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5 días

Cyrus descansó la cabeza contra la fría ventana de plástico del Learjet. A sus pies, la tierra parecía un patchwork de tonos pardos.

—La Tierra es plana, mira —dijo.

Emily estiró el cuello para ver.

—No. Nebraska es plana.

Eran los únicos pasajeros. De repente, sonó la voz del piloto por megafonía: «Aterrizaremos en Lincoln en quince minutos».

A Cyrus le traían sin cuidado los conflictos de intereses: los había dejado atrás. Le había explicado a Stanley Minot que necesitaba llevar a Rising City a un psiquiatra profesional para que le asesorase al respecto de Alex Weller. Recomendó a Emily Frost por su experiencia en psicología de la muerte y porque había tratado a Weller y conocía su carácter. A Cyrus se le olvidó contar que se acostaba con ella, y le importó poco si el detalle trascendía en el futuro y le traía consecuencias negativas. Además, iba a ahorrarle al gobierno el coste de una habitación de hotel.

Era un magnífico día de sol y Alex estaba de un humor excelente. Estaba disfrutando, extrañamente, de unos pocos minutos para sí mismo. Esa mañana se había paseado por Nueva Ciudad Naciente como un rey que visitase a sus súbditos. El asentamiento se había extendido hasta uno de los campos más alejados de la propiedad de Erik, al oeste. Eran ya más de treinta hectáreas atestadas de acólitos. Nadie los había contado pero no importaba. Alex sabía que había miles y que seguirían llegando más.

Se reclutaron más hombres armados para patrullar el perímetro, que hacían bien su trabajo. Desde campamentos instalados en granjas cercanas, los agentes del FBI los vigilaban a través de poderosos prismáticos. Entre unos y otros se extendía una tierra de nadie de campos sin cultivar.

Los helicópteros revoloteaban aquí y allá. Su zumbido constante molestaba al principio pero después entró a formar parte del permanente paisaje sonoro. Alex dejó de oírlos. Había helicópteros de la televisión, del FBI y de la policía estatal. Cuando Alex caminaba entre su rebaño portaba consigo una sombrilla abierta y, para protegerlo, todo el mundo lo imitaba y abría sombrillas a su alrededor. Desde el aire parecían flores, eclosionando por toda la granja al sol de la mañana.

Después del almuerzo, Alex tomó Apoteosis. Cuando despertó del viaje, Jessie se fue a la cocina y lo dejó solo. Echado sobre el almohadón, sintió una paz y una placidez completas. Abrió su portátil y se lo colocó en el regazo. Sam le había dicho que había publicado un nuevo artículo de prensa en el sitio web de la Cruzada que probablemente le gustaría leer.

Alex abrió el artículo de BusinessWeek: ¿PLANTEA LA APOTEOSIS UNA AMENAZA A LA ECONOMÍA GLOBAL? Traía una foto de un ejecutivo con maletín abriendo la puerta de cristal de una oficina con el siguiente pie de foto: «¿Son sus empleados miembros de la Cruzada por la Paz Interior?».

A Scott Truro, vicepresidente de recursos humanos de la editorial French-Casper, con sede en Manhattan, lo embarga la preocupación. En el mes pasado, se ha visto obligado a advertir en tres ocasiones a su superior, la presidenta de la empresa, Charlotte Giddings, de que los problemas de personal estaban afectando gravemente a la capacidad productiva y a la competitividad de la editorial. No es culpa de los sindicatos ni de las bajas por enfermedad. El problema es la Apoteosis, la droga que altera la conciencia y embarca al consumidor en todo un viaje espiritual. Según Truro, «la Apoteosis ha destrozado la vida a mucha gente y está arruinando a nuestra empresa».

Los problemas en French-Casper son la prueba fehaciente de que el consumo de Apoteosis tiene un profundo impacto en un amplio abanico de compañías de nuestro país, afectando tanto a empleados cualificados como a directivos. En las últimas dos semanas, Truro se ha enfrentado en dos ocasiones a faltas de personal de graves consecuencias en la imprenta que la empresa posee en Newark, viéndose obligado a parar literalmente las rotativas de populares revistas como New York Style, Teen Celebrity o Millenium Computing. El absentismo roza últimamente un inverosímil 18 por ciento. Cuando sobrepasa el 25 por ciento, la empresa se ve obligada a cerrar la imprenta. En las oficinas de Manhattan, las ausencias de diseñadores y redactores alcanzan tasas parecidas, si bien algo menores. El redactor jefe, Martin Holyoke, se vio obligado a cancelar la reunión mensual de redactores de New York Style cuando comprobó encolerizado que se ausentaban dos veteranos redactores y varios maquetadores y periodistas, e incluso el director de publicidad. «Lo que más me irrita es que algunos colegas con los que me unía una amistad de años lo han dejado todo sin dar explicaciones, siquiera una llamada de teléfono», explica Holyoke.

Escenas parecidas se repiten en comercios, fábricas y oficinas de todo Estados Unidos y el resto del mundo industrializado. La Apoteosis se ha convertido, según el Instituto Nacional sobre Uso Indebido de Estupefacientes, en la droga más consumida del país. Aviva el fuego, por si fuera poco, la siniestra organización conocida como Cruzada por la Paz Interior, fundada por un médico de Harvard, Alex Weller, al que el FBI busca por asesinato. Weller quiere llevar a la mayor cantidad de personas que sea posible por el que él considera el buen camino. Gracias al altavoz que le brinda internet, su precariamente estructurada organización ha sido capaz de reunir a cientos de miles de seguidores. Como en su día Timothy Leary, el gurú del LSD, quien en los años sesenta del siglo pasado proclamaba «enciéndete, conéctate, elige», Weller ha galvanizado el movimiento con sus eruditos testimonios personales sobre una supuesta vida ultraterrena y ha puesto en marcha una enigmática cuenta atrás en internet. Quedan cinco días para que dicha cuenta atrás llegue a cero y las autoridades de todo el mundo se preguntan con nerviosismo qué ocurrirá entonces. Weller afirma encontrarse ahora en un campamento nacido espontáneamente en una granja de Rising City, Nebraska, y que ha crecido hasta concentrar a miles de ocupantes en autocaravanas y tiendas de campaña. La policía federal, que ha cercado el lugar, teme que se repita la tragedia de Waco.

La Apoteosis se distribuye principalmente en unos pequeños tubos de papel de color que en la calle se conocen como «cartuchos». Desde su aparición han surgido decenas de versiones que han inundado el mercado. Por todo el mundo se multiplican los laboratorios domésticos que producen cápsulas, pastillas y otras presentaciones. Pese al cierre en México del mayor centro de producción conocido, el precio de la dosis ha caído hasta los veinticinco dólares.

El extendido consumo de Apoteosis comienza a dejarse notar muy significativamente en una economía que depende de la productividad de su mano de obra. Gordon Simms, analista jefe de Goldman Sachs, fue uno de los primeros en llamar la atención sobre los efectos que el consumo de Apoteosis tendría sobre la economía estadounidense, tras detectar el vínculo entre el consumo de la droga y el incremento en los cierres de pequeñas y medianas empresas. Desde entonces, Simms estudia muy de cerca el fenómeno: «En una economía del volumen de la estadounidense, la productividad debe reducirse sobremanera para que produzca efectos visibles. Los indicadores, no obstante, me hacen pensar que este trimestre veremos un descenso del 4 o 5 por ciento en el PIB, lo que yo atribuyo directamente al impacto que la droga ha tenido sobre la productividad del trabajador estadounidense».

Simms cita a Fairmont Industries, fabricante de equipamiento pesado con sede en Illinois. Fairmont, que manufactura turbinas y otras piezas para centrales hidroeléctricas, se muestra incapaz de entregar la mercancía a tiempo a sus clientes, y su cartera de pedidos es todo un desbarajuste. El director, Laurence Lichtenstein, cumplió con la penosa responsabilidad de presentarse ante los accionistas en la junta general anual, celebrada la semana pasada, para anunciar una caída de ingresos de un 20 o 30 por ciento para el presente ejercicio. El motivo: cientos de empleados han dejado sus puestos de trabajo y la productividad se ha desplomado. Como si no hubiera problemas suficientes, las acererías que proveen a Fairmont también atraviesan dificultades. Lichtenstein lamenta desconsoladamente que las acciones de su empresa hayan caído desde los sesenta y tres dólares hasta los veintitrés en cuestión de semanas. «Las cosas nos han ido muy bien, hasta esto. Es como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago».

Lichtenstein no es el único jefe de empresa vapuleado últimamente. Entre los golpeados por la Apoteosis figuran reconocidos iconos corporativos y empresas incluidas en Fortune 500. Los beneficios empresariales caen en picado hasta cifras de hace un quinquenio y el promedio industrial Dow Jones cae a un ritmo sin precedentes (véase el artículo «La antiapoteosis del Dow Jones»).

El país resbala hacia una recesión tan cierta como profunda y la onda expansiva afecta ya a la economía global. El consumo de Apoteosis no está tan extendido en Europa y Asia como en Estados Unidos, pero crece cada vez más rápidamente. El secretario de Estado para Asuntos Internos británico, Douglas Smythe, quien entre otros cargos ostenta el de director de las fuerzas de seguridad, habló la semana pasada en una cumbre económica de la Unión Europea, en la que describió el aumento del consumo de Apoteosis en Europa como un «peligro inminente». «Pronto alcanzaremos e incluso sobrepasaremos las tasas de consumo de los Estados Unidos, a menos que nos mostremos implacables con los laboratorios ilegales. Esta es hoy por hoy la máxima prioridad del gobierno británico», aseguró. Caen todas las plazas bursátiles europeas —Frankfurt, París, Milán, Ginebra, Londres y Madrid— y los índices de productividad evidencian una mano de obra dispersa y desafecta. Incluso en Japón, bastión de la estabilidad y la fidelidad laboral, se vive una oleada de retrasos en la producción y cierres de fábricas vinculados al consumo de Apoteosis. Yuichi Fuyama, director de la farmacéutica Kotami, cree que la Apoteosis es especialmente tentadora para los japoneses. «En nuestra cultura se reverencia muy significativamente a los ancestros. Una sustancia que permite reencontrarse con los seres queridos que marcharon resulta muy seductora. Yo he tratado de razonar con algunos de mis empleados, les he explicado que la droga engaña al cerebro, sin más. Me escuchan educadamente por mi cargo, pero al final dejan el trabajo y se quedan en casa».

Hay alguien, sin embargo, que tiene más trabajo que nunca. Se trata del doctor Vincent Desjardines, uno de los principales expertos nacionales en los efectos que la Apoteosis tiene sobre la conducta. Desjardines, ex psiquiatra en el Centro Médico Tufts-Nueva Inglaterra, fue uno de los primeros profesionales de la salud en detectar el consumo de la droga en la calle. El psiquiatra, consciente de la necesidad de abordar el problema, dejó de ejercer y fundó Desjardines Associates, consultoría que asesora a clientes corporativos para evitar el consumo de Apoteosis en el lugar de trabajo e intentar rehabilitar a quienes lo necesitan. Desjardines, cuyo aspecto es más el de un erudito profesor que el del consultor de altos vuelos en que se ha convertido, reconoce que la prevención es lo más eficaz y que es muy difícil reconvertir al consumidor. «Hay que entender que se trata de una droga muy potente. El individuo se convence absolutamente de que su experiencia ha sido real, de que Dios existe y de que los espera la otra vida. Para muchos, la cotidianidad se vuelve intolerable e intrascendente. Levantarse e ir a trabajar deja de tener sentido. Si no se suicidan, lo que no siempre es el caso por suerte, se quedan en sus casas, consumiendo una dosis tras otra, a costa de sus ahorros. Los esfuerzos por rehabilitar a los usuarios no han dado muchos frutos, la verdad sea dicha, ni siquiera con terapias de inmersión. La esperanza, como en tantas otras enfermedades, radica en la prevención más que en la cura».

Así pues, ¿cuáles son las medidas preventivas que deberían aplicarse? Hasta ahora, Desjardines ha promovido los seminarios intensivos y obligatorios, a fin de informar a los empleados sobre los peligros de la Apoteosis. En ellos se ofrecen testimonios de suicidios o rupturas familiares. Según el psiquiatra, se consigue así desacelerar la propagación del consumo dentro de las organizaciones. La medida más importante, no obstante, es la identificación y despido de aquellos empleados que se sospeche puedan pertenecer a la Cruzada por la Paz Interior (CPI) o simpatizar con sus propuestas. Desjardines se enerva cuando habla de la CPI: «Algunos consumidores de Apoteosis no abandonan sin más, sino que se encierran en sí mismos y se obsesionan con la idea de extender la palabra, como misioneros en busca de infieles. Suelen ser personas extrovertidas y de convicciones firmes. Pero no nos confundamos: una vez se alían formal o informalmente con ese movimiento, se convierten para cualquier empresa en peligrosos y destructivos quintacolumnistas. Los seguidores de la CPI no dudan en ganar adeptos a través de la persuasión o del sabotaje».

El presidente Killen, que conoce de primera mano los trastornos que la Apoteosis puede provocar en cualquier organización, dedica cada vez más atención a la crisis económica y social que, contagiada a la política, plantea una prueba de fuego al liderazgo político de un gobierno recién formado. El nombramiento de Jeffrey Wheadon, senador por Illinois, como responsable de las operaciones contra la Apoteosis fue bien recibido, pero las encuestas demuestran que los estadounidenses exigen progresos en el desmantelamiento del suministro de droga y piden cuentas al alto cargo y el resto del gobierno.

Ann Rosenberg, nueva directora de recursos humanos del gigante textil Four Seasons Apparel, con sede en Georgia, recibe un apercibimiento tras otro del director financiero de la empresa a cuenta del deterioro económico de la misma. Al parecer, Four Seasons tiene varios frentes abiertos. Sus proveedores, la mayoría de Hong Kong, Singapur y Malasia, han comenzado a dar signos de precariedad en los envíos, debido al consumo de Apoteosis entre sus empleados. En el almacén y centro logístico de Four Seasons, en Atlanta, unos cuantos empleados fundaron una filial de la CPI que sembró el caos en la empresa. Por si fuera poco, la demanda es la más endeble de la historia. Aun así, Rosenberg se muestra satisfecha con su ascenso, aunque aún no ha tenido tiempo siquiera de decorar su nuevo despacho. «Hubiera preferido, no obstante, que mi predecesor no hubiera abandonado el puesto por tomar Apoteosis», declara.

Por Robert McWilliams, en colaboración con Stephanie Vogt desde Atlanta, Gregory Creighton desde Boston, Nicholas French desde Londres y Susan Tabor desde Tokio.

Nota de redacción: El pasado miércoles, BusinessWeek experimentó de primera mano los estragos que causa la Apoteosis. Stephanie Vogt, redactora de veintiséis años y colaboradora de este artículo, que desde hacía cuatro años trabajaba para la revista, se quitó la vida tras consumir una única dosis de Apoteosis.

Alex sonrió y decidió añadir un comentario más a los muchos que se habían publicado sobre el artículo, pero su tren de reflexiones se vio interrumpido por el zumbido cada vez más atronador, aunque más grave de lo habitual, de las palas de un helicóptero que se acercaba. Los motores rugían como una agresiva manada de leones.

Fuera se oyeron voces y alguien gritó su nombre desde la planta de abajo.

Alex se calzó, corrió escaleras abajo y se dirigió al jardín trasero. Allí vio a Erik salir de su caravana. Él y Steve señalaban hacia el este.

—¡Vienen hacia aquí! —vociferó Steve—. ¡Nos atacan!

Cuatro helicópteros Apache AH-64 con la insignia de la Fuerza Aérea avanzaban velozmente a baja altura.

Alex quedó estupefacto. El FBI había llamado a la granja Bolz para tratar de abrir una vía de comunicación, pero él no había dado permiso.

El día anterior, las autoridades dejaron caer sobre los campos octavillas en las que pedían a la gente que abandonasen el lugar e instaban a Alex Weller a que se entregase a las autoridades para evitar el enfrentamiento. ¿Estaban dispuestos a dar ese paso tan rápidamente? ¿Se arriesgarían a causar una enorme cantidad de bajas con un ataque frontal?

Steve elevó el rifle de caza que uno de los milicianos le había regalado.

—¡No dispares! —gritó Alex—. Esperemos a ver qué hacen.

—Alex, entra en la casa, por favor —dijo Steve.

Alex hizo caso omiso, fascinado por el espectáculo.

Uno de los helicópteros se adelantó a los otros tres y ralentizó el vuelo hasta quedar suspendido a unos diez metros sobre el jardín trasero con un ensordecedor zumbido, levantando polvo y lanzando al aire objetos de todo tipo. Se abrió la portezuela y se asomó un soldado, megáfono en mano:

—¡Alto el fuego! —exclamó—. ¡Venimos en son de paz!

—¿Quiénes sois? —aulló Steve con toda la fuerza de sus pulmones.

—Soy el comandante Ben Thomas, de la Fuerza Aérea, Ala 55ª del Mando de Combate Aéreo, Base de la Fuerza Aérea de Offutt, Nebraska.

—¿Qué queréis? —intervino Alex con decisión.

—Queremos unirnos a vosotros. Estamos aquí para protegeros —vociferó el comandante—. Mis hombres y yo no respondemos ya ante el gobierno de los Estados Unidos, sino ante Dios.