15 días
—¿Estás bien? —preguntó ella. Cyrus oyó la tetera silbar de fondo.
Emily lo había estado llamando a última hora de cada noche y a primera hora de cada mañana.
—No hemos encontrado nada aún. Seguimos sin pistas.
—Cuánto lo lamento. ¿Alguna foto más?
—Solo aquella. Hace dos días estaba bien.
—Estoy segura de que sigue estando bien. ¿Has podido dormir algo?
—Un par de horas.
—¿Puedes tomarte el día libre hoy?
—Estoy en el coche, camino del aeropuerto. El Grupo Operativo ha convocado una reunión de urgencia.
—¿Por lo del G8?
—¿Cómo lo sabes?
—Es bastante evidente. ¿Me llamarás más tarde?
—Sabes que sí.
El incidente del G8 había causado un cataclismo. La epidemia de Apoteosis y la cuenta atrás de la Cruzada por la Paz Interior ocupaban ya todos los titulares. No había nada más, como si la Apoteosis hubiese absorbido el resto de la actualidad. Todos los canales de televisión mostraban a pie de imagen la cuenta atrás de la Cruzada por la Paz Interior.
Cyrus llegó a la sala Roosevelt de la Casa Blanca y el resto de miembros del Grupo Operativo lo saludó respetuosamente, interesándose a media voz por su hija. Él, sin embargo, estaba decidido a llevar la procesión por dentro y se mostró tan reservado como pudo.
Bob Cuccio informó sobre el fiasco del G8. Un funcionario de la Casa Imperial, el veterano asistente Shunji Murakami, había introducido Apoteosis en una tetera y luego se había suicidado. Según su esposa, llevaba utilizando Apoteosis desde su aparición en Japón y estaba obsesionado con ello. Tras inspeccionar su ordenador se descubrió que había enviado mensajes al sitio web de Cruzada por la Paz Interior en los que ofrecía sus servicios por «el bien mayor».
Contrariamente a lo que se había dicho en los medios, el presidente Redland no volvió a ser el mismo. Tras abandonar el hospital Bethesda, de la Marina, se le trasladó a Camp David, donde se le mantuvo en aislamiento parcial. Podía trabajar pero se hallaba en un estado de constante agitación. El fiscal general y el presidente del Tribunal Supremo se habían reunido con el vicepresidente y el gabinete, pero todos se habían mostrado reacios a invocar la vigesimoquinta enmienda. Redland estaba, al menos legalmente, en plena posesión de sus facultades mentales. Era unánime la impresión de que una transición de poder podría causar trastornos desmedidos en mitad de una crisis como aquella.
No fue el caso del resto de mandatarios del G8. El primer ministro canadiense había dimitido de su puesto alegando estrés psicológico y su homólogo francés se intentó suicidar nada más regresar a París, si bien el hecho no trascendió a los medios. El resto de líderes mundiales no parecían tan afectados, lo cual, según los expertos en salud mental del gobierno, reflejaba fielmente las diversas reacciones que la Apoteosis causaba en la población.
El Grupo Operativo insistió en la urgencia de localizar a Alex Weller y expresó formalmente su indignación por el secuestro de la hija de Cyrus. Este inclinó la cabeza durante el breve manifiesto y a continuación se puso en pie para dar su informe. El sitio web de la Cruzada por la Paz Interior se trasladaba tan rápidamente de un servidor a otro que resultaba imposible ubicar físicamente el ordenador de Weller. Inundaban las líneas telefónicas del FBI cientos de supuestos avistamientos de Weller, aunque ninguno de ellos dio fruto. «Me cuesta creer que haya alguien en este país que no haya visto aún la fotografía de Alex Weller o su hermano», concluyó. «O la de mi hija», agregó bajando la voz.
El grupo pasó a debatir los planes de contingencia para impedir el envenenamiento de otros cargos gubernamentales y la necesidad de desarrollar un sistema de detección temprana de Apoteosis para controlar eficazmente los canales de distribución de agua y alimentos. Por su parte, el Centro de Control de Alimentos y la Agencia de Alimentos y Medicamentos del gobierno estadounidense investigaban en Nueva Inglaterra un brote de intoxicaciones con Apoteosis supuestamente involuntarias. En el avance de noticias de esa mañana se especulaba que el origen de dicha intoxicación podría estar en una partida de botellines de cerveza de la marca Meecham. Un equipo de inspectores se dirigía ya a la cervecera de Merrimack, New Hampshire, con intención de cerrar preventivamente las instalaciones y retirar de urgencia la producción ya comercializada. La DEA había asignado todos sus recursos a la identificación de los principales distribuidores de Apoteosis en un intento de atajar la epidemia. Por fin, al final de la reunión, la secretaria adjunta del Tesoro hizo una breve presentación acerca de un inquietante asunto hasta entonces inédito: el creciente impacto económico del consumo de Apoteosis. Algunos indicadores de productividad industrial y confianza del consumidor comenzaban a caer y los mercados habían reaccionado negativamente. El Tesoro y la Reserva Federal seguían de cerca la situación y la secretaria prometió proporcionar al Grupo Operativo más datos cuando los obtuvieran. Con eso se levantó la sesión.
Alex asomó la cabeza por la puerta del dormitorio de Tara.
—¿Cómo está mi chica? —la saludó.
Tara tenía abrazado a su osito Freddy mientras veía dibujos animados en un DVD portátil. Toda la habitación estaba regada de juguetes que Erica y Jessie le habían comprado en las salidas a Ellsworth. Erica estaba sentada en un sillón leyendo un libro.
—Bien —dijo Tara lánguidamente.
—Me alegro. Voy a examinarte —anunció, seguidamente tomándole el pulso y comprobando sus pupilas y movimientos oculares.
—¿Cuándo podré volver a casa? —preguntó.
—Pronto —aseguró Alex—. Muy pronto.
—¿Puedo hablar con mi madre?
A Erica le temblaba el labio inferior.
—Hoy no. A lo mejor mañana —dijo Alex.
—¿Y con mi padre?
—El doctor Alex se tiene que ir. Que a nuestra paciente no le falte de nada, ¿de acuerdo, Erica?
Erica tragó saliva y asintió con la cabeza.
Eran varias horas de conducción hasta New Haven, en Connecticut, pero a Alex le apetecía mucho volver a salir de la casa. La incursión en la cervecera le había resultado emocionante y estaba deseando emprender más «acciones directas». Reunió al mismo equipo del primer viaje: Sam y Steve delante, Jessie y él detrás. Llegaron cuando ya había oscurecido a los almacenes de la embotelladora de aguas minerales Beaver Brook, que distribuía garrafas de cinco litros para particulares y dispensadores de empresas de los estados de Connecticut y Nueva York.
En el aparcamiento no había más que un coche. Steve salió de la furgoneta, se desperezó y comenzó a caminar lentamente hacia él. Del coche salió un hombre.
—¿Eres Jason? —lo llamó Steve.
—Sí —contestó el hombre, nervioso—. ¿Estás con ellos?
Steve asintió.
—¿Todo bien?
—Sí. Entrad en el garaje conmigo. Tengo ahí mi camioneta. ¿Voy a conocerlo, entonces? ¿A Alex?
—Por supuesto. Está deseando saludarte, tío.
Jason Harris, transportista de Beaver Brook, cerró la puerta del garaje cuando Sam hubo entrado. Este bajó el primero y echó un vistazo alrededor con una mano sobre la culata de la pistola que llevaba en el interior de la chaqueta. Se cercioró de que estaban solos y avisó a los demás de que podían salir. Cuando Alex apareció, Jason se quedó anonadado, como si hubiera visto a una estrella de rock, hasta que aquel lo saludó cordialmente y le dio un fuerte abrazo.
—Gracias —dijo Alex—. Nos estás ayudando mucho.
—Lo que necesitéis hacer, tenéis que hacerlo ya. Tengo que salir de aquí a las cinco de la madrugada, en punto —advirtió Jason.
—Estamos listos para empezar.
—He dado el día libre a toda la plantilla. ¿Os importaría echarme una mano con el reparto?
—Podrían reconocerme —se excusó Alex—, así que yo me quedaré en la furgoneta con Jessie. Pero Sam y Steve te ayudarán. Aprenden rápido.
—No hay más que empujar una carretilla —explicó Jason con una sonrisa.
Se pusieron manos a la obra: ante ellos esperaban palés con cientos de garrafas de agua. En una botella de plástico transportaban una solución concentrada de Apoteosis que introdujeron en dosis precisas a través del tapón de plástico, valiéndose de jeringas de aguja gruesa. Sellaban los orificios con pegamento de secado rápido y por último agitaban bien las garrafas.
Terminaron de cargar el camión de transporte pasada la medianoche y se echaron a dormir en la furgoneta. Jason hizo lo propio en la cabina del camión y poco antes de las cinco despertó a los demás con unos cuantos desayunos de cadena de comida rápida y una bandeja de cartón con cafés. En la penumbra previa al amanecer, el camión de Jason salió del garaje con el coche de Sam siguiéndole de cerca.
Beaver Brook distribuía agua a varios bancos de inversión y fondos de cobertura de la ciudad de Nueva York. Jason hizo la primera parada a las seis y media en el Midtown de Manhattan, concretamente en la entrada de mercancías de Sproutt & Company, prestigiosa firma especializada en la transacción de títulos. Alex y Jessie esperaron en la furgoneta. Steve y Sam se colocaron gorras de béisbol de Beaver Brook y ayudaron a Jason a descargar las garrafas rectangulares y a apilarlas en la carretilla.
Recorrieron cada una de las plantas de Sproutt en busca de los dispensadores de agua de Beaver Brook, instalados en cocinas y comedores. Cuando hubieron terminado, los despachos y salas bullían ya de gente trabajando. En su última parada, el comedor del piso 38, Sam dio un codazo a Steve para que viese cómo un joven rellenaba con el agua una cafetera.
Fuera, se felicitaron dándose puñetazos juguetones en el costado y se apresuraron a montar en los vehículos para dirigirse a su siguiente parada, un fondo de cobertura con sede en la Sexta Avenida.
La dirección de Sproutt reconoció a media mañana que tenía un problema. Decenas de personas, en todas las plantas del edificio, habían tomado agua o la habían usado para hacer café y dormían a pierna suelta en sus mesas o sobre el teclado de sus ordenadores, para luego despertar en estado semicomatoso, confusos o inquietos.
Se produjo una avalancha de llamadas a los servicios de urgencias y empezaron a llegar ambulancias. Llegada la hora del almuerzo se habían cancelado todas las operaciones. Enfermeros y médicos no tardaron en diagnosticar en las atestadas salas de urgencias una intoxicación masiva por Apoteosis. Un ejército de policías e inspectores de sanidad acudió al edificio precintado, pero para cuando se identificó la fuente en el agua embotellada, más de doscientos empleados se habían visto ya afectados, muchos de los cuales jamás regresarían a su puesto de trabajo.
Justo cuando las autoridades creían tener la situación bajo control, golpeó una nueva oleada. Primero, Paddington Ventures, en la Sexta Avenida. A continuación, Briggs Asset Management, una compañía situada en Broad Street, en el distrito financiero. Y, por fin, el banco Cantwell, en plena Wall Street.
Alex escuchó con deleite las noticias durante el viaje de vuelta a New Haven. Se había recomendado a la población no beber agua mineral de dispensadores de agua instalados en empresas o comercios. Habían sido hospitalizadas al menos mil personas y el pánico se había apoderado de la ciudad.
Con cada agónico avance informativo, Alex removía el pelo a Sam y Steve como si fueran dos chavales y le apretaba el muslo a Jessie, sentada junto a él. Estaba deseando que llegase el momento de que Sam accediera al sitio web para publicar el anuncio.
—¡Hoy es un gran día! —exclamó Alex—. Y esto no es más que el principio.
Jim Bailey entró con el camión cisterna por el largo camino de acceso a High Cliffs y lo detuvo ante la mansión. El viejo conductor bajó con soltura de la cabina y se dirigió con paso tranquilo hacia la entrada principal. La brisa marina transportaba un suave aroma a primavera pero Bailey, nacido y criado en Bar Harbor, apenas lo notaba. Era poco más que el comienzo de otro largo día de trabajo. Pulsó el timbre con un dedo grueso como una salchicha.
Cuando oyó el timbre, Joe Weller se preguntó si Davis Fox, que había salido a correr, se habría quedado fuera sin llave. Dejó el café sobre la encimera. Estaba solo en la planta de abajo; el resto dormían. Abrió la puerta esperando ver a Davis, pero se encontró con el hombre del gasóleo.
—Ah, hola —saludó el viejo—. Gasóleos Bailey. ¿Es usted pariente de los Parris?
—No —explicó Joe, vacilante—. Soy amigo de la familia.
—¿Está alguno de ellos en casa?
—Erica está arriba, creo.
—Hemos recibido en la oficina una alerta automática de que se les está terminando el gasóleo. No tenían programado el repostaje hasta finales de mes, pero deben de haber subido el termostato por encima de lo normal en esta época. Supongo que querrán que les llene, ¿no?
—Voy a preguntarle a Erica. Ella podrá decirle —respondió Joe, incómodo.
Al instante cerró la puerta y se maldijo por no haber sabido reaccionar. Despertó a Erica, que se había acostado en una cama instalada junto a la de Tara, y le suplicó que resolviera la situación. Ella le chistó para que no despertase a la niña, se puso una bata, corrió escaleras abajo, habló con Bailey y le pidió que llenase el depósito. Cuando por fin el camión se alejó por el camino en dirección a la carretera, Joe consiguió relajarse. Decidió dar un paseo y echar un pitillo. Se encontró a Davis Fox, que volvía de correr, y le contó lo ocurrido.
En lugar de continuar con la ronda de clientes, Bailey regresó a su oficina y llamó desde su despacho a la policía de Bar Harbor.
—¿Hola? Soy Jim Bailey, de Gasóleos Bailey. Creo que acabo de ver a uno de los tipos de la Apoteosis, esos que todo el mundo busca. En High Cliffs. Lo he reconocido porque lo he visto en las noticias. Igual he tenido una visión, pero estoy casi seguro de que era él.