22 días
La vida comunitaria en Bar Harbor fue ganando impulso, como la marea, cuando el invierno flaqueó y el manto de nieve comenzó a adelgazar.
Por las mañanas cocinaban y limpiaban en grupo. Sam conectaba los equipos a la red inalámbrica de High Cliffs y reunía al equipo de administradores web en el comedor para repartir las tareas del día. El trabajo de Vik y Davis consistía en revisar los comentarios del sitio web, así como otras decenas de sitios que habían aparecido en todo el mundo sobre la Apoteosis, y recopilar las noticias en prensa y medios sociales. A Alex le gustaba ojear la información mientras almorzaba.
Leslie se convirtió en la lugarteniente de Sam en cuestiones técnicas. Entre los dos descodificaban los mensajes privados que enviaban a Alex los grupos satélite adscritos a la Cruzada por la Paz Interior, cada vez más numerosos, y encriptaban los que Alex deseaba enviar. El resto del día lo dedicaban a ir alojando y desalojando el sitio web en servidores proxy para que la dirección IP nunca fuese la misma. De ese modo evitaban que las autoridades lo cerrasen.
Dos veces a la semana, Jessie y Erica se acercaban a alguna de las grandes superficies de Ellsworth, procurando no llamar la atención acudiendo a las tiendas de Bar Harbor o comprando siempre en el mismo sitio.
El gigantón Steve Mahady andaba siempre con Joe. Steve era cazador, así que enseguida se llevaron bien. Erica sabía dónde escondía su padre la llave de la armería, en la que se guardaban pistolas, rifles de caza y una buena cantidad de munición. Los dos hombres merodeaban por los campos que rodeaban la casa con pistolas en los bolsillos de la chaqueta, vigilando el camino de entrada y el bosque circundante. A Joe se le veía feliz, cigarrillo en boca.
Alex disfrutaba sentándose en la biblioteca y escribiendo en su cuaderno, mientras observaba el oleaje a lo lejos. Jessie rara vez se separaba de él. Le servía café y se dejaba acariciar el pelo cuando Alex se lo pedía. Este hacía esfuerzos por mantener la cabeza fría y no caer en el endiosamiento, pero cada día se le hacía más difícil. «Apoteosis» y «Alex Weller» eran las palabras más buscadas en Google y las noticias abrían cada día con la imparable «epidemia», apelativo que a Alex le asqueaba.
Pese a los esfuerzos de la DEA y de las autoridades aduaneras por controlar el tráfico a través de los pasos fronterizos, el suministro de Apoteosis aparentemente bastaba y sobraba para satisfacer la siempre creciente demanda. Cada vez que Alex leía sobre una incautación en la frontera mexicana pensaba en Miguel Cifuentes, sonreía y se preguntaba cómo le estaría yendo. Por consejo de Sam, sin embargo, todo el mundo había desconectado sus teléfonos móviles, de por vida. Alex sospechaba que jamás volvería a saber de Miguel.
En cualquier caso, su mente estaba embarcada en una empresa mayor: solo quedaban tres semanas. Había tanto que hacer que la cabeza le daba vueltas. Acción directa y a través de intermediarios. El mundo tenía que estar preparado o su cuenta atrás terminaría con un sonoro batacazo. Deseó no haberse mostrado tan agresivo. ¡Treinta días! Claramente, no existía la opción de reiniciar la cuenta atrás. ¿Qué imagen daría eso?
Esa noche, como era habitual, cenaron en grupo y luego se retiraron a los dormitorios para tomar Apoteosis. Era una experiencia desvaída en comparación con la Apoteosis Total que todos conocían, pero aun así les parecía maravillosa, como siempre. Todos agradecían a Melissa su inmolación, por permitirles ahondar un poco más en el misterio. A última hora de la noche se reunieron en torno a la chimenea del salón para hablar sobre el futuro del movimiento. Alex dirigió una mirada alrededor, preguntándose quién sería el siguiente en sacrificarse por el bien mayor.
En Rhode Island, Dan Mueller recorría una a una las casas de la playa. Era la primera revisión desde Año Nuevo. La asociación de hosteleros de Narragansett le pagaba para que en invierno, una vez al mes, echara un vistazo a las casas de alquiler. En enero, sin embargo, se había hecho un esguince de tobillo y se había negado en redondo a hacer la ronda en muletas. Las casas podrían esperar hasta que se curase.
Cuando entró en la unidad 6 dejó escapar un sonoro taco. A una de las jambas de la puerta trasera le habían arrancado un trozo del tamaño de la pata de una silla y el suelo estaba cubierto de astillas de madera. «Maldita sea —gruñó—. Puñeteros niños».
Como la puerta estaba rota, no tuvo que sacar la llave. La empujó y se asomó esperando encontrar un caos total. Pero en el salón todo parecía en su sitio. En la cocina y el baño también. Entró en el dormitorio buscando latas de cerveza vacías o algún otro indicio de vandalismo, pero no vio más que orden y limpieza. Dio la vuelta para marcharse pero algo le llamó la atención bajo la cama. Se agachó para ver mejor, con cuidado de no dañarse el tobillo, aún débil.
Parecía estar rezando, arrodillado en el suelo. «¡Dios mío santísimo!», exclamó.
El forense de Rhode Island recordó el informe que había recibido hacía unos meses de la oficina del FBI de Boston: atención a posibles perforaciones en el cráneo, especialmente en homicidios de mujeres jóvenes. La chica congelada presentaba una elocuente herida en el hueso temporal, así que saltaron todas las alarmas.
Cyrus y Avakian llegaron a la escena del crimen a las pocas horas.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —preguntó Avakian, con las ateridas manos metidas en los bolsillos.
—No hay manera de saberlo —consideró el forense—. Yo tengo en el congelador una lubina desde el verano pasado que está más blanda al tacto que este cadáver.
—¿Alguna otra prueba? —preguntó Cyrus, tratando de no mirar demasiado a la chica. Era muy joven.
Se había presentado el jefe de policía de Narragansett en persona, en cuya jurisdicción no se producían muchos asesinatos.
—Solo ha aparecido esto —intervino, sacando una bolsa de plástico de pruebas de otra bolsa mayor de papel de estraza—. Bajo el cadáver había una moneda. Un cuarto de dólar.
—Hágame un favor —solicitó Cyrus—. Si encuentra alguna huella, envíemela por correo electrónico cuanto antes.
La noche siguiente, Alex terminaba de cenar un plato de pollo al curry. Se quedó sentado en silencio, en la cabecera de la mesa de la cocina, mientras escuchaba el alegre bullicio de su gente. La cocina de la televisión tenía el volumen al mínimo y nadie le prestaba atención. Los días se alargaban poco a poco y el cielo nocturno despedía un hermoso resplandor. En una hora tomarían Apoteosis. Varios de los compañeros le habían confesado en petit comité que desesperaban por probar de nuevo la Apoteosis Total. La última vez que se sacó a colación el tema en el grupo, nadie se presentó voluntario. Pero Alex tuvo una idea. La había estado meditando todo el día y se acercaba el momento de ponerla en práctica.
—Tengo una noticia que daros —dijo.
La mesa quedó en silencio.
—Creo que ha llegado la hora de que probemos de nuevo la Apoteosis Total —anunció, levantándose y acercándose a un armario en el que momentos antes había dejado una fuente de cristal—. Creo que deberíamos hacer un sorteo. Es lo más apropiado. ¿Alguien está en desacuerdo?
Todo el mundo se miró, algunos mordiéndose los labios, otros sorprendidos, pero nadie objetó. Acordaron que era una buena idea y que estaban dispuestos a acatar lo que Alex dispusiera.
—He escrito los nombres de cada uno de vosotros en varios trozos de papel —explicó sosteniendo ante sí la fuente—. De aquí saldrá un nombre. Será esta misma noche. Así podré procesar el líquido para que lo tomemos mañana.
Jessie se miraba los zapatos con labios temblorosos.
«No tienes que preocuparte», pensó Alex. El papelito con el nombre de Jessie tenía más dobleces que los demás. También los de Joe y Sam. Eran personas demasiado importantes para él. Metió la mano en la fuente, removió los papeles y sacó uno al azar.
Estaba a punto de desdoblarlo cuando vio un rostro en la televisión.
—Que alguien suba el volumen —ordenó.
Erica se levantó solícita.
Era Cyrus O’Malley, ante una nube de micrófonos, hablando desde un estrado en el que aparecía el escudo del FBI.
«Hoy, el FBI ha hecho pública la orden de detención del doctor Alex Weller. El doctor Weller, conocido por su actividad en internet relativa a la droga ilegal conocida como Apoteosis, está en búsqueda y captura por el asesinato de Amber Fay Hodge, de diecisiete años de edad, residente en Roslindale, Massachusetts, cuyo cadáver se halló a principios de esta semana en Narragansett, Rhode Island. —En una pantalla a espaldas de Cyrus apareció la foto de Alex—. Este es el doctor Weller. En la escena del crimen se encontraron sus huellas dactilares. Su paradero actual es desconocido. Si poseen cualquier dato sobre el mismo, no duden en acudir a la comisaría más próxima o al FBI».
Alex se levantó, apagó la televisión y se sentó de nuevo. Se había hecho un pesado silencio. Todo el mundo lo miraba.
—Para mí no es ninguna sorpresa —dijo—. Sabía que acabarían acusándome de algo así. Ese hombre, Cyrus O’Malley, me la tiene jurada desde hace tiempo. Jessie y Davis lo saben. La Apoteosis es un fenómeno de masas y quieren detener nuestro movimiento. Por eso van a por mí. Pero no lo van a conseguir. No conozco de nada a esa chica. Es todo mentira. Sam, tenemos que publicar un manifiesto en el sitio web, esta misma noche. Voy a redactarlo ahora mismo.
—¿Qué hay del sorteo? —preguntó Jessie.
Alex devolvió el papelito que había cogido de nuevo a la fuente, sin siquiera abrirlo. Fijó la vista en la pantalla de la televisión y observó los labios mudos de Cyrus, que seguía hablando en la imagen.
—Olvidad el sorteo. Tengo otra idea.