Alex empezó a comportarse con una cautela que orillaba la paranoia. Pasó el vuelo de vuelta temiendo que Cyrus O’Malley estuviera esperándolo en el control de aduanas. O en la terminal de llegadas. O en su casa. Pidió a Jessie que lo recogiera en la terminal E del aeropuerto Logan y que metiera una bolsa con ropa en el maletero. Mientras recogía sus cosas, antes de desembarcar, pensó nostálgicamente que jamás volvería a pisar su casa. Pero no le importaba.
Jessie esperaba en la terminal de llegadas, ataviada con una voluminosa bufanda morada y con una eléctrica sonrisa plantada en la cara. Alex la abrazó con tanto ímpetu que le cortó la respiración. Ella se zafó de sus brazos entre risas y se dispuso a saludar a Joe con hospitalario gesto de bienvenida.
—Así que esta es tu chavala —dijo Joe besándola en la mejilla—. ¿Qué haces con un julay como este? —preguntó, con ganas de incordiar.
—No tengo ni idea de lo que es un julay… —replicó ella dulcemente—. Pero le quiero.
—No te preocupes —añadió Joe, echándose al hombro su macuto—. Cada palo que aguante su vela… Bueno, a ver, ¿quién me enseña Estados Unidos?
—Primero quiero enseñarte mi laboratorio —propuso Alex.
—Alex, tengo que darte una cosa —dijo Jessie cuando subieron al coche, entregándole un sobre—. De parte de Arthur Spangler.
—¿Está bien? —preguntó Alex.
—Está muerto —contestó—. Su hermano encontró esta carta en su bolsillo. Está dirigida a ti.
Alex desdobló la nota manuscrita y leyó:
Weller: Pensé que debía tomar la precaución de escribir esto en caso de que se me fuera la mano. Como científico que eres, debes conocer esta información. Me he hecho en la calle con una buena cantidad de Apoteosis y he estado experimentando con dosis cada vez más altas para tratar de conseguir un efecto más intenso. Con 3 mg viajé un buen rato, pero no experimenté mejoras sustanciales. De un modo u otro cruzaré ese maldito río. Hoy voy a multiplicar por diez la dosis usual: 5 mg. Si no despierto, podrás concluir cuál es la dosis letal. ¡Abrazos! Art.
Alex volvió a doblar la hoja de papel y se la metió en el bolsillo de la chaqueta.
—Voy a echarlo de menos —sentenció—. Pero me alegro por él.
Alex condujo desde el aeropuerto hasta la facultad de Medicina, entró en el callejón de detrás de su edificio y detuvo el coche ante el muelle de carga. Eran las nueve de la noche y no había ni un alma. Entró con su tarjeta de identificación y guió a Jessie y a Joe por la escalera de incendios hasta la planta donde se encontraba el laboratorio. Por suerte, todos los laboratorios del pasillo estaban vacíos, así que podrían trabajar en paz. Entraron en un almacén y se hicieron con unos cuantos carritos con ruedas.
Alex empezó a dar vueltas por su laboratorio señalando ordenadores, columnas para cromatografía líquida, tubos y probetas. Joe y Jessie se dedicaron obedientemente a desenchufar y apilar aparatos, hasta que no cupieron más en los carros. Alex vació su escritorio y recogió sus cuadernos y los dos nuevos frascos del pentapéptido que habían llegado desde México. En diez minutos habían terminado.
En menos que canta un gallo estaban de nuevo en el coche, alejándose del centro de la ciudad en dirección a la autopista. Joe iba detrás, rodeado de máquinas.
Pasadas las doce de la noche, salieron de la carretera 95 a la altura de Bangor, en el estado de Maine, y tomaron una carretera secundaria. Joe roncaba en la parte de atrás. Jessie acariciaba y masajeaba a Alex sin descanso para que no se durmiera.
Después de un rato vislumbraron un cartel que decía LUCERNE-IN-MAINE. Ese topónimo caprichoso y alegre les confirmaba que iban por buen camino. A la media hora tomaban el desvío a Ellsworth, rumbo a la abrupta costa.
Jessie leía las indicaciones que había redactado Erica y le señaló a Alex que girase justo tras un buzón cuyo lateral decía PARRIS, descuidadamente escrito en pintura blanca. El coche avanzó alrededor de medio kilómetro por un sinuoso camino de tierra hasta que tras una curva apareció una imponente mansión de madera. Alex apagó el motor ante la puerta de entrada y declaró: «Ya estamos aquí».
Alex fue el primero en salir del coche. Se sintió de inmediato bombardeado por sonidos y aromas maravillosos. Las gaviotas graznaban en el cielo y muy cerca las olas se rizaban sobre sí mismas antes de romper contra las rocas. El gélido y límpido aire olía a sal. Trató de sacar las cosas del coche en la oscuridad. En la segunda planta de la casa se iluminó una ventana y, a los pocos momentos, Erica abrió la puerta y los saludó.
Joe se despertó dando un respingo, anunció que tenía que mear y se dispuso a ello contra una de las ruedas traseras del coche.
—Aprenderás a quererlo —le aseguró Alex a Jessie, tomándola de la cintura.
La casa, situada a las afueras del pueblo de Bar Harbor, pertenecía a los padres de Erica, que pasaban todos los veranos allí. Había sido el hogar familiar desde hacía generaciones. Sobre la entrada porticada pendía un cartel de madera labrada que rezaba: BIENVENIDOS A HIGH CLIFFS.
Erica iba en pijama. Abrazó a Alex y a Jessie e invitó a todos a entrar: era la casa más bonita que Alex hubiera visto en su vida. Se sintió cómodo desde el primer momento. «Gran lugar para poner en marcha algo importante», reflexionó.
La casa tenía unos ochenta años y veinticuatro habitaciones en total. Se había construido en un tiempo en que belleza y gracilidad iban de la mano. Ambas cualidades habían quedado impresas tanto en la sencilla ebanistería, en cálidas maderas que mostraban los anillos de crecimiento de los árboles, como en la escalera, que se desplegaba como las alas de un ave. El vestíbulo de entrada y las habitaciones aledañas eran enormes y estaban repletas de muebles de época que destilaban una elegancia informal, propia de residencia veraniega junto al mar. Frente a ellos se abría una gran sala que se extendía a todo lo ancho de la casa, con varios juegos de sillas y sofás de gruesos cojines, así como un viejo piano Steinway en uno de sus extremos. En el otro había una chimenea de piedra, tan grande que en el hogar cabían tres personas sin agacharse. Cubría la mayor parte del suelo la alfombra persa más grande que Alex hubiera pisado jamás.
—Qué casa tan bonita, Erica. Gracias por tu amabilidad —dijo Alex.
—¿Tendrán algo de beber? —le susurró Joe a su hermano.
—Te pondrán algo, no te preocupes —contestó este.
—¡Tenemos de todo! —exclamó Erica, que lo había oído—. Por aquí están la cocina y la despensa. Sírvete tú mismo.
—Creo que este sitio me empieza a gustar —prorrumpió Joe guiñándole un ojo a Erica.
Erica anunció que iba a subir a despertar al resto y Alex no se lo impidió. El momento lo merecía, pensó. Había que hacerlo notar con palabras. Sería una pena esperar a la mañana siguiente.
Diez minutos después ya estaba todo el mundo en la gran sala, inaugurándose así una soñolienta pero alegre reunión. Estaba presente el núcleo duro de la Sociedad Uróboros, todos aquellos que Alex quería a su lado.
Ahí estaba Davis Fox, en un cómodo albornoz de felpa. Sam Rodríguez compartía cuarto con Erica: traía vaqueros, camiseta y una sonrisa de oreja a oreja. Melissa Cornish, que medía casi metro noventa, llevaba puestos unos viejos pantalones de baloncesto. Melissa, de joven, había jugado en la liga universitaria con la Universidad de Massachusetts; Alex la había conocido hacía tiempo en la pista cubierta. Enseñaba Derecho Penal en la Universidad Northeastern y pertenecía a la Sociedad desde sus inicios. Por su parte, a Vik Pai le había dado tiempo a ponerse unos chinos y una camisa blanca de vestir, y hasta se había afeitado. Era un tipo bajito pero robusto, con un aire a actor guapo de Bollywood. Era otro de los veteranos, estudiante de posgrado desde hacía un tiempo en la facultad de Teología de Harvard, y le interesaba mucho la visión que las distintas culturas daban de la muerte y el más allá. Los dos últimos eran Steve Mahady y su novia. Steve era profesor de ciencias en la Boston Latin School: un hombre peludo como un oso y de espesa barba, que llevaba cuatro años acudiendo a los simposios. Jamás había faltado y era probablemente el más leal a Alex. Su novia Leslie era una reservada analista de sistemas que trabajaba para Verizon, una mujer entregada completamente a su pareja, de la que rara vez se separaba un palmo.
Alex presentó con orgullo a su hermano Joe, que se hizo querer desde el principio, repartiendo cervezas a quienes las aceptaran.
—Sé que es tarde —comenzó a decir Alex—, pero quería contaros algo cuanto antes. Os he convocado a todos, uno por uno, y todos aceptasteis. Os quiero para este viaje y habéis respondido. Habéis dejado vuestro día a día para venir aquí sin siquiera saber a qué. Esa lealtad significa mucho para mí. Sé, no obstante, que vuestra lealtad no es hacia Alex Weller, sino hacia nuestra experiencia compartida. Todos hemos probado la Apoteosis, ¡gracias, Erica, por darle nombre! Todos nos hemos sentido conmovidos por ella. A todos nos ha cambiado. Y entendemos que esa experiencia colectiva ha sido decisiva no solo para nuestra vida, sino para las vidas de quienes nos rodean. Tenemos una responsabilidad. Vosotros lo sabéis y yo también lo sé. Es responsabilidad nuestra compartir nuestro conocimiento para beneficio de los demás. La vida eterna existe. Hemos puesto punto final a milenios de debates, especulación y fe ciega. Tenemos pruebas. Y sabemos que existe un Dios, un Dios de algún tipo. Estamos obligados a compartir la tranquilidad que nos aporta esa certeza y la alegría inmensa de saber que no vagamos abandonados a nuestra suerte por el universo. Así pues, esta noche, amigos y amigas, os anuncio oficialmente que nuestro pequeño grupo de exploradores de la verdad y mensajeros de la verdad, reunido aquí hoy, palpitará en el corazón de un nuevo movimiento. Un movimiento que estremecerá el mundo y lo cambiará para siempre. La humanidad dejará de regirse por miedos, preocupaciones, envidias, futilidades y mezquindades. En nuestra mano está abrir a la gente la puerta a un nuevo plano de conciencia en el que reinan principios más elevados. Esta noche, nuestra humilde Sociedad Uróboros se convierte en algo mayor, grandioso, global. Esta noche nace la Cruzada por la Paz Interior y vosotros y vosotras, amigos y amigas, sois sus miembros fundadores. Brindemos y bebamos por nosotros, ¡por la Cruzada por la Paz Interior! Espero que os guste el nombre. No se me ocurrió otro mejor.
Bebieron y charlaron emocionados durante unos minutos, hasta que Sam decidió tomar la palabra.
—Alex, tengo una pregunta, por cierto. ¿Has traído más Apo?
Alex rió.
—Traigo Apo para parar un tren, Sam.
La mayoría tomó Apoteosis esa noche. La casa no revivió hasta última hora de la mañana, cuando la gente comenzó a reaparecer por la planta baja poco a poco.
Alex se despertó junto a Jessie en el dormitorio principal, situado en una de las esquinas de la primera planta. Cantaban las gaviotas, se escuchaba el rumor del océano y la luz inundaba la habitación. Salió de la cama con cuidado de no despertarla y se acercó a las ventanas. La escena era sobrecogedora: a sus pies, el jardín cubierto de nieve se extendía hasta un acantilado cortado a pico. Más allá, las grandes olas golpeaban contra las rocas de la playa y lanzaban nubes de espuma. El mar se hinchaba y deshinchaba hasta el horizonte, donde parecía fundirse con un cielo neblinoso. Las gaviotas flotaban en el aire no lejos de la ventana y observaban fijamente a Alex. Este trató de distinguir la línea de costa desde otra ventana, pero solo se veían los oscuros pinos del bosque que rodeaba la casa.
Se vistió y bajó por la espectacular escalera, deslizando la palma por el suave pasamanos de caoba, pulido por generaciones de niños jugando a tirarse como por un tobogán.
La casa cobraba vida. En el comedor, Sam y Leslie trabajaban en sus portátiles. En la cocina, Erica, Davis y Melissa hacían huevos revueltos. En el salón, Joe preparaba un fuego, haciendo las delicias de Pete y Vik con anécdotas sobre lo divertido que es desactivar explosivos caseros.
Alex saludó a todo el mundo, intercambiando abrazos y besos aquí y allá, camino de la cocina. Se sirvió un tazón de café gigantesco y quiso hablar con Erica en privado.
—Esta casa es impresionante. Gracias.
—Me alegro de que te guste.
—¿Es segura? ¿No aparecerán tus padres de improviso?
—Están pasando el invierno en España. Tenemos la casa para nosotros solos.
A continuación, Alex fue a buscar a Sam y Joe, les pidió que cogieran sus abrigos y salieron por las puertas correderas del salón al porche de la parte de atrás de la casa, que rodeaba todo el edificio. El sol despuntaba entre las nubes y el aire parecía entibiarse. Si las sillas y mecedoras de madera no hubieran estado enterradas en una gruesa capa de nieve endurecida, se habrían sentado a disfrutar de las vistas. Pero se quedaron de pie junto a la baranda, maravillados, elevando la voz para poder oírse unos a otros por encima del estruendo de las olas.
—Espectacular, ¿no os parece? —dijo Alex.
—Impresionante —coincidió Joe.
—¡Mirad allí! —indicó Sam señalando un pequeño archipiélago cubierto de pinos en mitad de la bahía Frenchman—. Erica me ha dicho que esas son las islas del Puercoespín Calvo. Y aquello de allí es el islote del Huevo. Cómo molan esos nombres. En el Bronx no te encuentras nombres así.
—¿Cuándo llegasteis? —preguntó Joe.
—Hace un par de días. No hemos salido de la casa. Hay que mantener un perfil bajo. Hemos estado esperando órdenes del pez gordo —argumentó, señalando con el dedo al pecho de Alex.
Alex rió entre dientes.
—No me habían llamado nunca pez gordo.
—Pues acostúmbrate, tío —dijo Sam—. Me da que dentro de poco te va a conocer mucha gente.
—Y a mí me da que tú sabes bastante bien adónde quiero ir a parar con todo esto, Sam. Por eso quería hablar contigo y con Joe de tú a tú. Tengo grandes planes, es cierto. Si las cosas salen como espero, este movimiento va a crecer mucho y muy rápido. Así que, aunque nuestro grupo sea pequeño, necesitaremos organización y jerarquía. Ahí entráis vosotros dos. Quiero que seáis mis lugartenientes. Mi brazo derecho y mi brazo izquierdo.
—Lo que tú quieras, Alex —aceptó Joe, encogiéndose de hombros.
Pero Sam se mostró inquisitivo.
—Y ¿por qué yo? Soy nuevo. ¿Por qué confías en mí?
—Llámalo instinto. Me caíste bien y me inspiraste confianza desde el día en que nos conocimos. Eres inteligente y tienes carisma. Quiero que me ayudes con nuestra imagen. Tenemos que estar en internet. Tenemos que comunicarnos. Tú abrirás camino en ese aspecto.
—Claro, Alex. Yo me encargo.
—Y tú, hermano mío, mi guerrero. Te necesito para dirigir la seguridad. Más pronto que tarde estaremos en busca y captura. Nos darán caza. Tendrás que garantizar que sobrevivamos el tiempo necesario para hacer nuestro trabajo. ¿Te ocuparás?
—¿Segurata mayor del reino? Sí, claro. Nací para eso.
Alex se relajó y se permitió esbozar una sonrisa de satisfacción.
—Ya podemos ponernos a trabajar en serio, entonces —anunció alzando la voz sobre la espuma rompiente—. Por Dios, me encanta el mar —dijo echando los brazos por encima de los hombros a los otros dos hombres—. Vamos a entrar, a ver si alguien quiere un poco más de Apoteosis.