25

Frank Sacco era uno de los habituales del Seagull Lounge, un bar en el paseo marítimo de Revere, cerca de Boston. En verano era el típico local alegre en que se mezclaban vecinos y bañistas, ideal para tomar una cerveza acompañada de un chowder más que decente. En invierno, sin embargo, era un antro oscuro y deprimente en el que buceaban parroquianos que preferían el alcohol al chowder.

El primo de Frank, Stevie, era camarero en el Seagull. Cuando estaba tras la barra, Frank tenía dos por uno a discreción. Esa noche, Frank se sentía cada vez más feliz y expansivo conforme pasaban las horas. En un momento determinado sacó un grueso fajo de billetes e invitó a todo el bar a un par de rondas.

—¿Qué te pasa, tío? —preguntó su primo mientras le servía el whisky canadiense que a él le gustaba.

—¡No me pasa nada! Estoy feliz, Stevie, eso es todo —respondió Frank arrastrando las palabras.

—Estás feliz, ¿no? ¿Has ganado mucha pasta últimamente? —preguntó Stevie señalando el fajo que Frank tenía agarrado en el puño.

—Me estoy sacando un pequeño sobresueldo.

El barman echó una mirada hacia una de las mesas.

—Muy bien, pero no airees así el dinero. Te vas a buscar un lío.

Frank contó con el pulgar unos cuantos billetes de veinte y los dejó en la barra.

—Esto es para ti, tío. Eres de puta madre —dijo.

Su primo quiso obligarle a recoger el dinero, pero Frank empujó una y otra vez los billetes sobre la barra húmeda de cerveza, hasta que se salió con la suya y Stevie los guardó, renuente.

—Me guardo el dinero si tú te guardas el resto del fajo.

Frank hizo caso y pidió otra ronda.

Dos clientes seguían con interés aquella conversación: John Abruzzi y Mario Fortunelli, que habían echado el ojo al rollo de billetes tamaño salchicha ucraniana. Abruzzi era un tipo fornido. Vestía un jersey de cachemira y esa mañana había pasado por el barbero: entre sorbo y sorbo de cerveza, malhumoradamente, se quitaba pelos cortados del cuello del jersey. Se acercó a Frank con curiosidad creciente y le dio una palmadita en la espalda.

—Hola, Frankie, ¿qué tal?

Frank devolvió una sonrisa.

—Nada, tío. Por aquí.

—La última vez que alguien invitó a una ronda en este bar fue después de un funeral.

—Hoy no se ha muerto nadie —replicó Frank.

Stevie no dejaba de lanzar miradas suspicaces a uno y otro. Abruzzi invitó a Frank a su mesa y le ordenó a Fortunelli, un tipo con pinta de proxeneta, que se echara hacia un lado. Aunque en realidad eran jóvenes —no hacía mucho vagabundeaban todavía por las calles en pandilla—, había entre ambos cierta jerarquía que ambos aceptaban. El tío de Abruzzi era uno de los cabecillas de la familia Colombo, una de las que partían el bacalao en la zona. Fortunelli no tenía ese tipo de respaldo.

—¿Cómo estás, Frankie? —preguntó Fortunelli. Había sido compañero de Frank en secundaria, aunque no habían congeniado, precisamente. De hecho, Frank siempre había temido la reputación que ese chico tenía de bala perdida.

—Todo bien, tío. ¿Qué tal tú?

—No me quejo —respondió Fortunelli.

—¿De qué cojones hablas? —terció Abruzzi entre risas—. Está todo el puto día quejándose y renegando, como una zorra caprichosa.

Fortunelli espetó un endeble «sí, claro» por toda respuesta y cerró la boca. Abruzzi se inclinó sobre la mesa y preguntó en voz baja:

—Entonces, Frankie, parece que te está yendo bien, ¿no? Sigues trabajando en un laboratorio, ¿era eso?

—Sí, en Harvard. En la facultad de Medicina.

—Guau, no suena mal, ¿no te parece, Mario? —continuó Abruzzi, quitándose otro pelo cortado del cuello—. Frankie en Harvard. Y ¿cómo hace un tipo de los que se rompen los cuernos de nueve a cinco para sacar pasta como para hundir un puto portaaviones, Frankie?

Frank estaba tan borracho que no captó el tono gélido que había ido adoptando la voz de Abruzzi. Este tenía apenas un par de años más que Frank, pero por su corpulencia y arrogancia se diría una generación mayor.

—Tengo negocios aparte —susurró Frank.

—¿Ah, sí? ¿Qué tipo de negocios? —inquirió Abruzzi.

Frank miró a un lado y a otro de la mesa, con los ojos algo perdidos.

—Lo creas o no, estaba pensando en hablar con vosotros sobre el tema, porque tengo que reconocer que yo ya he tocado techo en este negocio. Quizá vosotros podríais echarme una mano.

Fortunelli empezó a reír disimuladamente y Abruzzi lo fulminó con la mirada.

—Podría ser. ¿De qué estamos hablando?

—Drogas —susurró de nuevo Frank.

—Nosotros hemos probado algunas —bromeó Abruzzi—. ¿De cuál estamos hablando, en concreto?

—Una de la que no habéis oído hablar nunca —anunció Frank.

Fortunelli no pudo contenerse.

—Venga, Frankie. John es el puto farmacéutico del pueblo. Controla mucho de esto.

—Se llama Apoteosis —contestó Frank—. ¿Habíais oído hablar de ella? —Ambos se encogieron de hombros—. Ya me imaginaba que no.

—¿Qué es? —insistió Abruzzi.

Frank sonrió.

—Con la Apoteosis ves a Dios, tío.

—¿A Dios? —preguntó Abruzzi—. ¿Al jodido Jesucristo?

Frank asintió.

—Venga ya. Eso no te lo crees ni tú —espetó Fortunelli.

—Muy bien —respondió Frank, molesto—. Lo que vosotros digáis, entonces. Nos vemos por ahí, Mario.

Abruzzi tranquilizó a Frank amenazando a Mario con romperle la boca si volvía a abrirla.

—En serio. ¿Cómo es el colocón? —preguntó Abruzzi.

—No hay nada en este mundo que se le parezca, tío —explicó Frank, que de repente entró en una ensoñación—. He visto cosas… Bueno, lo único que puedo decir es que es lo mejor que me ha pasado nunca. Y no soy el único. A todo el mundo que la prueba se le va la cabeza. Pero para bien. Para muy bien, tío.

—Y ¿cómo va el tema del dinero? —preguntó Abruzzi interesado.

—¿Podríamos hablar en otro sitio? —preguntó Frank mirando alrededor.

—Sí, claro. ¿Cuándo? ¿Dónde?

—Tengo que hablar con una persona —explicó Frank—. ¿Qué tal si venís a mi casa, hoy sobre las doce de la noche?

—A las doce estaremos allí —concluyó Abruzzi, plantando unos cuantos billetes en la mesa—. Guarda un poco para tus colegas. Quizá queramos probarla.

Un hombre solitario recorría con paso grave Huntington Avenue, en el barrio bostoniano de Jamaica Plain. Una mezcolanza de nieve y aguanieve caída esa misma noche, unas horas antes, había convertido la acera inclinada en una pista de patinaje. Uno de los últimos tranvías de Arborway pasó por su lado chirriando, dirección Park Street. Volvió a caer aguanieve y el hombre se colocó la capucha de la sudadera.

Cruzó la carretera y las vías del tranvía y miró hacia atrás para cerciorarse de que no había nadie en las inmediaciones. Se dirigió en línea recta hacia el oscuro portal de un edificio de apartamentos de ladrillo rojo. Pulsó un timbre y casi instantáneamente la puerta se abrió con un zumbido. El hombre subió dos pisos de escaleras y tocó a una de las puertas.

—¿Eres tú, Jimmy? —preguntó una voz amortiguada desde el interior.

—Sí, soy yo.

Los dos hombres se mostraban agitados. Jimmy era de rostro afilado y tenía gestos escuetos y veloces como los de un galgo. La tenue iluminación apenas dejaba entrever la decoración al estilo de los sesenta del apartamento: tapices asiáticos, lámparas de papel y alfombras de listas de madera.

—Este sitio parece un museo. ¿Te lo he dicho alguna vez?

—Cada vez que vienes. ¿Qué me has traído hoy?

El otro hombre era voluminoso. Traía una astrosa barba y la camisa por fuera.

—Mi camello de siempre me ha dejado tirado esta semana, ¿sabes?

—Vamos, no me digas que no tienes maría.

—No. Cero. Pillaré la semana que viene.

—¿Y ácido?

—Hace tiempo que no veo al tipo que me lo consigue. Yo creo que se ha mudado. Pero no te preocupes, tío. Te he traído otra cosita.

—No quiero ninguna otra cosita.

—Lo que traigo es nuevo.

—¿Qué hace?

—Te da un subidón impresionante, por lo visto. El tipo que me lo pasó me dice que es un viaje brutal.

—¿Cómo se llama?

—Tío, esta mierda es tan nueva que ni siquiera le han puesto nombre. No, espera. El tipo este, Frankie, me dijo que la llaman Apoteosis.

—¿Tú la has probado?

—Ya te lo he dicho muchas veces. Yo paso de meterme. Vendo y punto.

—¿Cuánto cuesta?

—Setenta y cinco pavos la dosis.

—¿Estás de coña, Jimmy? No voy a pagar setenta y cinco pavos por algo de lo que no he oído hablar nunca. Vete a tomar por saco.

Jimmy sonrió.

—Sí, tienes razón. Es cara. Como no la has probado nunca, te voy a hacer un descuento. Si me compras una dosis te regalo otra. Y si te parece un timo, te haré un 20 por ciento de descuento en la próxima maría que compres. ¿Qué te parece?

—Qué negociante estás hecho, Jimmy.

Jimmy sacó dos cartuchos de papel rojo del bolsillo de la sudadera y los puso a la altura de los ojos de su cliente, que echó mano de la cartera a regañadientes.

—Espero que te guste, tío. Si es así, cuéntaselo a tus amigos.

Frank Sacco vivía en un edificio de tres plantas en Revere, en un ático que había sido de su abuelo. Había tirado casi todas las cosas del anciano, sustituyendo el sofá y los sillones ya desfondados por muebles forrados en cuero. Tiró la vieja televisión de tubo y compró una pantalla de plasma. Sin embargo, había conservado la pesada cama y los armarios del dormitorio. Cada vez que abría los cajones, se extendía un aroma que le recordaba a su abuelo Sal.

Guardaba el frasco de Apoteosis en el cajón de los calcetines. Bajo las camisetas se amontonaba el dinero en efectivo. Sacó el frasco y volvió al salón donde le esperaban Abruzzi y Fortunelli, despatarrados en el sofá, con los zapatos mojados puestos encima de la mesa de café.

—Aquí lo tenéis —presentó Frank orgulloso.

Abruzzi abrió el frasco y olfateó los cristales blanquecinos.

—Y ¿de dónde has sacado esto? —preguntó.

Frank dio un trago a la cerveza.

—Sé dónde guarda las llaves mi jefe. Ahora está bastante cabreado, pero fabricará más.

—¿No sospecha de ti?

—Quizá sí, quizá no. Me importa un carajo. No tiene pruebas.

Abruzzi tapó el frasco y lo pasó a Fortunelli, que también olfateó el contenido y se encogió de hombros ante la falta de olor.

—Bueno, vamos a hablar de dinero entonces —propuso Abruzzi.

Frank dejó la cerveza y cogió de nuevo el frasco.

—Aquí hay ocho gramos de Apoteosis. O sea, ocho mil miligramos. La dosis es de medio miligramo, una cantidad ridícula. Así que en este frasco hay dieciséis mil dosis. —Metió los dedos en el bolsillo de la camisa y sacó cuatro cartuchitos de papel rojo—. Así es como lo empaqueto, en papel de regalo navideño, con un poco de azúcar para endulzar. Esa es la idea. Es imagen de marca. A la gente le gusta. Lo he estado vendiendo a través de un tipo que conozco, pero es un don nadie y un macarra. Por eso quería hablar con vosotros.

Abruzzi cogió uno de los cartuchos de papel.

—¿A cuánto la dosis?

—La estoy vendiendo a cincuenta dólares. Creo que en la calle ha subido hasta los setenta y cinco, quizá cien.

Fortunelli soltó un silbido pero su compañero le mandó callar con un gesto de la mano.

—Muy bien, Mario, tú que eres el puto genio: ¿cuánto dinero reportaría todo este frasco a cincuenta dólares la dosis?

Fortunelli frunció el ceño.

—Ochenta mil.

—Qué idiota eres, Mario. ¡Son ochocientos mil! ¡Este frasquito de Frankie vale casi un millón de pavos! Y si es tan increíble, ¿por qué no doblar el precio? Frankie, cuéntame, ¿por qué gusta tanto?

Frank respiró hondo y comenzó a describir el viaje que producía la Apoteosis. Parecían no importarle las caras raras de Fortunelli, las mismas que solía poner años atrás, desde la última fila de clase de lengua, cada vez que tenían que leer un texto literario. Abruzzi atendía, sin dejar escapar una palabra.

Pero cuando Frank empezó a relatar el momento en que aparece la figura solitaria, esperando al otro lado del río de luz, tuvo que parar de repente. Le temblaron los labios y se vio obligado a ahuyentar las lágrimas, claramente avergonzado por echarse a llorar delante de dos tipos duros del barrio.

—¿Qué pasó entonces? —apremió Abruzzi—. ¿Reconociste al tipo?

—Sí, lo conocía.

—¡Sigue contando!

—Era Kenny Longo.

—¿¡Qué coño dices!? —exclamó Fortunelli, interesado de repente en la historia—. ¿El niño al que mataste?

—¡Fue un accidente! —gritó Frank—. ¡Era mi mejor amigo!

Dos niños de trece años jugando en un sótano a disparar contra una caja de cartón con pistolas de aire comprimido. Montaban a caballo, empuñaban las armas. Primero el crujido de un pistoletazo de aire comprimido y luego un golpe seco, como el de un perdigón incrustándose en una tabla de madera. Solo que no era madera, sino el cráneo de Kenny. El niño cayó de rodillas y murió sin decir palabra.

Él era quien lo esperaba al otro lado y lo llamaba. Tan joven y lleno de vida como el día que se desangró en el suelo de aquel sótano. Para alivio de Frank, Kenny no le guardaba ningún rencor. De hecho, parecía extasiado de ver a su viejo amigo y lo llamaba con agudos gritos de preadolescente.

—¡Frankie! ¡Eh, Frankie! ¡Vamos, ven!

Cuando terminó de relatar su experiencia a aquellos dos tipos del sofá, algo que se había negado a hacer frente a Alex y el resto de vejestorios de altos ideales de la Sociedad, Frankie perdió el control y empezó a llorar como una magdalena, como cuando muchos años antes miraba sentado en el bordillo cómo subían el cadáver de Kenny a una ambulancia.

Al parecer, a Fortunelli no le había gustado demasiado el despliegue de emociones. Fue al frigorífico a por otra cerveza, mientras Abruzzi pedía a Frank que se tranquilizara. Pero la voz de este no transmitía empatía alguna: solo apremio por obtener más información.

—Ya me he enterado de todo esto, Frankie, pero dime una cosa: a mí me parece que te quedaste hecho polvo. Me dijiste que a la gente le gustaba meterse esta mierda.

—Sí, a todo el mundo le gusta. A mí me encanta. Estoy llorando, sí, pero no duele, no sé si me entiendes. Es todo lo contrario. Siempre pensé que Kenny me odiaría, pero no es así. El cielo existe, tío. Yo lo he visto.

Abruzzi asentía con la cabeza.

—Me alegra que te apasione tanto, Frankie. Esto que me cuentas es un testimonio impresionante, pero yo voy un poco por delante de ti, tío. Estoy pensando ya en el asunto económico. Lo que a mí me hace llorar es el dinero que hay metido en ese frasco. Lágrimas de alegría, como las tuyas. Pero cuando se acabe, ¿qué? ¿Cómo conseguimos más?

—Casi nadie conoce la Apoteosis todavía. Mi jefe pidió a un químico que la sintetizara. Por lo que sé, sospecho que no es demasiado complicado. Seguro que hay otros químicos capaces de sacar la síntesis.

—¿Sabes lo que lleva?

—¿Te refieres a la fórmula? —preguntó Frank.

—Sí, la fórmula.

—No, mi jefe no se la enseñaría a nadie. Pero cualquier especialista en péptidos podría averiguarla analizando los cristales.

Abruzzi barrió la habitación con la mirada en busca de un bolígrafo, arrancó media página de una revista y le pidió a Frank que le deletreara la palabra «péptido».

—Entonces, ¿quieres hacer negocios con nosotros, Frankie? —preguntó cuando la hubo escrito.

—Sí. Esto tiene mucho potencial. Para serte sincero, yo preferiría meterme la droga antes que venderla.

—¿Cuáles crees que deberían ser los porcentajes?

Frank se enjugó las lágrimas con la manga.

—No lo sé. ¿Cincuenta, cincuenta?

—¿Tú dirías que eso es justo?

—No lo sé. ¿Sesenta para vosotros, cuarenta para mí?

Abruzzi rió.

—Frankie, estás regateando en tu propia contra. Lo de los negocios se te da como el culo.

—Ya lo sé.

—Te voy a dar una lección exprés sobre cómo negocio yo. ¿Listo? Verás: yo me quedo con el 100 por ciento y tú con el 0 por ciento.

Frank se mostró confuso.

—Pero…

Abruzzi chistó colocándose el dedo sobre los labios. Le guiñó el ojo a Fortunelli, que seguía de pie dándole sorbos a una lata de cerveza.

—¿No te gusta el trato?

Frankie esbozó una sonrisa, aliviado al creer que estaban siendo sarcásticos.

Abruzzi le devolvió la sonrisa.

—Genial. Me alegro de que te parezca bien.

Fortunelli se había deslizado tras el respaldo de la silla de Frank. Un segundo después hubo un estallido y la habitación se roció de sangre. El olor a pólvora no tardó en inundar la estancia.

Frank se tambaleó, cayó, rebotó contra la mesita y golpeó pesadamente contra el suelo.

Abruzzi se levantó y se metió el frasco de Apoteosis en el bolsillo del abrigo.

—Saluda a Kenny Longo de nuestra parte, si no es mucha molestia —espetó.