48

9 días

Con un único baño y cinco inquilinos, el pequeño apartamento se había convertido en un lugar superpoblado e incómodo. Y la señora Rodríguez no lo ponía fácil. Rechazó cualquier intento de acercamiento por parte de Jessie y ni siquiera la dejaba entrar en la cocina. Se negó a dirigir la palabra a los invitados, y se limitaba a regañar a su hijo en español.

—Sammy, ¿cuándo se van a marchar?

—Estamos haciendo planes. Nos iremos pronto.

—No quiero que te vayas con ellos.

—Tengo que irme con ellos, mamá. Cada vez que tomo Apoteosis hablo con papá, como estoy hablando ahora mismo contigo. Es lo mejor que me ha pasado nunca. Estamos intentando que todo el mundo viva esa experiencia. El mundo entero.

—Yo también hablo con él todos los días. Pero con el corazón. Así es como se habla con los muertos.

—Pero yo lo veo. A él, de verdad.

—La fe viene de aquí —dijo la madre, golpeándose el delgado tórax—. Tu padre está aquí. Dios está aquí. Eso es la fe. La fe no está en las drogas.

—No lo entiendes.

—No, tú eres quien no lo entiende. Quiero que esa gente se vaya y que tú vuelvas a la universidad —añadió, encerrándose en su dormitorio con un portazo.

Sam volvió al salón, donde Alex y los demás veían las noticias para ponerse al día de la situación de la Apoteosis.

Todos escuchaban anonadados la noticia sobre la muerte en México de Miguel Cifuentes. Así pues, el principal proveedor de Apoteosis del mundo estaba fuera de combate. Pero Alex se mostró imperturbable.

—No os preocupéis —los tranquilizó—. Estoy seguro de que la mitad de los sintetizadores de péptidos del mundo se están usando para fabricar Apoteosis. Da demasiado dinero. No se puede parar. No nos pueden parar.

Todos esperaban que las noticias dijesen algo también sobre Cyrus O’Malley. Como siempre, Steve cambió de canal con gesto hosco, pasando por todos los canales hasta encontrar el que buscaba.

—¿Lo habrán conseguido Art y Lilly? —preguntó.

Alex asintió con la cabeza.

—Art sabe desenvolverse. Quizá O’Malley haya visto la luz —dijo con aire travieso—. Quizá no volvamos a escuchar de él.

Sam se sentó en la alfombra con las piernas cruzadas, abrió su portátil y esperó a encontrar señal de wifi.

—Parece que tu madre está bastante enfadada —dijo Jessie—. Me siento mal.

—No te preocupes —respondió él ásperamente.

—Tenemos que salir de aquí —terció Alex—. Quedan apenas nueve días. Tenemos que fijar un nuevo destino.

Steve se levantó y comenzó a dar vueltas, irritado como un tigre en una jaula minúscula.

—Alex, hemos pasado por muchas cosas juntos y confío plenamente en ti, lo sabes. Pero ¿no crees que es hora de que nos cuentes qué pasará cuando la cuenta atrás llegue a cero? ¿No confías en nosotros?

Alex sofocó el impulso autocrático de mandar callar a Steve con alguna réplica acerada. ¿No resultaba obvio? Si hubiera aireado sus intenciones, la policía ya le habría sacado información vital a quienes capturaron en Bar Harbor. Sam y Jessie lo comprendían. ¿Por qué Steve no?

—A su tiempo, Steve. Os lo contaré a los tres muy pronto. Decidamos primero dónde vamos a ir. Sam, ¿qué opinas tú?

Sam seguía enfrascado en su portátil.

—Estoy comprobando si tenemos algún mensaje de ese tal Erik.

—Si no hay problema, esa seguiría siendo mi primera opción —señaló Alex.

Sam alzó la mirada.

—Aquí está. Mensaje de Erik. No hay problema. Podemos ir.

Alex rompió a aplaudir alegremente.

—Sam, ve a ver a tu amigo esta noche. Saldremos mañana por la mañana. Qué emoción. El nombre lo dice todo. Es una señal del destino. Amigos, nos vamos a Rising City.

—¿Será peligroso? —preguntó Steve, echando los cerrojos de la furgoneta.

—¿En una escala de uno a diez? Digamos once —valoró Sam.

Steve maldijo.

—Vive Dios que no me da miedo morir, pero no me gustaría que me torturasen antes de mandarme al otro barrio.

—Tú déjame hablar a mí. Quédate calladito y pon cara de malo.

—Soy profesor de escuela —rezongó Steve—. ¿Qué voy a hacer, amenazar a estos tipos con mandarlos al despacho del director?

Eran casi las doce de una noche sin luna y por la calle Ciento Setenta Este, en el sur del Bronx, paseaban pocos viandantes. Dos jóvenes con abrigo de plumón aparecieron en el portal de un desvencijado bloque de ladrillo.

—¿Y vosotros quiénes sois? —preguntó uno de ellos a Steve y Sam.

—Me llamo Sam. Estoy buscando a Jorge.

Los dos hombres inspeccionaron rápidamente la calle y los invitaron a pasar.

—Vuélvete —ordenó uno de ellos, señalando hacia los buzones del portal.

Los cachearon. Cuando encontraron la botella en la chaqueta de Steve, Sam les dijo que era para Jorge. Los hombres los guiaron hasta el segundo piso por unas escaleras, hasta un gran recibidor vacío. Tras varias puertas cerradas resonaban carcajadas y el ruido de una televisión.

Los tipos de los plumones tocaron a una de las puertas. La mirilla se oscureció y alguien descorrió los cerrojos. Sam y Steve entraron tras ellos.

Repantigado en un sofá los recibió un joven de piel bronceada y profundas marcas de acné. Alzó las manos como si estuviera saludando al papa.

—¡Oh, Dios santo, el maestro Sam! ¿Dónde cojones te habías metido?

—Hey, Jorge, qué hay.

—Te sigues viendo bien elegante. Cuando me dijeron que querías hablar conmigo no me lo podía creer. Y este ¿quién es? ¿Tu gorila? —preguntó entre risas, señalando a Steve—. Está acojonado, míralo. No te preocupes, tío, no te voy a hacer nada a menos que Sammy me lo pida.

Habían sido compañeros en primaria: Sammy, el listo, y Jorge, el cabezahueca, que siempre se metía en líos. Sam, por instinto, cuidaba de él y lo defendía verbalmente y Jorge le devolvía el favor zurrando a cualquiera que se metiera con sus gafas o su mochila llena de libros. Sam se convirtió en uno de los estudiantes más brillantes del Bronx sur, mientras que Jorge hacía el agosto en las calles, hasta llegar a dirigir una de las secciones de la violenta banda de los Latin Kings. No habían mantenido demasiado contacto desde entonces pero, al estilo de Androcles y el león, se recordaban el uno al otro y compartían recuerdos de infancia.

—¿Qué tal, tío? —preguntó Sam, observando las caras pantallas de plasma y los equipos de sonido que cubrían las paredes del modesto apartamento y mirando de reojo a las atractivas mujeres que entraban y salían de los dormitorios—. Parece que la vida te sonríe.

—No me quejo. ¿Qué coño haces por el barrio, tío?

—Tengo un par de asuntos que atender.

—Asuntos que atender… —repitió Jorge, riéndose—. Pensaba que tus asuntos a estas alturas serían dirigir Microsoft o algo así.

—He hecho cambios de planes. ¿Has oído hablar de la Apoteosis?

—Sí, claro que he oído hablar. ¿Estás metido en eso?

—Hasta las cejas.

—Pero ¿en qué, exactamente?

—En todo. Hasta las cejas.

Jorge se incorporó en el sofá, interesado.

—¿Ah, sí? No me importaría participar en algo así.

Sam le pidió a Steve la botella.

—Esto es Apoteosis. Mucha. Por todo lo que hay aquí dentro en la calle sacarías un cuarto de millón.

—No me jodas. Déjame ver. —Jorge destapó la botella y olfateó—. Y ¿qué quieres que haga yo?

—Es para ti —dijo Sam.

—¿Por cuánto?

—Por nada.

—¿Solo porque cuando teníamos ocho años le pegaba a los que se metían contigo?

—A cambio necesito que me hagas un par de favores.

—¿Qué favores? —inquirió Jorge, suspicaz.

—Quiero que la repartas en la calle. Quiero hacer algo así. Molaría mucho. Y, por otra parte, necesito armas y munición. Todo lo que puedas conseguir esta noche.

Jorge volvió a reír.

—¿Te vas a la guerra, Sammy?

—Sí, algo así.

Sam y Steve llegaron de vuelta al apartamento de Walton Avenue sobre las dos de la mañana. Arrastraban dos pesadísimas bolsas de nailon.

En cuanto abrió la puerta de su casa, Sam supo que algo iba mal. Su madre debería llevar horas dormida, pero no. Ahí estaba, sentada en el sofá del salón junto a Jessie, las mejillas húmedas.

—¿Mamá, qué pasa?

Ella se levantó de un salto, corrió hacia él y le echó los brazos al cuello.

—Sammy, he estado con papá. Se le veía tan bien. Estaba feliz, como tú dijiste. No puedo creerlo, no puedo creerlo.

Sammy se zafó de su abrazo y se giró hacia Alex, que salía de la cocina con una taza de té en la mano.

—Alex, ¿cómo te has atrevido? ¿Darle a mi madre Apoteosis sin pedirle permiso, sin pedirme permiso a mí?

—Mira qué contenta está, Sam. Era por su bien. Necesitaba saber si cuando mañana nos marchásemos nos seguiría teniendo por amigos. No podemos arriesgarnos a que nos atrapen cuando estamos tan cerca. —Sam agitó la cabeza frustrado pero se mordió la lengua—. Tienes razón, debería haber hablado contigo antes —añadió Alex—. Pero el fin justifica estos medios, Sam. Ya deberías saberlo.