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Ella ya no quiere más quimio. Y yo no quiero que le den ningún ciclo más —dijo Marian con insistencia.

Cyrus apretó el teléfono pensando en el cuello de Marian. Trató de modular la voz. Si él estallaba, ella estallaría. Y sería el punto final de la conversación.

—Pero acabas de decir que según el escáner las cosas están peor.

El astrocitoma volvía a crecer. La medicación no hacía efecto.

—Ya hemos pasado por esto antes, Cyrus. No pueden hacer nada más por ella.

—Todos los días salen cosas nuevas. Tú eres la experta en internet. ¿Qué dicen los puñeteros blogs sobre tumores cerebrales? ¿No hay nada nuevo?

—Lo hemos probado todo —dijo, rompiendo en un llanto torrencial—. ¿Es que no lo entiendes? ¡Lo hemos probado todo!

Y con eso colgó, dejándolo con la palabra en la boca.

Cyrus se quedó mirando fijamente el teléfono y colgó el auricular. La cegadora luz del sol se derramaba sobre su escritorio. No le interesaba en absoluto contemplar ese azul y frío cielo, así que echó los estores.

La documentación sobre los asesinatos del taladro permanecía intocada frente a él. El caso seguía vivo, pero se enfriaba. No tenía nada sobre Alex Weller más allá de una profunda sospecha. El caso prioritario era ahora una serie de atracos a bancos en el sur de la ciudad. Por desgracia, Avakian y él tenían que ir a entrevistarse con el director de una de las oficinas en una hora. Tendría que intentar no pensar en Tara, apartarla a un rincón de su mente para poder seguir funcionando. Se sentía mal al respecto, pero ¿qué podía hacer? ¿Cerrar el tinglado, pedir la baja médica, sentarse en su porquería de apartamento y emborracharse desde por la mañana con un libro en el regazo?

Alex pasó el día después del simposio en un estado vertiginoso, casi de descontrol. No había abierto siquiera el plástico del periódico dominical. Ni Jessie ni él habían comido apenas. Cuando se cansaron de hablar sobre lo ocurrido la víspera, Jessie rogó a Alex que le dejase tomar uno de los paquetitos que habían quedado. Mientras él la vigilaba, siguió escribiendo furiosamente en uno de sus cuadernos del laboratorio. Tenía que quedar constancia científica de todo lo que había pasado la noche anterior.

«Algún día —pensó escudriñando los párpados agitados de Jessie—, se hablará de esta noche de sábado en Cambridge, Massachusetts, como de una de las grandes fechas de la historia de la humanidad». Esa posibilidad le tenía cautivado y se regodeaba una y otra vez en ello con pomposidad. Aunque ¿de verdad era algo tan grandioso?

El ser humano ha vivido obsesionado con la idea de la vida después de la muerte desde los albores de la historia, y probablemente desde antes. Pese al esfuerzo denodado de grandes filósofos occidentales —Santo Tomás de Aquino, Descartes, Leibniz, Kant, Hegel— por demostrar la existencia de Dios, la única «prueba» que existía al respecto eran unos cuantos argumentos bien elaborados, impresos sobre papel. La fe de los creyentes manaba de fuentes culturales y religiosas. De pruebas empíricas no, eso por descontado.

¿Había cambiado la noche del sábado todo aquello? ¿Cómo podría si no una mente racional explicar el hecho de que un grupo de hombres y mujeres de diferentes creencias —cristianos, judíos, agnósticos, ateos— compartieran una experiencia, no ya parecida, sino idéntica, bajo los efectos de una sustancia extraída del cerebro humano en el momento de la muerte?

No obstante, después de tantas embriagadoras emociones, Alex se había sentido turbado por alguna razón. Ese día, lunes por la mañana, seguía dándole vueltas a la cabeza. Su laboratorio bullía de actividad pero él se encerró en su despacho, encorvado sobre su ordenador, leyendo al vuelo revistas científicas en línea, tomando abundantes notas, apuntando referencias e ideas.

¿Por qué era la experiencia de la vida después de la muerte más intensa con el compuesto natural? Ninguna de las personas que había probado el sintético había logrado pasar de la mitad del río. ¿Por qué? ¿Por qué Jessie y él habían tenido una percepción mucho más vívida de la presencia divina? Esa «apoteosis», como había descrito Erica…, ¿por qué ellos la habían sentido aún más intensamente?

Alex releyó una y otra vez los comentarios que Miguel Cifuentes había hecho sobre los isómeros. Ahí, pensó, debía de hallarse la respuesta. Cifuentes había optado por la opción más probable de entre una decena o más de isómeros del péptido, según criterios químicos, físicos y probabilísticos. Podría haberse equivocado en su elección. O quizá era aún más complicado. ¿Y si en los estertores de la muerte el cerebro producía varios isómeros a la vez?

El timbre del teléfono interrumpió sus cavilaciones. Alex lo miró irritado y decidió dejarlo sonar hasta que saltara el contestador, pero vio que era Davis Fox.

—¿Qué tal, Davis?

—Alex, ¿te has enterado ya? —Davis parecía alterado.

—¿De qué?

—¡Ha muerto Ginny!

Alex respiró hondo.

—¿Qué ha pasado?

—Me ha llamado Erica. A ella se lo dijo Liam. Se ha cortado las venas. Una amiga de Ginny, que no es de la Sociedad, la encontró anoche, después de intentar contactar con ella. Dios santo, Alex, ¿estás pensando lo que yo?

—¿Que fue el compuesto?

—Sí.

A Alex se le atropellaban los pensamientos. No podía quitarse de la cabeza ese déjà vu. En algún momento había considerado la posibilidad de que ocurriese algo así. Era como si ya supiese que había ocurrido.

—¿Quién más lo sabe? En la Sociedad, me refiero —inquirió Alex, tratando de eludir la pregunta de Davis.

—No estoy seguro. Si quieres hago un par de llamadas.

—Sí, por favor. Y luego llámame.

Pero Davis no colgó enseguida. Estaba claro que quería decir algo más.

—Alex… Yo no he podido dejar de pensar todo este tiempo en lo del sábado. Quizá Ginny haya hecho lo correcto.

Por toda respuesta, Alex farfulló algo, colgó y cogió el abrigo. Hacía demasiado calor allí dentro. Necesitaba dar un paseo, pensar un poco al fresco. Sus becarios de posdoctorado chinos le sonrieron mientras él atravesaba el laboratorio. Frank Sacco le lanzó una mirada esquiva y al instante volvió a enfrascarse en su trabajo. Llevaba toda la mañana evitando a Alex, tal y como había hecho la noche del sábado, cuando se escabulló sin decir palabra.

Alex dio unas cuantas vueltas al Gran Cuadrángulo, aplastando con sus botas de senderismo los cristales de sal que habían esparcido para derretir la nieve. Antes del sábado, jamás había dedicado a Ginny ni dos minutos de reflexión. Era inteligente, suponía, pero aburrida. Una mosquita muerta. No estaba formada en los campos que le interesaban a él y rara vez aportaba nada interesante a los debates. Lo único que la hacía atractiva era que pertenecía al club de los que habían vivido muy de cerca la muerte. Su experiencia había sido de las buenas. Él le daba credibilidad.

Ginny. Suicidio.

Le había llamado la atención su exagerada reacción al compuesto. Su caso había sido extraño y en ciencia siempre se aprende de los casos extraños. Su viaje había durado más que ninguno y además había tenido un despertar violento. Estuvo cerca de perder el control. Quería desesperadamente regresar con su hermana gemela. Lo suplicó.

Y entonces decidió quitarse de en medio, por su cuenta. Lo decidió y así lo hizo, la maldita. Alex suspiró y recordó de nuevo el momento en que él tuvo en la mano el afilado abrecartas, considerando hacer exactamente lo que ella.

Siguió caminando hasta que se le durmieron las orejas por el frío helador. Volvió a su abarrotado despacho y se dejó caer pesadamente en el sillón con el cuerpo abotargado. Había tanto que hacer. Tantas preguntas, tantos experimentos. Se pondría con ellos esa noche, cuando el laboratorio quedase vacío. Lejos de ojos indiscretos. Había terminado por disfrutar del trabajo nocturno.

Con los nudillos rozó sin querer el lomo de su cuaderno de notas, que había dejado descuidadamente encima de la mesa. En uno de los estantes había una taza de café llena de gomas elásticas. La vació y sacó una pequeña llave de cobre que había escondida entre las gomas, con la que abrió el cajón inferior de su escritorio. Dejó el cuaderno dentro y entonces se dio cuenta de que el frasco no estaba.

El frasco del péptido. ¡No estaba!

Rebuscó frenético en el cajón, luego por todo el escritorio, por fin a lo largo y ancho del despacho. Sintió que la garganta se le cerraba. ¡Tenía que estar en algún sitio! Nadie más sabía de su existencia. Nadie tenía la llave. El sábado por la mañana había estado allí para calcular las dosis que luego tomarían en la Sociedad. Estaba seguro, completamente seguro, de que había vuelto a meter el frasco en el cajón y de que había cerrado con llave. Había tomado todas las precauciones. Era algo que le obsesionaba, como tantas otras cosas desde que era un asesino. Trató de controlar la respiración y volvió a rebuscar en el despacho.

Entonces cayó. Frank.

¿Quién si no?

Él tenía acceso. El sábado probó el compuesto. Además, llevaba toda la mañana comportándose de manera muy extraña. Alex salió al laboratorio y llamó al joven con la voz más seca y asertiva que pudo.

—¿Qué ocurre, Alex? —preguntó Frank con la mirada baja.

—Falta una cosa de mi despacho. ¿Sabes algo?

—¿Que falta una cosa? ¿El qué? —preguntó Frank, a la defensiva.

—Eso da igual. ¿Tú has entrado en mi despacho?

—No.

—¿Te has sentado en mi escritorio?

—¡No!

—¿Estuviste en el laboratorio ayer?

—¡No! ¿De qué me estás acusando, Alex?

—Si me estás mintiendo, Frank, que Dios se apiade de ti.

—No te estoy mintiendo. Y, si no te importa, me tengo que ir.

Alex miró a Frank fijamente a los ojos, aunque este evitó a toda costa el contacto visual.

—Te voy a preguntar una cosa, Frank. El sábado por la noche todo el mundo habló menos tú. ¿Cómo fue tu experiencia?

—Fue buena.

—¿Buena?

—Sí, como la de todos los demás. Más o menos igual.

—Ginny Tilney ha muerto. Se ha suicidado.

Frank por fin alzó la mirada y miró a Alex de hito en hito.

—No fastidies.

—Sí, Frank.

—¿Me puedo ir? Es la hora del almuerzo.

Alex hizo dos llamadas. La primera, a seguridad. Preguntó a la guarda si podía consultar el registro para comprobar si uno de sus empleados había estado o no en el laboratorio el sábado. La guarda respondió que ella no tenía acceso a los datos del fin de semana y que hablaría con su supervisor. Pero Alex se mostró reticente. No quería llamar la atención. Le pidió que lo olvidase, que no era importante.

La segunda llamada fue una conferencia internacional.

Al otro lado resonó la voz grave de Miguel Cifuentes.

—¡Pero si es Alex Weller! ¡Feliz Año Nuevo!

—Feliz Año Nuevo, Miguel. ¿Qué tal la vuelta a casa, amigo?

Charlaron unos minutos. Alex hizo un esfuerzo por tocar todos los temas intrascendentes y por fin le preguntó si había terminado de montar ya su laboratorio en el D. F.

—Sí, está ya funcionando. ¿Por qué?

—¿Te acuerdas del pentapéptido que me hiciste?

—Claro.

—Voy a necesitar más. Cuanto antes.

—¿Cuánto más, compadre?

Alex hizo un gesto torvo con la boca.

—Todo el que puedas.