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14 días

—¿Dónde vamos a ir? —preguntó Jessie con voz cansada, mirando fijamente los árboles desnudos que bordeaban la autopista.

—Hay un lugar en el que estaremos seguros —aseguró Sam.

Tras discutirlo unos momentos, Alex tomó la decisión. Abandonaron la autopista en la siguiente salida y cambiaron de sentido, hacia el sur. Hacia Nueva York.

Cuando faltaba una hora para llegar, la radio informó sobre la redada de Bar Harbor. Joe Weller y Erica Parris habían muerto y otros tres habían sido capturados. Tara O’Malley había sido rescatada. Alex Weller seguía en paradero desconocido. Cyrus O’Malley hizo una declaración en la que daba las gracias a sus colegas del FBI por su valor y por ayudarle a recuperar a su hija.

Nadie habló en la furgoneta durante un buen rato. Sam y Jessie se enjugaron las lágrimas en silencio. Steve apretaba los puños, lleno de rabia. Musitaba que jamás volvería a ver a Leslie. Estaba seguro de ello.

Por fin, Alex habló.

—No estoy triste por Joe y Erica y vosotros tampoco deberíais estarlo. Todos sabemos que han terminado de recorrer el camino. Imaginad lo felices que son ahora, la suerte que tienen de haber dejado atrás toda esta mentira. Pronto los acompañaremos, pero queda trabajo por hacer. Leslie, Davis y Vik estarán bien. No te preocupes por ella, Steve. Leslie es fuerte. Y claro que la volverás a ver. Si no aquí, allí. —Alex dio una palmada en el hombro al grandullón de Steve y suspiró—. Creo que es hora de pararle los pies a Cyrus O’Malley. Tiene gracia: lo odio a morir pero creo que conozco una manera de darle mejor vida.

Ya era tarde cuando cruzaron el río Bronx y entraron en el centro urbano. Sam encontró aparcamiento frente a un colmado cerrado, en un barrio hispano.

—Bienvenidos a Walton Avenue —anunció tras apagar el motor.

Hacía frío y no había mucha gente en la calle. Sam pidió a los demás que se quedaran en la furgoneta y se acercó a un sucio edificio de ladrillo, con una puerta de entrada negra muy estropeada. Pulsó el portero automático y al momento se escuchó un «¿Hola?». «Hola, mamá, soy yo», respondió él.

Asunción Rodríguez era delgada y llevaba el pelo entrecano bien recogido en un moño. Cuando vio a su hijo en la puerta de su apartamento del sexto piso se echó a llorar, abrazándolo una y otra vez, entre aliviada y furiosa. Le preguntó dónde había estado, por qué no había llamado, si estaba bien, si se había metido en problemas, si había dejado la universidad, qué diría su padre.

«Todo está bien», la tranquilizó. Se había unido a un grupo de buena gente con quienes compartía planes importantes que estaba seguro de que su padre aprobaría.

—Mamá, he traído a unos amigos. ¿Se pueden quedar unos días?

Cuando Alex, Jessie y Steve entraron por la puerta, la señora Rodríguez miró fijamente a Alex y lanzó una encendida mirada a su hijo. Antes de que Sam pudiera presentarlos, ella se disculpó entre dientes y llevó a su hijo al dormitorio.

—¿Te crees que no sé quién es ese? ¿Te crees que no lo sé? ¿En qué andas metido? —le regañó.

—Es un buen hombre, mamá. Un gran hombre. Quiero que intentes ver las cosas de otro modo. Por favor, hazlo por mí. Si no dejas que nos quedemos, acabaremos metidos en un lío muy gordo.

La madre resolvió entonces ser práctica.

—¿Y dónde van a dormir?

Sam rió y la besó en la mejilla.

—La chica puede dormir en mi cama. Nosotros dormiremos en el salón, en el sofá o en el suelo. Estaremos bien.

—Tú te quedas con el sofá —amenazó ella con el dedo.

Marian corrió por el pasillo del hospital todo lo rápido que le permitieron sus altos tacones. Su marido la seguía a grandes zancadas.

Cyrus y Emily estaban en la puerta de la habitación de Tara, muy cerca uno de otro, hablando en voz baja.

—¿Cómo está? —preguntó Marian a voz en grito.

—Un poco floja, pero bien —respondió Cyrus—. Está dormida, pero despiértala.

Marian se le acercó hasta quedar a pocos centímetros de su cara.

—No me vuelvas a hacer esto jamás. Te odio. Todo esto ha sido por tu culpa.

Cyrus no abrió la boca. Pero Emily no pudo resistirse.

—No creo que esté usted siendo justa. Y tampoco está ayudando en nada con lo que está diciendo.

—¿Qué hace usted aquí, doctora Frost? —siseó Marian.

—Me ha llamado Cyrus. Estaba preocupada por Tara.

Marian le lanzó una mirada heladora y se abrió camino entre ambos.

—¿Estás bien, Cyrus? —se interesó Marty.

—Sí, estoy bien. Gracias por preguntar, Marty. Hemos tenido suerte.

Cuando se quedaron solos de nuevo, Cyrus dijo:

—Esta noche me quedaré por aquí, por si Tara quiere verme.

—Me quedo contigo —replicó Emily, cogiéndolo de la mano durante unos segundos, hasta que una enfermera salió de una habitación vecina y tuvo que soltarlo.

El FBI interrogó a Davis, a Leslie y a Vik de manera intensiva durante dos días, hasta que se convencieron de que no tenían ni idea de dónde estaba Weller. Los tres se negaron a revelar quién lo acompañaba. Nada podría descabalgarlos de su firme decisión de protegerlo. Cyrus volvió enseguida a trabajar, a la busca de pistas. Todos los que estaban en la casa de Bar Harbor eran miembros de la Sociedad Uróboros, así que tenía sentido pensar que quienes lo acompañaban en ese momento también lo eran. Si el FBI pudiese descubrir sus identidades, quizá podría obtenerse alguna pista sobre su paradero. La novia de Weller, Jessie Regan, seguía también desaparecida, y Cyrus estaba seguro de que era una de sus acompañantes. Se había identificado además a otro hombre, un transportista de la embotelladora de aguas Beaver Creek. Lo habían encontrado muerto en la cabina de su camión: suicidio por inhalación de monóxido de carbono. Quedaban otros dos hombres, que aparecían en las imágenes de una cámara de seguridad repartiendo agua en Nueva York: uno más bajo y el otro grande y barbado, ambos con gruesos abrigos y las capuchas puestas. En ningún momento se les distinguía el rostro. Por su complexión, ninguno parecía Alex Weller. Se desconocía su identidad.

Cyrus y Avakian hicieron un descanso para comer en el pub Kinsale, cerca de la oficina. Se sentaron en una de las mesas altas y pidieron un sándwich. Avakian miraba nostálgico la barra del bar mientras chupaba de la pajita de su refresco.

—Después del trabajo volveremos para tomar un trago de verdad —propuso Cyrus.

—¿Y cuándo será eso? —se preguntó Avakian—. Esto es una maratón.

Cyrus se sacó del bolsillo la lista de los miembros de la Sociedad Uróboros que tenían fichados. Emily se había mostrado eficaz al respecto: recordaba aún un par de nombres de aquel único simposio al que asistió. Los interrogatorios arrojaron luz sobre otros nombres, dos de ellos de miembros ya muertos: Virginia Tinsley y Arthur Spangler, que en teoría se habían suicidado a causa de la Apoteosis.

Cyrus desdobló el papel y sacó un bolígrafo.

—Sabemos que esta lista está incompleta, pero hagamos lo que siempre hacemos. Dividir para vencer. Tú te ocupas de una mitad y yo de la otra. Nos vemos aquí de nuevo a las siete.

—De acuerdo —gruñó Avakian, olisqueando el aroma a cerveza que flotaba en el aire y echándose la corbata sobre el hombro para no manchársela con la salsa de su sándwich de pastrami.

Entró en el pub un hombre de mediana edad acompañado de una joven asiática, y se sentaron ambos en una mesa cercana a la barra. Larry Gelb ojeaba nervioso una carta con la boina y el abrigo aún puestos, mientras su novia, Lilly, iba al baño, bordeando rauda la mesa en que estaba sentado Cyrus.

De repente, Gelb se levantó del taburete con el rostro crispado, se echó las manos al pecho y se clavó de rodillas en el suelo, gimoteando. Una de las camareras lo vio caer y gritó que alguien llamase a una ambulancia.

Cyrus se levantó de un salto y se acercó a toda prisa al hombre. Avakian suspiró con fastidio y dejó a un lado su sándwich de pastrami para echar una mano.

—¿Está usted bien? —le preguntó Cyrus a Gelb mientras le buscaba el pulso en el cuello.

—El corazón… —murmuró Gelb.

—¿Lleva algún medicamento encima? —preguntó Cyrus.

—Creo que en el bolsillo…

Avakian rebuscó pero no encontró nada. Llegó el encargado y avisó de que la ambulancia estaba en camino.

Lilly salió del baño y fue directa a la mesa de Cyrus. Se cercioró de que nadie miraba y vació un cartucho de Apoteosis en la Coca-Cola Light de Cyrus y otro en el Doctor Pepper de Avakian, y los removió con las pajitas. Acto seguido echó a correr en dirección a Gelb, metida ya en el papel de histérica.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? —gritaba.

Cyrus se sintió aliviado al oír la sirena de una ambulancia proveniente con toda seguridad del Hospital General de Massachusetts, situado al otro lado de la calle.

—Ya llega la ambulancia —dijo a la joven.

—¡Hágale la reanimación cardiovascular! —gritó de nuevo ella.

Avakian se levantó del suelo.

—Señora, está consciente. No necesita reanimación.

En medio minuto llegó la ambulancia y los enfermeros se llevaron a Gelb en camilla. Lilly los acompañó. Cyrus y Avakian regresaron a su mesa y este comprobó que se le había enfriado el sándwich. El encargado se acercó a la mesa.

—Gracias, chicos. Muchas gracias, de verdad. Os invitamos al almuerzo.

—Jimmy, me encantaría no tener que pagarlo, pero ya conoces nuestras reglas —se disculpó Avakian—. Pero si me calientas un poco el sándwich, te estaré muy agradecido.

Avakian sorbió con ansia la pajita. Cyrus iba a hacer lo mismo cuando sonó su móvil.

—Marian —leyó en la pantalla. Contestó, escuchó y colgó—. Pete, es Tara. Tengo que irme.

Avakian leyó en los ojos de Cyrus lo que había ocurrido.

—Lo siento, Cy. Dame la lista, yo me encargo. Llámame más tarde y me cuentas cómo está.

Cyrus descolgó su abrigo del perchero y salió a paso vivo a Cambridge Street y paró un taxi. Avakian se quedó terminándose el refresco y esperando su sándwich recalentado.

Cuando hubo acabado de comer, Avakian pidió la cuenta. Se sentía algo aturdido. Al regresar a la mesa, la camarera lo encontró caído sobre ella, la cabeza precariamente apoyada en el borde.

—¡Jimmy! —gritó—. ¡Llama a la ambulancia otra vez!

El encargado se asomó desde el otro lado de la barra.

—¿Pero qué demonios pasa hoy?