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No te lo tomes tan a pecho.

Stanley Minot mostraba todo el apoyo del que era capaz, pero Cyrus llevaba un humor de perros. La fiscal del distrito de Massachusetts había denegado la solicitud de orden de registro del despacho, el coche y la casa de Alex Weller. Pese a la coherencia —eso sí, algo vaga— de la historia, en su opinión no había pruebas creíbles que vinculasen a Weller con los asesinatos de Thomas Quinn, Frank Sacco o cualquiera de las prostitutas. «Seguid escarbando», sugirió mientras acompañaba a Cyrus y a Avakian a los ascensores del juzgado federal de Moakley.

—Es Weller —aseguró Cyrus a Minot con aire sombrío—. Yo lo sé y tú también lo sabes.

Minot hundió las manos en los bolsillos de su chaqueta, estirando la tela como solía hacer cuando quería ponerse filosófico.

—Mira, creo que estás creándote el caso tú solo. Los indicios llaman la atención, pero no es a mí a quien tienes que convencer, sino a la fiscal.

—Me da que el puto Weller es un loco retorcido —sentenció Avakian.

—Con ese argumento convences a cualquiera, Pete —dijo Minot, riendo.

Repicó el móvil de Minot y este salió del despacho de Cyrus para hablar.

—¿Y ahora qué? —preguntó Avakian.

—Tenemos que entrevistarnos de nuevo con la novia de Weller. Dio la cara por él con respecto a la noche en que mataron a Sacco, pero se mostró nerviosa. Quizá podamos cogerla por ahí. Y necesitamos nombre y dirección de todos los que tengan algo que ver con la Sociedad Uróboros.

—Panda de colgados —observó Avakian.

—Quizá lo sean. Pero tenemos que hablar con ellos.

Minot regresó con expresión severa.

—Éramos pocos y parió la abuela. Hay que aparcarlo todo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Avakian.

—Un secuestro. Y se suponía que yo iba a dedicar el día de hoy a quitarme papeleo de en medio…

—¿Por qué nos lo dan a nosotros? —preguntó Cyrus amargamente.

—Probablemente sea interestatal —arguyó Minot—. Un tipo de Nashua ha denunciado que alguien se ha llevado a su mujer y a su hijo. El coche del secuestrador tenía matrícula de Massachusetts. Tenemos que ir a Woburn.

—¿Por qué a Woburn? —gruñó Avakian.

—El marido trabaja en una empresa de biotecnología de allí.

—¿A qué se dedica? —preguntó Cyrus.

Minot ojeó sus papeles.

—Dice que es químico o algo así. Especializado en péptidos.

Paul Martell era un treintañero de rostro macilento y cuerpo blando. Por debajo del polo le asomaban dos michelines que se derramaban sobre los pantalones chinos. Tenía los ojos inyectados en sangre. Cyrus supuso que habría estado llorando a moco tendido.

Lo entrevistaron en la sala del consejo de administración. Chemotherapeutics, Inc. era una start-up, un innovador proyecto empresarial de apenas unos años. Cyrus oyó hablar de cáncer y anotó mentalmente que debía comprobar si la empresa trabajaba por casualidad en tratamientos novedosos para tumores cerebrales. El director se paseaba arriba y abajo ante la puerta de la sala mientras parloteaba por el móvil. Fue él quien encontró a Martell trabajando como un poseso durante el fin de semana en el laboratorio. Martell se vino abajo y confesó lo que había ocurrido, y el director llamó a la policía.

Martell y su mujer, Marcie, estaban viendo la televisión el viernes por la noche. Su bebé de seis meses dormía en la cuna. Marcie, como de costumbre, tenía un oído puesto en la tele y el otro en el transmisor que conectaba con la habitación del bebé. Sonó el timbre. «Probablemente sea un vecino», pensó ella. Pero no.

Dos hombres se abrieron paso. Martell no los conocía y no llegó a saber sus nombres. Los hombres sacaron armas sin preocuparse por ocultar los rostros. Le dijeron que sabían que era químico especialista en péptidos. Traían consigo un frasco lleno de un polvo blanco. Querían que fabricara más de aquella sustancia, cuanto antes. Y para motivarlo se llevaron a su mujer. Cuando oyeron al niño llorar por el transmisor, decidieron llevárselo también. Martell tenía que ponerse a trabajar. Necesitaban la mitad del material para el sábado noche. Entonces soltarían a su familia. Si el producto era una mierda, no tendrían compasión.

—¿Cómo sabían que era usted químico y especialista en péptidos? —preguntó Cyrus.

—Dijeron que preguntaron y dieron con alguien que me conocía por alguna razón. Me buscaron en Google y ya está. No sé más.

Martell explicó que no tenía ni idea de qué eran aquellos cristales ni cuánto tiempo le llevaría sintetizarlos. Ese era problema suyo, le habían espetado. Obligaron a la mujer a vestir al niño y metieron a ambos en un coche que esperaba fuera. Mientras se marchaba, Martell pudo vislumbrar la matrícula. Era de Massachusetts, pero solo distinguió una cifra, un tres. Era un Nissan Maxima negro, creía.

El otro tipo subió con Martell al coche de este y lo obligó a llevarlo a su empresa. Le dijo que pasaría por allí más tarde para comprobar que estuviera trabajando y le advirtió de que si llamaba a la policía le aplastaría la cabeza a su hijo mientras su mujer miraba.

Martell se lanzó a la tarea, corriendo de laboratorio en laboratorio y sirviéndose de los sofisticados equipos de la empresa. Llegadas las cuatro de la madrugada, había finalizado el análisis de aquella sustancia y había desentrañado su estructura.

—¿Qué es? —preguntó Cyrus.

—Es un péptido circular —contestó Martell—. Yo no lo conocía.

Cyrus no hizo gesto de sorpresa. Suspiró y mostró a Martell la estructura de Desjardines.

—¿Es esto?

—¡Sí! —exclamó Martell—. ¡Es la misma estructura! ¡Es justo ese isómero!

—¿Pudo reproducirlo? —preguntó Minot.

—Sí. No es la primera vez que sintetizo un péptido de estructura en anillo. Utilicé el sintetizador de péptidos y trabajé con los enlazadores. No tuve problema.

—¿Cuánto querían? —inquirió Cyrus.

—Dijeron que querían un mínimo de cien mil dosis, unos cincuenta gramos de compuesto.

Avakian silbó.

—Al precio que tiene ahora mismo en la calle eso serían unos diez millones de pavos.

—¿El precio en la calle? ¿De qué? —preguntó Martell confuso.

—Apoteosis —contestó Cyrus—. ¿No ha oído hablar de ella?

—¿Eso es lo que he estado fabricando? —gimoteó—. ¡No tenía ni idea!

—¿Cuánto ha fabricado ya? —preguntó Minot.

—Unos veinticinco gramos. El tipo que me trajo los recogió la noche del sábado. Ahora mismo estoy purificando el segundo lote.

—¡Así que pronto habrá en la calle otras cincuenta mil dosis…! —aulló Avakian—. Dios santísimo.

—Mire, a mí eso me trae sin cuidado —gritó Martell—. ¡Quiero que me devuelvan a mi mujer y a mi hijo!

Minot trató de calmar los ánimos, lo cual no se le daba mal.

—Los traeremos de vuelta, señor Martell. Puede estar seguro.

—Ella está asustadísima —sollozó.

—¿Cómo sabe que está asustada? —preguntó Cyrus.

Antes de que el químico pudiese responder, Minot atajó con tono esperanzador:

—Nos hacemos cargo, Martell. Créame.

Pero Martell devolvió la mirada a Cyrus.

—Porque he hablado con ella.

Todos inquirieron cuándo.

—Anoche.

Y quisieron saber cómo.

—La llamé a su móvil. Se lo metió en el bolso antes de que se la llevaran. Lo utilizaron para llamarme y me dejaron hablar con ella.

—¿Cómo pueden ser tan estúpidos? —murmuró Minot dando un respingo. Le pidió el número a Martell y se apresuró a salir al vestíbulo.

Martell parecía alarmado.

—No se preocupe. En este caso la estupidez es un punto a nuestro favor —aseguró Cyrus en tono tranquilizador—. Si tenemos su teléfono, la tenemos a ella.

Antes de que oscureciese se había coordinado un plan en el que participaban el FBI, la policía estatal y la de Boston. Minot se ocupó de resolver las cuestiones interdepartamentales y dejó la parte táctica a Cyrus y Avakian, que trazaron un plan de acción detallado minuto a minuto.

La policía rastreó la señal del móvil de Marcie Martell y lo localizó en Clark Street, una bocacalle de Hanover Street, en el North End de Boston. Tras peinar la zona en coche concluyeron que el origen de la señal debía de ser un edificio de apartamentos de cinco plantas, estrecho y de ladrillo, con solo diez viviendas.

Comcast, la compañía de teléfonos, accedió a cortar el servicio de cable a todo el edificio a las cuatro de la tarde. En cinco minutos, se recibieron tres llamadas informando sobre el problema. A Cyrus le hizo gracia la rapidez con que habían conseguido entrar: él y Avakian se enfundaron el uniforme de Comcast y entraron en el edificio.

Tuvieron libertad de movimientos por todo el edificio durante casi una hora. Dibujaron un croquis y colocaron micrófonos. Sospecharon sobre todo de una de las viviendas del ático, a la que una mujer les había negado con enojo la entrada. En la azotea buscaron puntos de acceso desde los edificios colindantes y tomaron fotos que ayudasen a concretar el plan de rescate.

Luego se marcharon y ordenaron reponer la señal de cable.

Dos horas después dieron instrucciones a Martell de que llamase a su mujer para confirmar que se encontraba bien. Estaba cansada pero nada más. Lo más importante es que el equipo del FBI que permanecía a la escucha recibió el tono de llamada por el micro ubicado ante la puerta del apartamento nueve, ático interior.

A las once de la noche, un coche aparcaba en el aparcamiento vacío de Chemotherapeutics. Era el Kia de Martell, conducido por John Abruzzi. Estaba solo. Cuando tocó a la puerta de vidrio, Martell salió y le entregó una botella de plástico llena de polvo. Un francotirador de la policía estatal tenía a Abruzzi en su mira de visión nocturna. La orden era disparar ante cualquier indicio de que fuese a atacar al químico. Pero el intercambio transcurrió sin incidentes.

—La primera botella estuvo bien, al menos eso es lo que nos han contado esos yonkis —bromeó Abruzzi. Desde el otro lado del micrófono que Martell llevaba pegado al cuerpo se oía todo perfectamente.

—¿Vais a soltar a mi mujer y a mi hijo? —preguntó Martell.

—Dentro de poco. Vuelve a tu casa y espera. Y mantén la boca cerrada sobre todo esto. Sabemos dónde encontrarte. No hagas el tonto. Cuando necesitemos más, la próxima vez, quizá te paguemos. No cometas ninguna estupidez y te harás un favor a ti mismo.

En el aparcamiento apareció otro coche.

Abruzzi lanzó a Martell las llaves de su Kia, se subió al otro coche y desapareció en él.

Cyrus estaba en el interior del edificio de la empresa, mirando a través de los estores de una sala con las luces apagadas.

—Muy bien, se han marchado —anunció Cyrus por radio—. Mandad cuatro vehículos tras él, que no se despisten ni un momento. Y que no actúen hasta que no se les ordene.

A unos cuatrocientos metros esperaba un helicóptero de la policía estatal que trasladaría a Cyrus al centro de la ciudad. En quince minutos estaba desembarcando en el helipuerto del hospital general, donde lo esperaba un transporte que lo llevaría a la comisaría de la policía de Boston, en New Sudbury Street. Desde allí se coordinaría la operación.

Minot escuchaba en silencio la descripción que Cyrus hacía del plan de acción al oficial al cargo del comando SWAT de la policía de Massachusetts y al equipo de apoyo de la policía local. Cuando terminó, Minot le dio una paternal palmada en la espalda, rellenó su pipa con tabaco afrutado y le deseó suerte.

A medianoche, los SWAT tomaron posiciones en la azotea del edificio de Clark Street. Los ocho hombres, pertrechados con chalecos antibalas, gafas de visión nocturna y rifles de asalto, anclaron las cuerdas para descender haciendo rappel.

Cyrus estaba en una furgoneta de comunicaciones de incógnito, aparcada en la manzana limítrofe con North Street. Antes de dar la señal, llamó a Avakian, que iba en uno de los coches que seguían a Abruzzi.

—¿Dónde está nuestro hombre? —preguntó Cyrus.

—Sigue en el Seagull Lounge, en Revere. Tenemos cubiertas la puerta y la parte de atrás. Tranquilo, no va a aparecer por vuestra fiesta.

Las luces del apartamento nueve estaban apagadas.

Cyrus dio luz verde.

Tras la cuenta atrás, el oficial de los SWAT dio orden de proceder.

Había dos ventanas en un lado de la fachada y otras dos en la parte de atrás. Los primeros cuatro hombres se dejaron caer y, aprovechando el balanceo, entraron por las ventanas con las botas por delante. A continuación entraron otros cuatro. Cyrus estaba sentado en el mismo borde de la silla, con los ojos cerrados y apretándose los auriculares. Apenas había desaparecido el estruendo de cristales rotos cuando se oyeron los primeros disparos.

Bang, bang.

Se escuchaban frases frías, mecánicas e inquietantes.

—¡Hombre abatido en el dormitorio dos!

—¡Mario! —gritó una mujer.

Bang.

—Mujer abatida en el dormitorio dos.

—Estoy en el dormitorio uno. Tengo al bebé. Cubrid la puerta. Creo que la madre está bien. ¿Es usted Marcie Martell?

—¡Sí!

—¿Cuántos más hay?

—¡Dos hombres y una mujer!

—¿Dónde está el otro hombre? ¿Quién tiene al otro hombre?

—¡Cuidado, creo que está detrás de ese sofá!

Bang. Bang. Bang.

—¡Segundo hombre abatido!

—¡Limpio! ¡Que entren los médicos!

Momentos después, la calle cobraba vida. Un fornido agente salió del edificio con el bebé en brazos y otros dos sostenían a su madre.

Cyrus observó a Marcie Martell mientras se la llevaban. Parecía que viniese del mismo infierno. Llamó a Avakian.

—Aquí hemos terminado. Recoge a tus hombres.

Avakian y cuatro agentes especiales entraron en el local y apresaron a John Abruzzi y a su conductor sin dar un solo tiro. Abruzzi llevaba la gran botella de plástico en el bolsillo de la chaqueta.

—Esto es azúcar, imbécil —reveló Avakian—. ¿Dónde está la primera botella?

Abruzzi levantó la barbilla.

—No sé de qué cojones me estás hablando, pero si lo supiera te diría que hace tiempo que ha volado. Apostaría algo a que se vendió todo hace mucho.