Dos días más tarde, Alex llegaba a Londres, aún soñoliento por la noche en blanco durante el vuelo entre Boston y Heathrow. Viajaba ligero de equipaje, apenas con una mochila y un par de mudas.
Se encontraba ante una puerta que necesitaba urgentemente una capa de pintura. Tocó varias veces el timbre para después golpear con el puño. Era un apartamento pequeño. Aunque Joe estuviese durmiendo, el escándalo lo habría despertado. Decepcionado, probó a llamarlo por teléfono.
—¿Sí? —respondió una voz espesa y adormilada.
—¡Joe, abre la jodida puerta!
—¿Alex?
—Sí, soy yo.
—¿Qué quieres decir con que abra la puerta?
—¡Estoy en la puerta de tu casa, tío!
—¿Dónde?
—¿En dónde va a ser? ¡En Hackney!
—¿Qué cojones haces en Hackney?
—¡He venido a verte, imbécil! ¡Abre la puerta!
—Pues no va a poder ser, colega. Estoy en casa de mi novia, en Wapping. ¿Qué te parece?
Una hora después, Alex estaba frente a la puerta correcta. Joe no se había afeitado y seguía medio grogui, con el pecho al descubierto y los pantalones del pijama medio caídos. Dejó el café con gesto cansado, abrazó a su hermano y lo invitó a entrar.
—Michelle no está, tío. Ella tiene un trabajo de verdad.
Alex parpadeó ante el resplandor del sol que inundaba la estancia a través de las enormes ventanas.
—Joder, Joe, ¿a qué se dedica?
Era un apartamento moderno y sobrio, forrado de maderas de abedul de arriba abajo y con unos ventanales desde los que se divisaba el Támesis y el puente de la Torre.
Joe se rascó el torso peludo y rió.
—Es abogada. Qué hago yo con una puñetera abogada, dirás, ¿verdad?
—¿Sabe ella que tú eres un psicópata? —preguntó Alex.
—Sí, ya lo sabe. Me tiene vigilado. Creo que antes de lo que parece estaré de vuelta en mi agujero de Hackney. ¿Qué puñetas haces aquí?
—Ya te lo he dicho. He venido a verte.
—No sé por qué, pero algo me huele a chamusquina. Ya te sonsacaré… Mientras, tómate un café y disfruta de las vistas.
Sobre todo habló Joe. Contó cosas del ejército. Lo habían destinado tres veces a Irak y otras tres a Afganistán con el regimiento 11 DOD. Había gastado ya la mayoría de sus siete vidas como sargento primero en el cuerpo de artificieros. Lo había visto todo, lo había hecho todo. Amigos suyos habían muerto a manos de francotiradores o al pisar una mina. Le enseñó a Alex fotos de Helmand que guardaba en el móvil: allí las carreteras, los edificios, los hombres, todo tenía el color de la arena.
—Ahí estoy yo, tirado en el suelo, borracho como una cuba, en mi última noche allí. Se acabó, Alex. He pagado todas mis putas deudas.
—¿Y ahora qué? —preguntó su hermano.
—Vivir de gorra junto a una rica dama es un buen comienzo, ¿no te parece?
En Londres hacía mejor tiempo que en Boston y a Alex le apeteció dar un paseo. Joe aceptó, siempre que el destino final fuera un pub.
Pasearon a lo largo del río de aguas color pizarra, azotadas por el incesante viento. Joe conocía esa zona de la ciudad mejor que Alex, aunque solo porque a su nueva chica le gustaba caminar y era aficionada a la historia de la ciudad. Bajaron por St. Katherine’s Way en dirección a la catedral de San Pablo. Joe señalaba con el dedo y hablaba, como un auténtico guía turístico.
—¿Ves aquello? —preguntó, indicando un elegante velero de tres palos atracado en el puerto de St. Katherine—. Es el Great Turk, todo un buque de guerra. ¿Bonito, eh?
Joe describió con admiración algunos de los yates privados que había en el puerto y divagó sobre las ventajas que el mar tenía sobre el desierto.
Siguieron entonces por Wapping High Street, que seguía con trazo suave el curso del río.
—Todo esto de aquí —explicó Joe abarcando con el brazo varios edificios modernos— eran en el siglo XVI burdeles llenos de putas y marineros. Un lugar sucio. Yo me habría encontrado como en casa, probablemente. —Y un poco más al oeste, frente a las oficinas de News International, dijo—: Y aquí es donde se imprime The Sun, ¿lo sabías? A papá le habría encantado. Habría dejado una vela en la puerta.
—Creo que también es donde se hace The Times.
—En ese no salen tetas —despreció Joe.
Por fin, llegaron a su destino, un estrecho callejón conducente a unas viejas escaleras de piedra que bajaban a la orilla sembrada de rocas del Támesis. El pub The Town of Ramsgate había sido escenario de acontecimientos históricos más espectaculares que aquel encuentro entre dos hermanos. La captura del sanguinario Lord Jeffreys, el Juez Ahorcador, durante la revolución incruenta de 1688; los convictos con destino a Australia encadenados en las bodegas de los barcos, a la espera de un penoso viaje… El local estaba decorado con efectos navales. No había nadie. Era de agradecer esa tranquilidad, justo antes de la hora punta del almuerzo. Se llevaron dos pintas a una mesa junto a un rincón.
—¿Ves a la tía Peggy? —preguntó Alex. La fría tía Peggy, hermana de Dickie, que los había criado, aunque siempre a regañadientes.
—No. ¿Y tú?
—Le envío tarjetas por Navidad. Poco más.
—¿No te parece que podrías ir contándome a qué has venido? —inquirió Joe.
—Quiero que te vengas conmigo a Estados Unidos.
—Ya te dije que no una vez. ¿No te valió?
—Te voy a decir por qué quiero que vengas.
—Adelante.
—He descubierto algo importante.
Joe dio un par de tragos a la cerveza.
—No me sorprende. Eres un tipo listo, Alex. Si te pudres de dinero con ello, me encargaré de tu seguridad.
—El dinero no me interesa.
—No, claro. Venga, suelta ya la lengua, joder —exhortó Joe con impaciencia.
En voz baja, Alex le contó todo a su hermano, sin mencionar los asesinatos. Describió los viajes de Apoteosis con un detalle exquisito, habló de su profundo efecto en la gente, del impacto que había tenido en él. Joe bebía más rápido que su hermano y lo interrumpió para ir a buscar otra pinta. Volvió a la mesa con gesto resignado.
—Sigue por donde ibas —pidió.
—Estaba a punto de contarte a quién vi.
—Vale. ¿A quién viste?
—A papá.
—¿Cómo está el viejo Dickie?
—No me estás tomando en serio.
—Lo que me voy a tomar en serio es esta pinta.
Alex dio otro trago a la suya para seguirle la corriente.
—Quiero que la pruebes.
—Ni de coña —se carcajeó Joe.
—No te lo vas a creer, Joe. Te cambiará la vida.
—No quiero que me cambien nada. Me gusta la vida que llevo.
Alex sacó un cartucho de papel rojo del bolsillo.
—Por favor.
—¿Has traído droga en el avión, Alex? ¿Estás loco?
—No se parece a ninguna otra cosa. ¿La vas a probar?
—¡No! A mí me gusta la cerveza. Fumo de vez en cuando, pero eso es todo. No me van las cosas raras. Mira, espero que no hayas venido solo para esto. Porque te habrás gastado un montón de pasta solo para que yo pueda mandarte a la mierda cara a cara.
Pasaron juntos todo el día y Alex se echó una siesta en el moderno sofá del apartamento de Michelle. Antes de que esta regresara a casa, Alex trató de sacar el tema de la Apoteosis de nuevo, pero su hermano volvió a enviarlo a paseo. Esa noche, los tres salieron a cenar, cortesía de la abogada. Era una mujer agradable, pensó Alex, pero no había mucha química entre ella y Joe. Vivían en mundos distintos. Joe tenía razón. En nada y menos estaría de vuelta en Hackney.
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar, Alex? —preguntó Michelle.
—No mucho. Un día o dos.
—Puedes alojarte en casa —ofreció—. Si no te parece mala idea dormir en el sofá.
—Bueno, si no os parece mal, me quedaré en el apartamento de Joe. Está más cerca del lugar donde tengo mi cita de negocios.
—Te llevo —dijo Joe—. Es lo menos que puedo hacer.
Era ya tarde cuando Joe giró la llave de su apartamento de Hackney. Estaba todo patas arriba, con montañas de ropa sucia y recuerdos de una larga carrera militar esparcidos aquí y allá.
—Hay sábanas limpias en el armario, por si quieres hacerte la cama —indicó Joe.
—¿Tienes cerveza? —preguntó Alex.
—Yo siempre tengo cerveza —contestó, y sacó dos latas del armario—. La última de la noche. Tengo a una chica esperándome.
Charlaron un rato más y se terminaron las cervezas. Joe se dispuso a marcharse, aún sereno, pero Alex lo entretuvo, alargando la conversación, recordando los viejos tiempos oscuros, tras quedar huérfanos, cuando Joe le pegaba una paliza a cualquier chaval que se metiese con su flacucho hermano.
—Joder, tío —exclamó Joe—. ¿Cómo puedo estar tan borracho?
—¿Estás bien? —preguntó Alex, mirándolo como si fuera un bicho raro.
—Voy bien cocido —dijo con voz soñolienta.
—Túmbate un rato. Se te pasará —le aconsejó Alex.
Alex lo ayudó a acostarse y le quitó los zapatos justo en el momento en que caía inconsciente.
Arrimó una silla y se sentó junto a él, observando su rostro, comprobando su pulso, esperando a que regresara.
Michelle llamó al móvil de Joe un par de veces. A la tercera, Alex lo cogió y excusó a su hermano, diciendo que había bebido demasiado y se había quedado dormido. Ella rió y dijo que no todos los días tenía Joe la oportunidad de ver a su hermano Alex, que lo perdonaba.
Antes de una hora, Joe estaba de vuelta, parpadeando con una sonrisa.
Había gente que volvía del viaje hablando como cotorras, presa de una locuacidad incontrolable. Pero Joe era un tipo lacónico, de pocas palabras. Ni siquiera la Apoteosis había sido capaz de cambiar eso.
—Por Dios, Alex, me has metido la droga esa, ¿verdad?
—¿Estás enfadado?
—No. He visto a mamá. Se la veía acojonantemente feliz.
Alex sonrió.
—Estoy seguro de que lo estaba. ¿Vas a venir conmigo, Joe?
Él se incorporó, tembloroso.
—Sí, iré contigo.