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28 días

El primer episodio conocido de consumo obligado de Apoteosis se produjo en Homestead, en el estado de Florida. Dos empleadas de una fábrica de lámparas estaban en la pausa del almuerzo, comiendo en una mesa de picnic cercana al lugar de trabajo. Era un día soleado y caluroso. Phyllis Stevenson se extendía la crema solar por el cuello y los hombros mientras su amiga, Meg Street, abría unas fiambreras sentada frente a ella.

—Ahí viene Fred —advirtió entre dientes mientras miraba por encima del hombro de Phyllis, que resopló.

El capataz, Fred Farquar, renqueaba hacia ellas, en mangas de camisa, los gruesos antebrazos rosáceos al aire.

—Esto no es la playa, chicas —prorrumpió. Se acercó hasta quedar de pie a espaldas de Phyllis, fijando la vista en su escote—. Te has dejado un trozo de piel sin crema. ¿Quieres que te eche yo?

—Piérdete, Fred.

—Ahí abajo me perdería seguro —respondió con mirada rijosa.

Phyllis se puso en pie y por poco no le dio en la barbilla con la cabeza.

—¡Déjame en paz! ¡Déjame en paz de una vez!

—Te dejo en paz veinte minutos, cariño —dijo, impactado por su vehemencia—. En veinte minutos, para adentro. Que disfrutéis del almuerzo.

El tipo volvió a entrar en el edificio de la fábrica, riéndose para sí. Phyllis volvió a sentarse y dio un puñetazo a la mesa.

—Odio a ese tío. Si no fuera mi jefe le denunciaría por acoso. Pero ya sabes cómo funcionan estas cosas: a estos tíos no los tocan hasta que no los denuncia alguien de fuera.

—¿Y si hiciéramos algo nosotras? —propuso Meg—. ¿Qué tal si le aplicamos a ese cabrón un correctivo?

—¿Te refieres a cortarle los huevos? —dijo Phyllis entre risas.

—No, en serio. Mi cuñado ha estado tomando esa droga nueva, la Apo. ¿Has oído hablar de ella, verdad? Le ha hecho un efecto brutal. Antes era un mentiroso y un hijo de puta, como mi Ronnie, pero peor. Desde que la tomó es otra persona. Ya no dice palabrotas ni bebe, y hasta va a la iglesia. Vamos a darle un poco a Fred.

—Seguro que eso es ilegal —dijo Phyllis.

—Quizá, pero ¿quién se va a enterar? Lo planearemos bien.

—¿Y si se muere?

—No creo que se muera. La droga te deja dormido, nada más.

A la mañana siguiente, Meg llevó a la fábrica un cartucho de Apoteosis. Se puso de acuerdo con Phyllis y, a la señal de esta, se coló en el despacho de Fred y vertió el contenido en la lata abierta de Pepsi que tenía en su escritorio, la agitó un poco y salió como si nada.

Las dos mujeres pasaron la mañana riendo nerviosas mientras soldaban bases de lámparas. Una hora antes del almuerzo oyeron gritos provenientes del despacho de Fred y acudieron corriendo junto al resto de compañeros.

El director de la fábrica pedía a gritos una ambulancia. Fred estaba sentado a sus pies, balbuciendo algo sobre su madre, Ruth.

—Creo que le ha dado un ictus —opinó el director.

Se lo llevaron al hospital para hacerle pruebas. Comprobaron que no se trataba de nada grave y regresó al trabajo el lunes siguiente. Phyllis y Meg pasaron el fin de semana muy preocupadas, temiendo que las cogieran. Lo primero que hicieron el lunes fue tocar a su despacho para interesarse por su salud. Fred levantó la mirada, al parecer contento de verlas.

—Entren, señoritas. Siéntense.

Las chicas se miraron. Fred jamás había mostrado con ellas el mínimo gesto de urbanidad.

—¿Cómo estás, Fred? Qué susto nos diste el otro día —lo saludó Meg.

—No he estado mejor en mi vida. Estoy como nunca. En serio.

—¿Sí? —preguntó Phyllis.

—Sí. No sé qué me pasó el otro día. Ni idea. Pero creo que se me apareció Dios Todopoderoso. Me siento limpio, purificado.

—¿En serio? —volvió a preguntar Phyllis.

—En serio. Yo no soy religioso, o al menos no lo era. Pero esto ha sido toda una revelación —continuó, secándose los ojos humedecidos con un pañuelo—. Quizá en algún momento me sienta lo suficientemente cómodo con todo el asunto como para compartirlo. Lo único que deseo es que me vuelva a ocurrir algún día.

—Qué bien, Fred —dijo Meg, dirigiéndose discretamente hacia la puerta—. Nos alegramos mucho de que estés mejor.

—Phyllis, quiero decirte una cosa —agregó Fred clavando la mirada en el suelo—. Quiero pedirte disculpas por cómo me he comportado contigo. No volveré a hacerlo. ¿Aceptas mis disculpas?

—Claro que sí, Fred.

Las dos mujeres entraron en el baño y cerraron la puerta, comprobaron que no hubiera nadie más y estallaron en carcajadas.

—¡Esa mierda es la hostia, Meg! —exclamó Phyllis apoyándose en uno de los lavabos.

—Cariño, ¡a mi Ronnie le va a caer una dosis en su Bud Light de esta noche! ¡Te lo juro!

Ted’s Automotive era una gasolinera con garaje y una pequeña tienda de Worcester, Massachusetts. Su propietario, Ted Sperling, era un cascarrabias con eterna barba de dos días. Terminó de llenar el depósito de un cliente con gasolina normal y regresó a la calidez del garaje. Tenía empleados a tres mecánicos, Ramón y Héctor Manzilla, hermanos panameños que llevaban trabajando con él una década, y un recién llegado, Bobby Lemaitre, un chaval de pelo largo y aires de espíritu libre. Ted tenía sus reservas al respecto de su personalidad, pero era tan buen mecánico que dejó de lado sus especulaciones.

Estaban los tres sentados en sus taburetes, bebiendo café, entre dos coches montados en sus elevadores hidráulicos.

—Yo no voy a tocar esa porquería —dijo Ramón—. Guárdatela.

Héctor estaba a su lado.

—Yo tampoco. Eres muy joven todavía, chico. Estás cometiendo un error.

Bobby se mantenía en sus trece.

—No, no. No pasa nada, en serio, tíos. Cuando yo era niño, a mi primo Greg, que estaba un poco loco, lo atropelló un coche mientras patinaba en monopatín. Juro por Dios que lo he visto dos veces y tenía cara de ser el tío más feliz del universo. Salvo porque no está en este universo, ¿me entendéis o no? Me encanta esta droga. Me la metería todos los putos días si Ted nos pagase más.

Ted se deslizó entre los dos coches y se acercó furtivamente a ellos.

—¿De qué diablos estás hablando?

A Héctor y Ramón se les comió la lengua el gato pero al final Bobby habló.

—No me da vergüenza decirlo. No es ilegal.

—¿Qué es lo que no es ilegal? —inquirió Ted.

Bobby sacó tres cartuchos de Apoteosis.

—Ya sé lo que es eso —dijo Ted con acritud—. No vuelvas a traerlo al garaje.

—No es ilegal —insistió Bobby—, y no la tomo aquí, joder. Te deja K. O. No hay muchas posibilidades de cambiar una rueda estando inconsciente.

—Me da igual, no quiero que traigas —repitió Ted—. Guárdatelo.

Bobby se encogió de hombros, se acercó al fondo del garaje y guardó los cartuchos en uno de los compartimentos de su caja de herramientas. Ted vigilaba cada uno de sus gestos.

A la hora de la salida, Bobby montó en cólera. Se abalanzó sobre los hermanos y preguntó:

—Eh, ¿qué coño pasa aquí? ¿Quién se ha llevado el cartucho? Falta uno. Tenía tres.

Ramón y Héctor se miraron.

—Te juro que no hemos sido nosotros, chico. Yo he visto a Ted por ahí dentro cuando estabas en el baño. Quizá fue él.

—¿Estás de coña? ¡Qué mamón! —gritó Bobby.

Ramón sacó su cartera.

—¿Cuánto cuesta un tubo de esos?

—Cuarenta pavos.

—Ten —dijo, ofreciéndole dos billetes de veinte.

—Lo encubres porque es tu jefe, ¿verdad? —preguntó Bobby.

—Entiéndelo, chico —dijo Héctor—. Recuerda lo que le ocurrió. El accidente, ya sabes.

Dos semanas después, Ramón y Héctor se presentaron en el garaje con dos camionetas. El lugar estaba oscuro, los surtidores fuera de servicio. En la raqueta de entrada alguien había clavado un cartel que rezaba SE VENDE.

Ramón tocó el claxon y Ted salió de la tienda ya vacía.

—Hemos venido a recoger nuestras cosas —dijo Ramón.

Ted abrió la puerta del garaje y dejó que los hermanos acercaran las camionetas. Los observó en silencio mientras subían las pesadas cajas de herramientas a la parte de atrás.

—Lo lamento, de veras. Hemos trabajado juntos durante mucho tiempo —se disculpó finalmente.

—Lo entendemos —dijo Ramón—. Con un poco de suerte encontraremos otra cosa.

Ted parecía querer decir algo más.

—No le veo sentido ya a nada. Desde que tomé Apoteosis. Ya sabéis lo que pasó. Maté a mi Denise. Maté a mis hijas.

—No fue culpa tuya —aseguró Héctor—. El hielo es muy traicionero en la carretera. No puede evitarse.

—No, iba demasiado rápido —insistió Ted agitando la cabeza—. Es así. Yo pensaba que Denise me odiaría por toda la eternidad. Pero en las últimas dos semanas he estado tomando Apoteosis dos o tres veces al día. Cada vez que la veo está tan increíblemente feliz… Y yo con ella. No voy a volver a trabajar nunca en el garaje. No tiene sentido. Siento haber echado el cierre. Espero que podáis arreglaros. No le veo sentido, lo lamento.

Ted espero a que marcharan y cerró la puerta.

Rachel Mahoney llegó a su puesto de trabajo para el turno de noche en la residencia de ancianos Tall Pines de Austin, en el estado de Texas, donde trabajaba como auxiliar. Ella cubría dos alas junto con otra auxiliar y la supervisora de ambas, enfermera titulada: en total, veinte ancianos y veinte ancianas. Era una residencia de sólida reputación en la que vivían pacientes relativamente acomodados.

A las nueve de la noche hacía la ronda. Empujando el carrito de habitación a habitación, comprobaba que los residentes estuvieran bien, los arropaba y les ofrecía alguna bebida antes de dormir. Esa noche, Rachel avanzaba con paso alegre por los pasillos, cuando normalmente se arrastraba tratando de sobreponerse al tedio. «¿Zumo de naranja, uva, arándano, manzana?», ofreció alegremente en cada una de las habitaciones. Y en todos los vasos de papel disolvía un cartucho de Apoteosis.

Media hora después se escabullía del edificio sin decir nada a su supervisora, subía a su coche y se marchaba, silbando y tarareando.

Para no regresar nunca.

Al día siguiente, todas las televisiones locales de Austin abrieron con la noticia de la residencia Tall Pines. En mitad de la noche, la enfermera y la otra auxiliar habían dado la voz de alarma porque los ancianos se habían despertado dando muestras de histeria. Algunos reían, otros lloraban, otros gritaban sin control. Las enfermeras corrieron de habitación en habitación pero no pudieron hacer frente a aquello. Temiendo algún tipo de intoxicación, llamaron a urgencias. Mientras los sacaban en camilla para su traslado en ambulancia, los ancianos parloteaban excitados sobre maridos, esposas, hermanos o hermanas perdidos hacía tiempo. Hablaban también de Dios.

Los detectives no tardaron en sospechar. Rachel Mahoney había desaparecido. La intoxicación tenía el sello de la Apoteosis. Pero antes de que llegasen los resultados del laboratorio, entre los muchos comentarios de usuarios que podían leerse en el sitio web de la Cruzada por la Paz Interior apareció uno que decía lo siguiente:

He administrado a estos adorables ancianos de Austin una dosis de Apoteosis. No se me ocurre un regalo mejor. Ahora saben que Dios está dentro de todos y cada uno de ellos. Saben que está al alcance de su mano, esperándolos. Saben que al otro lado se encontrarán con sus seres queridos. Espero que así puedan encarar los últimos días de su vida con dignidad y esperanza, quizá alegría. Sé que no todo el mundo estará de acuerdo con lo que hice, pero a mí me hace sentir maravillosamente. Es lo mejor que he hecho nunca. Con cariño, Rachel.