16 días
La cumbre anual del G8 consistía en sesiones de trabajo y operaciones de imagen sabiamente combinadas. Esa tarde, los políticos dejaron de lado los temas más sesudos y se entregaron a lo estético: los líderes de Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Italia, Japón, Canadá, Rusia y Alemania se reunieron en el Palacio Imperial de Kioto para asistir a la tradicional ceremonia del té, que oficiarían las geishas más reputadas del país.
La sala imperial del té se encontraba en una pagoda del siglo XIV que se utilizaba únicamente con propósitos ceremoniales. Una vez inspeccionado el edificio por los servicios de seguridad y garantizada la seguridad, los representantes de la Guardia Imperial y de los agentes del servicio secreto estadounidense y de los demás países crearon perímetros de seguridad concéntricos en los terrenos del palacio.
Los presidentes y primeros ministros acudieron en traje y la geisha que los recibió a las puertas les rogó que se quitaran los zapatos. Dio comienzo entonces una agradable exposición sobre la historia y el arte de la ceremonia del té.
La geisha describió la ceremonia como espiritual y relajante, pues se pensaba que el té permitía tender un vínculo con la naturaleza, ante lo que el primer ministro italiano bromeó:
—Denle a nuestro colega ruso uno doble, a ver si se calma.
La geisha explicó que la palabra usada en japonés para hablar de la ceremonia del té era «chadō», que literalmente significa «camino del té». El suelo de la sala estaba cubierto de unos tatamis de paja que desprendían un fragante aroma. La geisha advirtió con aire jovial de que ni los oficiantes ni los invitados debían pisar los espacios entre un tatami y otro.
El presidente de Estados Unidos, John Redland, que sufría aún los efectos del jet lag y traía un humor de perros, se sintió tentado de pisar entre un tatami y otro para comprobar si se desencadenaba algún incidente diplomático, pero decidió refrenarse. Sin embargo, el primer ministro canadiense, que debía de calzar un cuarenta y cinco, pisó fuera de los tatamis una y otra vez, pero no sobrevino catástrofe alguna.
La sala estaba decorada con una serie de hermosos arreglos florales y tapices con caligrafía zen. Tras un gran ventanal se extendía un tradicional jardín japonés, tan bonito que parecía de postal. Se animó a los invitados a sentarse sobre almohadones decorados, con las piernas flexionadas de manera que quedasen sentados sobre los pies. La geisha demostró cómo hacerlo, pero el único que lo hizo con naturalidad fue, lógicamente, el primer ministro japonés, que enseñó a sus colegas, especialmente al estadounidense, un tipo bastante alto, cómo colocar los pies sin transgredir la etiqueta ni interrumpir la ceremonia.
Ante ellos, una mujer ataviada con un kimono rojo presentó cada uno de los utensilios para que los dirigentes los conocieran y explicó en inglés su papel en la ceremonia, arrodillada tras una mesa de madera negra lacada. El té era del llamado matcha, una variedad de tono verde claro con sabor amargo pero agradable aroma.
La geisha demostró por qué el chadō exigía esos especializados utensilios: una especie de batidor de bambú llamado chasen, el paño de cáñamo conocido como chakin, una pequeña cuchara o pala, también de bambú, llamada chashaku y el recipiente del té o chaki. A continuación presentó orgullosa una antigua taza de cerámica negra, el chawan, en la que se servía el té. Se trataba de un juego del siglo XVI en estilo Raku, auténticas piezas de museo ofrecidas únicamente a los invitados que más se quería honrar.
En una sala algo menor, aledaña a la principal, un asistente atendía el fuego de carbón que calentaba el agua. La pesada tetera de hierro ya silbaba. El asistente vigiló que el agua no se calentase demasiado, pues para la cocción del té no debía llegar a hervir. Escuchaba en soledad, desde el otro lado de una cortina, las explicaciones de la geisha.
El asistente miró a un lado y otro para asegurarse de que no había ningún agente curioseando y sacó una pequeña agenda de un bolsillo interior. Dentro llevaba un sobrecito de papel doblado que contenía una pequeña cantidad de cristales blancos que vertió en el agua caliente para acto seguido removerla rápidamente.
Cuando la geisha lo llamó, con suave voz, el asistente quitó la tetera del fuego y la colocó en la mesa de madera negra, sobre una rejilla metálica. Se inclinó ante la geisha y salió de la sala. Había cumplido con su cometido. Acertó a mirar de lado a los dignatarios sentados ante él, pero dibujó una expresión pétrea, desnuda de significado.
El asistente caminó con paso presuroso y regresó a la cocina principal del palacio. Entró en un cuarto de mantenimiento, buscó el cuchillo tantō que había escondido y procedió a abrirse en canal en un eficaz seppuku.
Mientras él se desangraba, la geisha añadía agua caliente al chawan y removía el matcha con el batidor de bambú para garantizar una textura delicada.
Cuando el té hubo reposado, la geisha lo sirvió en las tazas, inclinándose ante cada uno de los mandatarios que, a su vez, habían sido instruidos por su colega japonés en cómo devolver el saludo.
El presidente Redland sorbió y sofocó una mueca. No le gustaba el té. Lo que habría dado en ese momento por un dark roast de Starbucks.
Tras la ceremonia se ofreció a cada uno de los invitados un dulce llamado wagashi, servido en un plato de cerámica y que se comía con palillos. A Redland tampoco le gustó y se revolvió contra la tentación inapelable de mirar el reloj. Sabía que le quedaban veinte minutos de charla insustancial antes del paseo de vuelta al hotel en limusina. Allí le esperaban una ducha y una breve siesta. Con la excepción del primer ministro japonés y el presidente francés, que se mostraba extremadamente interesado en la geisha, ninguno de los líderes parecía estar dándose la fiesta de su vida.
Andy Bostick, uno de los agentes del servicio secreto de Redland, se encontraba a escasos metros de la entrada a la sala del té cuando escuchó el primer grito. Irrumpió en la estancia junto con otro puñado de agentes y vio a los líderes japonés y francés en el suelo, bocabajo e inconscientes. El canciller alemán parecía mareado, como a punto de desmayarse. Bostick desenfundó su pistola ametralladora y escudriñó la habitación en busca de atacantes, pero no vio a nadie. Enfundó el arma y junto con otro agente agarró al presidente Redland y lo llevó en volandas hacia la puerta, mientras gritaba por su comunicador: «¡Código nueve! Rushmore va camino de la diligencia. Comunicad a Pivote que estaremos en el halcón nocturno en dos minutos. Que despegue rumbo a Kansai en cuanto embarquemos. Comunicad a Ángel que pondremos rumbo de vuelta al rancho en cuanto el helicóptero se pose».
Cuando el presidente subió a la limusina, aturdido ya, las ambulancias accedían a los terrenos palaciegos con un estridente clamor de sirenas. Cada uno de los mandatarios fue evacuado por sus cuerpos de seguridad. La limusina salió a toda velocidad en dirección a la puerta Kenshun-mon, en una de las esquinas del recinto, y cuando derrapaba ante el helicóptero Marine One, Redland estaba ya inconsciente. Los agentes lo subieron por la escala y a bordo lo esperaban un médico de la Marina, una enfermera y su médico personal, Martin Meriwether, que lo tumbó sin miramientos en mitad del pasillo. Los médicos comprobaron ipso facto sus constantes vitales y lo conectaron a un monitor cardiaco.
—¿Qué ha ocurrido? —gritó el médico.
—Todos —respondió Bostick—. Han caído todos como moscas.
—Los han envenenado —gruñó el médico, extrayendo una muestra de sangre del brazo del presidente—. Tendremos que intubarlo.
—Un momento —intervino Meriwether según despegaba el helicóptero—. Las constantes son correctas, el color también. Hay taquicardia pero el electro es normal. Vamos a esperar. ¿Cuánto tardaremos en embarcar en el Air Force One?
—Siete minutos —contestó Bostick.
—Propongo mantener la vigilancia. No hay nada más que podamos hacer hasta que estemos a bordo del Air Force One. Esto no es cianuro ni ninguna otra sustancia inmediatamente letal. Tranquilicémonos.
El Air Force One había repostado y esperaba en la pista del aeropuerto internacional de Kansai. Redland embarcó en el enorme avión en camilla y en dos minutos estaban en el aire.
En la sala médica, los facultativos ocupaban su puesto nerviosos junto al presidente Redland, listos para intervenir en lo que fuese necesario. A los treinta minutos de vuelo el presidente se despertó por sí mismo y se quitó los electrodos del pecho, parpadeando confuso.
—¿Se encuentra usted bien, señor presidente? —preguntó Meriwether.
—¡Dios santísimo, Martin! —exclamó Redland, tratando de incorporarse—. ¡No tengo palabras! Acabo de ver a mi padre. Estaba esperándome en un lugar maravilloso. —Sus ojos revoloteaban presa de la emoción—. No sé cómo explicarlo, así que lo diré tal cual. Dios también me esperaba. No sé qué diablos ha sido pero es lo más grande que me haya ocurrido jamás.
Meriwether miró a los médicos y a los agentes que se apiñaban alrededor de la camilla del presidente. Solo pronunció una palabra: «Apoteosis».