Cyrus sostenía una de las fotografías de la escena del crimen en la mano. La examinó detenidamente y después la colocó sobre una pila que no cesaba de crecer. Avakian no dejaba de traer fotos nuevas. Decenas de instantáneas de una chica caucásica en una cuneta, atractiva si no fuera cadáver. No tardó en descubrir el cuerpo una cuadrilla de mantenimiento de la autopista. El frío aire otoñal había conservado bien la carne. Desde algunos ángulos parecía como si a la chica la acabaran de despertar con una buena noticia. No habría inconveniente si la familia quería dejar el féretro abierto.
Cyrus se sentó en la pequeña mesa redonda, que apenas cabía en el despacho de Avakian. Ese espacio era un modesto homenaje a su veteranía. El despacho de Cyrus era aún más pequeño, una caja de zapatos: en el armario de su ex mujer cabían más cosas. Apartó la mirada de las fotografías un instante y contempló por la ventana el paisaje lunar del Government Center, el área de edificios municipales de hormigón, aún más grises entonces por la lluvia que no daba tregua. Suspiró, inhalando involuntariamente el perfume que llevaba su compañero: ese estomagante olor especiado, día tras día, mes tras mes, año tras año. Avakian era animal de costumbres: las mismas corbatas de rayas, la misma bolsa con el mismo almuerzo todos los días, las mismas historias despectivas sobre su mujer y sus hijos. Era calvo como una bola de billar y fornido. Una bala hecha de carne, con la nariz chata de boxeador pendenciero y perilla y bigote bien cuidados, veteados ya de gris.
Ambos compartían más de una década de historias el uno al lado del otro. La oficina no tenía un sistema oficial de emparejamientos pero la ampliación de los departamentos de contraterrorismo y contrainteligencia que trajo el 11-S había supuesto recortes en los de robos y delitos con violencia. Cyrus siempre había tratado de impedir que lo transfiriesen a otro lado. El FBI tenía especialistas a patadas: contables, abogados, expertos en informática, en política internacional… Él era ante todo un poli bien valorado, como Avakian. La creciente escasez de agentes que dieran batalla al delincuente común hizo que Cyrus se viera trabajando codo con codo con Avakian la mayor parte del tiempo. No es que le importase. Avakian le aportaba muchas cosas, la mayoría de ellas agradables.
—Estas últimas son de la autopsia.
Estudiar las fotos de una chica abierta en canal, tirada en el hormigón, no le hacía gracia a Cyrus ni en los días más luminosos. Y ese día no tenía la moral precisamente por las nubes. Apretó los dientes y extendió la palma de la mano, renuente. La primera imagen mostraba un perfil de la cabeza. Tenía rasgos agradables: la nariz levemente respingona, una barbilla bonita. El adjunto del forense le había afeitado en la sien derecha un rectángulo de pelo rubio platino. Sobre el cuero cabelludo descansaba una regla metálica. En el centro del trozo de piel descolorida se abría un pequeño agujero, perfectamente redondo y negro. La siguiente imagen era un primerísimo plano del agujero, que parecía tener una profundidad infinita. Un accidente extraño, fuera de lugar en el cuerpo de un ser humano, que emanaba una maldad indescriptible.
Trató de ahuyentar aquella imagen haciendo una pregunta de andar por casa.
—¿Qué anchura tiene? ¿Cinco milímetros? ¿Tres?
Avakian tenía el informe en la mano.
—Como los demás. Una broca del tres de las que se pueden comprar en cualquier ferretería.
Minot se les acercó por detrás y los observó enfrascados en el trabajo por unos segundos. Su ropa desprendía aroma a tabaco de pipa y los dos hombres se percataron al instante de su presencia. Minot preguntó cómo iba.
Avakian anunció con tono inexpresivo que iban a hacer una pausa para almorzar.
Minot tenía un aura académica. Era difícil imaginarlo superando las pruebas de tiro o el recorrido de obstáculos en Quantico. Se hallaba al límite de lo raquítico, bendecido o maldecido por un veloz metabolismo que le daba la figura de un adolescente pero le hacía tan friolero que siempre vestía un chaleco de punto bajo la chaqueta, incluso en verano. Su pelo, ralo pero cuidadosamente peinado, iba perdiendo color, y llevaba unas gafas de montura rosácea que enmarcaban unos ojos siempre húmedos. El conjunto le daba un aspecto de banquero bostoniano ya entrado en años, no de alguien con pistola en el escritorio y placa en el bolsillo.
Posó la mano sobre el brazo de Cyrus, como lo había hecho el sacerdote la víspera.
—¿Cómo está tu hija? —preguntó.
—Está en casa. Sigue estable.
Minot señaló los documentos.
—Ojalá no tuviera que asignaros esto.
Cyrus se encogió de hombros mostrando comprensión.
—Es un caso extraño, ¿no os parece? —preguntó Minot.
Avakian le entregó la fotografía del cráneo perforado y luego otras imágenes de la autopsia de dos jóvenes negras con el mismo tipo de herida.
—El tipo que haya hecho esto es un enfermo —dijo Minot, carraspeando—. ¿No lo hacía también Jeffrey Dahmer? ¿Taladrar el cuerpo de sus víctimas?
Cyrus conocía los detalles de aquel caso. Siempre recordaba ese tipo de cosas.
—Les inyectaba ácido en el lóbulo frontal. Quería convertirlas en esclavos sexuales, pero no era muy buen científico. Murieron todas.
—¿Hay algo por el estilo en estos casos?
—Los forenses creen que no se les administró ninguna sustancia.
—¿Y entonces?
Avakian se acarició la calva con los dedos separados, como peinándose el pelo que no tenía.
—Habrá que ver, Stanley —sentenció.
Después de comer salieron en coche. Tenían que empezar por algún sitio, así que decidieron hacerlo por la última víctima, Carla Louise Goslinga, prostituta de veintiún años de Boston cuyo cadáver se había encontrado el viernes anterior en Hooksett, New Hampshire. El hecho de que el cadáver se hallase al otro lado del límite estatal confería al asunto escala federal. En cualquier caso, la investigación tenía visos de convertirse en un caos jurisdiccional. La primera víctima había sido hallada en unos terrenos de propiedad estatal a orillas del río Charles, en Newton, así que quedaba en manos de la policía estatal de Massachusetts. La segunda fue encontrada en un descampado de Columbia Point, cerca de la biblioteca John Fitzgerald Kennedy, con lo que se hacía cargo homicidios de Boston. El tercer caso impuso la participación del FBI, así que todo el mundo se había apresurado a entregar la información disponible a los federales. Y con ella los gastos y dolores de cabeza que suponía investigar a un asesino en serie.
Era un viaje corto desde Boston, dirección norte, por la autopista I-93. Iban en uno de los coches oficiales y conducía Avakian, que escuchaba embobado un programa de deportes de la radio, mientras Cyrus, con los brazos caídos sobre las rodillas, contemplaba con miraba perdida el monótono paisaje, a través de los limpiaparabrisas en movimiento. Apenas una semana antes, aquellos bosques estaban en su clímax de verdor, pero la humedad y la penumbra de la tarde apagaban la paleta de colores. Avakian le farfullaba a la radio e insultaba a los locutores. Cyrus había desconectado. Oía su verborrea muy a lo lejos.
Cuando cruzaron el límite con New Hampshire, Cyrus sacó el informe de la policía estatal de ese estado, en el que se detallaba dónde se había encontrado el cadáver exactamente. Tenían que pasar muy cerca del lugar, así que decidieron dar una vuelta, aunque terminasen con los bajos de los pantalones empapados.
Cuando pasaron la salida a la carretera 3A, Cyrus apagó la radio y Avakian renegó con un bufido.
—Estamos a cuatro kilómetros —replicó—. Hay un lago más o menos grande. Mejor si no nos lo pasamos.
—Puedo conducir y escuchar la radio a la vez. A eso llego, todavía —gruñó Avakian.
—Esa porquería te pone muy nervioso —dijo, refiriéndose al fútbol americano.
—No sabemos avanzar con el balón. Nos hace falta equilibrio.
—Y que lo digas. A ti, seguro que sí.
—Lo que tú digas —atajó Avakian—. El espabilado de mi compañero me dice que yo necesito equilibrio. A mí me gustan los deportes estadounidenses. Pura pasión. A ti te gustan las bibliotecas. Dime quién de los dos es el normal y quién necesita ayuda profesional.
Cyrus indicó a Avakian que saliera de la carretera y aparcase en el arcén. Entre el bosque cubierto de niebla se dibujaba la orilla del lago Pinnacle.
Encontrar el lugar donde había aparecido el cuerpo fue pan comido, pues del tronco de un árbol cercano colgaba un fragmento de cinta policial amarilla. Cyrus buscó una fotografía panorámica que mostraba el cuerpo en una hondonada cercana a la calzada. Encontraron por fin el lugar exacto, junto al lateral cubierto de hierba de la carretera, al pie de un talud y en mitad de un rodal de tierra encharcado.
Cyrus señaló la autopista.
—No tuvo más que aparcar en el arcén, sacar el cuerpo del coche, arrastrarlo un metro y tirarlo por la ladera. Tardaría menos de un minuto.
—No encontraron huellas de neumáticos —informó Avakian—. Hay demasiada hierba y la semana pasada estaba seca.
—Tampoco hubo testigos —añadió Cyrus—. Probablemente viniese de madrugada, cuando apenas hay tráfico.
Los dos se estaban calando.
—Bueno, ya hemos visto el sitio —dijo Avakian, dando la vuelta para regresar al coche. Pero Cyrus no se movió. Estaba intentando decidir si entrar o no en el charco.
—Ya peinaron el sitio ellos —imploró Avakian—. ¿Te crees que vas a encontrar la cartera del asesino ahí dentro? Por Dios.
De vuelta en el coche, Cyrus hizo una hipótesis sobre lo ocurrido, mientras Avakian se secaba la cabeza con un pañuelo de tela.
—El asesino recogió a la chica cuando hacía la calle. Probablemente no tuvo sexo con ella. La estranguló, le taladró la cabeza por la razón que fuera, trajo el cuerpo hasta aquí y paró el coche donde primero se le ocurrió. Esperó a que no pasara ningún otro coche y la arrojó lo suficientemente lejos para que el cuerpo no fuese descubierto hasta pasado cierto tiempo. Cogió el siguiente cambio de sentido y puso rumbo de vuelta a Massachusetts.
—¿Por qué crees que no hubo sexo?
—Porque no intentó esconder el cuerpo. Podría haberlo enterrado, haberlo tapado con algo o haberlo arrastrado otros veinte metros para tirarlo al lago. Eso parece indicar que estaba convencido de que no encontraremos ADN suyo en el cuerpo. —Reflexionó un instante como cuestionando sus propias palabras—. Aunque quizá me equivoque. Podría haber usado condón —añadió abruptamente con tono menos vehemente.
Avakian gruñó y volvió a encender la radio.
—Tú sigue pensando. Yo me encargo de conducir. —Subió el volumen—. Vamos a dejar de lado los egos.
Llovía a cántaros y Avakian se negó a dejar el coche en el aparcamiento del Holiday Inn de Concord. Lo metió bajo la marquesina, bajó del coche y le mostró la placa al botones. El joven no dijo palabra y salió corriendo a contar a sus compañeros que había llegado una pareja de agentes del FBI.
El médico forense adjunto que había llevado a cabo la autopsia de la chica durante el fin de semana estaba en un congreso. Dada la escasa antelación con que lo habían avisado, propuso reunirse con los agentes en el hotel. Todos los forenses del sur de New Hampshire y sus colaboradores se habían encerrado en ese congreso campestre. Durante toda la jornada tratarían de venderles un gestor de bases de datos que supuestamente les haría la vida más fácil. El doctor Ivan Himmel, no obstante, había farfullado por teléfono, a modo de monólogo interior, que su software de siempre no tenía nada de malo y que el estado de New Hampshire no daba una a derechas.
El médico parecía más que agradecido de que uno de los organizadores del congreso le sacara de la sala de conferencias. Se acercó a Cyrus y a Avakian como un cachorro feliz y los acompañó hasta una mesa, junto al mostrador donde esperaban a los congresistas el café y la merienda.
—Les dejo el honor de estrenar los cruasanes —invitó exultante—. No se corten. Corre de mi cuenta.
Era el típico señor mayor que parece no haber superado la adolescencia. A sus rollizos sesenta y cinco años iba engalanado como una pieza de época —pajarita roja y tirantes sobre camisa de manga corta— pero tenía gestos juveniles. Mojaba las cookies en el café y se limpiaba las migas de los labios regordetes con el dorso de las manos cubiertas de manchas de la edad.
Sorbió el café y se disculpó de nuevo por recibirles en aquel lugar, para acto seguido lanzarse a una diatriba interminable contra el gobierno estatal. Cyrus cogió el toro por los cuernos en cuanto la cordialidad se lo permitió.
—¿La causa de la muerte fue estrangulamiento, verdad?
—Sí. Tenía la laringe rota. La estrangularon con las manos, por delante. Los moratones se correspondían con dos pulgares. No es nada fácil matar a alguien así, a menos que esté drogado o borrachísimo.
—No han recibido el informe toxicológico aún, ¿cierto? —preguntó Avakian.
—¿Está de broma? Esto es New Hampshire. ¿Saben ustedes qué presupuesto tenemos? Los malditos burócratas se gastan el dinero en software que no necesitamos y en los laboratorios falta hasta lo más básico.
Cyrus terció antes de que se fuera por las ramas.
—¿Qué fue antes, el estrangulamiento o la herida de la cabeza?
—Mire, si estaba consciente en el momento del ataque, yo diría que fue estrangulada y luego le taladraron la cabeza. Al cien por cien. —Imitó con la mano un taladro colocándose un dedo contra la sien y emitió un prolongado sonido gutural, que hizo a los dos agentes mirarlo seriamente, sin ninguna intención de reírle la gracia—. Es imposible clavarle una broca en la cabeza a nadie sin al menos un poco de forcejeo. Y no había signos de que la atasen. Si la drogaron, entonces todas estas suposiciones dejan de tener sentido. Por otro lado, si cuando la taladraron aún le hubiera latido el corazón aquello habría sido un surtidor. En la escena del crimen no encontramos sangre, pero definitivamente a la chica no la mató el taladro. Tampoco había mucha sangre en el pelo ni en el cuero cabelludo, así que cuando el tipo la trepanó probablemente estaba ya muerta o fibrilando.
—¿La tre… qué? —inquirió Avakian frunciendo el ceño.
—Le agujereó la cabeza —repitió Himmel lentamente como si le estuviera hablando a un niño. Cyrus se dio cuenta de que su compañero quería atizar al médico.
—Cuéntenos más cosas sobre el agujero —instó Cyrus al vuelo.
—Llevo mucho tiempo trabajando en esto y puedo decir que no había visto nunca nada parecido. Va más allá de la trepanación. Supongo que lo vieron en mi informe. Sondeé un tramo de unos dos o tres milímetros de diámetro, que desde el orificio de entrada, en el parietal, atravesaba todo el lóbulo parietal izquierdo, hasta el ventrículo lateral del mismo lado. —Himmel se recostó en la silla, a la espera de un murmullo de interés.
—Explíquese, doctor —rogó Cyrus.
—Los ventrículos son unas cámaras que hay en el interior del cerebro, donde se produce el líquido cefalorraquídeo que luego circulará alrededor de la masa encefálica y la médula espinal. Ese fluido protege el cerebro y amortigua los golpes.
—¿El tipo quería retirar o quería ingresar? —preguntó Avakian.
—Buena pregunta. —El médico parecía sorprendido—. Tendremos que esperar al informe toxicológico y los cortes de tejido. A primera vista a mí no me pareció que se hubieran inyectado sustancias extrañas. Ni agentes cáusticos ni nada por el estilo.
—Tampoco se inyectó nada en los demás casos —apuntó Avakian.
—¿Qué otros casos?
Cyrus creía haber mencionado esos otros casos por teléfono, aunque quizá no lo hubiera hecho. Se reprochó no haberlo recordado. No era propio de él.
Sonó su móvil. Lo sacó del bolsillo interior de la chaqueta y vio que era Marian. Lo silenció, lo volvió a guardar y dejó que le vibrara contra las costillas unos segundos más.
—En los últimos seis meses se han encontrado otras dos prostitutas en Massachusetts, estranguladas y con la cabeza agujereada por una broca del tres —explicó—. Ambas presentaban un conducto que según se cree se realizó con una aguja, hasta el centro del encéfalo. Tengo imágenes de las autopsias, si quiere verlas.
Himmel le arrebató las micrografías de las manos y comenzó a examinarlas cuidadosamente justo en el momento en que se clausuraba la sesión de la tarde y sus colegas comenzaban a entrar en la sala. Un hombre caminó con paso artrítico hasta la mesa en que se hallaban y se sentó sin esperar a que lo invitaran. Tendría la misma edad que Himmel, aunque era más delgado y de rostro enjuto. Otro señor de pelo blanco a las puertas de la jubilación.
—¿No te vas a poner un café? —le preguntó Himmel.
El hombre alargó la mano para cogerle una galleta a Himmel y preguntó:
—¿Sigue Stanley Minot en la oficina de Boston?
—Es nuestro jefe —respondió Cyrus.
—Mándale saludos de Lennie Adler.
Himmel se interpuso.
—Le dije a Lennie que el FBI vendría a verme. Pues bien, aquí lo tienen, haciendo gala de su característica pericia social. Me da vergüenza, pero tengo que reconocerlo: es amigo de toda la vida. Yo llevo el condado de Merrimack y él el de Rockingham. Lennie, ¿por qué no dejas de comerte mis galletas?
Adler lo ignoró y echó un vistazo a las fotografías esparcidas sobre la mesa.
—¿Qué es esto?
Himmel sonrió, enseñando su hermosa dentadura manchada de café.
—Me parece que me he metido en un caso de asesinatos en serie muy interesante —se jactó—. El viernes me tocó una de las víctimas. Estas son de otros casos, en Massachusetts. Qué… ¿te mueres de envidia, eh?
Adler refunfuñó, cogió una de las brillantes fotografías y rebuscó entre los bolsillos hasta que dio con unas gafas de ver. Observó la sección ampliada del tracto creado supuestamente por una aguja al atravesar la amarillenta masa encefálica.
—Dime que no le taladraron el parietal —dijo dejando a un lado la foto.
Cyrus se irguió, rígido. Se sentía extrañamente desorientado, como si estuviera siendo objeto de algún ingenioso truco de salón.
—¿Cómo lo sabe?
—Hace dos meses tuve un caso como este.
—¿Qué? ¿Una puta estrangulada? —preguntó Avakian, igualmente sorprendido.
—No, no. Era un joven con el cráneo fracturado. Un enfermero. Se le encontró en la I-95, justo a este lado del límite estatal. La policía de Seabrook no tiene nada de nada. Cero. —Adler robó otra galleta y contempló con suficiencia a los agentes boquiabiertos—. Les podría interesar, ¿no?
El teléfono de Cyrus empezó a vibrar de nuevo. Lo sacó y miró la pantalla: otra vez Marian. Se lo pensó dos veces antes de volver a ignorar la llamada.
—Discúlpenme un momento. Tengo que cogerlo —anunció a la mesa.
Escuchó y la respiración comenzó a acelerársele.
—¿Por qué no me llamaste cuando ocurrió? —preguntó con la garganta encogida, para a continuación exhalar un prosaico «joder»—. Estoy a una hora de allí. Voy para allá.