Inglaterra, 1988
Alex se acurrucó junto a su hermano mayor en el asiento trasero del Vauxhall Cavalier de sus padres. Nadie se atrevía a abrir la boca. Él estaba más que decepcionado, pero su padre se había hundido en un estado de agonía muda y rabiosa. Su madre mantenía la misma postura rígida e incómoda desde que Dickie le había mandado callar, treinta kilómetros antes. Su delito: ofrecerle servilmente un sándwich. El anochecer los engullía a medida que avanzaban hacia el norte por la autopista M6, envuelta ya en penumbra.
Ese tibio día de primavera había empezado con la promesa de un resultado indudablemente arrollador. Dickie Weller entró atropelladamente en el cuarto de los chicos cuando aún no había ni amanecido y los dos se habían puesto ya la equipación rojiblanca del Liverpool. Estaban locos por montarse en el coche y emprender el largo viaje hasta Londres para ver a su equipo, campeón de liga, jugar en Wembley contra el humilde Wimbledon. La final de la FA Cup, contra el Wimbledon, ¡por favor! Aquello sonaba a chiste. Todo el mundo se preguntaba cómo el Wimbledon se las había arreglado para ganar al Luton en semifinales. El resultado del encuentro, en cualquier caso, estaba cantado.
Aun así, ni los Weller ni los miles de seguidores del Liverpool tenían ganas de sorpresas. No les disgustaba la idea de aguardar pacientemente a que concluyese el tiempo reglamentario y obtener una victoria limpia que quedara para siempre en los anales de la historia deportiva.
Justo antes del comienzo del partido, los niños se apretaban uno contra otro en las gradas de la afición del Liverpool, tratando de empinarse para ver mejor la verde y reluciente hierba. Escucharon con una sonrisa el estruendo de abucheos y afrentas contra los pobres jugadores del Wimbledon, que saltaron al campo con equipación azul y se agruparon en el lado contrario del gigantesco y abarrotado estadio. Su padre, alto y fornido, el gorro rojo siempre puesto, agitaba el brazo como un general que pasara revista al ejército contrario.
—¿Estáis orgullosos de vuestro padre, entonces? —Los niños asintieron—. No olvidaréis este día en mucho tiempo —gritó para que le oyeran bien.
Había ganado las cuatro codiciadas entradas de tribuna en un concurso organizado por la cervecera Boddingtons: su pub era el que más pintas de cerveza Cains había tirado de todo el condado de Merseyside. El premio al Mejor Propietario de Pub del Año colgaba sobre la chimenea de su local, The Queen’s Arms, junto a una fotografía en la que un sonriente ejecutivo de la cervecera de Manchester le hacía entrega de las entradas. A los niños siempre les habían gustado el revuelo y la frivolidad de vivir encima de un pub enormemente popular. Durante las fases previas de la competición, con la vista puesta ya en Wembley, su padre les contagió toda la energía que desprendía desde que había saltado a la fama.
Se acercaba el descanso y Alex, de diez años, se agachó para recoger el banderín, que se le había caído. Justo en ese momento, Sanchez, del Wimbledon, cabeceaba una falta tirada por Wise. Uno a cero. Alex dio un respingo ante el rugido de la grada y vio el rostro helado y la mirada furiosa de su padre, y a su madre casi haciendo pucheros. Su hermano Joe, cinco años mayor, le asestó un fuerte puñetazo en el hombro, como si el gol hubiese sido culpa suya, por no estar mirando.
En el minuto quince de la tensa segunda parte, Beasent, del Wimbledon, se hizo un hueco en la historia: era el primer portero que detenía un penalti en una final de copa. Su parada sentenció el partido. El Liverpool desaprovechó la oportunidad de alcanzar un empate que le hubiera dado impulso, se vino abajo y fue incapaz en la media hora restante de superar la presión y evitar la humillante derrota.
Pitido final. El padre de Alex tenía los puños apretados de ira. No podía creer cómo un día perfecto para el clan de los Weller podía haberse fastidiado de manera tan desastrosa. Durante el doloroso camino de vuelta al coche a Alex le ardían los ojos. Odiaba aquella mirada de desesperación en el rostro demudado de su padre y el quebradizo silencio de su madre. Y, para sus adentros, reprochaba a su hermano que fuera capaz de obviar la derrota sin apenas un pestañeo y ponerse a charlar con un par de rubias que llevaban la camiseta roja del Liverpool.
En el viaje de vuelta, pasado Birmingham, Alex dejó caer la cabeza contra la ventanilla. Contemplaba adormilado la hipnótica procesión de faros que avanzaban hacia ellos por el otro carril de la autopista cuando, de repente, notó que su padre frenaba para ajustar la velocidad del coche a la de un pesado camión que acababa de acceder a la autopista por el carril lento. Justo detrás del camión, un Volvo familiar redujo la marcha y sus luces de freno se encendieron. Su padre pisó también el freno unas cuantas veces para no acercarse demasiado al Volvo. Juró entre dientes y comprobó en el retrovisor que podía meterse en el carril central. Pero no. Una Yamaha pasó a toda velocidad a escasos centímetros del coche y se quedó a la altura del Volvo.
El conductor del Volvo había pensado también en adelantar al camión y la moto debía de estar justo en su punto ciego, porque no dejó de desplazarse lateralmente hasta empujarla. Se desató así una fatídica serie de acontecimientos que se multiplicarían en el tiempo y cambiarían el mundo de manera inesperada y extraña.
El lateral del Volvo terminó por tocar la rueda trasera de la moto, que se vio impulsada hacia el carril rápido y después a la mediana. El piloto cayó y se golpeó el cuello. El conductor del Volvo reaccionó instintivamente dando un volantazo a la izquierda y regresó al carril lento, embistiendo el morro del Vauxhall de Dickie Weller.
En el momento del impacto, Dickie se percató de lo que ocurría y soltó un taco. Catástrofe.
Alex vivió los siguientes segundos con una rara sensación de lentitud. Había montado en avión una vez, en unas vacaciones familiares a la isla de Tenerife. La sensación del coche levantándose del suelo le recordó al momento del despegue. Su padre siempre había pensado que los cinturones de seguridad eran otro invento más de un estado excesivamente paternalista. Ninguno de ellos lo llevaba puesto. El coche empezó a dar vueltas de campana.
Al principio, Alex se sintió más fascinado que alarmado. La repentina ligereza y el estar cabeza abajo dentro del coche que no dejaba de girar le recordó al parque de atracciones. Por fin, llegó el terrible estruendo del golpe contra el arcén, y con él el pánico. Luego la nada.
Hasta que…
El coche parecía estar de nuevo en pie, las cuatro ruedas sobre el suelo.
Alex reconoció el dolor, un dolor insoportable en la pierna izquierda y un confuso zumbido en la cabeza. Tenía el asiento del copiloto sobre el regazo. Lo aplastaban su peso y el del cuerpo de su madre.
Esta emitió un gemido grave y animal que lo asustó. Vio su brazo inerte entre los asientos. La sangre chorreaba desde la preciosa pulsera que se había puesto para la ocasión. A su padre no se lo oía. Dickie tenía la cabeza contra el volante, con el gorro del Liverpool milagrosamente puesto aún.
Por algún motivo, Alex no podía dejar de pensar en su hermano, que ni siquiera estaba en el coche.
—¡Joe! ¡Joe!
La luna trasera se había hecho añicos y el aire fresco de la noche entraba ululando.
El fuego prendió con un fuerte chasquido y el coche se levantó unos centímetros para volver a caer rebotando sobre los neumáticos.
La gasolina se había empezado a filtrar y se había encendido en algún lugar por debajo del asiento del conductor, para extenderse luego hasta el depósito. Tras la espantosa explosión, Alex empezó a notar el calor y los pulmones se le comenzaron a llenar de malolientes vaharadas de humo de gasolina.
Y acto seguido aparecieron las llamas, azules y amarillas.
Alex se intentó revolver, pero tenía las piernas atrapadas. La parte inferior de su cuerpo parecía enterrada en cemento. El plástico del salpicadero y del interior de la puerta comenzó a crepitar como una tira de beicon en la parrilla.
Las llamas le lamían la espalda y su camiseta de poliéster comenzó a derretirse con un inquietante siseo. Percibió el olor sulfuroso a pelo quemado.
Pero un instante después de que se apoderase de él la angustia, antes de abrasarse, todo cambió.
Ya no estaba en el coche.
Ya no dolía.
Flotaba por encima de la autopista, mirando hacia abajo con irresistible curiosidad infantil.
El viejo coche familiar había quedado destrozado y lo invadían las llamas. Vio a Joe sobre la hierba, en el arcén, alejándose a rastras del coche. «¡Vamos, Joe!», quiso gritar. «¡Ya casi estás!» Se habían parado algunos coches y unas cuantas personas se acercaban.
De repente, la escena que se desarrollaba a sus pies se oscureció como si se la hubiera tragado la niebla. Ahora Alex flotaba sobre un disco plano de negrura, perfectamente circular, que súbitamente adquirió tres dimensiones. Aunque no veía nada, nada en absoluto, no tenía miedo, cosa extraña en él, que aún necesitaba dejar encendida una lucecita para dormir. Notó que empezaba a moverse y que todo se estrechaba. Se sintió fluir como aceite de motor a través de un largo embudo.
Su cuerpo de niño de diez años comenzó a desplazarse a velocidad increíble. O quizá él estaba quieto y era el túnel negro el que se movía alrededor. Hubo un viento intenso, atronador, similar al de las tormentas sobre el mar de Irlanda, que en invierno golpeaban Liverpool. Parpadeó asombrado mientras las paredes oscuras del túnel cobraban vida en forma de fogonazos brillantes, como empedradas de diamantes pulidos.
Al fondo se encendió una luz. Una luz auténtica que creció y creció hasta formar otro círculo perfecto. Finalmente, su cuerpo se vio lanzado a una blancura pura y esponjosa. Era una sensación reconfortante, como cuando salía del baño y su madre lo arropaba en una enorme y mullida toalla, recién sacada de la secadora.
La blancura se fue haciendo traslúcida y de repente el chico se encontró en una gran llanura verde. El suelo parecía ceder levemente bajo sus pies, pero estaba seguro de que no era hierba. El cielo, si es que aquello era cielo, era del celeste más claro, como si un pintor hubiese vertido una única gota de pintura azul en un barreño de agua limpia.
Escuchó algo que le hizo recordar.
Emocionado, como cuando de niño corría escalera abajo la mañana de Navidad, se dirigió con paso tranquilo hacia un atrayente rumor de agua.
No se parecía a ningún río que hubiera visto antes. De hecho, no parecía agua, sino una veloz corriente de luz que centelleaba y se rompía en remolinos contra varias piedras relucientes. Esas piedras formaban una pasarela de unos doce metros de ancho que cruzaba de orilla a orilla. Más o menos la distancia del penalti del Liverpool trágicamente fallado.
Cuando miró por primera vez hacia la orilla opuesta no vio más que una ilimitada planicie de frío verdor que se extendía bajo aquel cielo azul claro. Aquella nada, no obstante, parecía ofrecer una promesa infinita. Se sintió atraído por la otra orilla, cada vez más excitado.
La segunda vez que miró vio a un hombre.
Un hombre grande, que agitaba los brazos lleno de felicidad.
—¿Papá?
—¡Alex!
Solo oyó su nombre entre el fragor de la corriente.
—¿Qué ha pasado, papá?
—Me he muerto, hijo.
—¿Qué? —preguntó, acercándose la palma a la oreja para intentar entender.
—¡Me he muerto!
Alex no sintió temor. Hizo bocina con las manos.
—¿Y yo qué hago?
—¡Ven! ¡Ven aquí, chico!
Dickie agitaba los brazos como cuando su hijo daba sus primeros pasos sobre la alfombra del salón o como cuando empezó a pedalear sin ruedines, bamboleándose de un lado a otro.
Las piedras formaban un camino serpenteante entre los veloces rayos de luz. Parecían resbaladizas pero Alex estaba seguro de que podría saltar de una a otra y no deseaba otra cosa más que que su padre lo rodease entre sus brazos expectantes. Deseoso, pero con cautela, colocó el pie izquierdo sobre la primera piedra.
Su padre parecía feliz, como si el Liverpool hubiese conseguido arrancar un dos a uno al Wimbledon. Él también se sentía feliz, sobrecogido por una sensación de dicha pura, más poderosa que cualquier otra que hubiese experimentado durante su corta vida.
Estaba a punto de dar el paso, pero no pudo despegar el pie derecho de la orilla.
Algo tiraba de él hacia atrás, lejos del río.
—¡Eh!
Todo se alejó a velocidad de vértigo. Regresó al túnel, que recorrió entonces en sentido contrario, de vuelta a la autopista, de vuelta al accidente, de vuelta al coche ardiendo. Cuando llegó allí, vio cómo lo sacaban a rastras por la puerta trasera derecha. Alguien le tironeaba de los hombros y sintió un agudo dolor en todo el cuerpo. Le rasgaron el pecho violentos espasmos de tos.
Hombres gritando.
Alex miraba a los ojos de un desconocido con barba.
—¿Me oyes, chico?
Dejó de toser durante un instante.
—Por favor, dejadme volver —acertó a decir.
No quería estar allí. Deseaba desesperadamente volver al lugar en el que había estado.
El extraño parecía confundido.
—Te vas al hospital. La ambulancia está al llegar. No te muevas. Apoya la cabeza sobre mi chaqueta.
—Quiero volver con mi padre —repitió el niño con voz rasposa, entre tos y tos.
El hombre echó una mirada a un corro de personas que sacudían la cabeza en torno al cuerpo roto del padre. Otros rodeaban arrodillados a su madre y discutían cómo hacer un boca a boca. Todos se encontraban más o menos cerca del coche completamente envuelto en llamas, aunque a distancia prudencial. Alguien gritó que su hermano había aparecido arrastrándose en el bosque, junto a la calzada.
—Lo siento, hijo —dijo el hombre con voz temblorosa—. Tú estás bien. No te ha pasado nada.
Alex trató desafiante de incorporarse.
—¡Quiero volver!
—Tú no vas a ninguna parte. Quédate quieto hasta que llegue la ambulancia.
Entonces, el chico se tumbó de nuevo sobre el suelo, ladeó la cabeza y sollozó:
—Quiero volver.