Cyrus conducía por la autopista I-90 camino del trabajo, con la mente adormilada como la de todos los que a esa hora hacían ese trayecto. La emisora W-BZ ampliaba la información sobre el caso William Treblehorn. El suceso había ocurrido hacía pocos días, pero Cyrus estaba ya harto de escuchar hablar de ello. Niños ricos portándose mal. Drogas. Una muerte. ¿Suicidio? ¿Accidente? ¿Asesinato? Se alegró de que no le hubiera caído a él.
William Treblehorn fue detenido, pasó una noche entre rejas y lo soltaron. Su padre era abogado de empresa de mucho prestigio. La familia tenía contactos hasta debajo de las piedras y papá se había encargado de que antes del amanecer hubiese listo un equipo de abogados para defender al chico. A los detectives encargados de la investigación aquel rubiales pijo les cayó mal desde el primer momento, pero no tenían pruebas sólidas que refutaran su testimonio, según el cual Jennifer Sheridan se había quitado la vida durante un mal viaje provocado por una droga.
Treblehorn había quedado traumatizado pero reconoció sin ambages que había sido él quien le había facilitado una dosis de aquello que llamaban Apoteosis. La asistente del fiscal del distrito asignada al caso se topó entonces con un problema: nunca había oído hablar de esa sustancia y no había información alguna en las bases de datos en línea ni en los sitios web no oficiales especializados. Si no estaba clasificada, no era ilegal. Consideró la posibilidad de presentar cargos por imprudencia temeraria, pero decidió esperar a que la investigación avanzase. Treblehorn, precedido de un regimiento de abogados, salió de la comisaría la mañana siguiente escondiendo la cara al enjambre de periodistas que se le abalanzaron. Hizo caso omiso de las preguntas y los gritos y se centró en lo único que le preocupaba en ese momento.
¿Cómo conseguir más Apoteosis?
Los diarios The Globe y The Herald y todas las cadenas de televisión locales dedicaron abundantes recursos a cubrir el caso y sus implicaciones más sensacionalistas. Familia importante. Muerte de una chica guapa y talentosa. Sexo, drogas y muerte. Pero no se trataba de una droga de las de siempre. Cierto es que la noticia habría saltado a los titulares aunque los jóvenes hubieran tomado algo más convencional, como ácido o metanfetamina. Pero ¿qué diablos era la Apoteosis?
El informe del agente que había procedido a la detención explicaba, en esquemática jerga policial, la descripción que Treblehorn había hecho de su profunda y espiritual experiencia: se había reencontrado con su abuelo «al otro lado» y había regresado a regañadientes «al mundo real».
Todo aquello sonaba a enajenamiento, casi a chiste. Hasta que un especialista local en rehabilitación de toxicómanos, psicólogo en la facultad de Medicina de Tufts, publicó una serie de descripciones de viajes de felicidad que algunos de sus pacientes le habían relatado.
Cyrus subió el volumen para escuchar mejor la entrevista a Vincent Desjardines. Hablaba a trompicones, poco acostumbrado al parecer a tener micrófonos delante.
—Doctor, ¿todas las personas que han consumido la sustancia que llaman Apoteosis dicen haber tenido las mismas visiones o alucinaciones?
—Exacto.
—¿Puede describir esa alucinación?
—Quienes la han consumido hablan de una sensación de ingravidez. Flotan sobre su propio cuerpo y a continuación viajan a través de un túnel en dirección a una luz brillante hasta llegar a un lugar en el que hay un río con unas piedras que lo cruzan. Siempre ven a alguien al otro lado del río. Hablan entonces de un encuentro muy real con un amigo o ser querido ya fallecido. También sienten una presencia divina al otro lado del río.
—¿Presencia divina?
—Sí, sin más detalles. Cada uno de los ocho pacientes que he entrevistado describe el anhelo irrefrenable de volver a consumir la sustancia y revivir esa experiencia.
—¿Todos y cada uno de ellos han descrito la misma experiencia?
—Sí. Con escasas discrepancias, lo que resulta bastante llamativo.
—¿Conoce alguna otra sustancia que provoque la misma alucinación a todas las personas que la consumen?
—En ocasiones, algunas sustancias como el LSD, la mescalina o la psilocibina producen patrones estereotípicos o similares en sus consumidores, pero nunca he visto nada como esto.
—¿Podría explicarlo de algún modo?
—Pues la verdad es que no. Hay que seguir investigando.
—En el futuro nos encantaría volver a hablar con usted sobre esta sustancia, doctor.
—Será un placer.
Cyrus estaba a punto de cambiar de emisora, pero comenzaron a dar otros titulares y el locutor mencionó un nombre que llamó su atención de inmediato.
Frank Sacco.
«Frank Sacco, de veintiséis años, ha sido encontrado muerto a primera hora de la mañana en su apartamento de Revere, en lo que parece un ajuste de cuentas. La policía está investigando. Lo detallamos a continuación».
Cyrus llamó a Avakian al móvil.
—¿Estás ya en la oficina? —preguntó.
—Sí. Acabo de llegar. ¿Qué pasa?
—¿Puedes echar un vistazo a la documentación sobre los asesinatos del taladro? Busca, por favor, la edad y la dirección del tipo que trabaja con Weller, Frank Sacco.
—¿Por qué?
—Míralo y me dices, ¿de acuerdo?
Al poco, Avakian devolvía la llamada.
—Tiene veintiséis años y vive en Dehon Street, en Revere.
Cyrus se incorporó al carril rápido y pisó a fondo.
—Pete, tenemos que vernos allí, en su casa. Cuanto antes. Lo han asesinado.
Cyrus y Avakian llegaron al apartamento de Sacco cuando el examen de la escena del crimen llegaba a su término. Los detectives de Revere estaban esperando al forense y su equipo para que levantaran el cadáver y lo metieran en su bolsa, y poder salir pitando de allí.
El detective a cargo se apellidaba Lombardy. Era un veterano con peluquín y corbata extralarga, hasta el ombligo. Quería saber por qué el FBI estaba interesado en su caso y aceptó refunfuñando la vaga explicación de Cyrus, que argumentó una posible conexión con otro caso en curso de investigación. Lombardy transmitió cumplidamente toda la información de que disponía.
En el segundo piso vivía una señora mayor. Al parecer, la despertaron unos pesados pasos bajando la escalera, sobre la una de la mañana. Se asomó a la ventana del dormitorio y vio a dos hombres subir a un coche y salir a toda velocidad. Volvió a acostarse y se despertó de nuevo a las cuatro, preocupada porque quizá debiera haber llamado a la policía. Se puso una bata, subió las escaleras para ver si estaba todo bien y vio que la puerta de Frank Sacco estaba abierta de par en par. Volvió a su apartamento y llamó a la policía.
Sacco apareció muerto bocabajo, con una única herida de bala en la parte posterior de la cabeza. El cuero cabelludo, fácilmente visible a través del pelo corto, se había abierto en forma de estrella, con los bordes ennegrecidos. Una herida de contacto, pues: le habían apretado el cañón contra el cráneo como en una ejecución en China. La bala salió por la boca, llevándose por delante un par de dientes, y terminó alojándose en el suelo de la estancia, cerca de la mesa de café. Una calibre 38, FMJ.
No había indicios de que se forzase la entrada. Sobre la mesa había un par de trapos y un bote de limpiacristales. Lombardy supuso que los asesinos habían tenido el detalle de borrar todas sus huellas. Ni siquiera había en el limpiacristales. No eran idiotas. No parecía que el móvil fuese el robo. Habían dejado la billetera de la víctima sobre la mesa y no habían registrado la casa. Y apareció algo interesante, muy interesante en la cómoda del dormitorio. Un fajo de billetes. Casi ocho mil dólares.
—Eso es mucho dinero para un técnico de laboratorio —observó Cyrus.
Lombardy levantó la vista de su libreta.
—¿Conocen ustedes a la víctima?
—Sí, sabemos quién es —respondió Cyrus—. Trabajaba en Harvard.
—A mí me parece un asunto de drogas que ha terminado torciéndose —dijo el detective—. ¿Se considera la hipótesis del narcotráfico?
—Por el momento no —alegó Avakian encogiéndose de hombros.
—Bueno, esa es la hipótesis que manejo yo. Veremos si lleva a algún lugar —apostilló Lombardy.
El forense anunció que estaba listo para levantar el cadáver y sus asistentes hicieron los honores.
Todo el mundo presente vio lo mismo a un tiempo.
—¿Qué diablos es eso? —preguntó Lombardy.
Del bolsillo de la camisa de Sacco asomaban tres delgados cartuchos de papel rojo.
—Compruebe qué es esto, ¿quiere, doctor? —le pidió Lombardy al forense.
El patólogo extrajo uno de los cartuchos de papel con unas pinzas y lo agitó suavemente.
—Tiene algo dentro —anunció.
—Ábralo —instó Lombardy.
El forense se puso unos guantes de látex y abrió el cartucho de papel sobre una bolsa de pruebas. Se derramó una pequeña cantidad de cristales blancos como la nieve.
—¡Os dije que esto era tema de drogas! —exclamó Lombardy triunfante.
—¿Qué cree que es? —preguntó Avakian.
El forense sacó una lupa de su maletín y estudió la sustancia.
—No creo que sea coca ni speed. Es demasiado poco. Y tampoco creo que sea LSD. Francamente, no tengo ni idea. Lo mandaré a estupefacientes, en Sudbury. En cuanto sepa algo os lo comunicaré.
Cyrus tenía una petición.
—Antes de que os lo llevéis, ¿podríais hacerme un favor? ¿Podríais comprobar si tiene alguna otra herida en la cabeza?
—¿Qué tipo de herida? —preguntó el forense mientras introducía los cristales en una bolsita.
—Una perforación hecha con una broca del tres, en una de las sienes.
El patólogo miró a Cyrus como si tuviera delante a un demente, pero se arrodilló para examinar más detenidamente el cráneo de Sacco.
—No. No hay nada más.
Cyrus y Avakian salieron a la calle, intentando abrirse paso entre el grupo de periodistas y curiosos que se había reunido a las puertas del edificio.
—¿No creerás que Weller tiene que ver con esto, verdad? —preguntó Avakian cuando dejaron atrás el bullicio.
—Esto no tiene nada que ver con los otros casos. No sé muy bien qué pensar.
—¿Quieres volver a hablar con él?
—Sí —respondió Cyrus—. Pero todavía no. Veamos qué saca la policía en claro al respecto de Sacco. No sé si podremos ejercer nuestra jurisdicción con lo que tenemos hasta ahora.
Avakian estuvo de acuerdo.
—Quizá el chico pasaba droga y se metió en un lío —dijo mientras abría la puerta de su coche.
—Sí —acordó Avakian—. Pero ¿qué clase de droga?
Alex raramente veía la televisión, pero esa mañana se sentó junto a Jessie. Se quedaron absortos con las noticias locales, porque habían pasado muchas cosas cerca de casa.
En cuanto oyó hablar del caso Treblehorn, a Alex se le encendió la luz de alarma. ¿Una experiencia extática provocada por una droga que había llevado a un supuesto suicidio? ¿Poco después de desaparecer su frasco? Conforme trascendían los detalles, lo fue sabiendo en sus entrañas. Tenía que ser su pentapéptido.
En la calle.
Alex había estado enfrascado en sus estudios, trabajando hasta la extenuación, pero no podía dejar pasar de largo aquello. La noche anterior había planeado cómo enfrentarse a Frank. No le dejaría escapar hasta que confesara lo que había hecho.
Pero Frank ya no volvió a ir a trabajar. Llegó entonces la avalancha de llamadas de gente que se había enterado del asesinato. Y todos y cada uno de los miembros de la Sociedad Uróboros añadían además una pregunta: «¿Cuándo conseguirás más compuesto?».
La vecina de Frank apareció en las noticias diciendo que «era un buen chico». Ella había conocido a su abuelo. ¿Quién haría algo así?
—Eso digo yo, ¿quién? —preguntó Alex.
Jessie sollozaba mansamente. Él la acarició en el hombro.
—No estés triste —dijo ella—. Hay que alegrarse por él.
—Está en un lugar mejor, eso por descontado —concedió Alex a regañadientes—. ¿Pero quién lo ha mandado para allá?
—¿Crees que él fue quien te robó la droga?
—Sí.
La televisión seguía hablando del caso Treblehorn. Llenaba la pantalla la foto de la orla de secundaria de Jennifer Sheridan. El funeral se celebraría el día siguiente en su pueblo natal de Connecticut. También apareció el abogado de Treblehorn reafirmándose en la inocencia de su cliente.
A continuación, dieron paso a otro corresponsal que estaba en Harrison Avenue, a las puertas del Centro Médico Tufts-Nueva Inglaterra, y acababa de hablar con el doctor Vincent Desjardines, especialista en rehabilitación, acerca de la droga que había llevado a Jennifer Sheridan a la muerte.
El doctor, un hombre en la cincuentena con cara de hurón y barbilla huidiza, miraba fijamente a la cámara desde detrás de su escritorio.
—Cada día veo más casos —explicó mostrando a cámara un pequeño cartucho de papel rojo—. Uno de mis pacientes me dio esto. Esta es la droga que llaman Apoteosis.
—¿Qué es exactamente, doctor? —preguntó el periodista.
—No lo sabemos todavía. Estamos analizándola.
—¡Alex! ¡Eso es tuyo! —dijo Jessie con la voz temblorosa y el dedo extendido.
Alex se levantó del sofá, se atusó nerviosamente el largo pelo y empezó a caminar de un lado a otro.
—Dios santo, Frank. ¿Qué has hecho?
En ese mismo momento, desde su apartamento, Cyrus hablaba por teléfono con su ex mujer. Quería hablar con Tara, pero Marian insistía en que estaba durmiendo. Echaba siestas cada vez más largas; sus energías menguaban. Cyrus le pidió que comprobara si en efecto seguía durmiendo y Marian resopló audiblemente, pero accedió. Él se sentía fatal por no haber llamado durante el día, pero había estado demasiado ocupado. La televisión zumbaba de fondo. Vincent Desjardines hablaba desde su despacho. Sostenía un papelito rojo idéntico al que había visto en el bolsillo de Frank esa mañana.
—Dios mío —masculló Cyrus.
Cuando Marian se puso de nuevo al teléfono para confirmar que Tara estaba dormida, Cyrus había colgado.