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—¿Qué va a ser esta noche, cariño?

Hizo la pregunta como si tomase un pedido en un puesto de comida para llevar. El hombre del coche volvió a mirarla inexpresivo.

—No sé. Lo de siempre.

—¿Qué es lo de siempre? —preguntó con impaciencia—. Yo no soy vidente.

Era una chica blanca, de veintipocos, con algo de sobrepeso y mucha base de maquillaje sobre la cara picada de acné. Llevaba carreras en ambas medias, desde el tobillo hasta bajo la falda. Hacía horas que su perfume había perdido el aroma y olía a tabaco.

—A lo mejor una mamada.

—Cincuenta dólares. ¿Te vale?

El hombre dudó un instante de más y eso incomodó algo a la chica.

—Sí.

—¿Qué pasa? —inquirió, estudiando de nuevo al potencial cliente.

Metió la cabeza por la ventanilla y escrutó su rostro mientras ronroneaba mecánicamente su oferta con voz sensual e impostada. Ningún indicio de peligro. Un hombre inofensivo, al menos lo suficiente como para subir con él al coche. Era un tipo de aspecto limpio, rostro hermoso y amplio y pómulos prominentes que enmarcaban sus rasgos: frente ancha, grandes ojos marrón claro y una mandíbula que sobresalía levemente. Llevaba el pelo castaño y largo recogido en una coleta. Y manos limpias, no de bruto. Parecía un tipo culto, en absoluto lo habitual entre su clientela. La chica tenía el hábito de echar un ojo al asiento trasero. Los asientos cubiertos de envoltorios de comida rápida, ropa vieja, herramientas llenas de grasa y bultos tapados con mantas no traían nada bueno. El del coche de aquel tipo estaba impoluto.

—Nada, no pasa nada —insistió este, arrancando el coche y alejándose del arcén tras comprobar los retrovisores, con el intermitente puesto como un alumno de autoescuela.

A las dos de la mañana no circulaban apenas coches por Massachusetts Avenue. Las calles brillaban tras la lluvia de la tarde. La chica se arrebujó en su chaqueta. Él se dio cuenta y, caballeroso, encendió la calefacción.

—¿Adónde vamos? —preguntó ella.

—No quiero aparcar en plena calle. Un amigo tiene un garaje en Cambridge. No quiero caer como Hugh Grant.

—¿Cómo quién?

—Es un actor inglés. Lo pillaron in fraganti en su coche.

—¿Tú eres de allí? De aquí no, eso seguro.

—Sí. Eso me dicen, que no parezco de aquí —respondió.

—Conozco sitios seguros donde aparcar. No tenemos que ir hasta Cambridge.

—No está lejos. Es justo al otro lado del puente.

La chica torció la boca, desafiante.

—No me gusta mucho la idea de meterme en un garaje.

El hombre detuvo el coche en un semáforo y esbozó una leve sonrisa.

—Lo entiendo. Lo que ocurre es que tengo un cargo importante y no puedo arriesgarme a que me pillen. Te pagaré cien. Pero si no te sientes cómoda, te puedes bajar aquí mismo. No hay problema.

La chica buscó un cigarrillo y lo encendió sin preguntar siquiera.

—De acuerdo, pero no me pidas cosas raras. Mañana es mi cumpleaños.

El hombre sacó el dinero del bolsillo de la camisa y se lo entregó cortésmente.

—Confía en mí.

Abrió la ventanilla para que saliera el humo y puso en marcha el coche en dirección al río.

La chica se fijó en sus nudillos. Estaban blancos por la fuerza con que agarraba el volante. Era algo que ya había visto antes. Muchos clientes llegaban tensos como ballestas y no se relajaban hasta apenas unos segundos antes de eyacular.

Al poco, dejaron Memorial Drive y entraron en el barrio de Cambridgeport, con sus calles estrechas y apretadas. Flanqueaban la calzada dos filas de coches, bajo cuyos parabrisas asomaban permisos de aparcamiento. Se trataba de un vecindario residencial, una claustrofóbica jungla de edificios de tres pisos, casas unifamiliares y bloques de apartamentos bajos, la mayoría a oscuras, salvo por algunos estudiantes o insomnes que tenían aún la luz encendida. El hombre giró dos veces a la izquierda, luego a la derecha, y redujo la marcha hasta casi detenerse frente a una casa de dos plantas, blanca con postigos negros.

—¿Es aquí? —preguntó la chica.

El hombre asintió, metió el coche en el ancho camino de entrada y dijo que volvería en un segundo.

La chica esperó en el coche en marcha mientras el hombre abría la puerta del garaje.

—Donde yo vivo no podrías hacer eso —dijo la chica cuando este regresó.

—¿El qué?

—Dejar un garaje abierto.

—Este barrio es seguro.

No era tanto un garaje como un cobertizo. Y bastante estrecho: de aparcar justo en mitad, el conductor no podría abrir la puerta del todo. La chica se percató enseguida de que, por su lado, la pared casi tocaba la carrocería. Estaba atrapada. Encendió nerviosa otro cigarro y, mientras, su cliente salió como pudo del coche, encendió una luz y cerró la puerta del garaje.

—Listo —dijo al regresar. Parecía más relajado. La chica dejó el cigarro en el cenicero—. Fumas mucho.

Ella hizo caso omiso y alargó la mano en dirección a la entrepierna del hombre. Este le pidió que esperase.

—¿Por qué?

—Primero quiero hablar.

—¿Quieres hablar?

—Sí.

—¿Sobre qué?

—Sobre cualquier cosa.

La chica hizo un mohín de fastidio.

—El tiempo es oro. Tengo que volver al barrio.

El hombre tenía preparados otros cien dólares en billetes de veinte, bien doblados en un fajo, como si lo hubiese previsto. Ella cogió el dinero con suspicacia y se lo guardó rápidamente en el bolso.

—Muy bien. Tú dirás —dijo con aire condescendiente.

El hombre contestó con calma que era él quien pagaba y que quería que hablase ella. La chica se encogió de hombros y preguntó si prefería algún tema en concreto. Para su sorpresa, el hombre propuso que hablara sobre su cumpleaños.

La sugerencia la hizo sentir incómoda.

—¿Por qué mi cumpleaños?

—Cuéntame cómo fue el mejor cumpleaños de tu vida.

La chica recogió el cigarro del cenicero y dio una profunda calada.

—Eres un tío bastante raro. Lo sabes, ¿verdad?

—Da igual cuántos años cumplieras —agregó con suavidad—. El mejor cumpleaños que recuerdes. Quiero que me lo cuentes.

Ella aceptó el envite y se quedó callada unos instantes, rebuscando en su memoria. Anunció por fin que ya sabía, apretando los labios con resolución.

—Mis cumpleaños siempre se mezclan con Halloween, caen muy cerca. Recuerdo cuando cumplí ocho años, en Bangor, sabes dónde, ¿no? Mis tíos tenían un granero detrás de su casa y después de cenar mis padres me dijeron que íbamos a tomar la tarta con ellos. Cuando llegamos, en vez de entrar en casa me llevaron al granero. Mi madre abrió la puerta. Estaba oscuro, pero habían colocado un montón de sonrientes calabazas de Halloween, todas con su vela encendida dentro. Y había también una pancarta grande que decía FELIZ CUMPLEAÑOS, CARLA, y todos mis tíos y mis primos estaban allí. Y también había una tarta.

—Carla —repitió él. Ella se estremeció al escuchar su nombre—. ¿Cómo te sentiste?

—Querida —contestó tras reflexionar un instante.

—¿Qué ocurre?

—Mi madre murió unos años después de aquello.

El hombre dijo que lo sentía. «Tengo frío», murmuró a continuación, enfundándose unos guantes de cuero. La chica no se percató y dio otra honda calada al cigarro. La densa nube de humo rebotó contra el salpicadero y se le metió en los ojos. La chica los cerró esperando a que cediese la irritación y en ese momento de oscuridad vio aquel granero mágico y a su madre sonriendo. Perdida en sus recuerdos, feliz y triste, parpadeó un par de veces y regresó reacia al asiento del pasajero del coche de su cliente.

Volvió a abrir los ojos y las manos del hombre se cerraron sobre su cuello.

Los dedos se le enterraban en la carne, aplastando dolorosamente la laringe.

«Esto no puede estar pasando.

Esto no tenía que terminar así».

Sustituyeron al dolor el pánico y la desesperación por respirar. No podía inspirar ni espirar.

Entonces decidió rendirse. Sin luchar, sin ofrecer resistencia alguna.

Notó que los brazos le colgaban inertes.

Llegó a sentir extrañeza por cómo estaba abandonando la existencia, tan fácilmente, hasta que se dio cuenta de que se encontraba cautiva de la voz de ese hombre, de esa voz hipnótica que la arrullaba mientras él le quitaba la vida, pronunciando estas palabras sin cejar en su empeño: «Carla, escúchame. No te enfades, no te asustes. Ahora mismo te estoy queriendo como nunca te han querido. Como en aquel cumpleaños. Esto es amor, pequeña. Te estoy dando amor. Tu madre te está dando amor. Sé que me estás oyendo. Ahora quiero que vayas con ella».

La chica podía ver el esfuerzo físico en los ojos abiertos de par en par del hombre. Casi se solidarizaba con el dolor exquisito que debía de estar sufriendo en las manos ya trémulas. En sus momentos finales supo que él estaba haciendo lo que podía para que lo último que oyese fueran dulces palabras.

—Ve con ella. Ve con ella. Ve con ella.

Entonces, en el último instante, la chica vio a un hombre poseído por algo deliciosamente maravilloso, algo que le suavizaba los rasgos y le humedecía los ojos.

—Tú eres la afortunada —dijo el hombre con voz ensoñadora.

«¿A qué te refieres?», se preguntó ella antes de dejarse caer en la inconsciencia.