El sótano parecía extenderse indefinidamente bajo tierra. Era como una conejera con algunos compartimentos terminados y otros a medio excavar. La casa se levantaba sobre cimientos de piedra y, en medio, se abría ese espacio que no disponía siquiera de calefacción. Alex tenía que trabajar con unos guantes con los dedos recortados. Instaló su laboratorio en una fría estancia que antaño había sido un taller de carpintero, aunque lo único que quedaba de aquello eran unos bancos de madera, que se ajustaban muy bien a sus necesidades. Tras enchufar cables y regletas, conectó los ordenadores y máquinas unos tras otros, temiendo que de un momento a otro saltara el diferencial, cosa que no llegó a ocurrir. Satisfecho por disponer de la energía que le hacía falta, se dispuso a ordenar tubos, probetas y bandejas como solía en su antiguo laboratorio.
Sam bajó al sótano y lo observó mientras trabajaba.
—Qué mal rollo da este sitio, tío.
—Bueno, tiene un aire especial, ¿verdad? Nos irá bien.
—¿Para qué? ¿Cuál es el plan?
—¿Quién sabe cuánto tiempo tendremos que estar aquí? No me puedo quedar mano sobre mano. Hay mucho trabajo por delante: tengo que averiguar cómo funciona la Apoteosis, cómo interactúa con el cerebro. En realidad, no puedo hacer todo ese trabajo con esta instrumentación, aunque sí una parte.
—Eres un yonki del trabajo —puntualizó Sam—. Yo estoy encantado de haber dejado la universidad y haberme puesto a otra cosa.
—Tú tampoco te vas a quedar mano sobre mano, Sam. Tengo muchos planes para ti.
—Ya he estado explorando servidores de todo el mundo en los que podemos poner a resguardo nuestro sitio web. Cuando nos lo cierren en uno, lo alojaremos en otro. Siempre estaremos un paso por delante.
—Por este tipo de cosas te quería en el equipo, tío.
—¿Alex, cuándo vas a contarme, o a contarnos, lo que quieres hacer?
Alex suspiró. Había llegado el momento de airear las ideas que se acumulaban en su mente. Él era científico, no predicador. Lo novedoso de ese rol le sentaba como un traje mal cortado.
—¿Te gusta el mundo en que vivimos, Sam? ¿Te sientes orgulloso de toda la crueldad, la codicia, el egoísmo y la violencia que nos rodean? ¿Cómo te hace sentir que los niños crezcan persiguiendo objetivos diseñados al milímetro por las agencias de publicidad? La sociedad occidental se fundamenta en valores vacíos. Es amoral. Somos un barco a la deriva. Si alguien viene a argumentar que no estamos tan mal, que exagero, le preguntaré sobre el resto del mundo. En los lugares del planeta azotados por la auténtica pobreza, donde no puede hablarse ya de decadencia como tal, se testimonia más claramente hasta qué punto las vidas de la gente son fútiles. La humanidad necesita desesperadamente orientación espiritual.
—Para eso está la religión, ¿no?
—Sí, tienes razón. Pero las religiones apenas consiguen nada. Es como poner una tirita sobre un corte profundo. Las religiones dan normas de conducta, pautas sencillas y fáciles de entender. «No harás esto, no harás lo otro». Y para ello se aferran a un concepto abstracto de Dios y del cielo que induce a los creyentes a respetar esas reglas. ¡Pero con eso no basta! Desde la noche de los tiempos, apenas un puñado de místicos han sabido comprender a nivel intelectual y también visceral la enormidad de dos verdades absolutas. Número uno: Dios existe. Número dos: la vida eterna existe. La Apoteosis es como un suero de la verdad. Todo el que la prueba vive la experiencia más sagrada de su vida. La Apoteosis deja a un lado la palabrería y nos entrega directamente la verdad, lisa y llana.
—Estoy de acuerdo en todo lo que dices, pero ¿qué quieres que hagamos al respecto? ¿Quieres que todo el planeta tome Apo?
—Eso sería maravilloso, aunque muy difícil de llevar a la práctica. Pero por ahí van los tiros.
—¿Entonces?
—Creo que podríamos ayudar al género humano a reencontrar su camino espiritual si al menos un porcentaje de personas adultas, por reducido que sea, prueba la Apoteosis. Con eso bastaría para provocar un cambio permanente en el statu quo. Aunque no sé aún cómo conseguirlo.
—¿De dónde va a salir toda esa droga? —preguntó Sam con escepticismo.
—No estoy seguro. Mi amigo el mexicano debe de estar ya sintetizándola a toda máquina. Y otros seguirán su ejemplo. Las ganancias allanarán el camino a los profetas.
—Okey, así que repartimos la droga por ahí y conseguimos que una buena cantidad de gente la consuma. ¿Qué ocurrirá entonces?
—Todo esto es teoría, claro está. Creo que entonces obtendríamos una masa crítica de espiritualidad lo suficientemente grande como para destruir las degeneradas bases de nuestra civilización, sus peores trampas. Todo se vendría abajo. Encontraríamos una forma de vida más sencilla y pura.
Sam se rió nervioso.
—¿No te parece que se armaría una buena, tío? Caos, destrucción, muerte. El hundimiento de la civilización me hace pensar en campos sin labrar, fábricas cerradas a cal y canto, centrales eléctricas que no producen electricidad… Sería meterse en una especie de pocilga postindustrial. Una Edad Media del siglo XXI.
—Sí, habría caos y muerte. Pero estás entendiendo, incorrectamente, la muerte como algo negativo. Hemos de acabar con ese concepto. Nuestra vida sobre la tierra es transitoria. Todo el mundo está de acuerdo en eso. El hecho de morir es una transición, un puente que hay que cruzar entre el mundo físico y el espiritual. La muerte no tiene nada de malo. No hay nada que temer en ella. Eso es lo que nos enseña la Apoteosis.
Sam se removió, incómodo.
—No sé, tío. Todo esto me parece un poco radical.
—Antes de conocer la Apoteosis habría coincidido contigo. Pero la perspectiva sobre las cosas cambia de manera sustancial, ¿no te parece? Donde tú oyes «muerte» yo oigo «liberación». Tú dices «Edad Media», yo digo «Ilustración». Un mundo en el que proliferase la Apoteosis sería definitivamente más primitivo tecnológicamente hablando pero no sería «oscuro» como el del Medievo. Quizá elegiríamos vivir vidas más sencillas, con arreglo a la moral, dejando de lado las guerras, olvidando las disputas por asuntos intrascendentes y preparándonos para la inevitabilidad de una vida eterna en la gracia de Dios.
Alex captó la incredulidad en la joven mirada de Sam.
—Vamos, Sam. Salgamos afuera.
Cogieron los abrigos y salieron. La nieve crujía bajo sus pasos. Se acercaron hasta el borde del acantilado: a sus pies la marea baja había dejado al descubierto treinta metros de playa cubierta de rocas. Una escalera labrada de piedra bajaba hasta la arena. La escarcha cubría en ese momento los escalones, estrechos pero parejos y bien tallados. Los dos hombres bajaron cuidadosamente hasta la playa, donde buscaron una piedra plana y seca y se sentaron a contemplar las olas. Alex había decidido aparcar su discurso, guardar silencio y dejar que hablase el poder de la naturaleza. Allí se quedaron ambos, codo con codo, viendo la marea subir.
—Creo que voy a poner toda la carne en el asador. Treinta días. Un mes será suficiente para cambiar el mundo por toda la eternidad. Va a dar inicio la cuenta atrás.
Esa noche, después de cenar, Alex reunió a sus seguidores en el salón. Se mostró relajado y seguro de sí, copa de vino en mano. Jessie estaba sentada junto a él y le dedicaba una tras otra amorosas miradas.
Antes de hablar con Sam esa mañana, se agolpaban en su cabeza muchas ideas que necesitaba sacar a la luz. Pero al oírse a sí mismo verbalizarlas ante el joven se sintió alentado. No parecía que sonaran como el disparate de un loco. En su boca las palabras eran comedidas, racionales, razonables. ¡Él era capaz de hacer algo así! Había llegado el momento de salir al centro de ese escenario que él mismo había construido gracias a su ciencia.
¿Un escenario? ¿O era más bien un púlpito? Se dedicó una sonrisa a sí mismo. No eran lugares tan distintos, después de todo.
—Bien, amigos míos —comenzó a decir—. Creo que es hora de que os informe sobre algunas de las ideas que he tenido. Son grandes ideas, ideas valientes quizá. Pero no se verán materializadas en acciones sin vuestra ayuda. Vosotros sois la vanguardia de la Cruzada por la Paz Interior. Por cierto, ¿no os parece un poco grandilocuente el nombre? —preguntó, riendo—. Creo, no obstante, que estaremos a la altura, no os preocupéis.
Alex comunicó al resto del grupo el mensaje que antes había escuchado Sam. Mientras hablaba estudió los rostros de todos, los comentarios al aire, los suspiros, a la busca de indicios de comprensión, aprobación o reticencia. Concluyó que, en el mejor de los casos, había de todo. Aquellas eran personas buenas que querían hacer cosas buenas. No habían encajado del todo bien aquella propuesta de convertirse en los agentes de una gran perturbación social que traería quizá la desesperanza. Antes de presentar su plan paso por paso y sus intenciones últimas debía convencerlos, eliminar hasta la menor duda, como un vendedor a la caza de cerrar un negocio.
—Antes de continuar —añadió Alex en tono severo—, quiero contaros algo. Es sobre Thomas Quinn. Todos conocisteis la noticia, todos hablamos sobre ello. Su asesinato… Espero que vuestra opinión sobre mí no cambie, pero habéis de saber que yo estaba allí. —Alex esperó un instante y escuchó a la gente tragar saliva—. No fue un asesinato. Fue un suicidio.
Según Alex, Thomas le había confesado su consternación por una relación fallida. Había luchado con uñas y dientes contra la depresión. Tras una llamada telefónica que terminó en llanto, Alex se preocupó tanto que salió del laboratorio y acudió a toda prisa a su casa, en New Hampshire. Lo encontró tirado en el suelo de su dormitorio, inconsciente, con una aguja clavada en el brazo y un vial de cloruro de potasio en la cómoda. No tenía pulso pero su cuerpo estaba aún caliente. Trató de reanimarlo pero sabía que se había ido para siempre. Como médico, estaba más que seguro.
—No me odiéis por lo que estoy a punto de contaros —pidió Alex a su audiencia—. Tomé en ese momento una difícil decisión. Quise extraer algo positivo de ese paso dado por Thomas. Sabéis que obtuve el compuesto Uróboros, la Apoteosis, a partir de mis estudios sobre el cerebro de animales en estado de anoxia. Ese día tuve la oportunidad de comprobar si el cerebro humano generaba también ese compuesto en el momento de la muerte. No llamé a urgencias. No tenía sentido. Le quité a Thomas la aguja del brazo, la lavé en el lavabo y con ella le extraje una muestra de líquido cefalorraquídeo.
Jessie y Erica rompieron en sollozos.
—Pero ¿estaba muerto, verdad? —preguntó Davis.
—Había cruzado irremisiblemente el umbral de la muerte, sí —respondió Alex.
—Yo no considero entonces que hicieras nada malo —enfatizó Steve Mahady—. Si estaba muerto, estaba muerto. Tú eres médico, lo sabes.
—Gracias, Steve. Valoro mucho esa opinión. Obviamente, no podía dejarlo ahí tras el procedimiento, así que metí el cadáver en mi coche y lo dejé en un lugar donde alguien lo encontrase. Luego procesé el valiosísimo líquido y di con el compuesto Uróboros. Sin Thomas, la Apoteosis no existiría.
Alex clavó en el suelo una mirada culpable y comenzó a llorar calladamente. Jessie se levantó y lo abrazó, lo besó y le preguntó si se encontraba bien. Los demás la imitaron y tranquilizaron a Alex asegurándole que seguían queriéndolo y apoyándolo. Joe se limitó a encogerse de hombros y musitó que no conocía al tipo que había muerto pero que no le parecía que lo que Alex había hecho fuera algo gravísimo. Todos los días moría gente.
Alex dio las gracias a todos y pidió que se sentaran.
—La historia continúa. Tenéis que saber que yo mismo probé el compuesto aislado directamente del líquido cefalorraquídeo de Thomas. Jessie, tú también lo probaste, aunque te oculté su origen. Y ese compuesto es muy distinto a la Apoteosis que todos los demás habéis tomado.
—¿Cómo es? —preguntó Sam.
—Es mucho más potente. La experiencia es más intensa, más plena. La Apoteosis sintética que habéis probado vosotros es increíble, pero el compuesto natural va más allá. Elimina cualquier duda, por mínima que sea, de que Dios está ahí, esperándonos junto a nuestros seres queridos. Yo la llamo Apoteosis Total. Me encantaría que existiera alguna forma de que la probarais. Solo entonces valoraréis en toda su escala la misión en que nos hemos embarcado y solo entonces os convenceréis de que el fin justifica completamente los medios.
Sam cayó entonces en la cuenta de lo que Alex trataba de decir, antes de que el mensaje llegase a los demás.
—Dios santo, Alex —dijo en voz baja—. Para eso quieres el laboratorio del sótano.
Melissa Cornish levantó la mano y luego se puso en pie, en toda su altura. Le temblaban los labios y hablaba a trompicones.
—Ginny Tinsley era amiga mía. He pensado mucho en lo que hizo después de tomar Apoteosis. Yo también he pensado en dar ese paso. Siempre que la tomo veo a mi madre. Yo tenía quince años cuando el cáncer se la llevó. La echo de menos todos y cada uno de los días. Soy feliz cuando la veo al otro lado del río. Mi única pregunta, Alex, es: ¿dolerá?
—Será como si te quedases dormida, te lo prometo. Y cuando te despiertes estarás al otro lado, en brazos de tu madre, para siempre.