilo de voz, alargando la mano para coger otro cartucho de Apoteosis.
—¡No! —vociferó ella—. ¡No te voy a dejar!
—Y yo no puedo dejar sola a Tara. Tengo que ir con ella.
Emily lo agarró por las manos con una fuerza inesperada, tiró de su cuerpo hasta sentarlo en el colchón y lo arrastró de los pies hasta sacarlos de la cama. Se colocó en pie ante él y le alzó la barbilla para que la mirase a los ojos.
—Cyrus, escúchame. Yo no he probado la Apoteosis ni quiero hacerlo, pero no dudo del poder de la experiencia que acabas de vivir.
—No ha sido una experiencia. Ha sido real.
—No estoy diciendo que no lo fuera. No estoy diciendo que no exista esa otra vida y no estoy diciendo que no exista Dios. Lo que digo es que un niño puede morir pero sus padres tienen que seguir adelante y vivir sus vidas, por ellos mismos y por las personas que los quieren. Llegará tu momento, Cyrus, esperemos que cuando seas viejo, tras una vida llena de emociones, de amor, de libros y poesía. Y Tara seguirá allí, esperándote, la misma niña, igual de guapa que hoy. Así es como debe ser.
—¿Por qué esperar? —preguntó con una voz que era poco más que un susurro.
—¡Maldita sea, Cyrus! ¡Por mí! ¡Porque te quiero y porque no quiero perderte! Te lo suplico. Escoge la vida. Escógeme a mí.
Cyrus se quedó callado durante unos momentos, mirándola fijamente, escrutando su expresión resuelta, sus ojos llorosos. Por fin, dejó escapar una exhalación.
—Si no fuera por ti, Emily Frost…
Ella dejó que se volviera a echar y lo tapó con una manta.
—Duerme un poco. No me separaré de ti en toda la noche.
El domingo trajo el amanecer más hermoso y colorido que nadie pudiera recordar. La mayoría de los habitantes de Nueva Ciudad Naciente estaban ya despiertos cuando salió el sol y contemplaban el tornasolado espectáculo a la vez que vigilaban la cuenta atrás.
Emily no había echado las cortinas esa noche, confiando en que el sol la despertase. Cyrus dormía a su lado, hecho un ovillo, respirando suavemente.
—Cyrus, hay que levantarse —le musitó al oído.
—¿Qué hora es…? —masculló tras un momento de desorientación.
—Las ocho menos veinte. Cyrus, tengo que contarte lo que Sam me explicó anoche, antes de que te dieran la Apoteosis. Cuando la cuenta atrás toque a su fin, Alex va a pedir un suicidio en masa. Van a morir millones.
Él se levantó con las piernas aún temblorosas.
—No nos queda mucho tiempo.
En la cafetería de la escuela de primaria de Rising City había un ambiente de caos controlado. Varios ordenadores, atendidos por personal del FBI equipado con intercomunicadores, mostraban mapas en tiempo real con la posición de varios helicópteros en vuelo.
—¿Alguna noticia de O’Malley? —vociferó Bob Cuccio—. No debería haberle dejado entrar —se dijo a sí mismo, maldiciendo.
—Tomaste una decisión de mando —arguyó el general Kates.
—Tomé la decisión de mando equivocada. Podrían haberlo matado.
—Tenemos treinta y cinco minutos hasta las ocho y cuarto —calculó Kates—. ¿Cuándo obtendremos luz verde de la Casa Blanca?
—A las ocho. ¿Todo listo por su lado?
—Tengo ocho Apaches ya en el aire, sobre Columbus. Se encargarán de los helicópteros desertores, con un poco de suerte antes siquiera de que despeguen. Hay asimismo cuatro carros M1A1 posicionados a unos ochocientos metros al norte, sur, este y oeste de la granja respectivamente, y dieciséis Bradleys. Todos ellos están operados por personal del Departamento de Justicia para no infringir el posse comitatus, pero mis ingenieros se mantendrán alerta por si necesitamos su asistencia.
—Tenemos autorización especial del presidente para que los Apache sí los piloten militares.
El general asintió.
—Pase lo que pase, creo que usted y yo vamos a estar el resto de nuestra carrera profesional testificando ante el Congreso.
—Vamos a terminar primero con el trabajo de hoy —propuso Cuccio.
En la cocina olía a beicon. Jessie cortaba rebanadas de pan recién hecho y Sam estaba haciendo unos huevos revueltos. Steve escudriñaba nervioso el cielo desde la ventana. Y Alex estaba sentado tranquilamente a la mesa, como si no tuviera de qué preocuparse.
—¡Buenos días! —saludó cuando Cyrus y Emily aparecieron en el comedor—. ¿Habéis dormido bien? —Cyrus respondió afirmativamente con la cabeza—. Venid, desayunad. Os juro que no le hemos echado Apoteosis. Esa parte de la misión ya la hemos cumplido.
Ambos tenían hambre y sed, pero rechazaron la oferta. Eran las ocho menos cinco. Habían pergeñado un plan al vuelo mientras Cyrus se vestía, y disponían de un tiempo precioso y cortísimo para ponerlo en marcha. Si no salía bien, Cyrus sacaría de allí a Emily antes de que Cuccio diera la orden de asalto.
—¿Disfrutas manipulando a la gente, verdad? —preguntó Cyrus.
Alex le devolvió una mirada sorprendida.
—Disfruto iluminándolos. ¿No te iluminé a ti?
—¿Quieres que te diga la verdad? —preguntó Cyrus.
—¿Por qué no?
—Sí, me iluminaste.
—De nuevo se demuestra, por tanto, que el fin justifica…
—Y una mierda —atajó Cyrus—. Eres un hijo de puta egoísta y manipulador.
Steve dio un paso adelante, con la mano bien plantada sobre la culata de una de las pistolas que le colgaban del cinto.
—Tranquilo, Steve. No pasa nada. Cyrus está dando rienda suelta a su yo batallador, nada más. La Apoteosis no ilumina a todo el mundo por igual.
—Te voy a decir una cosa —dijo Cyrus, intentando controlar la ira— y quiero que tus amigos escuchen con atención. Ahora que he tomado Apoteosis te entiendo mejor. Tú tienes una ventaja sobre otros mesías y profetas. La mayoría son impostores y mentirosos. Pero la Apoteosis es real. Y a ti te ha endiosado de tal manera que no dudas un instante en tomar decisiones sobre las vidas de la gente. Hoy quieres que millones de personas se maten como homenaje a ese estatus que te arrogas.
—¿Quién se lo ha dicho? —preguntó Alex inquisitivamente. Sam apartó la mirada—. Está bien, Sam. Ya no importa. Los profetas siempre han sido objeto de ataques, en todos los momentos de la historia.
—Si yo decidiera erigirme en profeta, predicaría un mensaje muy distinto al tuyo —dijo Cyrus.
—¿Y cuál sería ese mensaje?
—Que estamos en este mundo para algo. Para qué, no se sabe. Pero que el final de la vida, de esta vida que cada uno vive como mejor puede, no es el final en realidad. Hay algo más allá, algo bueno que responderá a todas las preguntas que nos hemos estado haciendo desde que tenemos uso de razón.
Alex resopló ante las palabras de Cyrus.
—El mismo mensaje agotado que quienes preconizan la fe frente a la razón llevan propagando desde hace siglos. Ahora que la Apoteosis demuestra la existencia de la vida eterna y, más allá, de una vida eterna plena de gloria, no queda ni una sola razón por la que seguir esperando.
En ese momento, Cuccio colgaba su teléfono móvil.
—General Kates, acabo de recibir autorización. Voy a ordenar a mis hombres que entren. Haga lo propio.
—Que Dios nos asista —replicó Kates asintiendo con la cabeza.
—Querías una prueba —respondió Cyrus en tono suave—. Estabas dispuesto a cualquier cosa para conseguirla, ¿verdad? —Alex lo observó con la mirada perdida—Tú asesinaste a Thomas Quinn, ¿verdad?
—Thomas se suicidó. Yo estaba con él. Ya le he explicado a todo el mundo lo que ocurrió.
—¿Que se suicidó? ¿Me estás diciendo que se rompió la cabeza a sí mismo y luego se clavó una aguja en el cerebro?
Jessie había permanecido en silencio, con la mirada fija en su desayuno inacabado.
—¿Thomas tenía heridas? —preguntó, alzando la cabeza.
—¿Alex tampoco te contó que recogió a cinco mujeres inocentes de la calle, cinco jóvenes prostitutas, un par de ellas adolescentes, las estranguló y les agujereó el cráneo mientras aún vivían?
—¿Alex, es eso cierto? —inquirió Jessie.
Cyrus no cejó en la presión.
—Así fue como descubriste la Apoteosis, ¿verdad? Y eso es lo que querías hacerle también a mi hija, ¿verdad?
Jessie se levantó bruscamente de la mesa y se plantó ante Alex con una mirada vidriosa, confusa.
—¿Es eso cierto, Alex? ¿Mataste a Thomas? ¿Mataste a esas mujeres?
Alex se levantó también.
—Ahora están en un lugar mucho mejor que aquel del que provenían. Yo les ayudé a llegar.
Cyrus y Emily también se levantaron.
—¿Te haces idea de lo enfermo que estás? Es la justificación de un asesinato más lamentable que he oído en mi vida.
Alex, por fin, montó en cólera.
—Asesinato. Suicidio. Accidentes. Enfermedades. Todo lleva al mismo lugar. Un lugar apoteósicamente mejor que este, maldita sea.
—El asesinato es otra cosa, tío —intervino Sam con tono triste.
A Alex le hervía la sangre.
—¿Me estás llamando asesino, Cyrus? —vociferó, el rostro rojo de furia.
—Sí, te estoy llamando asesino.
—Y quieres castigarme, ¿cierto?
—Sí.
Alex alargó la mano hacia Steve.
—Dame tus armas.
—¿Por qué, Alex? —preguntó Steve.
—¡Dámelas, te digo! —insistió con un grito, cogiéndolas por sí mismo y entregándole una a Cyrus—. Castígame entonces —instó—. Adelante, dispárame.
Cyrus quitó el seguro del arma.
—Lo único que quiero es detenerte.
Estaban a dos metros uno del otro. Alex levantó el arma y apuntó al pecho de Cyrus.
—¡No! —gritó Emily.
Cyrus lo apuntó a su vez.
—¡Te he dicho que me dispares! No tienes elección. ¡Aquí estoy yo al mando, no tú! —aulló Alex.
—¡Alex, no! —gritó Jessie.
—No tienes que hacer esto —dijo Cyrus, con el arma aún empuñada.
—Tengo ventaja sobre ti, Cyrus. No puedo perder. Sam, cuando yo no esté te quedarás tú al cargo. Ya sabes lo que tienes que hacer.
—Alex… —masculló Sam.
—Hazlo, Sam. Voy a contar hasta cinco, Cyrus, y luego te mataré si no me matas tú a mí primero. —Dirigió una mirada a Jessie—. Te quiero, mi amor —musitó—. ¡Uno!
Cyrus sintió el peso del arma, la resistencia que ofrecía el gatillo a su dedo.
—¡Dos!
Jessie rompió a llorar.
—¡Tres!
—¡Por favor, Alex, no! —suplicó Emily.
—¡Cuatro!
Cyrus bajó el arma. Y disparó a Alex en el abdomen.
Alex gimió y cayó de rodillas con las manos en el vientre. La pistola se deslizó entre sus dedos. Jessie corrió a su lado.
Cyrus no vio venir a Steve, que embistió como un toro enfurecido y con su corpachón lo tiró al suelo de bruces para a continuación hacerse con su arma y apuntarle con ella a la cabeza.
—No lo matéis —pidió Alex rechinando los dientes. Jessie apretaba la mano contra la camisa ensangrentada, tratando de detener la hemorragia—. Ha hecho lo que quería que hiciese. Sam, pulsa la tecla.
El portátil de Sam estaba sobre la encimera, junto a la hornilla. Sam tenía el dedo puesto en la tecla intro.
Pero la voz de Emily se impuso a los sollozos de Jessie.
—¡Sam! Esa es una decisión muy importante. Si pulsas esa tecla morirán miles de personas, personas impresionables, buenas personas que no deberían morir hoy.
Alex se esforzaba por hablar.
—No le hagas caso, Sam. ¡Pulsa la tecla!
—¿Qué hay de tu madre, Sam? Ella te quiere. Te necesita.
—¿Y qué hay de mi padre? —replicó Sam.
—Llevarás el amor por él dentro de ti. Cuando llegue tu hora, él estará allí, esperándote. Lo sabes.
Sam empezó a gimotear incontrolablemente. Cerró despacio el portátil y se dejó caer hasta el suelo.
Cyrus tenía ante los ojos el cañón de la pistola con que lo apuntaba Steve.
—Steve, todo ha terminado. Tú no eres mala persona. Tu novia te necesita. Baja el arma —le dijo Cyrus.
Steve miró a Alex, que estaba a su lado, resollando, con los ojos clavados en el suelo. De la boca se le derramaba la sangre. Steve empezó a balbucear como un niño. El gran pecho se hinchaba y deshinchaba. Por fin, bajó el arma y se la entregó a Cyrus. Este se puso en pie.
—Sam, necesito que te conectes a internet y digas que la cuenta atrás se ha cancelado. Que Alex ha cambiado de parecer, que solo quiere que la gente viva una vida buena y plena. Algo así, ¿de acuerdo? Luego, coge el megáfono y dile a toda esta gente que regrese a su casa en paz. ¿Podrás hacerlo, Sam?
—Sí —respondió aturdido.
—Ve, entonces. Date prisa. —Eran las ocho y diez—. Y, por Dios santo, que alguien me deje un teléfono.
Sonó el móvil de Bob Cuccio, que no reconoció el número en pantalla.
—¡Bob, soy Cyrus! ¡Se ha terminado! He disparado a Weller. ¡Hay que abortar!
Cuccio miró el reloj y se frotó los ojos.
—Gracias a Dios —respondió, y comenzó a dar órdenes como un poseso a sus hombres.
Emily se arrodilló junto a Alex para comprobar su pulso. Apenas se sentía. Tenía la camisa empapada de sangre.
—Lo siento, Jessie —se lamentó—. No creo que lo consiga.
Alex movía los labios. Jessie se inclinó sobre él, acercándole la oreja a la boca, hasta que el pecho de él se detuvo.
Jessie se dejó caer sobre el suelo, con los vaqueros empapados de la sangre de Alex.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Emily.
Jessie le devolvió la mirada y con voz frágil y quejumbrosa respondió:
—Me ha dicho: «Ven conmigo».
Y antes de que nadie pudiera reaccionar, se abalanzó sobre la pistola que él había dejado caer y se disparó en la sien.
Alex se sintió flotar como una brizna de hierba en una corriente de aire. La cocina estaba regada de sangre. Pero la visión de su cuerpo y el de Jessie no lo perturbaba. Todo había terminado. Estaba listo para aquel viaje.
Cuando partió, todo resultó tan maravilloso como siempre. Incluso mejor.
El túnel parecía más oscuro, los fogonazos de luz más intensos, la luz al fondo, del blanco más puro que pudiera imaginar.
Corría hacia el horizonte verde con el desenfreno de un niño. Divisó por fin el río luminoso, más hermoso que nunca, su rumor más dulce que cualquier otra vez. Lloró.
Su padre parecía loco de alegría por verle. Agitaba los brazos con tanta energía que Alex pensó que se le desprenderían del cuerpo.
Iba por la mitad de la hilera de piedras y saltaba sin dificultad de una a otra.
—¡Lo has conseguido! —gritó Dickie—. ¡Has venido para quedarte!
Alex saltó desde la última piedra a la orilla y abrazó a su padre, notó la aspereza de su barba incipiente contra la mejilla.
—Hola, hijo mío —gimoteó Dickie.
Entonces, llegó el momento que Alex llevaba esperando casi toda su vida. Sintió los fuertes brazos de su padre alrededor de sus hombros, su pecho contraído en un amoroso abrazo.
—Papá…
—Alex, hijo mío…
—Te he echado de menos.
—Lo sé. Vamos. Caminemos juntos.
La llanura verde era interminable y el horizonte parecía eterno. Alex sintió una fuerza poderosa y pura que lo llenaba de euforia. Siguieron un camino de un verde más oscuro que el resto de la llanura, que a Alex le pareció hierba pisoteada.
Caminaban de la mano como cuando él era pequeño.
Pero entonces Dickie aminoró la marcha hasta detenerse.
—¿Por qué nos paramos? —preguntó Alex.
Dickie no dijo nada, pero sus ojos parecían tristes.
Entonces, Alex miró adelante y lo vio.
Ante ellos había una bifurcación. Cada uno de los caminos se alejaba en direcciones distintas hacia el infinito horizonte.