31

La de Frieda Meyer era una hermosa casa colonial encajada en una pequeña parcela cubierta de árboles, en el barrio de Chestnut Hill, a cinco minutos a pie del campus del Boston College. Cyrus apenas había vuelto por el campus desde sus tiempos de estudiante. Después de todo, no era ex alumno: lo había dejado a la mitad. Sin embargo, le procuraba cierto placer acudir ahora en visita semioficial.

Había estado ensayando lo que diría cuando hiciese la llamada. Una secretaria le pidió que no colgara y momentos después rompía el silencio una voz familiar, con un asertivo acento alemán.

—¿Diga? Soy la profesora Meyer.

Cyrus se aclaró la garganta.

—Profesora, mi nombre es Cyrus O’Malley. Probablemente no se acuerde de mí. Fui alumno suyo hace veinte años.

—Un nombre interesante, señor O’Malley. Pero tiene usted razón, no lo recuerdo. ¿Estudió la carrera o el doctorado?

—La carrera.

—¿En qué puedo ayudarlo?

—¿Ha oído hablar de una droga a la que llaman Apoteosis?

—¿Apoteosis? ¿Es la que se supone que provoca alucinaciones en las que se aparece Dios?

—Correcto. Yo trabajo para el FBI, en la oficina de Boston. Esta droga, la Apoteosis, se ha convertido en un problema, como habrá podido comprobar.

—¿Qué tiene todo esto que ver conmigo, señor O’Malley?

—En mi segundo año de carrera tomé una asignatura que usted impartía, «Dos mil años de fe».

—Y sigo impartiéndola. Se matricula mucha gente porque es bastante fácil. Hay que ser muy torpe para sacar menos de notable.

—Por eso la cogí yo. Recuerdo que en el catálogo de asignaturas decía: «Dios perdona, la profesora Meyer también».

Ella rió de buena gana.

—Bueno, me alegro de que recuerde usted algo.

—¿Podría ir a verla y charlar con usted? Me gustaría entender mejor todo este fenómeno, desde el punto de vista religioso y de la psicología de masas.

—He de decir que me intriga mucho todo lo que he escuchado sobre la droga. Yo hablaría de visiones espirituales colectivas. Es muy interesante, sí. Podría ser divertido. Raramente tomo parte en asuntos tan de actualidad.

—Se lo agradezco. ¿Cuándo le viene bien?

—Pase por mi casa el miércoles, sobre las cuatro. A la hora del té, como es debido.

—Estupendo.

—¿Le importa si invito a un par de colegas? —preguntó—. Quizá haga más interesante la charla.

—¿Estás seguro de que puedo participar? —preguntó Emily mientras Cyrus aparcaba.

—Por supuesto. Ella también ha invitado a gente. Tú sabes más de todo esto que yo. Necesito una intérprete.

—¡Bueno, sé algo más pero no mucho! De todos modos, me interesa enormemente.

Cyrus llamó al timbre mientras Emily admiraba la casa de madera, pintada de amarillo claro, con postigos y puerta de color negro.

—¡Qué lugar tan bonito! —susurró ella.

Cuando Frieda Meyer abrió, Cyrus quedó momentáneamente mudo. En su recuerdo, Frieda era una atractiva mujer de mediana edad cuya larga cabellera ondeaba al viento mientras recorría el campus con paso atlético. La mujer que se encontraba ante él había dejado atrás la edad adulta y bordeaba la fragilidad. Tenía el pelo color plata peinado en un moño, pero su voz no había perdido un ápice de juventud y vigor.

—¡Buenas tardes! —saludó efusiva—. Entren. ¿Han llegado sin problemas?

—Sí, gracias. Hemos llegado bien. Profesora, esta es la doctora Emily Frost, una amiga. Es psiquiatra y también está muy interesada en la droga.

—Bienvenidos ambos. —La profesora escrutó el rostro de Cyrus—. Ahora que lo tengo frente a mí estoy completamente segura de que no lo recuerdo —dijo llanamente—. Pero qué importancia tiene. He tenido muchos alumnos.

Colgaron los abrigos y la siguieron al salón, que ocupaba en gran parte un gran piano de cola situado junto a un rincón. El resto de muebles se había dispuesto algo forzadamente para acomodar el instrumento, de modo que sofá y sillones quedaban algo apretados alrededor de una alfombra, como pequeño espacio de charla.

Había sentados tres hombres que se levantaron, y Meyer condujo a Cyrus y a Emily por el brazo como si fueran dos niños para presentarlos por turnos. Los presentes eran otros profesores del departamento de Teología. Uno de ellos era el rabí Paul Levin. Tendría más o menos la edad de Cyrus, iba muy bien afeitado y se tocaba con una pequeña kipá, sujeta con una horquilla. Walid Sharif era egipcio, de piel aceitunada y algo voluminoso. Andaba por la cincuentena y no cesaba de sonreír. Por fin, el padre Andrew Clegg, jesuita, superaba ampliamente la sesentena y hacía gala de una gran estatura, mata de pelo blanco y aspecto saludable.

Se sentaron e intercambiaron algunas trivialidades hasta que Meyer sirvió el té. A continuación, esta se sentó elegantemente en una de las sillas y señaló a Cyrus con una galleta en la mano.

—¿Sabe usted que su tocayo, el rey Ciro de Persia, era un tipo muy interesante? Fue uno de los líderes más tolerantes de la historia, un visionario. Cuando conquistó el Imperio babilónico, en 539 antes de Cristo, no quiso imponer a sus nuevos súbditos el panteón de dioses persas. Fomentó la reconstrucción de los templos antiguos e incluso invitó a los judíos a regresar a Judá para que rehiciesen su propio templo. Quizá esté usted destinado a propagar la tolerancia religiosa.

—No sabría qué decir a eso —respondió Cyrus tímidamente.

—¿Por qué no nos cuenta más cosas sobre esta droga llamada Apoteosis? Para ponernos en antecedentes.

Cyrus contó lo que sabía. Que se trataba de un péptido con estructura en anillo recientemente hallado por un neurólogo de Harvard en el cerebro de animales en el momento de su muerte, y que interactuaba con los receptores del sistema límbico del cerebro.

—La anatomía no es mi fuerte —aclaró Meyer—. ¿Qué es el sistema límbico?

Emily se aprestó a aclararlo.

—Es un grupo de estructuras que se sitúan en lo más profundo del cerebro y que controlan las emociones, la conducta, la memoria a largo plazo. En términos evolutivos tiene una enorme antigüedad. Los primeros mamíferos ya tenían sistema límbico. En ocasiones se lo ha considerado la «sede del alma».

El padre Clegg terció entusiasmado.

—Si no recuerdo mal, leí hace tiempo en un artículo de Scientific American que droga y receptor funcionan como una llave y su candado. No cuesta imaginar una droga con estructura circular encajando a la perfección en una cerradura de esa misma forma que se hallara en esa «sede del alma». Me hace pensar en el famoso «agujero divino». —Los profesores comentaron por lo bajo. Cyrus escuchaba desconcertado—. Es una expresión que hace referencia al vacío que existe en la conciencia de los no creyentes o de aquellos que han perdido la fe. Se diría que esta droga llena ese «agujero divino», metafóricamente hablando.

Levin se incorporó en su sillón.

—A mí me parece muy perturbador. Casi me asusta. Se trata de una imagen de lo divino inducida por una sustancia. No nace de la fe, sino de la química.

—A mí también me resulta perturbador —intervino Sharif—. Y eso lo hace fascinante. Ni siquiera sé por dónde empezar.

—¿Qué tal con «En el principio…»? —propuso Meyer, arrancando más de una sonrisa.

—Probablemente todos hayan leído que las alucinaciones de quienes la prueban son pasmosamente similares. La única diferencia significativa es la identidad de la persona que llama a la persona bajo los efectos de la droga, casi siempre un pariente o amigo fallecido. Esta es la parte que se me hace incomprensible —explicó Cyrus—. Necesito entender qué ocurre.

—¿Por qué ha de ser una alucinación? —preguntó Meyer.

—¿Sugieres que pueda ser real? —se mofó Levin.

—Frieda está intentando provocar, me parece —dijo Sharif.

—¿Eso crees? —preguntó ella—. ¿No podría ser esta la prueba que los filósofos llevan buscando tanto tiempo? ¿No podría ser esta la prueba de que la vida ultraterrena existe, de que Dios está en todos y cada uno de nosotros? Decidme que sí, oh, estimados colegas.

Levin rió entre dientes.

—De acuerdo, Frieda. Allá voy. Los rabís del primer siglo después de Cristo afirmaron que Dios era absolutamente incomprensible. Moisés fue incapaz de penetrar los misterios divinos. A ese mismo respecto, el rey David tiró la toalla y reconoció que era tarea fútil, pues Dios era demasiado para la mente humana. Los judíos tenían prohibido pronunciar su nombre, como recordatorio de que cualquier intento de comprender su esencia era inútil. El nombre divino se escribía YHWH y la palabra Yavé no se pronunciaba jamás leyendo las escrituras. Uno de los sinónimos más utilizados por los hebreos era Shejiná, derivado del verbo shakan, que significa «acampar». Es decir, dondequiera que los israelitas viajasen, Dios los acompañaba, estaba con ellos, en su propio campamento, dentro de su alma. Además, la Torá nos enseña a los judíos a no pensar que Dios está por encima de nosotros, observándonos, y nos alienta a cultivar la idea de un Dios interior, de manera que la interacción con el prójimo se hace sagrada. La idea del Dios interior es muy antigua.

—San Agustín reflexionó sobre ello —observó Clegg—. También él creía que Dios se encontraba no en las alturas sino en el interior, en la mente. Su idea de la «memoria» no es la que tenemos nosotros hoy. Para él se trataba de algo más cercano a lo que la psicología llama «inconsciente». A través de ese mundo insondable de imágenes, planos, cuevas y cavernas, Agustín descendía hasta su Dios. Este solo podía revelarse en el mundo de la mente. Hay un fragmento de sus Confesiones tan poderoso a ese respecto que lo aprendí de memoria hace años: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían».

—Qué hermoso —murmuró Emily.

Sharif sorbió lo que le quedaba de té.

—Ciertamente, en todas nuestras religiones existe una dicotomía en lo que respecta a la revelación. El dios de los judíos innegablemente habita en el interior. Uno de los pasajes más poderosos del Antiguo Testamento es ese en que Moisés baja del monte Sinaí, donde la presencia divina revelada hace que la piel de su rostro resplandezca con una luz tan intensa que los israelitas no pueden mirarlo directamente. Esa es una revelación externa. En mi religión, el profeta Mahoma estuvo también en una montaña, el monte Hira, la decimoséptima noche de Ramadán del año 610. Se despertó de su sueño y se encontró envuelto en una devastadora presencia divina que le ordenaba: «¡Iqra!», «¡recita!». Aunque protestó diciendo que él no era recitador ni profeta, se vio rodeado de esa presencia hasta que le faltó el aire para respirar. Tras la tercera orden divina, de sus labios comenzaron a brotar las palabras de una nueva escritura, el Corán. Esta también sería una revelación externa. No obstante, en el Islam se encuentran asimismo escritos que sugieren que Dios está dentro de nosotros, dentro de todas las cosas en realidad. Al Baqillani, teólogo del siglo XII, desarrolló una teoría llamada atomismo que quería dar una base metafísica a la fe musulmana. En pocas palabras, no existe realidad más allá de Alá. El universo se reducía a un sinnúmero de átomos individuales y nada tenía identidad específica propia. Se trataba de un intento metafísico de explicar la presencia de Dios hasta en las cosas más pequeñas de la vida y un recordatorio de que la fe no se somete a la lógica racional.

Levin se puso en pie y se dispuso a dar vueltas alrededor del piano con paso vivo mientras hablaba.

—Esa noción del camino interior a Dios me hace pensar en los primeros místicos judíos, especialmente los místicos del Trono de Dios de los siglos V y VI y los cabalistas de los siglos XII y XIII, que buscaron un Dios personal, dentro de sí. Los místicos de todas las épocas han recurrido a técnicas diversas, como el ayuno, la vigilia o los cánticos con el fin de entrar en un estado de conciencia alternativo y alcanzar la espiritualidad interior.

—Sí, Paul —interrumpió Sharif—. Así eran también los místicos sufíes. A través del cántico adoptaban conductas muy peculiares y desinhibidas.

—El denominador común entre todos los místicos —continuó Levin— es su reacción ante una fe cada vez más intelectual. Ya sabéis: «creed, porque tenéis que creer». El místico sentía la necesidad de conectar directamente con la presencia de Dios, que siempre lo acompañaba, y para ello se embarcaba en un viaje interior. Hubo un rabí, Akiva, que describió su ascensión a los cielos hasta llegar ante el Trono de Dios, camino del cual encontró piedras de puro mármol. Una metáfora del viaje a las profundidades de la mente, con gran riesgo para uno mismo, pues quizá no seamos capaces de soportar lo que allí encontremos.

—¿Me permitirás citar de nuevo a Agustín? —rogó Clegg.

—Puedes citarlo las veces que quieras, Andrew —aprobó Meyer.

—Muy bien. San Agustín experimentó la ascensión hasta Dios en Ostia. Sobre ello escribió: «Nos levantamos con más ardiente afecto hacia el que es siempre el mismo, recorrimos gradualmente todos los seres corpóreos, hasta el mismo cielo, desde donde el sol y la luna envían sus rayos a la tierra. Y subimos todavía más arriba, pensando, hablando y admirando tus obras; y llegamos hasta nuestras almas».

—Mahoma también vivió una experiencia similar durante el Miraj, el viaje desde Arabia hasta la mezquita de Al Aqsa, en Jerusalén. Mientras dormía, el arcángel Gabriel lo transportó en un caballo celestial y en el cielo fue recibido por Moisés, Abraham, Jesús y otros profetas. Entonces, Gabriel y Mahoma emprendieron un peligroso viaje por una escalera que los llevó a través de los siete cielos, hasta que alcanzaron la esfera divina.

—Los que han probado la Apoteosis hablan también de un viaje muy particular —apuntó Emily.

—Hasta que algo los devuelve bruscamente a la realidad —añadió Cyrus.

—O, por qué no, a esta manifestación de la realidad —terció Meyer con un guiño—. ¿Cómo sabemos que esos viajes interiores no son reales también? A mí me gustaría hablar sobre la realidad colectiva.

—¡Ahí viene Carl Jung! —advirtió Clegg.

—Es un chiste nuestro —explicó Levin a Cyrus—. Frieda es fan a ultranza de Jung. No hay debate teológico en el que no lo saque a colación.

—¡Asumo los cargos! —prorrumpió Meyer—. Verá, señor O’Malley, mi abuelo fue psiquiatra y amigo de Sigmund Freud y también de Jung. Cuando se produjo el famoso cisma entre ambos, él trató de mediar, pero las diferencias iban más allá de lo académico. La acritud no tenía cura. Yo, por mi parte, siempre he sido junguiana.

—No olvidemos lo que Jung dijo en una ocasión —comentó Sharif, con visible disposición a reírse de lo que iba a decir—: «Gracias a Dios, soy Jung; no junguiano».

—Reconozco que algunos junguianos se han cubierto de gloria, pero yo no soy una de ellos —replicó Meyer, agitando un dedo—. En cualquier caso, en todo este asunto de la Apoteosis hay elementos invariablemente junguianos. ¿Recuerda usted los conceptos de «arquetipo» e «inconsciente colectivo», señor O’Malley?

—Sí, los estudiamos en su asignatura, hace mucho.

—Bien, doctora Frost, como psiquiatra estoy segura de que esto le aburrirá enormemente, pero he de decir que Jung no acuñó el término «arquetipo», sino que lo tomó prestado de los filósofos platónicos y lo llevó al campo de la psicología. Los calificaba de «formas típicas de la aprehensión», es decir, pautas de percepción y comprensión comunes a la psique de todos los seres humanos. Jung estudió antropología, mitología, religión y arte. Gracias a sus amplios conocimientos en esas disciplinas se dio cuenta de que los símbolos y figuras que aparecían sin cesar en los sueños de sus pacientes no diferían de los que desde hace milenios caracterizan a mitos y religiones de todo el planeta. A Jung le pareció especialmente significativo lo difícil que resultaba a veces encontrar en la vida cotidiana de sus pacientes la huella de los símbolos que aparecían en sus sueños. Jung, en efecto, aceptó la teoría freudiana del inconsciente, aunque solo en parte. Estaba de acuerdo con él en que existía una capa del inconsciente que él llamaba «inconsciente personal» y que en teoría es idéntica al inconsciente de Freud, una especie de almacén de los recuerdos reprimidos y experiencias olvidadas. En el inconsciente freudiano residen los recuerdos de todo lo que el individuo ha experimentado, pensado, sentido o conocido, y que ya no tiene presencia activa. Pero Jung opinaba que hay algo más: una segunda capa del inconsciente, el llamado «inconsciente colectivo», que explicaría las similitudes en imágenes y funcionamiento de la psique que aparecen entre culturas diversas de todas las épocas. El inconsciente colectivo es, según él, el reino de la experiencia arquetípica. Jung creía que al cobrar conciencia de las figuras y mecanismos del inconsciente colectivo, el individuo entraría en contacto directo con experiencias humanas esenciales. Para él, el inconsciente colectivo era la fuente última de poder psíquico, transformación interior y holismo. Y estaba convencido de que sus investigaciones daban una sólida base científica a todas esas teorías.

—Entonces, Frieda, ¿estás dando a entender que esta droga abre un canal hacia el inconsciente colectivo? —preguntó Clegg en tono divertido.

—¿Por qué no? En el estado onírico accedemos a él, al igual que durante la meditación. ¿Por qué no mediante el consumo de una sustancia? ¿Alguno de vosotros tiene una explicación mejor sobre este fenómeno? No hay más que ver los arquetipos: el salir de la oscuridad hacia la luz, por ejemplo. A lo largo de la historia, en mitos y leyendas, en la Biblia y el Corán, la luz representa la energía del ser espiritual. «¡Hágase la luz!» Luego aparece el río. ¿El río Jordán? ¿El río Estigia? Para llegar al otro lado, siempre hay que cruzar un río. Y por fin, los guardianes de la puerta. Los que esperan para acompañar al individuo hasta el cielo, el más allá, el trasmundo o como lo queráis llamar. Mitología y religión están plagadas de este tipo de imágenes.

Levin se inclinó hacia delante.

—Y ¿qué te parece el detalle de que el guardián de la puerta sea un ser querido? Me suena más a esas experiencias cercanas a la muerte de las que todos hemos oído hablar. Una persona moribunda en una camilla de hospital que flota por encima de su propio cuerpo, observando cómo los médicos tratan de reanimarla, y luego entra en un túnel, ve a Jesús o a un ángel o a algún tipo de ser espiritual y después se encuentra con un ser querido muerto, que supuestamente tiene la misión de hacerle más fácil el camino. Los médicos al final consiguen reanimar al moribundo, que vive para contarlo.

—Quizá la Apoteosis estimule los mismos receptores cerebrales que se activan durante las experiencias cercanas a la muerte —dijo Emily.

—O quizá todo esto no sea más que histeria colectiva —atajó agriamente Levin.

—Estoy de acuerdo —anotó Sharif—. La gente, especialmente los jóvenes, se autosugestiona fácilmente. Aqueja a nuestra sociedad un vacío espiritual. La gente busca cosas que den sentido a la vida y la religión organizada, siento decirlo, no da respuestas que satisfagan a todos.

Meyer golpeó suavemente el brazo de su sillón con el puño.

—No desmerezcamos demasiado el fenómeno que están describiendo quienes han tomado la droga. Quizá estemos ante la prueba biológica de la existencia del inconsciente colectivo. ¡Quizá estemos ante la prueba de la existencia de Dios! Por favor, caballeros, abran sus mentes. Como teólogos, nuestra responsabilidad es estudiar este fenómeno conjuntamente con nuestros colegas biólogos y ofrecer una interpretación espiritual del mismo.

Cyrus descubrió entonces en el rostro de Meyer una juvenil y exuberante vitalidad que la hizo parecerse momentáneamente a como la recordaba. Se la veía disfrutar, cuestionando con jovialidad el escepticismo de sus compañeros.

Clegg estiró las piernas y movió el cuello para descargar una aparente tensión en los hombros.

—Ha sido un debate muy interesante, Frieda. Gracias por la invitación. Yo querría concluir con lo siguiente: yo creo en Dios. No en Jung, ni en moléculas y receptores. Creo que Dios está en cada uno de nosotros, pero en un sentido metafórico, no literal. Estoy de acuerdo con Paul y Walid: esta droga, la Apoteosis, está causando una histeria colectiva. Tenemos cierta responsabilidad, es cierto: debemos asegurarnos de que la fe no se ve corrompida ni trivializada por una experiencia producida por una sustancia química. Dios santo, ¡cómo vuela el tiempo! —dijo consultando el reloj y dando un respingo. Los otros dos hombres lo imitaron.

Meyer acompañó a los profesores a la puerta y regresó con los abrigos de Cyrus y Emily.

—¿Le ha resultado útil? —preguntó seguidamente a Cyrus.

—Mucho. Gracias.

Meyer dio afectuosamente la mano a Emily y después un vigoroso apretón de manos a Cyrus.

—Esta ha sido una de las conversaciones más estimulantes que recuerdo. ¡Para una mujer de mi edad no está nada mal! Dígame, señor O’Malley, ¿qué nota sacó en mi asignatura?

—Sobresaliente.

—Buen chico. Felicidades.