10 días
Cyrus desoyó las vagas objeciones de Stanley Minot y volvió a zambullirse en el trabajo. Se había convocado una reunión de urgencia del Grupo Operativo en Washington y había resuelto asistir. Se levantó temprano para coger el primer avión, se quitó de encima como pudo la resaca y se despidió de Emily. Fue capaz de transformar la consternación en una rabia candente como el fuego. Rechazó seguir doliéndose. Volvería a ello tras detener a Weller.
Cuando Cyrus entró en la sala de reuniones no recibió más que graves apretones de manos y miradas bajas. El resto de miembros del Grupo trataron con torpeza de alentarlo en su desgracia, pero él se obligó estoicamente a mantener en pie la fachada que había levantado. Se sentó y abrió el informe.
Había convocado esa sesión la DEA. Se había hallado una nueva pista importante, que requería acción inmediata. Chris Webber, director de inteligencia de la agencia, se acercó al estrado y encendió el proyector con el mando a distancia.
—Como saben todos, han surgido en América Latina y el resto del mundo múltiples centros de producción de Apoteosis, pero siempre hemos pensado que la mayor parte proviene de una única fuente, gracias a los análisis químicos que se han podido realizar. Disponemos así pues de pruebas sólidas que hablan de un gran centro de producción en Zapopan, en el estado mexicano de Jalisco. Hace dos semanas, un agente de la policía estatal de Texas detuvo un camión Mercedes-Benz de ocho toneladas con matrícula de Luisiana a las afueras de Beaumont, Texas, por una infracción de tráfico. El agente multó al conductor y, cuando estaba a punto de dejarlo marchar, reparó en la culata de una recortada asomando bajo el asiento. El agente detuvo al conductor y el registro dio como resultado un alijo de cien kilos de Apoteosis en cartuchos oculta dentro de sacos de abono. En la calle podrían haberse vendido por unos doscientos millones de dólares. —Mostró fotografías de una docena de sacos de gran tamaño mientras por la mesa se extendían los murmullos—. No queremos poner en riesgo a nuestras fuentes, así que la incautación se ha mantenido en secreto. Acompañaba al conductor un pasajero; ambos son estadounidenses. El conductor parece jugar un papel irrelevante: se trata de un lavaplatos desempleado de Nueva Orleans que no parecía saber apenas nada. Nos interesó el pasajero. Su nombre es Doug Greene. Es este. —En la pantalla apareció su foto—. Se trata de un camello bastante conocido en Nueva Orleans. Le presionamos bastante y al final se vino abajo y confesó. Al parecer, era su cuarta o quinta entrega de Apoteosis. La banda para la que trabaja Greene maneja mucho dinero y es básicamente la franquicia de Apoteosis para el sureste de Estados Unidos. Su cometido era llevar el camión hasta Laredo, en la frontera mexicana, concretamente a una remota explotación agrícola situada al norte de la ciudad, muy cerca del límite. Aquí tenemos una foto aérea. Allí se encontró con un individuo de nacionalidad mexicana llamado Romo y le entregó unas cuantas maletas llenas de efectivo, unos diez millones de dólares, como pago por la transacción anterior. La DEA de inmediato sembró el lugar de micrófonos y pinchó los teléfonos. El encargado es un mexicano-estadounidense que, según hemos podido comprobar, es primo hermano de Romo. Hace como una semana, supimos que Romo se hallaba en la explotación agrícola, aunque no teníamos idea de cómo había llegado. Entonces escuchamos algunas conversaciones sobre un túnel. Asaltamos la granja y encontramos el túnel, que llegaba a un granero. El túnel se extiende casi un kilómetro hacia el oeste, por debajo de la verja. El otro extremo aparece en un almacén de otra explotación agrícola, en el lado mexicano. Además, incautamos otros diez kilos de Apoteosis que Romo llevaba consigo. Durante el interrogatorio, demostró ser un tipo bastante engreído. Se las dio de pez gordo y dio a entender que podría contarnos muchas cosas si llegábamos a un acuerdo. Le dijimos que lo consideraríamos siempre que la información fuera valiosa. No tardó en hablarnos de la Compañía Química Guadalajara, en Zapopan, y contactamos de inmediato con la Agencia Federal de Investigación de México. Querría presentarles ahora a su director adjunto, Luis Rocha, que nos va a informar sobre la operación conjunta que estamos planificando. Si todo sale según nuestros planes, asestaremos un duro golpe al tráfico de Apoteosis.
Luis Rocha sustituyó a Webber en el estrado.
—La Agencia Federal de Investigación y la Policía Federal de México han comenzado de inmediato a investigar la Compañía Química Guadalajara. Se trata de una pequeña empresa privada que desde hace treinta años fabrica productos químicos básicos para las industrias agrícola y farmacéutica. Se encuentra aquí, en un polígono industrial de la periferia de la ciudad. Últimamente está de capa caída. A los hijos del fundador no les interesaba demasiado el negocio, que empezó a ir de mal en peor. Hemos descubierto que estos traspasaron recientemente el negocio a un joven químico del D. F. que les hizo una oferta imposible de rechazar: una cuota en los beneficios de la venta de Apoteosis. Ese químico se llama Miguel Cifuentes. Esta es su foto de pasaporte.
Bob Cuccio, del FBI, giró la cabeza hacia Cyrus.
—¿Has oído hablar alguna vez de ese tío?
Cyrus negó con la cabeza.
—Hasta poco antes de Navidad trabajaba como químico en la facultad de Medicina de Harvard. ¿Cuántas probabilidades hay de que conociera a Weller?
—Yo diría que muchas —sentenció Cyrus—. Lo investigaré.
Rocha continuó exponiendo datos.
—Cifuentes ha comenzado a gastar dinero al puro estilo de un capo de la droga. Ha adquirido una hacienda, coches, barcos… Hasta un avión privado. También ha contratado a un pequeño ejército privado que vigila la fábrica. Llevamos una semana vigilando el edificio y ya hemos detectado sus puntos débiles. Entraremos mañana por la tarde.
Concluida la reunión, Cyrus se llevó a Cuccio a un rincón.
—Esta es una operación conjunta, ¿verdad?
—Ya has oído a Rocha. La DEA estará allí.
—¿No crees que el FBI tendría que desempeñar también su papel?
—¿A quién propones? —preguntó Cuccio.
—Iré yo.
—¿Te parece buena idea? Acabas de pasar por un mal trago.
—Digamos que me estoy jugando mucho en esto.
Cyrus desembarcó de un Learjet de la DEA, que había volado de incógnito y se había estacionado en un apartado rincón del aeropuerto de Guadalajara. Se colocó las gafas de sol para protegerse de la claridad de la primera hora de la mañana. Un agente de aduanas inspeccionó su pasaporte sobre la misma pista y le preguntó si iba armado. Cyrus negó y alguien le indicó con la mano que subiera al Cadillac Escalade de ventanas tintadas que lo esperaba junto al morro del avión. Se deslizó en el asiento trasero, donde había ya un tipo fornido de paisano que le alargó la mano.
—Soy el coronel Ramón Vázquez, subcomisario de la Policía Federal en Guadalajara. Siento mucho su pérdida, señor O’Malley. Veremos si podemos hacer algo al respecto.
El coche se internó en el congestionado centro urbano de Guadalajara y dejó a Cyrus y al coronel Vázquez en una estrecha calle, junto a un estanco. Cyrus vio a dos hombres que vigilaban a uno y otro lado del coche.
—Son agentes nuestros —aclaró Vázquez.
El mexicano lo condujo a un callejón transversal, del que partían unas escaleras de hormigón hasta un entresuelo desde el que se accedía a un anodino edificio de oficinas. Tomaron un ascensor hasta la quinta planta y entraron a una amplia sala en la que trabajaban numerosas secretarias, empleados y hombres armados, junto a un puñado de agentes estadounidenses de la DEA.
Vázquez lo condujo a su despacho. Se acercó a su escritorio y abrió un cajón.
—Si vas a venir a la fiesta, no te puedes presentar con las manos vacías —dijo, entregándole una Glock 25 y tres cargadores—. Son las armas de servicio de la Secretaría de la Defensa Nacional —anunció jactancioso—. Mire el lateral. —Estaba grabado con las palabras S. D. N. MÉXICO D. F. C. O’MALLEY—. Ayer por la tarde pedí que la personalizasen con su nombre. Es un regalo. Que lo disfrute con salud.
A Cyrus le parecía imposible que en la sala de reuniones cupiera tanta gente. Vázquez detalló la operación. Alrededor de la mesa, sentados y de pie, había unos treinta hombres, la mitad de ellos fumando. Hacía calor y a Cyrus le picaban los ojos por el humo y la mareante mezcolanza de colonias. El plan, en cualquier caso, era diáfano en su sencillez. Un ataque de abrumadora potencia. En cierta medida, a Cyrus le resultó gratificante esa falta de matices.
A las tres de la tarde, la Compañía Química Guadalajara operaba a toda máquina. La fábrica consistía en una única nave bastante amplia, con cubierta metálica. Se ubicaba en un polígono industrial de Zapopan, al norte de Guadalajara. Una verja electrificada rodeaba desde hacía poco el edificio y junto a la puerta posterior, en un helipuerto señalizado en amarillo, descansaba un reluciente helicóptero Sikorsky.
Atendían la maquinaria unos sesenta trabajadores. Había un único producto en el catálogo: la Apoteosis. La materia prima necesaria para su producción, reactivos y aminoácidos, se recibía y procesaba en un extremo de la fábrica y, en el contrario, varios trabajadores no cualificados pesaban el producto final y empaquetaban las dosis en pequeños cartuchos de papel de colores. En el exterior, varios vigilantes paseaban el perímetro con armas automáticas ocultas bajo amplias chaquetas.
Junto a la entrada delantera estaban los pequeños despachos de los directivos. En uno de ellos se encontraba Miguel Cifuentes hablando por teléfono. A media tarde solía llamar a su mujer, que se había quedado en el D. F., para preguntar qué tal estaban ella y los niños.
La riqueza era más difícil de gestionar de lo que se había imaginado. Aunque ya no le preocupaba cómo satisfacer los deseos materiales de su mujer, tarea difícil con su anterior sueldo de profesor, otros asuntos le quitaban el sueño. La Apoteosis había generado tantos ingresos que se ahogaba literalmente en efectivo. Había dejado por imposible llevar las cuentas y había confiado la tarea a unos contables que, según sospechaba, le robaban. Gastaba de tal manera que había llamado la atención de las autoridades de Guadalajara y de la capital del país. Había empezado a pagar cuantiosos sobornos para ahuyentar a policía local e inspectores de hacienda. El miedo a que le robasen o lo secuestrasen lo empujó a gastar lo indecible en seguridad personal para sí y para su familia. Obligado a pasar largas temporadas en Zapopan, lejos de los suyos, le habían aflorado el sobrepeso y los tics nerviosos.
Cifuentes le dijo a su mujer que la quería y colgó. Se dispuso a masajearse las sienes, que le palpitaban. Su secretaria vio que ya no hablaba por teléfono y le entregó una carpeta con faxes de proveedores de aminoácidos de Grecia y Suiza. Los hojeó y montó en cólera mientras.
—Estos tipos son unos ladrones. Han vuelto a doblar precios. Y ya ni siquiera se molestan en dar una explicación.
De repente, oyó el estruendo de un helicóptero volando bajo y acto seguido una serie de agudas explosiones, cada una de ellas como un signo de exclamación, provenientes de todos lados. Las ventanas de su despacho estallaron, bañándolo en esquirlas de vidrio. Perforaron el aire balas disparadas por armas automáticas.
Cifuentes trastabilló hasta el vestíbulo, sangrando por heridas superficiales en brazos, cuello y rostro. Sus empleados huían en desbandada.
—¿Qué está pasando? —gritó.
Uno de los guardias de seguridad entró en el edificio resollando. Se detuvo ante Cifuentes y sacó un cargador vacío de su pistola ametralladora.
—¡Nos atacan! —vociferó—. Es la Policía Federal. Nos tienen rodeados.
—¿Qué puedo hacer? —imploró Miguel.
—¿Que qué puede hacer? Usted sabrá —sentenció el vigilante, al tiempo que se sacaba un revólver del cinturón y lo hacía llegar al químico deslizándolo por el suelo enlosado. Acto seguido, salió corriendo mientras este lo miraba boquiabierto.
Cyrus y Vázquez supervisaban el ataque desde el helicóptero. Escuchaban a través de auriculares las comunicaciones entre los agentes. Cyrus sintió rabia por no comprender el velocísimo español de los agentes mexicanos, pero cada tanto intervenían con alguna frase en inglés sus compatriotas de la DEA.
Cyrus observó a los hombres de Vázquez echar abajo la verja y entrar con sus semiorugas blindados. En el primer ataque cayeron varios de los vigilantes. El resto se parapetaron tras una cámara frigorífica y otros cuantos más se retiraron al interior de la nave de hormigón. Desde sus nuevas posiciones mandaron una lluvia de fuego automático a la policía, que trataba de avanzar por todos los medios.
Vázquez gruñó a voz en grito que no le gustaba nada el cariz que estaban tomando las cosas.
—No me interesa en absoluto que esta operación se alargue —declaró, dando instrucciones al piloto de que aterrizase en un campo cercano a la fábrica.
Vázquez dio a sus hombres el alto el fuego y, megáfono en mano, se dispuso a hablar desde detrás de los semiorugas.
—Soy el coronel Vázquez, de la Policía Federal. Están rodeados. Depongan las armas y arrójenlas por las ventanas. Empiecen a salir con las manos en la cabeza. De lo contrario, morirán. Tienen un minuto.
Uno de los vigilantes de seguridad se asomó a una de las ventanas destrozadas. Tenía agarrada a una de las empleadas y la encañonaba en la cabeza.
—¡Fuera de aquí! —gritó—. ¡O mataremos a todo el mundo, empezando por las mujeres!
—¡No sean locos! —replicó Vázquez por el megáfono—. ¡Ríndanse o lo pagarán caro!
El pistolero desapareció.
—¿Cómo lo vamos a hacer? —le preguntó Cyrus al coronel.
—Si no se rinden en un minuto, lanzamos gas lacrimógeno y entramos. No quiero que esto se convierta en un estado de sitio.
Miguel aprovechó ese momento de calma para esconderse tras su escritorio. El despacho estaba arrasado. Comenzó a sacarse trozos de cristal de la mano, con la mente en blanco. Nadie lo oía, pero repetía una y otra vez en voz alta: «¿Por qué me metí en esto? ¿Por qué me metí en esto?».
Vázquez siguió con la mirada el segundero de su reloj y, cuando faltaban quince segundos para dar la señal, dijo a Cyrus:
—Esto no es un secuestro al uso. Los empleados que trabajan ahí dentro lo hacen por voluntad propia. No son rehenes. Así que vamos a acabar de una vez.
—Jugamos en su campo, coronel —replicó Cyrus.
Tras el lanzamiento de gases, unas cuantas personas trataron de huir del edificio y fueron capturadas. Vázquez ordenó asaltar la nave. Sus hombres se pusieron máscaras antigás y emprendieron el ataque. En la batalla campal que siguió cayeron casi cuarenta civiles y tres policías, antes de que el lugarteniente de Vázquez certificara el éxito de la operación.
—Venga —invitó a Cyrus—. Echemos un vistazo.
Entraron por la parte de atrás. En el interior, el panorama y el cáustico olor a carnicería hicieron parpadear a Cyrus, que lo observaba todo perplejo. Había cuerpos ametrallados y despedazados esparcidos por toda la fábrica. Los enfermeros y médicos corrían de un lado a otro tratando de localizar a los heridos más graves. Los depósitos perforados vertían un cóctel de productos químicos que en el suelo se mezclaban con la sangre y manchaban zapatos y pantalones.
Uno de los agentes de la DEA se acercó a los oficiales, bajó el rifle de asalto y palmeó a Cyrus en la espalda.
—¿Tenemos a Cifuentes? —preguntó Cyrus.
—No lo sé. Hay muchísimos cadáveres.
Cyrus y Vázquez se abrieron paso hasta la parte delantera del edificio con las armas empuñadas, protegiéndose tras cada obstáculo que encontraban. A la puerta de uno de los despachos oyeron a un hombre rezando en voz baja. Vázquez se llevó el dedo a los labios y entró de puntillas.
Cyrus entró tras él.
Un joven de rostro regordete y cuidada barba se acurrucaba contra la pared del fondo del despacho, tras un escritorio. Los apuntaba con una pistola y las manos le temblaban violentamente.
—¡Miguel Cifuentes! —lo llamó Vázquez en inglés—. Tire el arma. Está detenido.
—No —respondió Cifuentes como un niño caprichoso—. No quiero que me detengan.
—No tiene alternativa. ¡Tire el arma!
Cifuentes, sin embargo, levantó aún más el cañón.
—¡No! —gritó, histérico.
Vázquez mantuvo el dedo firmemente en el gatillo sin quitar ojo de encima a Cifuentes.
—Adelante. Hazlo por tu hija —le dijo a Cyrus.
Cyrus apretó los labios y sin dudarlo un momento le disparó una única vez entre las cejas.