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1 día

Alex estuvo jugando al gato y el ratón con Cyrus y hasta el viernes por la noche no accedió a franquearles el acceso a él y a Emily. Acordaron dejarlos entrar el sábado por la tarde.

Era un día luminoso y cálido para esa época del año. Cyrus ajustó el aire acondicionado del coche. Dedujo por la rigidez de Emily que, pese a negarlo, estaba un poco asustada. Él no temía meterse en la boca del lobo. Anhelaba de tal forma echar el guante a Weller que hasta podía saborear la rabia en la boca.

Solo le preocupaba la seguridad de Emily. Esa mañana le había asaltado la duda y había intentado convencer a Emily de que no lo acompañara. Discutieron cuando aún no se habían levantado de la cama y siguieron discutiendo mientras ella se maquillaba, mientras desayunaban y de camino a la granja. Pero ella se mostró impasible. Quería llegar hasta el final y se aferraba a la determinación de que su ayuda podría ser fundamental a la hora de tratar con Weller.

Más allá de los controles de la carretera estatal no se veía ni un solo vehículo. Cyrus giró en el buzón de los Bolz. Les esperaba un grupo de hombres armados con fusiles.

—Allá vamos —dijo, dejando escapar un suspiro.

—No parecen alegrarse mucho de vernos —comentó Emily.

Cyrus bajó primero. Un corpulento hombre con barba se acercó y se presentó.

—Soy Steve. Estoy con Alex. Tenemos que cachearte y registrar el coche y todo lo que traigáis.

—Lo sé —dijo Cyrus—. Lo acordé con Alex. No traemos armas ni móviles, como se nos exigió.

Steve registró a Cyrus y otro hombre le pidió que abriera el maletero.

Emily protestó entre dientes mientras Steve le manoseaba el pecho y las piernas, antes de que Cyrus pudiera siquiera darse cuenta.

—¿No es la norma que a las mujeres las cacheen mujeres? —susurró enfadada.

—Aquí no seguimos la norma —gruñó Steve.

También escudriñaron el interior de sus mochilas.

—¿No te fías de nuestra comida? —dijo Steve, carcajeándose al ver los víveres.

—No queremos abusar de vuestra amabilidad —respondió Cyrus.

Steve los guió hasta la granja y se detuvo ante el porche.

—¿Cómo sé que no lleváis encima un microtransmisor que comunique vuestra posición?

—¿Por qué molestarse? —preguntó Cyrus—. Saben que estamos aquí —indicó, señalando el helicóptero que sobrevolaba la casa en ese momento—. Imaginamos que Weller está en la casa. Si quiere ir a dormir a uno de los graneros, o en una tienda de campaña, o en un agujero en el suelo, a nosotros nos parece bien.

Steve se encogió de hombros y les abrió la puerta.

Alex estaba en la cocina, sentado donde solía, en la cabecera de la mesa. Se había acostumbrado a llevar el pelo suelto, al aire, como le gustaba a Jessie. A lo Jesucristo, describía ella con entusiasmo. Alex se levantó y saludó a Cyrus y a Emily como si fueran amigos más que adversarios, haciendo alarde de la hospitalidad del más generoso de los anfitriones.

—¡Buenas tardes, agente especial O’Malley! ¿Debo seguir llamándolo así? ¿No puedo llamarte Cyrus, sin más? Ah, y buenas tardes para ti también, Emily. Me sorprende sobremanera tu presencia aquí. No entiendo muy bien qué hacéis metidos en esto, pero estoy seguro de que me lo sabréis explicar. Por favor, sentaos.

Cyrus lo miró con el ceño fruncido, pero Emily sonrió dulcemente al darle la mano.

—Hola, Alex. Has recorrido un largo camino desde el Hospital Infantil.

—Un camino muy largo, sí —concedió, sentándose a la mesa junto con los demás. Cyrus y Emily lo imitaron—. Quiero que conozcáis a los integrantes de mi círculo más íntimo. Esta es Jessie, el amor de mi vida. Sam, nuestro genio informático. Y Steve, a quien ya conocéis, mi ángel de la guarda. El círculo ha menguado, en parte gracias a vuestro trabajo en Bar Harbor. La novia de Steve, Leslie, fue detenida. A mi hermano lo matasteis.

—Secuestraste a mi hija y fui a buscarla —dijo Cyrus llanamente.

—¿Cómo está?

Cyrus tomó aire profundamente para controlar su rabia.

—Ha muerto.

—Siento mucho oír eso.

—No me digas —dijo Cyrus.

—Lo siento de verdad.

—¿Por qué la secuestraste?

—Quería que nos dejaras en paz. Pero no funcionó.

—El trauma que le hicisteis vivir aceleró su muerte.

—Nosotros la cuidamos muy bien. La mató su tumor, Cyrus. No yo.

—Vete al carajo —espetó Cyrus, que no se levantó de la silla por poco. Le había prometido a Emily controlar sus emociones, pero le resultó imposible—. Estás detenido. Vas a venir conmigo y vamos a terminar con todo esto.

Alex respondió con una sonrisa forzada.

—Me temo que no voy a ir a ningún lado. Mañana es el gran día. No me gustaría perdérmelo.

Emily reprendió a Cyrus con la mirada e intervino hábilmente.

—Alex, ¿recuerdas que en una ocasión estuve en uno de vuestros simposios?

—Sí, lo recuerdo. Lamenté no volver a verte por allí. Habrías aportado mucho.

—No soy muy de grupos y asociaciones, pero la verdad es que parecía fascinante. Antes de nada, quiero decirte que en mi opinión el descubrimiento de la Apoteosis es toda una hazaña. Si te hubieses limitado al aspecto científico de todo este asunto, estoy segura de que habrías ganado el Nobel.

—Muy amable por tu parte, Emily, pero los premios no me interesan. Dime, ¿por qué has venido tú?

—Yo también traté a Tara y ahora Cyrus y yo somos buenos amigos. Le ofrecí ayuda.

—¿Haciendo mi perfil psiquiátrico? ¿Psicoanalizándome para encontrar mis puntos débiles?

Ella sonrió y negó con la cabeza.

—Sobre todo para evitar que se te tirase al cuello.

A Alex le hizo gracia el comentario e incluso Cyrus relajó las facciones.

—Entonces, Cyrus —continuó Alex—, aquí estás, como Daniel en la guarida del león. Te admiro.

—Daniel sobrevivió.

—Y tú también sobrevivirás. Podéis marcharos cuando queráis. Pero si preferís quedaros hasta el Día Cero, sois más que bienvenidos. Podéis dormir en la habitación de invitados de la planta baja. Nos encantaría teneros aquí.

Steve hizo un gesto de aceptación y añadió:

—Además, si os quedáis, hay menos opciones de que alguien lance un misil contra la casa.

—Steve tiene una imaginación calenturienta —dijo Alex con tono jocoso—. ¿Os puedo ofrecer algo de comer o beber?

—Han traído su propia comida —se adelantó Steve.

—¿Creéis que os vamos a envenenar? —inquirió Alex.

—Ya lo intentaste una vez. Mi compañero, Avakian, murió por tu culpa.

—¿De verdad? ¿Qué le pasó?

—Se suicidó.

—Muchos han elegido ese camino cuando han descubierto lo que les espera. Bueno, yo voy a ponerme otro café. Comed lo que habéis traído, si lo preferís.

Emily sacó una botella de agua de su mochila pero Cyrus no movió ni un dedo.

Jessie le sirvió a Alex café que este comenzó a tomar a sorbitos.

—Para vuestra información, en caso de que haya un ataque contra la granja, lo único que tenemos que hacer es pulsar la tecla intro de un ordenador portátil y la cuenta atrás bajará directamente a cero. ¿No es así, Sam?

—Así es —contestó Sam, que no había abierto la boca todavía.

—Y ¿qué pasará entonces? —preguntó Cyrus.

—Ya lo veréis —continuó Alex.

—¿Qué es lo que pretendes conseguir? —inquirió Emily.

—¿No has visto mis vídeos? —preguntó a su vez con expresión levemente dolida.

—Claro que sí. Quería escucharlo de viva voz.

—La verdad es que siempre que trato de explicarlo suena pretencioso —admitió Alex sacudiendo la cabeza—. Pero este movimiento, la Cruzada por la Paz Interior, intenta mostrar al mundo las soluciones que yacen en el interior de nuestra alma. Hay una cita que me encanta de Carl Jung: «Hasta donde podemos discernir, el único propósito de la existencia humana es encender una luz en la oscuridad del mero ser». Es increíble. Jung, aquel genio inimitable, supo intuir la verdad mucho antes de la llegada de la Apoteosis. Todo el mundo posee el poder de cambiar su vida. Colectivamente, tenemos el poder de cambiar el mundo. Estamos llegando a un punto de no retorno.

Emily asintió con la cabeza.

—Jung, no obstante, también dijo: «Todas las formas de adicción son malas, ya sea a un narcótico, al alcohol o al idealismo».

Alex hizo palmas de alabanza.

—¡Bravo! Estoy impresionado.

—Sabía que te gustaba Jung —dijo Emily con mirada astuta—. Me informé antes de venir.

Cyrus parecía disgustado.

—Así que en pos de salvar el mundo estás dispuesto a que la gente tome Apoteosis aun en contra de su voluntad. Eres… —A punto estuvo de acusarlo de asesino, pero Emily lo había instado a refrenarse en ese aspecto, especialmente ante sus seguidores—. ¿Qué pretendes con esa pantomima de la cuenta atrás? ¿Asustar a millones de personas, amenazar al planeta entero?

—Como médico, sé de buena tinta que las terapias a menudo tienen efectos secundarios.

—Así que mañana a las diez vas a anunciar la terapia —dedujo Cyrus con desdén.

—Algo así.

—Yo lo impediré.

—No podrás, Cyrus. Ni tú ni nadie. La Apoteosis es imparable. Cerraste el centro de producción de Miguel Cifuentes y ¿qué ha pasado? En su lugar aparecieron decenas. La Apoteosis fue descubierta por mí y existirá mientras el hombre habite la faz de la Tierra… Vamos, hace un día precioso. Os voy a enseñar Nueva Ciudad Naciente.

A Cyrus le sorprendieron muchas cosas durante ese paseo vespertino. La primera fue la adoración por la persona de Alex. Caminar a su lado era como acompañar al Elegido. La gente salía trastabillando de sus tiendas y caravanas, y hombres y mujeres se amontonaban para hablar con él, para tocarlo, para que los tocara. Un enjambre de niños lo seguía a todas partes y sus padres los miraban contentos…

También le llamó la atención el campamento en sí. Reinaban en él el orden y la paz. No era en absoluto la ciudad sin ley vaticinada por Cuccio y compañía. Desde el aire no se distinguía que la mayoría de habitantes de la granja de los Bolz eran sal de la tierra. Trabajadores. Familias. No era Woodstock ni de lejos. Ni siquiera se veía basura.

Por último, le impactó la presencia cruda, poderosa y salvaje de los helicópteros Apache que descansaban en un rodal de tierra, como abejorros al sol. Los pilotos, serios y educados, les mostraron los equipos y armas con que contaban los aparatos. «En mi vida habría pensado hacer una cosa así, pero después de tomar Apoteosis empecé a ver las cosas de otra manera. Espero que no intenten nada. No quiero disparar contra gente amiga, pero, si vienen, emprenderé el vuelo y defenderé a Alex Weller», dijo a Cyrus el comandante de la escuadrilla, el general de brigada Thomas.

Al principio, Emily se quedó algo atrás, paseando junto a Jessie e intentando hacer a esta hablar sobre sí misma y sobre la relación que mantenía con Alex. Pero Jessie se sentía incómoda y se mostró poco comunicativa, como temiendo decir algo que no debiese. Repitió una y otra vez que lo amaba mucho, que confiaba plenamente en él y que lo seguiría adondequiera que fuese, para luego marcharse excusándose con que tenía que preparar la cena.

Emily caminó en soledad unos minutos, hasta que Sam se acercó a ella risueño.

—Hola —la saludó, esbozando una sonrisa que le hacía dos hoyuelos.

—Hola. Alex dijo que tú eres el informático, ¿cierto?

—Eso dijo.

—¿Desde cuándo lo conoces?

—Lo conocí poco antes de que descubriera la Apoteosis.

—¿Te interesaban los simposios?

—Al principio no. Fui por una chica. Erica. Ella estaba en Bar Harbor. Es la que murió.

—Lo lamento.

—No te preocupes. Está en el otro lado. Más feliz que nosotros, eso seguro.

—¿No eres feliz?

—Hay mucha tensión. La granja, la cuenta atrás, ya sabes.

—¿Qué va a pasar mañana, Sam?

—No me preguntes eso, por favor.

—Lo siento. No lo volveré a hacer. Imagino que tú también has probado la Apoteosis.

—Unas cuantas veces, sí.

—¿Fueron tus experiencias muy profundas?

—Impresionantes.

—¿Quién se te aparece a ti?

—Mi padre.

—¿Cuándo murió?

—Siendo yo niño. Le robaron y apuñalaron cuando volvía del trabajo.

—Qué horror. Lo siento mucho, de verdad.

—No pasa nada. Me encanta estar con él cuando tomo Apoteosis.

—Pero nunca has considerado el suicidio.

—No me resulta atractivo. Pero haré lo que tenga que hacer.

—¿A qué te refieres?

—A nada en especial. No me hagas caso.

—¿Tienes hermanos o hermanas?

—No, solo está mi madre.

—¿Sabe ella que eres uno de los cabecillas de la CPI?

—Sí, lo sabe. Antes no le parecía demasiado bien.

—¿Antes de qué?

—Antes de que ella misma tomara Apoteosis.

—¿También quería ver a tu padre?

—En realidad no quería tener que ver nada con esto. Alex le puso un poco de Apoteosis en el té.

Emily se detuvo en seco.

—¿De verdad?

—Sí, eso hizo —dijo Sam con un suspiro.

—¿Cómo te hizo sentir eso?

—Me enfadé bastante pero, como siempre, Alex tenía razón. Ella cambió de opinión. Como decía Alex, con la Apoteosis el fin siempre justifica los medios.

Una vez en la habitación de invitados, Cyrus y Emily se quitaron las mochilas y se tumbaron en la cama. Los tabiques eran delgados y se oía a Alex y a los demás hablando animadamente en la cocina. Ellos trataron de hablar en voz baja.

—Creo que esto no tiene sentido —reflexionó Cyrus—. No se va a rendir.

—Es poco probable —coincidió Emily—. Sufre de un complejo de divinidad galopante.

—Quizá debiera agarrar un cuchillo y matar a ese hijo de puta, sin más.

—Tú no harías una cosa así —alegó ella con voz débil.

—Si tú no estuvieras aquí me lo plantearía. Mira, si esta tarde no hacemos ningún avance, saldremos de aquí antes de las diez e informaremos esta misma noche a Cuccio.

—Alex está absolutamente perdido, pero Sam y Jessie, especialmente Sam, podrían entrar en razón. Ahí es donde deberíamos presionar. Me gustaría intentar hablar con Sam a solas otra vez.

—Adelante —alentó Cyrus—. Saca brillo a tu varita mágica.

Jessie tocó a la puerta de la habitación de invitados a la hora de la cena. Cyrus y Emily sacaron unos sándwiches, fruta y agua de sus mochilas y volvieron a meterlas bajo la cama.

La ternera estofada con patatas asadas olía bien pero Cyrus y Emily comieron sin rechistar sus sándwiches, no demasiado jugosos, mientras escuchaban a Alex especular emocionadamente sobre lo que las grandes mentes de la historia habrían pensado de la Apoteosis.

Tras la cena, Emily intentó que Jessie aceptara su ayuda para lavar los platos, pero esta agitó su larga melena rojiza y le espetó: «No quiero hablar contigo, ¿de acuerdo? Lo único que quieres es hacerle daño a Alex. Déjame en paz».

Alex alzó una botella de vino e insistió en que todo el mundo se reuniese en el comedor, pues tenía una sorpresa reservada que resultó ser, para decepción de muchos, un largo concierto de piano interpretado por la esposa de Erik Bolz, que tenía un amplio repertorio de piezas de Bach, Mozart y Chopin.

Cyrus pasó la siguiente hora mirando el reloj y tratando de hacerse una imagen mental de cómo se desarrollaría el asalto a la granja. Sabía que él no formaría parte del equipo pero imaginaba con anhelo cómo, llegada la hora, lo llamaban para identificar el cuerpo de Alex Weller.

Emily se había sentado junto a Sam, quien parecía disfrutar de que aquella atractiva mujer le dedicase su atención. La música clásica no iba demasiado con él, así que le preguntó a Emily si quería salir a dar una vuelta. Esta no desaprovechó la oportunidad.

Era esa época del año en que la tibieza del día se disipaba rápidamente y las noches seguían siendo frías. Sam le ofreció a la chica su chaqueta.

Ella hizo un gesto con la mano señalando las luces de faroles y cocinas portátiles que se extendían por el campamento.

—Cuánta gente… Es tan triste.

—¿El qué?

—Que vayan a morir mañana.

—¿Cómo lo sabes? —dijo él dando un respingo.

—Hablo de las vidas que se perderán si Alex no se entrega y los de arriba ordenan el asalto. ¿A qué te refieres tú?

—A nada.

—Sam, ¿qué planes tiene Alex para mañana? Por favor, cuéntamelo. No diré nada, te lo prometo.

—Habrá una llamada a la acción.

—¿Qué tipo de acción?

—Un suicidio en masa. Alex piensa que millones de personas se suicidarán mañana si él lo hace también.

—Dios santo —susurró Emily.

—Sí, es duro.

—¿Tú qué vas a hacer?

—Si Alex lo hace, yo también lo haré. No me importaría nada volver con mi padre para quedarme.

El viento trajo carcajadas que provenían del campamento.

—¿Y toda esta gente?

—Toda esta gente está aquí porque quiere estar aquí. Y el que quiera seguir a Alex lo hará por su propia voluntad. Nadie le va a obligar.

—Y ¿qué pasa con los niños?

—Sí, yo también creo que eso es un asunto espinoso —reconoció Sam—. Pero, ya sabes, el fin justifica los medios, ¿recuerdas?

Volvieron dentro y se sentaron otra vez en la alfombra. Desde el otro lado de la sala, Cyrus señaló su reloj de pulsera y se encogió de hombros: quería marcharse en veinte minutos. Ella asintió vehemente.

Cyrus se levantó para ir al baño y después entró en la habitación de invitados para coger la mochila. Le quedaba una botella de agua. Comprobó que el precinto seguía en su sitio, la abrió y le dio un trago. Era imposible que se diese cuenta de que alguien había perforado el cuello de la botella y había sellado el agujero con pegamento.

Cuando volvió al comedor, Steve y Alex lo siguieron con la mirada. Steve no pudo aguantar la sonrisa a la vista de la botella de agua que traía en la mano, ya medio vacía.

Cyrus se acercó a Alex y le dijo con voz gélida:

—Nos vamos ya. No tiene sentido que sigamos aquí.

Alex gesticuló, como ofendido.

—Quedaos hasta que Lu Ann termine de tocar. No querréis herir sus sentimientos.

—Quince minutos —aceptó Cyrus.

A la mitad del Rondó para piano n.º 3 de Mozart a Cyrus le empezó a pesar la cabeza y le invadió un irreprimible deseo de echarse a dormir. Trató de resistirse, intentó ponerse de pie. Pero apenas pudo incorporarse.

Cyrus golpeó contra el suelo. Emily dejó escapar un grito y la música se interrumpió abruptamente.