A pocas calles del estadio de los Red Sox, en un loft de Kenmore Square, se daba una fiesta. La había organizado una pareja de artistas australianos para celebrar un contrato que su pequeña empresa había firmado con una compañía de software para encargarse de su diseño publicitario. Una riada de amigos y colegas deambulaban por aquel cavernoso espacio en el quinto piso de lo que antiguamente había sido una fábrica de pinturas.
La música reverberaba en las paredes y los graves palpitaban, haciendo temblar los listones del antiguo suelo de madera. Daban las once y el loft estaba hasta la bandera. Decenas de urbanitas se apretaban contra las mesas de comida y bebida, picoteando entre platos y cuencos de delicias australianas. Los vasos rebosaban cerveza Fosters y vinos blancos de Australia, que parecían no acabarse nunca. Todo el loft se agitaba entre desinhibidos cuerpos que bailaban al ritmo de la música.
La anfitriona se empinaba para gritar al oído de su marido que había mucha gente a la que no conocía de nada. Él gritó algo de vuelta, pero ella hizo señal de no oírlo. Él hizo bocina con las manos y vociferó otra vez: «¿Qué más da que no los conozcamos?».
Una chica delgada con un escueto vestido bailaba sola frente a un enorme ventanal flanqueado por dos palmeras de interior. Se había hecho con su propia botella de vino y cada dos o tres pasos interrumpía su baile para dar un trago. Cuando echaba atrás la cabeza, la larga y oscura melena le tocaba la cintura.
Un joven llevaba observándola varios minutos. El ritmo de la música y las dos palmeras que rodeaban a la chica le hicieron imaginarse un depredador en la selva. Se acercó discretamente y cuando estaba ya muy cerca dio un paso adelante alargando el brazo con el vaso vacío. Ella lo miró con ojos algo miopes, limpió la boca de la botella con el pulgar y le sirvió vino hasta derramarlo. Él retiró el vaso riendo y dio tres largos tragos. Volvió a alargar el vaso y ella lo volvió a llenar. Al poco bailaban entre las palmeras y él no tardó en darle un beso, entre las hojas.
—¿Cómo te llamas? —gritó él.
—Jennifer. ¿Y tú?
—William. ¿Quieres que vayamos a un sitio más tranquilo? —propuso.
Sin mediar palabra, la cogió de la mano y la condujo entre la muchedumbre, recorriendo el perímetro del loft y probando a abrir una puerta tras otra hasta que encontraron un dormitorio. Sobre la cama se levantaba una montaña de abrigos. El joven cerró tras de sí la puerta con llave. Era un tipo fuerte, así que la aupó como si fuera una niña pequeña y la tiró sobre la ropa amontonada. Ella se deshizo en risitas; de fondo sonaba la música amortiguada de la fiesta. Él se le echó encima y la desnudó de cintura para abajo, y la pareja fue hundiéndose entre la ropa.
Minutos después apareció de entre la montaña un brazo y acto seguido una pierna.
—Ha sido genial… —dijo ella algo mareada.
—¿Quieres seguir pasándolo bien? —preguntó él.
—Sí, claro. ¿Cómo?
—Un amigo me ha pasado una cosa nueva. Seguro que nunca la has probado.
—¿Algo para meterse?
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—La llaman Apoteosis, creo.
La chica se echó a reír de nuevo.
—¿A quién no le apetece hacer algo apoteósico? ¿Qué es lo que hace?
—Supuestamente te produce una especie de subidón espiritual. Como el ácido, pero más suave. Mi amigo me contó que tuvo el mejor viaje de su vida. Yo estoy esperando la ocasión perfecta para probarlo. ¿Te apetece?
Ella dio un pícaro golpe de melena.
—Sí, claro. Hay que probarlo todo. Al menos una vez.
Él todavía llevaba la chaqueta puesta. Sacó dos delgados cartuchos de papel rojo. Buscó al pie de la cama su copa de vino, aún medio llena, vertió el contenido de ambos cartuchos en la copa y removió.
—¿Compartimos? —propuso.
Bebieron la mitad cada uno y volvieron a echarse sobre los abrigos.
—¿Cuánto dura el colocón? —preguntó la chica.
—Se me olvidó preguntar.
—¿Eres amigo de los Gibbon? —preguntó.
—¿Quiénes son los Gibbon?
—¡Los anfitriones!
—No. He venido con un amigo de ellos. ¿Y tú?
—Estuve de prácticas en su empresa el año pasado. Cuando terminé el primer curso en la EDRI.
—¿Qué es la EDRI?
—La Escuela de Diseño de Rhode Island.
—¿Eres artista?
—Quiero serlo.
—Qué guay —respondió él—. En serio, me encanta.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la chica.
—William. William Treblehorn.
—¿Ni Bill ni Billy, ni Will ni Willy? —preguntó juguetona, dándole golpecitos en el pecho con el dedo.
—No. William.
—Entonces no te dejaré que me llames Jenny. Para ti seguiré siendo Jennifer.
Continuaron charlando y bromeando hasta que al final ambos cayeron inconscientes.
Ante la puerta del dormitorio se había congregado un corro de invitados que charlaban vivamente. Un hombre trataba de accionar el picaporte y golpeaba la puerta con el puño.
—Probablemente sea alguien borracho que se ha quedado K. O. —supuso por fin.
—Muy bien, pero yo necesito mi abrigo.
—Es más de la una y media. Tenemos que irnos.
—Voy a ver si Bernie tiene la llave.
Los invitados llevaron al anfitrión de la manga hasta la puerta. Él lo intentó de nuevo.
—No sé dónde diablos está la llave de esta puerta. Nunca la cerramos —explicó, tambaleándose levemente por el alcohol—. A ver si Nan sabe dónde carajo las guardamos.
Al momento estaba de vuelta, trastabillando pero enseñando orgullosamente la llave.
—Tengo la mejor mujer del mundo —exclamó, mientras trataba de introducir la llave en la cerradura. Por fin, la puerta se abrió.
De la habitación salió una vaharada de aire frío. El ventanal aledaño a la cama estaba abierto de par en par y el viento entraba con un aullido. El golpe de frío obligó al dueño de la casa a cerrar momentáneamente los ojos y parpadear unas cuantas veces.
—¡Dios mío! —exclamó cuando los pudo abrir.
Junto a la ventana había un joven completamente desnudo. Miraba hacia abajo con ojos idos. El pelo rubio le flameaba hacia atrás. El joven se giró al oír la voz de Bernie y se encontró con un montón de cabezas asomadas a la puerta.
—¿Qué coño pasa aquí? —inquirió Bernard.
William se descompuso y cayó de rodillas, sollozando.
—¡He visto a mi abuelo! ¡Lo he visto!
—Sí, claro que sí, colega. ¿Por qué no te vistes y te largas de mi casa? ¿Me ayuda alguien a encontrar la ropa de este tío?
—¡Ella también vio a alguien! —gritó.
—¿Ella? ¿Quién?
—Se llamaba Jennifer. ¡Me dijo que había visto a Dios!
—Vale, tranquilo. Y ¿dónde está, Jennifer?
—Dijo que quería volver y quedarse allí para siempre.
—Vale, muy bien. —El hombre que estaba buscando la ropa del chico avisó de que no la encontraba—. Pues como no encontramos tu ropa, te vas a tener que poner un abrigo. No puedo tener a un tío desnudo dando vueltas por mi casa. Y ¿dónde está esa Jennifer?
—Ahí abajo.
—¿Cómo que ahí abajo?
El joven señaló con la mano.
El anfitrión se acercó al ventanal, ya totalmente sobrio. Se asomó desconfiadamente y, abajo, claramente iluminado por el haz de una farola, vio el cuerpo desnudo de una mujer de larga melena negra, rodeado por un charco de sangre que crecía por momentos.