30

Cyrus estaba demasiado ocupado y no podía salir siquiera de la oficina, pero se negó a cancelar la cita. Unos días después de la redada en el barrio de North End seguía dejándose la piel en los informes posteriores, pero esa mañana no podía dejar de pensar en su cita, si podía llamársele así. Emily Frost se le había metido bajo la piel, muy adentro, como ladrón en la noche, invadiendo su pensamiento en los momentos más inesperados. Cuando leía. Afeitándose. Desayunando.

Estaba decidido a no llegar tarde. De hecho, entró presuroso en la cafetería con algunos minutos de adelanto. Ella ya estaba allí, sentada en una de las mesas, hablando por el móvil. Saludó con la mano y siguió hablando mientras él se sentaba y se quitaba el abrigo. Por su tono de voz, Cyrus dedujo que estaba conversando con alguna familia en calidad de médico. Trató de escuchar la cadencia y el sonido de su voz sin atender a las palabras. Emily sabía combinar gravedad y calidez. Calmaba oírla. Eso a él tampoco le venía mal.

—Discúlpame —se excusó ella cuando terminó de hablar—. ¿Cómo estás, Cyrus?

—Bien, Emily. Muy liado, pero bien.

—¿Sigues con Shakespeare?

—Eso es como preguntarme si sigo respirando —respondió Cyrus entre risas.

—Yo sigo en ello, por tu culpa. Los sonetos son maravillosos. —Pidió café para ambos—. ¿Cómo está Tara?

—Ni bien ni mal —ponderó, pesadamente—. Cada vez que la veo parece haberse alejado un poco más de todo. No sé si me explico.

—Te explicas —dijo Emily con una sonrisa—. Como una estrella que pierde brillo.

Cyrus tragó saliva y asintió con la cabeza.

—Y ¿cómo estás tú? —inquirió Emily.

—En una situación normal me quejaría por la descomunal avalancha de trabajo que se me ha venido encima. Pero creo que distraerme un poco me hace sentir mejor.

—Pues claro. ¿No puedes hablar sobre ningún aspecto de tu trabajo? ¿Es confidencial?

Llegaron los cafés y él se quedó esperando de nuevo el bigote de espuma de capuchino sobre el labio de Emily. El bigote apareció y a él le encantó.

—¿Has oído hablar de esa nueva droga, esa a la que llaman Apoteosis?

A Emily se le pusieron los ojos como platos.

—¿Estás trabajando en eso?

—He terminado metido en ese asunto a raíz de una investigación relacionada.

—Me tiene fascinada. En serio. He leído todo lo que ha caído en mis manos al respecto. Es más, ya tengo a una paciente que la ha probado. Fue la semana pasada: una niña de quince años que intentó suicidarse. La tenemos ingresada.

—Se está extendiendo como la pólvora —comentó Cyrus—. El mundo es un lugar más peligroso desde hace unas semanas.

—Más peligroso y más dulce a la vez, ¿no te parece?

—¿Qué quieres decir?

—A todo el mundo le reconforta la posibilidad de que exista una vida eterna. Está en los cimientos de todas las grandes religiones. La gente quiere creer que hay más.

—Tu paciente intentó suicidarse. Muchos lo han conseguido. ¿Qué te parece eso?

—No creo que los efectos de la droga sean siempre los mismos. Es posible que la psique subyacente del consumidor condicione la respuesta. Si el consumidor lleva una vida de infelicidad, marginación o insatisfacciones, probablemente el suicidio y la promesa de algo mejor se revelan como solución ineludible.

—Elegir la muerte sobre la vida —apostilló Cyrus.

—Algunos colegas que han tratado a más pacientes que yo cuentan que los consumidores describen sensaciones de alegría y paz incomparables. El placer más puro jamás experimentado.

—¿Y los que la toman pero luego no quieren quitarse de en medio?

Emily hizo una pausa y reflexionó.

—Supongo que a quienes llevan una vida sana y se sienten realizados la experiencia les aporta una nueva dimensión. Para ellos el cielo puede esperar. Aunque probablemente su forma de vivir la vida cambie.

Cyrus se lo tomó un poco a broma.

—¡Vuelan por el túnel hacia la luz! ¡Ven el río, es precioso! ¡Un ser amado los espera! ¡Sienten a Dios…! ¿Cómo explicas todas esas alucinaciones? Son idénticas, siempre.

—No te crees nada… Ya lo he captado —replicó Emily riendo por lo bajo—. En realidad, solo hay dos explicaciones, ¿no te parece? O es una alucinación inducida por la sustancia, apoyada en una sugestión colectiva, o es real.

Apareció la camarera para rellenar las tazas de café. Cyrus esperó a que terminase.

—¿Real? —exclamó cuando se hubo marchado.

—¿Quién soy yo para decir que no hay otra vida? La mayor parte de la gente cree que sí, ya sabes. El 92 por ciento de los estadounidenses creen en Dios y el ochenta en el más allá. ¡Por favor, uno de cada tres cree que la Biblia es la palabra literal de Dios!

—¿Tú crees? —preguntó Cyrus, dándose cuenta en cuanto cerró la boca de que aquella no era una pregunta apropiada. Pero Emily respondió antes de que le diese tiempo a excusarse.

—Yo soy agnóstica militante. Y ya que preguntas, supongo que es justo que yo haga lo mismo.

Él agitó la cabeza y miró por la ventana durante unos segundos.

—Yo soy católico practicante. Tengo fe. Pero para mí este tipo de cosas han de ser abstractas. Explicitar las ideas de Dios y de la vida ultraterrena con imágenes concretas… No me gusta. Va contra mi forma de entender la fe.

—Te entiendo perfectamente —acordó, apretando los labios con curiosidad—. Entonces ¿qué papel desempeña el FBI en todo este lío de la Apoteosis?

—Como te dije, yo he llegado por otro lado. Y sobre eso no puedo hablar.

—Lo lamento —se disculpó—. Soy una cotilla. ¿Se sabe de dónde ha salido la droga?

—Sobre eso tampoco puedo hablar.

—Ah, claro. Lo siento. Soy una pesada —dijo ella, riendo.

Cyrus cambió de tema.

—Lo alucinante es que esa sustancia no es ilegal. Se consume y se vende, y la policía no puede hacer nada.

—¿Se está haciendo algo al respecto?

—La DEA está trabajando en ello. Una sustancia no puede ilegalizarse de la noche a la mañana, pero, si de mí dependiese, los pondría a trabajar a doble turno para conseguirlo.

—Sí, hay razones para preocuparse. No sé si es una sustancia adictiva en el sentido tradicional, pero no hay duda de que tiene un gran poder de seducción.

—¿Recuerdas que una vez te hablé de Alex Weller?

Ella asintió con la cabeza.

—Dijiste que una vez asististe a uno de sus simposios. ¿Recuerdas a un enfermero llamado Thomas Quinn? ¿O a Frank Sacco, un técnico de laboratorio?

—No, lo siento. Había bastante gente y fue hace un par de años.

—¿Has visto a Weller últimamente?

—No. ¿Por qué?

—Por nada en especial. —Su taza estaba vacía—. ¿Quieres otro? ¿O algo de comer?

—Tengo que volver para la sesión clínica —argumentó Emily.

Él pidió la cuenta.

—¿Puedo preguntarte una cosa? ¿Por qué elegiste trabajar con niños enfermos?

No fue capaz de utilizar la palabra «moribundos».

—Yo tuve una infancia dura, podría decirse —dijo sobriamente—. Trabajo con todo tipo de traumas. Si llego a casa por la noche con la certeza de que he ayudado a un niño, entonces ese día ha merecido la pena.

Cyrus dejó dinero sobre la mesa y tuvo un pensamiento que inesperadamente le hizo sentir bien.

—¿Quieres que nos veamos otra vez? —preguntó.

—Podríamos tomar otro café —respondió ella.

—Tengo otra idea. A ver qué te parece.

—Sigo siendo la médico a cargo de tu hija —recordó Emily.

—No, es algo profesional —negó él entre risas. Le contó lo que se le había ocurrido y preguntó si podían verse en dos días.

—Me encantaría —dijo ella mientras consultaba su agenda—. Me encantaría, sí.

Jessie le quitó la camisa a Alex y se dispuso a masajearle los hombros. Este estaba tenso y un masaje de espalda siempre le iba bien en esos casos. Llevaba días durmiendo mal y se había mostrado muy retraído. Pasaba horas en una habitación a oscuras, en soledad. Volvía la vista atrás y se daba cuenta de que su vida había sido muy sencilla. Su empresa por comprender aquella experiencia cercana a la muerte vivida en la infancia había guiado sus pasos de manera muy particular. Lo había empujado a estudiar neurología, filosofía y religión. Pero ahora que se había superado a sí mismo, las complicaciones lo inundaban todo, como si una presa se hubiera empezado a resquebrajar río arriba. Se imaginaba agarrado a un joven árbol combado por un torrente de aguas bravas, en peligro mortal de verse arrastrado por las poderosas fuerzas que había liberado.

Él siempre había procurado mantener el control sobre todas las cosas, y ahora ese repentino caos le devoraba por dentro. Era incapaz de controlar a Cyrus O’Malley, que lo perseguía con la tenacidad de un bulldog. Y era incapaz de controlar el compuesto uróboros. Hasta le habían robado el nombre. Ahora se llamaba Apoteosis. En la calle, el compuesto había pasado a protagonizar un experimento masivo e incontrolable que en última instancia haría que las miradas se posaran sobre él. Y cuando eso ocurriera, O’Malley estaría ahí, mostrándole con engreimiento las esposas que iba a ponerle para después meterlo preso de por vida. Preferiría morir.

La muerte se había convertido en una opción abrumadoramente atractiva. Sabía, con la certeza que da un experimento científico probado y comprobado, que al otro lado le esperaba algo mucho más atrayente que la misma vida. No digamos que aquella angustiosa situación por la que atravesaba. Con una hoja de afeitar o diez minutos dentro del coche en marcha, dentro del garaje cerrado, volvería con su padre para siempre. Descubriría, de una vez por todas, qué había al otro lado del río.

«He de hacerlo —pensó—. Con Jessie. No es cuestión de si hacerlo o no, sino de cuándo».

En un principio evitó leer las noticias sobre la Apoteosis, pues le venían a la cabeza imágenes de O’Malley tocando a su puerta. El científico que había en él, sin embargo, terminó por tomar las riendas. Era descubrimiento suyo, la había creado él. Y la gente contaba emocionada sus experiencias por todos lados: no dejaban de publicarse vídeos, tuits y entradas de blog sobre el tema, se hablaba de ello en internet y en televisión. Toda la prensa daba cobertura, a diario.

Hubo una cosa que le fascinó especialmente. Una chica, bastante guapa, publicó un vídeo en YouTube en el que aparecía ella saliendo de un viaje de Apoteosis. Lloraba y reía a un tiempo, diciendo: «No entiendo cómo no nos tomamos esto todos. La gente tiene que saber lo que es. Tenemos que entenderlo. A tomar por culo todo lo demás. Esto es lo único que importa. ¡Vamos, gente, haced lo mismo que yo!».

«¡Vamos, gente, haced lo mismo que yo!»

Volvió a ver el vídeo hasta que llegó la iluminación. De repente, supo lo que tenía que hacer.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó Jessie mientras le masajeaba la espalda.

—Sí. ¿Y tú?

Jessie era una mujer sencilla. Ingenua. No se guardaba nunca las cosas que la incomodaban.

—Me sigue preocupando ese agente del FBI que vino a verme para preguntarme sobre Thomas y Frank.

Alex no había sido capaz de mantenerla a ella al margen del acoso del FBI. O’Malley se había presentado en su casa mientras él trabajaba en el laboratorio y había frito a preguntas a Jessie durante una hora. Ella quedó desconcertada. ¿Por qué quería saber dónde estaba Alex la noche que Frank murió? ¿Por qué ese interés en la Sociedad Uróboros? ¿Por qué quería hablar de la muerte de Thomas Quinn? La chica se anduvo con pies de plomo, naturalmente. Alex la había aleccionado bien: no mencionar jamás el consumo de drogas durante los simposios. La visita del agente, no obstante, la había perturbado.

—No te preocupes por eso —la tranquilizó Alex—. Lo hiciste bien.

—Sigo sin tener claro por qué me hizo todas esas preguntas. Es como si pensara que tú tienes algo que ver con la muerte de Thomas y Frank.

—Ese tal O’Malley está perdido. Tiene una idea distorsionada de la realidad.

—Echo de menos a Thomas —añadió ella—. He pensado mucho en él últimamente.

—Yo también lo echo de menos. A Frank no. Me robó. No era buena persona. En cualquier caso, los dos están ahora en un lugar mejor.

Alex se giró y atrajo a Jessie hacia su pecho.

—Eres un alma pura, Jessie. Pero ni se te ocurra ir a buscar a Thomas, ¿de acuerdo? Te necesito aquí, conmigo. Tenemos trabajo que hacer.

—¿Qué tipo de trabajo?

—Jessie, he estado pensando. De hecho, no hago otra cosa últimamente. Se trata de lo siguiente: Frank sacó al león de la jaula antes de tiempo y mira lo que está ocurriendo. Cientos de personas, quizá miles, han tomado ya Apoteosis. El compuesto ha despertado una alegría y un conocimiento desconocidos. ¿Por qué detenernos? ¿Acaso no tenemos la responsabilidad de hacer más por más gente?

—¿Cuál es esa responsabilidad?

—La Apoteosis es mía. Me siento como su padre. Un padre debe ser responsable de lo que trae al mundo. Tengo varias ideas, Jessie. Grandes ideas. Pero no puedo ponerlas en práctica solo. Necesitaré ayuda. Quiero hablar con unos pocos de la Sociedad Uróboros, aquellos en quienes puedo confiar de verdad. Erica, Davis, quizá Sam, el nuevo, y un par más. Puede que tengamos que trasladarnos a algún lugar en el que trabajar con tranquilidad, sin que interfieran O’Malley ni nadie más. Me acompañarás, ¿verdad?

Ella no hizo preguntas.

—Por supuesto. Iré contigo donde vayas.

Él la besó apasionadamente y la tomó de la barbilla.

—Tengo dos dosis más de líquido. Las dos últimas. —Las valiosísimas últimas gotas extraídas de Paulo Couto—. ¿Quieres que las tomemos ahora? —Ella asintió feliz—. Tú primero entonces —invitó él.

Alex dejó caer una a una las gotas sobre la lengua de Jessie y esta se tumbó en la cama.

—¿Por qué son mejores las gotas que los cristales? —preguntó.

La pregunta cogió a Alex con la guardia baja. Respondió con cautela.

—Los cristales son sintéticos. El líquido contiene la sustancia natural. Entre ambos hay diferencias mínimas pero esenciales. Estoy trabajando duro para comprenderlo todo al detalle.

—¿De dónde sale el líquido? —preguntó, cerrando los ojos a la espera de los efectos.

—De animales —respondió rápidamente—. Que no te parezca macabro. Es muy difícil de preparar. No te preocupes por esas cosas. Tú relájate y disfruta. Cuando vuelvas estaré aquí esperándote.

Al día siguiente, Alex tenía un paquete de FedEx esperándole en el laboratorio. Había llegado desde México. Entró a toda prisa en su despacho y cerró la puerta. Rasgó el cartón de la caja, en su interior venían dos grandes botes de plástico. La etiqueta solo decía el peso. En uno, treinta y cinco gramos. En el otro, cuarenta y seis. Alex alzó el puño triunfante: ¡ochenta y un gramos! ¡Casi doscientas mil dosis! «¡Te quiero!», exclamó en voz alta, antes de abalanzarse sobre el teléfono.

A los pocos segundos, descolgaba Cifuentes.

—¡Alex! Te ha llegado mi paquete, imagino.

—Tío, eres el mejor. ¡Ochenta y un gramos! ¡Es increíble!

—Eso mismo me decía anoche mi mujer —apuntó Cifuentes con una risa ahogada—. Me alegro de poder ayudar a un viejo amigo.

—Dime cuánto te debo. No creo que pueda pagarlo todo de golpe, pero dame una cifra.

—En realidad, Alex, creo que no quiero dinero. Quiero otra cosa.

—Dime qué puedo hacer por ti.

—Quiero saber si este péptido es la droga a la que llaman Apoteosis en Estados Unidos.

Alex resopló fuerte sobre el auricular.

—Te seré sincero, Miguel. Uno de mis técnicos de laboratorio robó el primer envío que hiciste y empezó a venderlo por ahí. Me quedé horrorizado.

—He leído en el periódico que se está vendiendo a cien dólares el medio miligramo.

—Eso he oído yo también.

—De acuerdo —atajó Cifuentes—. Es todo lo que quería saber. Estamos en paz, compadre.

Alex intentó leer entre líneas, pero decidió guardarse las conclusiones.

—Miguel, escucha. Hay otra cosa. Tengo motivos para creer que quizá otras combinaciones isoméricas pudieran ser incluso más interesantes. ¿Hay alguna posibilidad de que lo estudiaras?

Hubo una extensa pausa.

—Es muy amable de tu parte pensar en mí para ese trabajo. Pero, francamente, creo que en el futuro más próximo voy a estar extremadamente ocupado. Así que cuídate y no cojas frío por allá arriba, ¿de acuerdo?