8 días
Dos mil cien kilómetros. Al límite de velocidad, por la ruta más directa y con Sam y Steve turnándose al volante, calcularon que tardarían unas veintidós horas.
Atravesaban las llanuras que se extienden tras Cleveland, que se alejaba en el retrovisor. Por delante esperaban Chicago, luego el resto del estado de Illinois y toda Iowa. Si todo iba bien, llegarían antes del amanecer.
En el asiento trasero, Alex descansaba los pies sobre una de las bolsas con armas. Si las cosas no iban bien, si los paraban por el camino, echarían al aire unos cuantos cartuchos de I-80, eso era seguro.
«Siguiente parada, Nebraska. Nadie nos lo impedirá».
Jessie se despertó.
—¿Tienes hambre? —preguntó él.
—Un poco.
Alex le acercó una bolsa con sándwiches y fruta y Jessie cogió un plátano.
—¿Estás emocionada? —le preguntó Alex.
Ella asintió, pero agregó:
—Estoy un poco asustada.
—Todas las aventuras dan un poco de miedo.
—No me dejes, por favor. No quiero quedarme sola.
—No te dejaré nunca.
Rising City, Nebraska. Población: casi cuatrocientas personas. Aún faltaban un par de horas para que amaneciese cuando rodearon por el sur el pequeño pueblo, sin siquiera saber que habían llegado. Flanqueaba la carretera estatal la negrura de los campos de maíz, que no se sembrarían hasta dentro de más de un mes.
Steve daba indicaciones.
—Creo que casi hemos llegado —dijo—. Estamos a cuatro o cinco kilómetros.
Habían conducido por una carretera solitaria durante casi una hora. Sam, con los ojos ya secos, bizqueó ante unos molestos faros que aparecieron en su retrovisor.
—Adelántame ya, vamos —se quejó, reduciendo un poco.
El coche que los seguía también redujo.
Steve miró hacia atrás.
—No me gusta esto —le dijo a Alex. Detrás comenzaron a agolparse hasta media docena de vehículos.
Alex abrió la cremallera de la bolsa y comenzó a repartir armas. Él se quedó con una maltratada pistola ametralladora TEC-9.
—Con lo cerca que estábamos… —dijo con abatimiento—. Es una pena.
—Si es la policía o el FBI, vienen en coche de incógnito —comentó Sam—. No lleva luces de ningún tipo.
—Creo que esa es nuestra salida —anunció Steve—. ¿Entramos o pasamos de largo?
—Entra —ordenó Alex—. Así descubriremos si nos están siguiendo.
Sam puso el intermitente y giró lentamente hacia la derecha justo en un buzón marcado con el apellido Bolz. Era un camino de grava al fondo del cual se levantaba una casa amarilla con las luces encendidas. Alrededor, se vislumbraban entre la oscuridad unos cuantos graneros. Más allá, la nada de los campos.
—Mierda —exclamó Sam—. El coche está girando también.
Alex quitó el seguro del arma.
—Yo no he disparado un arma en mi vida —se excusó consternado—. Ojalá estuviera aquí Joe.
Frente a la granja había un anchurón circular lleno de coches. En el porche esperaban unas cuantas personas bien abrigadas por el helor del alba. Un hombre de mediana edad saludó con el brazo y corrió hacia ellos.
—¡Seguro que es él! ¡Seguro que es Alex! ¡Eh, Alex! ¡Soy Erik! ¡Erik Bolz!
Sam frenó y Steve saltó del asiento del pasajero empuñando la pistola semiautomática.
—¡Nos sigue un coche! —le gritó Steve a Erik.
—¡No! —replicó Erik—. ¡Ese jeep que os sigue es un amigo mío, Ken Donovan! Y tras él viene Gus French. Han venido a conoceros.
—¿Cómo sabían que llegábamos? —preguntó Steve.
—Se lo he comentado a un par de conocidos —respondió Erik—. Pero no te preocupes. Todos toman Apoteosis. Todos están con nosotros. Dile a Alex Weller que puede salir. Aquí estará seguro. Estaréis todos seguros.