13 días
La UCI parecía una jungla electrónica con todos aquellos monitores pitando y el ulular de la ventilación mecánica. Tara perdía y recuperaba la consciencia pero respiraba por sí misma. Los neurocirujanos le habían explicado a Cyrus que había empezado a sangrar por una cicatriz cercana al tumor. Había sufrido una prolongada crisis en planta antes de que la pasaran a la UCI, pero se mantenía relativamente estable. Por el momento. No había posibilidad de operar. No soportaría la cirugía.
Marian había bajado a por un café y Cyrus dio gracias de poder estar a solas con Tara, sin tener que soportar las venenosas miradas de su ex mujer. Le susurró al oído que estaba allí, a su lado, y le acarició suavemente la fría mejilla. Era última hora de la tarde. Había apagado el teléfono, pues era obligatorio en la UCI, y no había dedicado ni un solo pensamiento al trabajo hasta que una de las enfermeras entró en la habitación para decirle que tenían una llamada para él de Stanley Minot.
Cyrus cogió el teléfono en el mostrador de enfermería.
—Cy, soy Stanley.
—Gracias por llamar. Tara ha sufrido una crisis, debería haberte avisado de que no iba a volver.
—Llamo por Pete —dijo Minot—. Alguien le ha echado Apoteosis en la bebida mientras comíais. Se lo han llevado al Hospital General. Se despertó como en una nube. Sonriendo, diciendo que había visto a su padre. No podía estar más feliz. Y acto seguido cogió su arma y se pegó un tiro. Lo lamento, Cy.
La mente policial de Cyrus se impuso a sus emociones por unos momentos y dijo mecánicamente:
—En el pub había un tipo grueso. Le dio un ataque al corazón, pero seguramente fue fingido. Nos echó la droga en la bebida la chica asiática que lo acompañaba, estoy seguro. La ambulancia se los llevó al Hospital General.
—Cy —trató de explicar Minot con voz tranquila—, estamos todos trabajando en ello. El tipo pidió el alta voluntaria, en contra del consejo de los médicos. Sabemos quién es y estamos buscándolo. ¿Qué puedo hacer por ti ahora mismo?
Cyrus sollozó.
—¿Ha llamado alguien a Jeanne?
—Ya he hablado con ella. Viene para Boston.
—Quiero verla —dijo Cyrus, tratando de hilar las palabras—. Pero no puedo dejar a Tara sola.
—Yo hablaré con ella. Tú quédate con tu hija.
Tara murió esa noche.
Una hora antes de que falleciera hizo a sus padres un último regalo: un par de minutos de lucidez. Abrió los ojos, buscó su osito y sonrió cuando la mano palpó la felpa ya ajada. Miró a su izquierda y vio a su madre, que trataba de tragarse las lágrimas. Miró a su derecha y vio a Cyrus.
—Hola, papá.
—Hola, mi amor.
—Quiero zumo.
Marian salió corriendo a buscar zumo y Cyrus dijo con un nudo en la garganta:
—Sabes que te quiero, ¿verdad, mi amor?
—Yo también te quiero, papá.
—¿Te duele algo, estás cómoda?
—Estoy bien.
Marian trajo un zumo fresco y le puso la pajita en la boca a su hija.
—¿Cómo está mi niña? —preguntó Marian.
—Estoy bien. —Bebió un poco más y añadió—: ¿Puede Freddy venir conmigo?
Marian pareció no entender.
—Sí, Freddy puede ir contigo.
—No tengo miedo.
—Ya lo sé. Eres la niña más valiente del mundo —dijo Cyrus.
—Tengo sueño.
—Cierra los ojos entonces, mi amor. Mamá y yo estaremos aquí mismo cuando te despiertes.
Cuando su ritmo respiratorio comenzó a ser irregular llamaron al jefe del servicio de neurocirugía. El médico conocía bien a Tara y se mostró visiblemente afligido cuando les explicó a Cyrus y Marian que en su opinión Tara estaba volviendo a sangrar gravemente.
Marian la cogió de la mano. Cyrus acurrucó al oso de peluche bajo el brazo de la niña y le cogió la otra mano. El médico se quedó al pie de la cama, vigilando el monitor. Una enfermera de la UCI cerró la puerta de la habitación, echó la cortina y se unió a la vigilia.
Tara inspiró, largamente, por última vez y el monitor mostró un cero tras otro. Marian empezó a llorar y salió corriendo de la habitación. La enfermera fue tras ella para intentar consolarla.
Cyrus se quedó con Tara otra hora más, mientras las enfermeras la desconectaban y la preparaban para llevársela. No quería que estuviese sola.
Era demasiado.
Dos entierros en dos días.
Cyrus estaba como sonámbulo en el funeral de Pete Avakian. Se sentó junto a Stanley Minot en un banco atestado de compañeros de la oficina del FBI de Boston. El sacerdote armenio era un hombre joven de poblada barba negra, esplendorosamente ataviado con una túnica añil y dorada. Pero Cyrus se hallaba en otro lugar. Su mente deambulaba entre una niebla espesa, hasta que la belleza de las palabras pronunciadas por el sacerdote lo inundó y lo trajo brevemente al mundo de nuevo.
—En la Jerusalén celestial, en la morada de los ángeles, donde Enoc y Elías viven mansamente la senectud, en el digno esplendor del Jardín del Edén; oh, Señor, ten piedad del alma de nuestro hermano Peter, que ya marchó.
El funeral de Tara fue muy duro. Una pesadilla. Cyrus ocupaba el primer banco junto a Marian, con Marty interpuesto. Nada parecía real, como si no reconociese el familiar entorno que era la iglesia de St. Anselm y la melodiosa voz del padre Bonner. Los parientes y amigos le parecían extraños. El llanto sonaba a música desafinada. El pequeño féretro de Tara era una incongruencia. ¿Qué hacía ahí? ¿Dónde estaba ella? Entonces sintió el apremio de comprobar si el osito Freddy iba también dentro, con ella. Quizá Marty notó de algún modo que Cyrus estaba a punto de ponerse de pie porque le echó el brazo por encima hasta que se disipó el impulso.
En el exterior de la iglesia le esperaba Emily. No la había visto desde la muerte de Tara. Llevaba un vestido negro bajo la gabardina azul. A Cyrus le pareció recién comprado. El aire traía cierta tibieza. Creyó escuchar el primer canto de un pájaro desde el inicio de aquel largo invierno.
—¿Me acompañas al cementerio? —le pidió Cyrus a Emily. Ella asintió y un empleado de la funeraria los condujo hasta una de las limusinas.
Cyrus se alejó de uno de los corros que se habían formado en casa de una amiga de su ex mujer. De hecho, cuando pasó junto a Marian, una vez finalizado el rito de despedida junto a la sepultura, celebrado en el cementerio de St. Patrick, esta le dedicó aún otra mirada de odio, y él se preguntó si sería posible no tener que verla nunca más.
Cansado y aturdido, dejó que Emily tomara las riendas y esta lo llevó a cenar a un restaurante cercano a su apartamento. No había comido en dos días y, aunque seguía sin tener hambre, tomó algo para intentar salir del embotamiento. Ella no le pidió conversación, lo que Cyrus agradeció. Comieron casi sin decir palabra y cuando terminaron ella se ofreció a llevarlo a casa.
En una situación normal, habría mostrado reservas a la hora de dejarla entrar en la leonera que era su apartamento, pero en ese momento aquello no le preocupó lo más mínimo. Ella entró tras él. Aunque era una tarde luminosa, el apartamento estaba oscuro. Emily abrió las contraventanas del salón y tras los cristales apareció la vista del aparcamiento en todo su esplendor. Ella, sin embargo, fijó la atención en las pilas de libros, que se elevaban desde el suelo como estalagmitas de una caverna. Acarició el primer libro de una de ellas, que le llegaba hasta la cintura.
—Vaya… Cuántos libros.
—Necesito estanterías —dijo él, ayudándola a quitarse el abrigo.
—A mí me gusta así.
—Es difícil sacar los de abajo del todo.
Cyrus fue a buscar una botella de vodka que tenía en el refrigerador mientras ella curioseaba por su biblioteca vertical. Shakespeare. Marlowe. Keats. Burns. Hawthorne. Eliot. Proust. Fitzgerald. Steinbeck. Faulkner.
Cyrus abrió la botella, se dejó caer en su sillón de leer y sirvió dos tragos. Ella cogió uno.
—Eres un hombre peculiar —dijo.
—¿Solo porque me gusta leer?
—No entras en ninguna categoría definida, como pasa con casi todo el mundo.
—¿En qué categoría entras tú? —preguntó Cyrus.
Emily se llevó el vaso al sofá, tragó el gélido y viscoso líquido y arrugó la nariz.
—Creo que voy a dejar que saques conclusiones por ti mismo.
Cyrus vio que se había fijado en un pequeño montón de coloridos libros infantiles apilados junto a la ventana.
—Esos libros son de Tara. Cuando venía los leíamos juntos.
—Era una niña encantadora.
Cyrus rellenó su vaso y lo vació de un trago. No quería llorar más si podía evitarlo.
El iPhone de Emily empezó a silbar desde su bolso y esta fue a buscarlo.
—¿Tienes que cogerlo? —preguntó.
—No, no estoy de guardia. Es una alerta de un servicio de noticias.
—¿Qué ha pasado?
Emily leyó la pantalla.
—«El presidente Redland acaba de dimitir. El vicepresidente va a jurar el cargo en breve».
—Supongo que deberíamos verlo —musitó, y se dispuso a buscar el mando a distancia, hasta que lo encontró bajo el sofá.
La pantalla de la televisión mostraba el ubicuo reloj de la Cruzada por la Paz Interior al pie de la imagen: once días. Un corresponsal informaba desde la Casa Blanca, con el pórtico de fondo.
«No ha habido más comunicados oficiales más allá del conciso anuncio de la Casa Blanca según el cual el presidente Redland dimitirá voluntariamente por razones de salud a las cinco de esta tarde. No obstante, hemos sabido por fuentes autorizadas que el presidente no ha llegado a recuperarse de su intoxicación por Apoteosis en la cumbre del G8 de Japón y que tanto el vicepresidente como el resto de altos cargos veían cada vez más inevitable este desenlace».
Cyrus cambió de canal.
Habían colocado otro reloj al pie de la mesa de los presentadores. Estos, hombre y mujer, miraban a cámara con gesto grave.
«Mientras esperamos la toma de posesión y la primera rueda de prensa del futuro presidente, el hasta ahora vicepresidente Killen, vamos a hacer un rápido tour para ver cómo se viven en la calle los críticos momentos que atraviesa el país. Se trata de una crisis económica, social y, cada vez más, política. Las causas, como todo el mundo sabe, son la epidemia mundial de Apoteosis y la Cruzada por la Paz Interior, movimiento mesiánico y, para muchos, siniestro, que se ha embarcado en una campaña de actos de sabotaje a escala mundial en pos de sus fines, aún desconocidos».
«Así es, Sally. La epidemia tenía un alcance alarmante ya la semana pasada, pero ha empeorado. Y mucho. El Instituto Nacional sobre Uso Indebido de Estupefacientes, que ha estudiado los patrones de consumo de Apoteosis, estima que entre quince y dieciocho millones de estadounidenses han consumido la sustancia al menos una vez, aunque ese número, según reconoce el Instituto, podría quedarse corto. Millones creen que la Apoteosis demuestra la existencia de otra vida, mientras que otros opinan que esa supuesta otra vida no es sino una quimera psicodélica. Sea como fuere, los efectos de la Apoteosis han devastado ciudades, pueblos y barrios de todo el país».
«Larry, lugares como Willow Run, en Michigan, han recibido un durísimo golpe a raíz de esta crisis, como ha comprobado nuestro enviado especial, Bob Tucker, en la cafetería Carlson’s, local en el que suelen reunirse los consternados habitantes de esta ciudad».
Apareció en la imagen el enviado especial junto a la mesa de una cafetería y acto seguido hizo una pregunta a dos corpulentos hombres.
«¿Cómo es la vida en este pueblo?»
Uno de los hombres lo miró a los ojos.
«Un infierno. Peor que la última crisis económica. En el pueblo hay dos grandes empleadores y ambos van directos a la quiebra. Cuando tanta gente deja sin más de ir a trabajar porque ha tomado esa droga, la Apoteosis, las cadenas de montaje no pueden seguir funcionando. Tampoco llegan las piezas que necesitamos de los proveedores. Antes de que empezase todo esto, había tres turnos, y ahora solo hay uno. Mucha gente se ha quedado sin empleo. No hay ningún negocio del pueblo que ofrezca trabajo. La mayoría de mis amigos viven de sus ahorros y de la prestación por desempleo. Estamos preocupados por nuestras casas».
El otro hombre colocó ruidosamente su taza en el platito.
«Encima, algunos de los que han probado la droga tienen muchos problemas personales. Gracias a Dios mi familia se ha librado, pero tengo amigos y vecinos que han perdido a seres queridos».
«¿Suicidio?», preguntó el reportero.
«Eso da igual. Cuando alguien prueba la droga, pierde la cabeza. Es como si se murieran», respondió el hombre.
Frente a Gracie Mansion, la residencia oficial del alcalde de Nueva York, informaba otro enviado especial, paraguas en mano.
«Soy Martin Flores, desde Nueva York. Esta ciudad, como otras grandes urbes de Estados Unidos, se ha visto duramente afectada por la crisis de la Apoteosis. Se añade al drama la impresión de que a la vuelta de la esquina esperan el conflicto y el deterioro social. Para quienes no tienen recursos o parten de una situación de desventaja, la vida en Nueva York es, en el mejor de los casos, difícil. En momentos como estos, a nadie sorprenden los violentos disturbios vividos en las calles de Mott Haven, la semana pasada, después de que la policía intentase arrestar a varios miembros de una banda local dedicada supuestamente al tráfico de Apoteosis en el vecindario. Hemos preguntado al alcalde, Alex Strauss, sobre los serios problemas a que se enfrenta hoy la Gran Manzana».
«Los problemas vividos la semana pasada en el Bronx —explicaba el alcalde tras su escritorio, gesticulando vivamente— podrían jugar un papel positivo si la gente se da cuenta de que debemos mantenernos unidos y luchar contra este problema en comunidad. La alternativa es la división y el desorden. Para mí, como alcalde, esa alternativa es inaceptable».
«La gente del barrio se enfadó porque la policía había cortado el suministro de Apoteosis en la zona. ¿Qué le hace pensar eso?», preguntó el periodista.
«Me hace pensar que se trata de una droga peligrosa y adictiva —replicó el alcalde, golpeándose la palma con el puño—. Me gustaría que se hiciera más en los campos del tratamiento y la rehabilitación. Yo me comprometo con la prevención y la rehabilitación. Ese es el camino».
En el siguiente plano aparecía el interior de la bolsa de Nueva York. La reportera estaba de pie, en medio de un torbellino de actividad.
«Soy Wilma Fiorentino, informando desde Wall Street. El día de hoy no es distinto a los anteriores en la bolsa neoyorquina: frenéticas compras, ventas de gran volumen y caídas en picado en el Dow Jones y otros índices. Hemos preguntado a David Mann, analista jefe de JP Morgan, hasta dónde podría caer el Dow».
«Bien, en realidad no podemos predecir cuándo se tocará fondo. Lo que ha ocurrido en los mercados en las últimas semanas no tiene precedentes. No estamos en caída libre, llevamos paracaídas, pero es muy pequeño y está lleno de agujeros. Wall Street espera que Washington tome alguna decisión política contundente, y no somos los únicos. Todos los mercados del mundo se han visto muy afectados. La economía necesita una terapia de choque y eso exige acciones decisivas por parte de la Casa Blanca y el Congreso, con el objetivo de poner coto a la Apoteosis, acabar con la Cruzada por la Paz Interior y devolver la confianza a la población».
Cyrus apagó la televisión.
—No quiero ver más.
—Solo con escuchar el nombre de Alex Weller me enfurezco —dijo Emily—. Es un narcisista salvaje y tiene una visión megalomaníaca del mundo. Su forma de ver las cosas lo ciega ante el dolor y el sufrimiento que está provocando. Y la gente que lo sigue como un mesías o un gurú no saben que es un asesino o deciden no creérselo. Por Dios, Cyrus, se llevó todo su equipo de laboratorio a Bar Harbor. Como una especie de doctor Frankenstein.
—Habría usado a Tara en sus experimentos, estoy convencido —musitó Cyrus, con la mirada perdida en la pantalla negra de la televisión—. Voy a matarlo.
Emily dejó escapar un suspiro.
—¿Qué quieres hacer ahora entonces? —preguntó.
—Esto es lo que quiero hacer —contestó él rellenando ambos vasos.
Para cuando hubo oscurecido, Cyrus estaba muy borracho, repantigado en su silla. Emily se había moderado algo, pero no estaba en condiciones de conducir.
Mientras él dormitaba, Emily entró en su dormitorio, quitó las sábanas de la cama y buscó otras limpias en el armario. Rehízo la cama, estirando bien las sábanas nuevas, y fue a buscar a Cyrus. Cuando cayó en la cama, se quitó mecánicamente pantalones y camisa, como un niño pequeño, y los tiró al suelo. Emily los recogió y los colgó.
—¿Me pasas ese libro? —dijo con voz alcohólica, señalando a su mesilla de noche. Era un breve poemario—. Quiero leer un poema.
—¿Cuál? —preguntó ella sentándose en la cama junto a él—. Yo te lo leo.
La habitación se movía de un lado a otro y el libro con ella. No sin cierta dificultad, Cyrus encontró el poema, y señaló una estrofa decididamente con el dedo.
—Este.
Cyrus dejó caer la cabeza sobre la almohada y Emily leyó.
Y ahí la vemos, por el rabillo del ojo,
pequeño borrón desdibujado, helor que no cesa,
que hace al resuelto indeciso.
La mayoría de cosas nunca ocurrirán: esta sí,
y cobrar conciencia de ello nos quema
en miedo abrasador si estamos solos
o no hay vino.
El valor no vale: el valor es no asustar
a nadie.
El valor no te libra de la tumba.
Gimotees o aguantes, la muerte es la misma.
Cyrus articuló un gruñido de aprobación, cerró los ojos y cayó rendido.
Emily no tenía sueño todavía pero se quitó los zapatos y se tumbó sobre las sábanas, junto a él. Cuando llegó la mañana, seguía allí.