3 días
Moreno Stasi ponía ya punto final a su noticia para RAINEWS 24 a las puertas del Duomo de Milán. Todos los periodistas del planeta trabajaban en noticias similares en las principales ciudades del mundo.
Las cadenas de televisión presentaban, en decenas de idiomas distintos, imágenes de la cuenta atrás de la CPI, y unos cuantos redactores habían tenido la misma idea que Stasi y se habían acercado a iglesias, catedrales, mezquitas y sinagogas para dar un telón de fondo sugerente a sus piezas informativas.
Cada poco se intercalaban imágenes en directo tomadas desde los helicópteros que sobrevolaban la masa humana de la granja de los Bolz en Nebraska y los inútiles controles de carretera que solo retenían a los menos resueltos.
Muchos profesionales de la información aportaban nuevos puntos de vista a la historia. Varios acudieron sin más a la granja, campo a través y en vehículos de incógnito, abriendo brechas en el perímetro del FBI para unirse a la concentración. Una vez dentro, armados de cámaras, parabólicas y generadores, se entremezclaron con los habitantes de la polvorienta Nueva Ciudad Naciente y la recorrieron de esquina a esquina, entrevistando a cualquiera que desease hablar con ellos y tomando planos largos de los agentes federales apostados al otro lado de la tierra de nadie. Erik Bolz era blanco fácil y en ocasiones se prodigaba en declaraciones, pero el objetivo más codiciado era el siempre esquivo Alex Weller, pues huía de los medios que escapaban a su control, limitándose a subir vídeos a su sitio web.
El centro de mando del FBI se había instalado en la cafetería de la escuela primaria de Rising City. Las escuelas permanecían cerradas y los padres no dejaban a sus hijos salir de casa o los mandaban con familiares de otros pueblos. El equipo del FBI encabezado por Bob Cuccio estaba integrado por personal de Washington y Quantico, al que complementaban varios agentes de la oficina local de Nebraska. Patrullaban el perímetro del campamento, que no cesaba de ensancharse, agentes y U. S. Marshals de los estados contiguos.
Cyrus y Emily llegaron para la reunión de información convocada por Cuccio desde el motel Super 8 en el que se habían alojado, en la vecina ciudad de Columbus, a unos treinta kilómetros al norte de Rising City.
—¿Estás seguro de que yo puedo entrar? —preguntó ella en el aparcamiento.
—Bob quedó impresionado con lo que explicaste ayer. Considérate parte del equipo.
—Esta es una experiencia nueva para mí —confesó mientras contemplaba el mar de vehículos policiales y del FBI.
—Esta es una nueva experiencia para todo el mundo.
Cuccio había sido un gran jugador de baloncesto en la universidad y seguía haciendo gala de un cuerpo alto y espigado. Las pequeñas mesas y sillas de la cafetería de la escuela infantil que lo rodeaban le hacían parecer un extravagante y larguirucho gigante. Pero a nadie se le escapaba la risa. El mensaje que Cuccio transmitía a la atestada estancia era de una gran gravedad.
—El presidente, el fiscal general, los secretarios de Seguridad Nacional y Defensa, todo el mundo, y cuando digo todo el mundo quiero decir todo el mundo, nos vigila con lupa —comenzó—. Señoras y señores, estamos a tres días de que la cuenta atrás de la CPI llegue a cero. Y cuanto más nos acerquemos, más se parecerá a un polvorín todo eso que tenemos ahí fuera. Ya hemos considerado todo tipo de hipótesis sobre qué hará Weller cuando el reloj marque cero. Sé que mucha gente cree que no es más que un farol, pero tenemos que tener en cuenta cualquier contingencia. Al presidente, y lo sé porque me lo ha dicho cara a cara, le preocupa que se dé el peor de los casos: que ocurra algo apocalíptico, que haya una llamada general a la violencia o al disturbio social. Sinceramente, nadie en la Sala de Emergencias de la Casa Blanca tiene intención de quedarse de brazos cruzados y esperar a ver qué ocurre.
Uno de los adjuntos de Cuccio conectó un proyector y otro desenrolló una pantalla que habían tomado prestada del almacén de la escuela. Las fotografías mostradas por Cuccio se habían tomado poco después del amanecer de esa mañana desde un helicóptero y mostraban que la concentración de personas había seguido creciendo durante la noche. Algunos daban estimaciones de hasta diez mil personas, y en tres días, con toda la publicidad que estaba recibiendo el caso, ese número no haría sino incrementarse. Cuccio recordó a todos que en Woodstock se reunieron cuatrocientas mil personas.
—Este es el edificio principal —indicó Cuccio, señalando el tejado de la granja—. Sospechamos que Weller se encuentra aquí, aunque no tenemos pruebas directas. Hemos intentado localizarlo en las fotos aéreas de la muchedumbre, pero es una especie de ¿Dónde está Wally? Aunque se trata de una propiedad privada, estoy convencido de que en este lugar se están cometiendo una larga lista de ilegalidades, entre ellas consumo de estupefacientes, desatención y maltrato a menores e incluso sepultura de cadáveres sin licencia, a juzgar por esta fotografía de ayer por la tarde. En cualquier caso, nuestro objetivo prioritario es Weller. Nos respalda una orden de detención federal por asesinato castigable con la pena de muerte. Tenemos que descabezar la CPI y eso quiere decir acabar con Weller. La cuenta atrás llegará a cero el domingo a las diez de la mañana en punto, hora central. Tenemos órdenes directas de la Casa Blanca y el departamento de Justicia de no dejar que eso ocurra. Voy a informar a mis superiores de que lo más sensato es seguir tratando de negociar e instar a Weller a que se rinda voluntariamente. De lo contrario, entraremos en la granja el domingo a las 8.15 para capturarlo por la fuerza, si fuese necesario.
Durante la hora siguiente hablaron varios especialistas en rescate de rehenes del FBI, y U. S. Marshals y policía federal de Nebraska debatieron cuestiones tácticas. Todos los oradores abrieron y concluyeron sus intervenciones de la misma manera: «no queremos otro Waco».
Cyrus estaba sentado junto a Emily en medio de la estancia, con las piernas encajadas bajo un pupitre de niño. Para él ninguna de las propuestas tácticas se sostenía. Alex Weller no se dejaría atrapar. Habría sangre, un terrible derramamiento de sangre. Lo de Waco quedaría en una fiesta de cumpleaños. Rising City sería la nueva tacha nacional. La última persona en hablar, un hombre de mediana edad, se acercó al centro de la sala desde un lateral, donde se encontraba junto a la bandera. Si no fuera por el uniforme, su expresión amable y modestos ademanes lo habrían hecho pasar por un cargo medio de cualquier empresa.
—Soy el general de brigada Evan Kates, del Ala 55ª, Base de la Fuerza Aérea de Offutt. Sé que mi presencia aquí hoy puede parecer controvertida. Créanme, lo sé todo sobre el posse comitatus y sobre el papel que el ejército desempeñó en Waco y los juicios vertidos a posteriori. Pero Rising City plantea una situación especial. —Su voz se resquebrajó cuando se proyectó en la pantalla una fotografía de los cuatro helicópteros Apache posados en uno de los campos de Bolz—. Y, maldita sea, esto es algo que en la Fuerza Aérea debemos tomarnos personalmente.
Emily dio un leve codazo a Cyrus y le preguntó al oído:
—¿Qué es eso del posse comitatus?
—Es la ley que prohíbe al ejército participar en acciones policiales dentro del territorio del país —susurró por respuesta—. Pero se la van a pasar por el forro. Si no, al tiempo.
El general describió el poder de destrucción de los Apache y habló de la experiencia de los pilotos que habían desertado.
—Si deciden despegar y emprender acciones hostiles, los cañones automáticos, las ametralladoras de 30 milímetros y los misiles Hellfire con que van equipados darán al traste en un segundo con cualquier medida emprendida por las fuerzas de seguridad civiles. Esa es la razón por la que, en mi opinión, se está debatiendo al más alto nivel una manera legal de que el ejército estadounidense proporcione material y efectivos que asistan a FBI y policía en sus planes operativos. Yo seguiré órdenes, que provendrán en su caso de una larga cadena de mando iniciada en el secretario de Defensa y el Comandante en Jefe. Fueron mis subordinados los que tomaron ilegalmente esos helicópteros y serán mis subordinados quienes los recuperen.
Tras la sesión informativa, Cyrus y Emily estuvieron esperando a Cuccio durante una hora. Cuando estuvo disponible, entraron ambos en el despacho del director, donde Cuccio se había instalado.
—Estoy como en casa. Cuando era niño pasaba mucho tiempo en el despacho del director de mi escuela —bromeó tras invitarlos a tomar asiento.
Cyrus no estaba de humor.
—Bob, no conoces a Weller como lo conozco yo.
—Por eso estáis aquí —replicó.
—Bien. Quiero que escuches la evaluación que hace la doctora Frost de sus reacciones probables.
—Adelante —dijo Cuccio.
—Alex sufre un trastorno de la personalidad severo de índole narcisista —comenzó a explicar Emily—. Ya antes del descubrimiento de la Apoteosis le interesaban el poder y el prestigio. La Sociedad Uróboros era el templo en el que daba rienda suelta a todo ello. Yo asistí a uno de sus simposios en una ocasión y me pareció perturbadoramente controlador y ególatra. En el hospital tenía reputación de ser tan brillante como soberbio. El colosal e inimaginable éxito y capacidad de influencia de la CPI no ha hecho sino avivar esa llama. En mi opinión, debe de sentirse omnipotente, como una especie de caudillo o incluso como una deidad. No me sorprendería que sufriese síntomas paranoicos, que lo harían especialmente peligroso. No se rendirá. Buscará el martirio. Es más que probable que la Apoteosis le haya quitado cualquier tipo de temor a la muerte.
Cyrus decidió intervenir.
—Si asaltamos la granja habrá muchísimas bajas, Bob. Creo que lo sabes. Probablemente tengan cientos de armas y ya has oído de qué son capaces esos helicópteros. Si Weller se siente acorralado quizá le dé por acelerar la cuenta atrás y comunicar su mensaje antes de tiempo. Obtendremos igualmente un resultado apocalíptico. Nosotros creemos que hay otra forma.
—Soy todo oídos —respondió Cuccio.
—La doctora Frost y yo queremos entrar y negociar con él directamente. Ambos lo conocemos. Él estuvo tratando a mi hija. Puede parecer imposible, pero existe una mínima posibilidad de convencerlo de que si sale de la granja y evita un baño de sangre sus seguidores lo adorarán aún más.
—Si acepta dejaros entrar, estaréis a su merced. Podría poneros Apoteosis en el agua o en la comida. Es una de sus técnicas.
—Llevaremos comida de fuera —dijo Cyrus.
—Podría tomaros como rehenes. Si no os salís con la vuestra y la Casa Blanca ordena entrar, no importará que vosotros dos estéis en la línea de fuego. Eso tenedlo por seguro.
—Lo entiendo.
—¿Y usted? ¿Lo entiende, doctora Frost? Usted es civil. Podría resultar gravemente herida o algo peor.
—Lo entiendo perfectamente —respondió con firmeza—. Quiero acompañar a Cyrus.
Cuccio se reclinó pensativo en el sillón del director de la escuela.
—Voy a consultarlo con los peces gordos —propuso.
Esa noche, Alex cenaba con Jessie, Sam y Steve en la cocina. Alguien tocó a la puerta.
Era Erik Bolz. En la mano aferraba un teléfono móvil.
—Me ha vuelto a llamar el FBI —anunció.
—No, no voy a hablar con ellos —respondió Alex entre risas.
—Era otra persona. Un tipo llamado Cyrus O’Malley. Pidió que te dijera que estaba con la doctora Emily Frost. Quieren venir los dos a hablar contigo.
Alex entrecruzó los dedos y se colocó las manos tras la nuca.
—Vaya, ¡qué interesante! —exclamó satisfecho.
—Me da miedo —atajó Jessie—. Seguro que es una trampa.
—Bueno, a mí no me da miedo —aseguró Alex—. Erik, devuélvele la llamada y dile que lo consultaré con la almohada.