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El siguiente fue el más fácil.

En esa ocasión Alex no tuvo sentimientos encontrados acerca de lo correcto e incorrecto, el bien y el mal. Tenía una misión que cumplir. Se arrogaba la autoridad necesaria para disipar cualquier incómodo dilema moral. Cada mañana despertaba con la sensación, cada vez más vívida, de que ocupaba el epicentro de la grandeza. Como Fausto en mitad de su círculo mágico, supo que se le había revelado otro mundo, en la confluencia entre fe, religión, filosofía y ciencia. Ideas elevadas, visionarias, descomunales, que empequeñecían cualquier vida humana. Además, no había duda, ninguna en absoluto, de que su víctima le daría las gracias si supiese lo que le aguardaba unos minutos después de que su corazón dejase de latir.

El medicamento había dejado adormilada a la chica, que no hacía más que dar cabezadas en el asiento del copiloto. Alex le preguntó la edad. Ella respondió que tenía dieciocho años, aunque parecía más joven. Esperó que lo fuese. En la cochera, la chica tenía ya los ojos cerrados y la barbilla hundida en el esternón cuando Alex regresó al coche tras cerrar la puerta. No quiso despertarla. Se puso los guantes y la estranguló. Había perfeccionado la técnica y también notaba más fuerza en las manos. Ese cuello era el más delgado de todos. La chica se revolvió poco y cayó rápido. La tumbó junto al coche, extrajo las muestras, la metió en el maletero forrado de polietileno y volvió a sacar el coche.

Cuando bajaba marcha atrás por la entrada a la cochera dirigió una mirada a la ventana oscura de su dormitorio. Allí estaba Jessie, soñando. Él estaba cansado. Deseó estar acurrucado junto a ella. Era una persona deliciosa junto a la que dormir.

En esa ocasión había reflexionado más detenidamente sobre cómo deshacerse del cuerpo. No quería tener que vérselas de nuevo con Cyrus O’Malley. Tenía cosas más importantes de las que ocuparse. El cadáver de esa chica tendría que tardar más tiempo en aparecer.

Condujo hacia el sur y entró en el estado de Rhode Island. Tuvo la idea del plan al recordar una excursión a la playa que Jessie y él habían hecho el mes de noviembre de dos años atrás, a unas aisladas casas de vacaciones en Narragansett, que en esa época del año estarían tristemente cerradas a cal y canto. Encontró en la oscuridad un grupo de esas casas, escogió una y forzó la puerta. Para no dejar huellas se colocó bolsas de plástico sobre los zapatos, las ajustó con gomas elásticas, arrastró el cuerpo de la chica hasta el dormitorio y lo metió debajo de una cama desnuda. Se congelaría. Ni un olor hasta primavera. Y la primavera quedaba muy lejos.

Cuando se levantó del frío suelo de madera se le cayeron unas cuantas monedas del bolsillo del pantalón. Maldijo varias veces y tanteó los tablones de madera en la oscuridad. Después de un minuto buscando bajo la cama se convenció de que las había recuperado todas. Salió y cerró la puerta. Tenía que volver a su laboratorio para procesar el líquido cefalorraquídeo. Tenía planeados muchos experimentos con los isómeros del compuesto uróboros. Y si al final sobraba algo lo quería para él.

Días después había terminado con las purificaciones y análisis. Había hallado la respuesta.

El compuesto uróboros que había extraído de su última víctima era una mezcla de al menos seis isómeros. Uno de ellos coincidía con el que había creado Miguel. La naturaleza le volvía a demostrar su complejidad: el cerebro moribundo producía varios pentapéptidos, semejantes pero con sutiles diferencias entre sí. Quizá había más de una llave que abriese el cerrojo de su receptor LR-1. O quizá existían variantes del receptor, cada una de ellas con su llave. Exhausto, llegó a la conclusión de que le llevaría años comprender al detalle tal mecanismo biológico.

No obstante, en su imaginación fantaseaba con el efecto del compuesto extraído de la chica, puro y natural. Era la más joven hasta la fecha. Tras los experimentos había quedado una única dosis. Una noche se la tomó, lleno de anhelo, bajo el ojo vigilante de Jessie.

En esa ocasión alcanzó la última piedra.

Tenía a Dickie al alcance de la mano cuando voló de regreso al túnel. Lo tuvo tan cerca que pudo distinguir el tono rosado de sus mejillas, la barba de dos días. ¡Estuvo desesperadamente cerca del contacto físico! Y pese a la profunda decepción de ese final de viaje, se sintió plenamente dichoso cuando regresó. Jamás se había sentido tan profundamente eufórico. Algo puro y poderoso lo esperaba al otro lado.

Cuando se le terminaron las palabras, cayó derrengado y feliz entre los brazos de Jessie y se quedó dormido.

La noche del día siguiente, Alex se presentó a medianoche en el hospital infantil. Se deslizó por los pasillos en penumbra del ala de neurología. Había acudido directamente desde su laboratorio, recorriendo en el aire gélido a paso vivo las pocas manzanas. Fue cuidadoso e hizo las cosas paso a paso. Para guardarse las espaldas, salió del edificio de su laboratorio por el muelle de carga y descarga que había en la parte de atrás, por donde también regresaría. Si todo iba bien, en menos de una hora estaría de vuelta en su banco de pruebas, procesando una muestra preciosísima.

En esta ocasión no habría cadáver del que deshacerse.

No tenía que pasar por delante del mostrador de enfermería para llegar a la habitación de Paulo. En el pasillo no había nadie. Abrió calladamente la puerta.

Paulo Couto tenía cuatro años y un gran tumor cerebral inoperable. Era brasileño, hijo de inmigrantes indocumentados al que tardaron demasiado en atender. Los médicos, en ese punto de la enfermedad, no podían hacer otra cosa que dar algo de radiación y administrar medicación contra los ataques, así como dosis elevadas de esteroides para paliar la inflamación cerebral. Habían quedado a cargo del niño los neurocirujanos. Y, concretamente, Alex. La medicación antiepiléptica funcionaba de la forma esperada pero no eran sino paños calientes. Al niño no le quedaba mucho tiempo.

La última maniobra había sido una derivación ventriculoperitoneal para desviar la acumulación de fluido del encéfalo hacia el abdomen, a fin de evitar el coma y la muerte. Eso le daría unos días, quizá unas semanas.

Alex palpó suavemente el tubo de plástico que corría justo por debajo de la piel, desde el cuello y a lo largo de la pared torácica, para entrar en el peritoneo por debajo del diafragma. Cuando auscultó el blando vientre, el chico se despertó, parpadeando confuso.

—Hola, Paulo. ¿Cómo estás? —El niño sonrió y señaló la coleta de Alex. A los críos les encantaban su pelo largo y su divertido acento. Atento, Alex sacudió la cabeza, agitando la cola como si fuera un caballo—. Solo quería ver si estabas bien. Vuelve a dormir.

El niño se removió bajo las sábanas y volvió a quedarse dormido.

La puerta estaba cerrada.

Ninguna enfermera lo había visto entrar en el ala.

En el bolsillo llevaba una jeringa.

Tres minutos.

Alex estudió el rostro del niño, hinchado por los esteroides.

Sería muy sencillo taparle la boca con su amplia mano y apretarle a la vez la nariz.

A los tres minutos, introduciría la delgada aguja de la jeringa en el catéter de la derivación y extraería unos pocos centímetros cúbicos de líquido cefalorraquídeo. Dejaría una cicatriz diminuta sobre la piel, indistinguible.

El niño no estaba monitorizado, así que descubrirían lo ocurrido en la siguiente ronda, al comprobar sus constantes.

En las indicaciones de tratamiento decía «no reanimar».

Se harían llamadas telefónicas. Dirían que tuvo un final pacífico. Un buen final. Sus padres rezarían y afirmarían que estaba en un lugar mejor.

Y tendrían razón.

Jessie había ido a ver a una amiga y Alex se había quedado solo en casa.

Lavó los platos de la cena y limpió la cocina. Cuando hubo terminado, abrió el frigo y buscó el tubo de plástico que había traído del laboratorio.

Ya en el dormitorio, se quitó los zapatos y se recostó. Notó el frío del tubo en la mano.

Todo había ido sobre ruedas. Alex había recibido una llamada esa mañana diciendo que Paulo Couto había fallecido durante la noche. Una muerte esperada.

Él estaba listo. Sería la última prueba antes de pasar a la siguiente fase. Esa noche obtendría respuesta a la última gran pregunta.

¿Qué experiencia viviría con el pentapéptido natural producido por el cerebro de un niño?

Había consumido el compuesto uróboros tantas veces que no le preocupaba estar solo en casa bajo sus efectos. Pero, por si acaso, redactó una breve nota para Jessie que dejó sobre la cómoda del dormitorio.

Se vació el tubo en la boca y esperó. Iba a obtener la respuesta que tanto anhelaba.

En breve se encontró en la orilla del río de luz, observando cómo Dickie lo llamaba gesticulando. En esa ocasión avanzó sobre las piedras con paso suave y seguro. El placer se incrementaba con cada zancada.

Le quedaban cuatro piedras. Tres. Dos. Se quedó de pie justo en la última piedra, a apenas un par de palmos de su padre.

—¡Vamos, niño! —le llamó de nuevo Dickie—. ¡Solo te queda una piedra! ¡Ya casi estás! ¡Tú puedes!

Su corazón estalló de alegría cuando notó que podía levantar el pie derecho del suelo.

Con el izquierdo pisó la orilla opuesta.

Y luego posó el otro pie.

Estaba allí.

Y entonces le echó los brazos a su padre. Encontró un cuello cálido, palpitante de sangre.

—¡Hola, niño! —le escuchó saludar.

Había alguien detrás de Dickie.

No veía quién era, pero sentía una presencia. Un poder abrumador.

Su padre estaba a punto de abrazarlo a él, pero…

Una fuerza lo arrancó de él. Fue literalmente arrebatado de los brazos amorosos de su padre y arrastrado de nuevo al túnel, de vuelta luego a su dormitorio.

El paso de un mundo al siguiente había sido vertiginoso. La crueldad del retorno le hizo llorar.

Las lágrimas brotaban desde lo más profundo de su alma. Cuando Jessie regresó a casa, una hora más tarde, Alex seguía llorando, abrazado a sus rodillas, balanceándose adelante y atrás.