7 días
El sol se levantó espléndido sobre el horizonte plano y comenzó a entibiar lentamente el suelo de tierra apisonada.
La granja de los Bolz se levantaba sobre un terreno de cuatrocientos acres, extensión habitual de las explotaciones de la región. Alex recorrió los cultivos junto con Erik a la primera luz de la mañana. Al norte de la casa se extendía un campo de unos treinta acres, arado ya en ordenados surcos erizados del rastrojo de la cosecha anterior.
—He arado este campo por pura costumbre —explicó Erik. Era un luterano serio y bien afeitado que acudía sin falta a los servicios en la iglesia del pueblo. Uno de los puntales de la comunidad—. Pero no lo voy a sembrar —añadió, señalando con la palma de la mano hacia el norte y el oeste—. No voy a sembrar nada de nada. No le veo sentido. Todo lo que mi esposa y yo necesitamos nos lo da la Apoteosis —justificó, pateando uno de los caballones—. Aquí abajo todo es yermo e impío. Arriba todo cambia. Nos has cambiado la vida, Alex. Nuestro único hijo murió ahogado. Ahora lo visitamos un par de veces al día.
—Me alegro por ti, Erik, y te doy las gracias por dejarnos venir. Nos queda poco tiempo, pero con tu ayuda seremos capaces de hacer grandes cosas.
—La cuenta atrás ha alcanzado los siete días —observó Erik—. Todo el mundo está muy ilusionado por lo que pueda ocurrir el Día Cero.
Alex no estaba seguro de si Erik le estaba intentando sonsacar, pero se mostró confiado.
—Yo también estoy ilusionado. El Día Cero iremos más allá de todo lo imaginable.
Erik insistió en que Alex y su gente se alojaran en la granja. Él y su esposa se instalarían en una caravana que tenían aparcada en la parte de atrás. Pero la suya no era la única: alrededor habían montado campamento unos cuantos amigos de los Bolz. En total, una docena de autocaravanas, furgonetas y tiendas de campaña. Alex aceptó la invitación con cierta magnanimidad, consciente de sus obligaciones como cabecilla de aquel sucedáneo de comuna. En el dormitorio principal, vestido de cortinas de encaje que flameaban al viento, Alex palmeó satisfecho la cama recién hecha y se dejó atrapar por el mullido colchón. Agarró a Jessie y tiró de ella hasta que cayó sobre él en la cama.
—Esta gente cree que soy especial —dijo.
—Lo eres —contestó ella besándolo.
En la planta baja, Sam trabajaba sentado en un desvencijado sofá con tapicería de flores. Tenía los pies sobre la mesita de café, casi tocando los retratos familiares de los Bolz, y se había colocado el portátil sobre un cojín en el regazo. Tecleaba a toda velocidad, cumpliendo obedientemente las instrucciones de Alex al pie de la letra: subir un mensaje al sitio web con las coordenadas GPS de la granja. Cuando hubo terminado, subió las escaleras, buscó su habitación y se desplomó en la cama. Los ronquidos de Steve, que reverberaban a través de la pared, no le impidieron caer dormido de inmediato.
Alex durmió durante todo el día y se despertó desorientado en mitad de la oscuridad, hasta que notó a su lado a Jessie, que le recordó dónde estaban.
Por las ventanas abiertas del dormitorio entraban ruidos de motores, de gente hablando y riendo, de radios encendidas. Salió de la cama desnudo y pisando suave los tablones de madera del suelo fue a asomarse.
Contempló el camino de acceso a la casa y la carretera estatal. Por el este y por el oeste se extendían hileras de faros de coche que convergían en la granja.
—Dios santo —susurró Alex—. Dales pruebas y vendrán a ti.
El sheriff del condado de Butler estaba hasta la coronilla. No conocía al gobernador, pero no le caía demasiado bien y por supuesto ni se le había ocurrido votarlo. Pero ahora el tipo lo llamaba a cada hora. Sonaba el móvil otra vez dentro del coche que había aparcado en el arcén de la carretera estatal, a un par de kilómetros al este de la granja de los Bolz. Una fila de coches de policía bloqueaba ambos carriles. El sheriff había ordenado bloquear la carretera también a un par de kilómetros al oeste de la granja, y se había formado un atasco como no había visto en su vida.
—Sí, señor, entiendo que es muy importante controlar la situación, pero no podemos hacer mucho por evitar que la gente se salga de la carretera y atraviese los malditos campos con el coche para llegar a la granja de los Bolz. —Se masajeó el cuello dolorido con una mano mientras escuchaba gritar al gobernador—. Sí, señor, entiendo que la gente no se puede meter con un coche por mitad de una propiedad privada, pero no cuento con los efectivos suficientes. —Más gritos. Mientras, contempló los cientos de luces rojas de los coches que atravesaban a toda velocidad los campos secos de maíz—. Por supuesto que sí, gobernador. Envíe a la policía estatal. Envíe a quien sea. Esto sobrepasa con creces mis funciones.
Alex despertó a Jessie, Sam y Steve. Erik los esperaba en el porche. El aire nocturno traía dulces aromas primaverales. Su esposa, Lu Ann, les ofreció comida y bebida, pero Alex tenía en mente otra cosa. Erik lo condujo junto al resto a la parte de atrás, donde el campamento matutino se había convertido en algo muy diferente.
Ya no se distinguía dónde terminaba el jardín de la casa y dónde comenzaba el campo porque solo se veían cientos de luces rojas y blancas extendiéndose por la negrura, creando una única mancha de luz.
Steve trató de persuadir a Alex de que no se acercase, pero este contestó:
—Quieren verme y yo quiero verlos a ellos.
Alex se internó en el campamento improvisado. Fue reconocido de inmediato.
Hombres y mujeres salieron a borbotones de coches, camionetas y autocaravanas para verlo, para hablar con él, tocar su ropa, contarle cómo la Apoteosis había cambiado sus vidas. Hombres y mujeres sostenían cartuchos de Apoteosis ante él, reían, lloraban. Rodeado de una masa de adoradores, Alex se giró hacia Jessie con lágrimas en los ojos.
—Los llamé y acudieron.
Alex se sentó a la mesa de la cocina de la granja junto a Sam, Jessie y Steve. La instantánea congregación de gente alrededor de ellos los tenía algo atolondrados. Tras la sustanciosa cena se sintieron todos eufóricos.
—Bueno, ya es hora —anunció Alex repentinamente, echándose para atrás en la silla.
—¿Hora de qué? —preguntó Jessie.
—La cuenta atrás marca siete días. Quiero grabar dos mensajes, uno que reproduciremos esta noche y el otro el Día Cero, por si acaso yo no estuviera.
—No hay problema. Usemos la cámara de Erik. Es mejor que la mía —intervino Sam, señalando su teléfono móvil.
—¿Qué vas a decir? —preguntó Steve.
—Ah —suspiró Alex—. Qué voy a decir… Es hora de que os lo cuente, mi leal gabinete, aquí en este solemne lugar —añadió, sonriendo y haciendo un gesto, como presentando el entorno de ollas y cazos—. Os habéis ganado el derecho a conocer mis intenciones. —Alex se puso de pie. Parecía apropiado mostrarse erguido, orgulloso. Los otros dejaron los cubiertos y se mantuvieron inmóviles—. Hoy, voy a decir a la gente que a todos nos quedan siete días para contemplar el mundo con todas sus imperfecciones, sus defectos, su maldad y su crueldad. Les diré que la Apoteosis nos ha mostrado un nuevo camino hacia la iluminación y la paz interior. Que este mundo nuestro es temporal y básico. Que la otra vida es eterna y gloriosa. Les diré que en seis días se inaugurará una nueva era, la era de la Paz Interior, y que en ella todo lo que conocemos cambiará. Para mejor.
Alex dirigió la mirada al exterior a través de la ventana. En la luz vespertina brillaba la nube de polvo nacida de la continua cascada de coches que eludían los controles policiales y se lanzaban campo a través.
Se giró de nuevo hacia la mesa de la cocina y continuó hablando:
—La biblia dice que Dios creó el mundo en siete días. Es tan primitivo que casi mueve a la sonrisa. Pero es una idea evocadora, ¿no os parece? Démosle la vuelta. Iniciamos la cuenta atrás hace veintitrés días. Desde entonces, la Apoteosis ha corrido literalmente como la pólvora. Quién sabe cuántos la habrán probado. ¿Millones? ¿Decenas de millones de personas? Su impacto ha sido enorme. Espiritual, social y económico. La bomba está cebada. Hoy desharemos aquellos siete días bíblicos. Vamos a comenzar con la última fase de la cuenta atrás. En siete días dará comienzo nuestro regreso a Dios.
—¿Qué va a ocurrir, Alex? —preguntó Jessie en tono seco, apagado.
—En siete días diré a la gente que su hora ha llegado. Que la espera toca a su fin. Que es el momento de cruzar al otro lado para siempre, de reunirse con sus padres, madres, hermanos y hermanas, hijos e hijas, amigos y amigas, todos los seres queridos que se marcharon y que los esperan. Les diré cuánta Apoteosis deben tomar. Les diré que se tiren de lo alto de un edificio, que usen gas, que se abran las venas, que se cuelguen, que utilicen el medio que deseen para dejar este mundo y entrar en el siguiente. Para toda la eternidad. —Sus ojos bailaban. Su voz se elevó—. ¡Pensadlo! Si actúan diez millones de personas o más, o aunque solo lo haga una fracción de esa cantidad, el mundo jamás será el mismo de nuevo. Será una sociedad post-Apoteosis en la que quienes eligieron quedarse no dejarán de pensar ni un minuto en quienes decidieron marchar. Muchos recurrirán a la Apoteosis, quizá por primera vez, y muchos otros decidirán seguir el camino de los primeros. La marea seguirá pues su camino. La humanidad volverá la vista a su futuro, el espiritual, y dejará de reverenciar el pasado. El mundo no parecerá el mismo, no será el mismo. Será una nueva Edad de Oro. Será la gloria en la Tierra.
Nadie habló.
El viento de la tarde arrastraba gritos de niños que jugaban en el campo vecino.
—¿Nosotros nos marcharemos también? —preguntó Jessie por fin.
—Cada uno elegirá su camino. Pero yo me iré. Mi padre me espera.
La voz de Jessie sonó como el piar de un pajarillo.
—¿Si yo voy también, estarás esperándome?
—Claro que estaré esperándote.
El teléfono de Cyrus sonó amortiguado. Rebuscó con la mano y dio con él en el suelo, junto a la cama, bajo el vestido de Emily, justo antes de que saltara el contestador. Era sábado por la tarde y estaban echando una siesta.
Era Stanley Minot.
Cyrus escuchó y encendió la lámpara de su mesita de noche. Emily emergió de entre las sábanas con los ojos entrecerrados y atendió a la conversación. Cuando terminó, Cyrus volvió a tirar el teléfono al montón de ropa de ella.
—¿Qué ocurre? —preguntó Emily.
—Hemos encontrado a Alex Weller.
—Buena noticia, ¿no?
—No exactamente —puntualizó Cyrus mientras se ponía los calzoncillos. Se levantó, descorrió las cortinas y volvió a la cama para besar la espalda desnuda de Emily—. Gracias a Dios que estás en mi vida.