20

En el vestíbulo se amontonaba una pila de botas y zapatos, en mitad de un charco de nieve fundida que no dejaba de crecer. Alex revoloteaba nervioso por su salón, deteniéndose apenas un momento con cada uno de sus invitados. Habían acudido todos los habituales: Davis Fox, Arthur Spangler, Larry Gelb y su joven pareja, Lilly, Frank Sacco y Erica Parris.

Spangler se le acercó tanto que Alex no pudo evitar sentir su aliento a tabaco de pipa y caramelos de menta.

—No tendrás algo para nosotros esta noche, ¿no, Alex? Es Año Nuevo, ya sabes. No sé si tendré estómago para otra conferencia sobre arquetipos.

—Ya veremos, Art —respondió Alex—. No quiero que te lleves un chasco.

Spangler le pidió que no se mostrara tan fastidiosamente enigmático pero en ese momento Alex vio entrar a alguien y dejó al profesor con la pregunta en el aire.

Para su sorpresa, Sam Rodríguez había vuelto. Palmeó al joven en la espalda a la vez que lo saludaba.

—Me alegro de verte, tío.

—Sí. Voy a darle a esto otra oportunidad —dijo sin quitar la vista de encima al trasero redondeado de Erica.

—¿A Uróboros o a Erica? —preguntó Alex.

—Déjame en paz, tío —le contestó Sam, riéndose entre dientes.

—Bueno, en cualquier caso me alegro de que hayas venido. Jessie está en la cocina. Dile que te ponga algo de beber.

A las ocho en punto, Alex pidió a todo el mundo que ocupara su lugar en los cojines del suelo, que formaban ya el tradicional círculo. Ese día eran catorce. Se sentó a horcajadas sobre su almohadón y guiñó un ojo cómplice a Jessie, en referencia a su secreto compartido.

—Feliz Año Nuevo a todo el mundo —felicitó con voz potente—. Espero que estéis pasando buenas fiestas y etcétera, etcétera. Creo que este va a ser un año interesante para nuestro pequeño grupo, un año de cambios vitales. Empezando por esta noche. —Hizo una pausa dramática y escudriñó los rostros iluminados por las velas. Le agradó comprobar que todo el mundo atendía en silencio—. Todos los presentes compartimos un interés: tratamos de averiguar cómo encaja la vida en el universo. ¿Hay algo más, aparte de esto que vemos, más allá de este intervalo de tiempo que vivimos sobre la tierra, entre el nacimiento y la muerte? Bien, todos sabéis cuál es mi opinión al respecto. Y todos los que han vivido experiencias cercanas a la muerte opinan igual. Creemos que hay más. Llamadlo «otra vida», llamadlo «cielo» o como queráis. En cualquier caso, no hemos llegado a esta creencia a través del adoctrinamiento religioso. Hemos llegado porque algunos hemos compartido —y todos hemos leído sobre ello— experiencias muy intensas que han cambiado nuestras vidas y nos han empujado a extraer profundas conclusiones. Como sabéis, aquí, en nuestros simposios, se ha hablado mucho sobre estas experiencias. Hemos estudiado el inconsciente colectivo junguiano, hemos estudiado mitologías, textos sagrados, literatura científica… Cualquier cosa que nos acercara un poco más a la respuesta. También hemos explorado por nosotros mismos, hemos tomado sustancias tratando de acercarnos un poco más a la línea que separa vida y muerte, para echar un vistazo al otro lado. Esas sustancias, no obstante, se han probado rudimentarias. Casi primitivas, diría. El LSD, la salvia, la ayahuasca, la ketamina. Reconozco que fue divertido, pero las experiencias que vivimos fueron muy variadas y heterogéneas. Me temo que aquello no eran más que falsas aproximaciones a la experiencia cercana a la muerte. Sin embargo, amigos y amigas, esta noche todo eso va a cambiar.

Arthur Spangler no pudo contenerse. Estaba hiperactivo, casi saltando sobre su cojín.

—Por Dios, Alex. Habla ya. Nos tienes en ascuas. ¿Qué es lo que tienes?

Alex rió y entró en su dormitorio. Cuando regresó traía un vaso lleno de unos finos rollos hechos con papel de regalo, que parecían dulces. Lo del envoltorio había sido idea de Jessie. A él le había encantado. Sus cristales presentados de esa forma tan elegante.

—Esto es lo que tenemos.

—Muy bien, ¿y qué es? —preguntó Gelb.

—Yo lo llamo «compuesto uróboros». La mayoría de vosotros sabéis que he investigado el origen biológico de las experiencias cercanas a la muerte más comunes, que muchos humanos han vivido. Y creo que lo he encontrado. Se trata de un compuesto químico producido naturalmente por el cerebro en el momento de la muerte. Parece que es común a varias especies de mamíferos.

La expresión de Frank Sacco denotó sorpresa, casi dolor. Alex leía la decepción en su rostro: le habían ocultado experimentos llevados a cabo en su propio laboratorio.

Sam Rodríguez levantó la mano educadamente, como si estuviera en clase.

—¿También a los humanos?

Alex mantuvo una intrigante expresión y respondió afirmativamente.

—Ese sería un experimento complicado, Sam. A menos que te quieras presentar voluntario. Para aislar el compuesto químico en primer lugar hay que privar al cerebro de oxígeno, como se hace con los animales. Algo que con bastante certidumbre un comité ético jamás aprobaría. Dicho esto, puedo decirte que tienes delante a dos personas que han tomado esta sustancia y van a hablar sobre ella. —Alex le pidió a Jessie que se pudiera en pie y la rodeó con el brazo—. Ambos la llevamos consumiendo varias semanas. Podemos decir que es la experiencia definitiva. No hay nada que se le parezca. Nada.

—Yo no puedo explicar con palabras lo hermoso que es —asintió Jessie.

Spangler no cejó en los aspavientos y la impaciencia.

—Pero bueno, ¿cómo es, Weller? ¡Cuéntanos algo más!

—No, no voy a contar nada más. Y te voy a decir por qué —replicó Alex—. Aquí tenemos suficiente para todos. Si lo queréis probar, Jessie y yo quedaremos a vuestro cuidado. Cuando volváis del viaje, compararemos experiencias. No quiero condicionaros previamente.

—¿Cuánto dura el viaje? —preguntó Erica.

—Con la misma dosis que os vamos a ofrecer hoy, Jessie y yo hemos viajado algo menos de una hora. Sube bastante rápido, en cualquier caso.

Hubo preguntas sobre seguridad, efectos secundarios, etcétera.

Alex escuchó pacientemente las dudas y preocupaciones de sus compañeros e insistió en que no iba a mentir. Reconoció que dos personas no eran una muestra muy amplia. Aun así, ni él ni Jessie habían sufrido efectos secundarios, siquiera con dosis más altas. Pero no podía garantizar nada. El riesgo existía. Todo el mundo debía aceptarlo. Quien tuviera miedo o se preocupase demasiado debería dejarlo pasar y ayudarlos a ellos. Ocurriese lo que ocurriese, exigió a todo el mundo que mantuviera el secreto, como era costumbre cuando consumían drogas en grupo.

Recorrió el corro preguntando a cada uno de los invitados si querían probar o no. Spangler aceptó de inmediato, con alegría casi infantil. Gelb aceptó con un torvo gesto de escepticismo. Lilly, su novia, dijo sí también, obediente. Erica y Sam no dudaron en apuntarse. Virginia Tinley, la abogada de patentes, con gafas de culo de vaso y pelo recogido en una coleta bien ajustada, argumentó sus pros y contras en voz alta para conocimiento general. Le asustaban las drogas y no tomaba ni aspirinas para el dolor de cabeza, pero era una de las personas del grupo que habían vivido una auténtica experiencia cercana a la muerte. Ocurrió en la consulta de su médico, tras una inyección. Sufrió un grave choque anafiláctico con parada cardíaca. Había flotado, había entrado en el túnel, había visto la luz y se había sentido libre y feliz por primera vez en su vida. Pero hasta ahí. Consiguieron reanimarla y al poco tiempo estaba de vuelta, convencida del significado profundo de aquella experiencia. Pero en ese momento sorprendió a todo el mundo cuando dejó a un lado el debate consigo misma, miró a Alex a los ojos y dijo sí.

Davis Fox también aceptó entusiasmado. Cuando fue el turno de Frank, el joven asintió con la cabeza pero no se guardó el reproche.

—No puedo creer que me ocultaras esto, Alex. Trabajamos juntos, por favor.

Alex conservó la sonrisa mientras pensaba: «No, Frank, tú trabajas para mí, y fue un error involucrarte en el proyecto uróboros». Pero sus palabras fueron otras.

—Lo siento, tío. Ha sido uno de esos proyectos que tenía que cerrar a toda costa. Lo vas a disfrutar.

Solo tres personas declinaron la invitación. Una reservada alumna del MIT, coreana; un arquitecto, futuro padre de un niño que nacería en una semana y que no quitaba ojo de encima a su iPhone, pendiente de la potencial noticia de un parto inminente; y un profesor de anatomía de la facultad de medicina de la Universidad Tufts que se mostró incapaz de superar el miedo a tomar una droga desconocida.

Alex invitó jovialmente a los no participantes a integrarse en las filas de los cuidadores y asignó a cada uno dos o tres personas a las que vigilar.

Bajó la música mientras Jessie colocaba las velas en lugar seguro. Entonces, como un sumo sacerdote que hiciese una ofrenda, fue rodeando el círculo e invitando a unos y otros a coger su dosis.

—¿Qué hacemos con esto, Weller? —demandó Spangler, olfateando el tubito de papel.

Alex dio en voz alta las explicaciones oportunas.

—Abrid uno de los extremos y depositad el contenido sobre la lengua. Tened cuidado. Son solo unos pocos cristales. Está algo amargo, pero no demasiado. En su mayor parte se disolverá. Tragad cuando sintáis la necesidad y el resto lo ingeriréis.

Nadie se atrevía a ser el primero. A la luz tenue de las temblorosas velas, unos y otros jugueteaban con sus paquetitos y atendían a lo que hacían los demás. Sam Rodríguez, harto al parecer de la indecisión general, exclamó «¡que le den!», arrancó con los dientes el extremo del envoltorio azul y se echó los cristales en la boca.

—Sabe a un chicle ácido que se hubiese estropeado. Ya está hecho: ¡los que no os lo metáis sois unos rajados! —anunció tras tragar, cruzando los brazos y dirigiendo una desafiante mirada al resto del círculo.

Uno a uno los participantes respondieron al reto, vaciando los paquetitos en la boca y tragando. Jessie repartió vasitos de papel con agua fría para quitar el amargor y los cuidadores tomaron posiciones tras las personas que tenían a su cargo. Alex susurró tiernamente a Jessie que luego les tocaría a ellos.

Alex no olvidaría esa hora siguiente durante el resto de su vida.

Siempre atento a la faceta científica, trató de anotar todos los detalles, aunque en última instancia la tarea se demostró imposible. Había nueve individuos: demasiadas observaciones, demasiadas horas y minutos que apuntar. Tiempo pasado hasta el primer pestañeo involuntario, tiempo pasado hasta la postración, ritmo cardíaco y respiratorio, reacción pupilar, expresión facial, tics. Gemidos, suspiros, palabras sueltas. También debía ocuparse de tranquilizar a los tres nuevos cuidadores y hacerles saber que no debían preocuparse por quienes se habían quedado tumbados en el suelo sin reaccionar, que todo marchaba correctamente. La chica coreana empezó a llorar y Jessie terminó pasando más tiempo calmándola que con las tres personas que tenía a su cargo: Gelb, su novia, Lilly, y Virginia, cuyas gruesas gafas milagrosamente se mantuvieron en su sitio todo el tiempo.

Alex se interesó especialmente en la expresión. Intentaba interpretar perseverante las curvas de la boca, el arqueo de las cejas, la humedad en los ojos. Lo que ocurría en sus cabezas. Sam mantuvo la mayor parte del tiempo una pícara sonrisa. Erica tenía una expresión apacible pero no cesaba de hacer breves movimientos corporales, como un cachorro dormido. Gelb dibujó un gesto inquisitivo que no era demasiado distinto de su expresión habitual. A Lilly, que se había acurrucado junto a él, le corrían lágrimas sobre las suaves mejillas. La que más le preocupaba era Virginia. El pulso le había subido a ciento cuarenta, respiraba rápido y se quejaba en voz alta, pero no parecía dolor sino más bien placer. «Dios santo —bisbiseó a Jessie con media sonrisa—, creo que Ginny va a tener un orgasmo». Pero las viscerales respuestas de la chica no alcanzaban el clímax, aunque se mantenían en un punto de elevada intensidad. Alex comprobó nervioso sus constantes una y otra vez. Cuarenta minutos más tarde, expresó abiertamente su inquietud por la persistente taquicardia. «Ojalá hubiera manera de hacerla volver, Jessie —susurró de nuevo—. Esto es demasiado para ella. Me estoy empezando a preocupar».

Entonces, poco antes de la hora, uno tras otro fueron regresando, parpadeando desorientados mientras aterrizaban, de vuelta al salón de Alex. Este hizo todo lo posible por registrar la hora del final del viaje y las reacciones de cada uno en el momento de recuperar la lucidez, sin alejarse demasiado de Virginia, que aún lo tenía preocupado. La mujer seguía totalmente inconsciente, pero el pulso, aunque rápido, no había perdido intensidad. Era fuerte y regular, y ella presentaba buen color.

Sam había sido el primero en marchar y fue el primero en regresar. Se despertó con una mirada de sorpresa y trató de levantarse, pero le temblaban las piernas así que volvió a dejarse caer sobre el almohadón. Su mirada vagó en busca de Alex, que más tarde recordaría entre risas sus primeras palabras: «Hostia. Puta. Tío. Hostia. Puta». El joven entonces enterró la cara entre las palmas, incapaz de ahogar los hipidos.

Jessie corrió a su lado, le masajeó los hombros y le susurró al oído.

—No te preocupes, ya sabemos cómo es. Todo está bien.

El siguiente fue Gelb. El tipo siempre había tenido algo de travieso. Él era siempre el gato que se había comido al canario. Se levantó en shock e instintivamente alargó el brazo para despertar a Lilly, que aún dormía.

—¡Lilly! —gritó—. ¡Despierta! ¡He estado con mi madre! ¿Me has oído? ¡Mi madre! ¡Estaba ahí!

Alex se le acercó y lo tomó de la mano.

—Lilly no tardará en despertar, Larry. Hay que esperar unos minutos.

—Dios santísimo, Alex, jamás, nunca en mi vida había vivido nada así.

—Lo sé, Larry. Toma, bebe un poco de agua. Hablaremos sobre todo ello pronto. Espera a que se despierte Lilly. Cuando lo haga tienes que estar ahí.

La siguiente fue Erica. Llegó sollozando de alegría. Luego Spangler, aturdido. A continuación, Frank, tratando visiblemente de contenerse y no demostrar sus sentimientos en público. Después, Melissa Cornish, una joven profesora de la universidad Northeastern; Vik Pai, estudiante de posgrado de la facultad de Teología de Harvard; Steve Mahady, profesor de ciencias de Boston. Todos, menos Virginia, estaban ya conscientes y en la sala resonaban estas palabras: «Oh, ¡Dios mío! ¡Por favor! ¡Mi madre! ¡Mi padre! ¡Mi hermano! ¿Lo has visto? ¡Había un río! ¡Ha sido increíble! ¡No tenía ni idea de que iba a ser así! ¡Por Dios, Alex!».

Virginia era la última. Jessie y los cuidadores se ocuparon de los recién despiertos y Alex volvió al lado de la chica, rezando en silencio por que regresara. Entonces, a la hora y cuarto de la ingesta, despertó la joven como un torbellino, dando golpes y gritando cual posesa, hablando sobre la gloria que había visto, ¡la gloria de Dios! Alex la abrazó fuerte, no para consolarla, sino porque temía que tropezase y se hiciese daño.

—¡Estaba Patty! ¡Estaba Patty! ¡Estaba allí, con Dios, estoy segura! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —vociferaba.

—Me alegro por ti, Ginny —dijo Alex—. De verdad, me alegro mucho por ti. ¿Quién es Patty? ¿Quién es, cariño?

—¡Mi hermana! ¡Mi hermana gemela! Murió hace veinticinco años. Oh, Dios mío, ¡me estaba llamando! Por favor, ¡déjame volver, Alex! ¡Tienes que ayudarme a volver!

La mujer rozaba la histeria. Los gritos y empujones desconcertaron al resto, que aún intentaba asimilar sus propias experiencias. Alex pidió a Jessie que la agarrase y fue corriendo a por la botella de ponche navideño, que habían dejado en la cocina. Sirvió unos cuantos dedos en un vaso y obligó a Virginia a beberlo de un trago. Ella tosió e intentó escupir, protestando y diciendo que no bebía alcohol, pero al final tragó y fue calmándose poco a poco.

Por fin, se hizo la calma en el salón. Algunos se habían quedado mudos, otros hablaban a trompicones. Alex se levantó y se dirigió al grupo, con las manos hundidas en los bolsillos y la cabeza ligeramente inclinada. Se sintió repentinamente agotado.

—Hola a todos. Bueno… ¿Qué os ha parecido? Esto es diferente a cualquier otra cosa, ¿no es cierto? Soy consciente de que habéis vivido cosas muy profundas y de que quizá queráis reflexionar sobre ello en soledad. Pero me parece importante que no deshagamos el grupo aún y que dediquemos un momento a comparar notas, a hablar sobre lo vivido. Así es como aprenderemos. Así encontraremos la luz.

Comenzaron las historias. Voces apagadas y lágrimas vertidas fueron prodigándose en torno al círculo. La solemnidad de la noche ayudó a extraer conclusiones.

Todas las historias eran la misma.

Todos y cada uno de ellos describieron al detalle el mismo viaje.

La única diferencia la marcaban el hombre, la mujer, el niño o la niña que esperaban al otro lado del río de luz. Spangler había visto a su hermano Phil, muerto en Vietnam. Sam, a su padre, al que mató un atracador siendo él niño. Gelb vio a su anciana madre, que había muerto de un derrame hacía quince años. Lilly encontró a su abuela, fallecida hacía una década en Taiwan. Para Erica fue su tía favorita, que tanto la había mimado siempre, hasta su reciente muerte por cáncer. Davis encontró a su abuelo Clark, el hombre más bueno que había conocido nunca. Y Virginia contó entre lágrimas que su hermana gemela se había caído en un lago helado, hacía mucho tiempo, y describió el dolor que seguía sintiendo todos y cada uno de los días de su vida. Todos mencionaron la misma sensación: había algo más, al otro lado de la llanura infinita. Algo maravilloso e importante.

Solo Frank Sacco no quiso hablar. Mantuvo los labios apretados, como una ostra que se negara a abrirse, y una postura incómoda, retorcida. Alex se mostró cuidadoso con él y lo dejó estar. Lo observó sin embargo furtivamente el resto de la noche, tratando de dilucidar qué ocurría tras esa máscara de reticencia.

Cuando terminó de hablar la última persona del grupo, Erica levantó la mano.

—¿Sabéis lo que ha sido? La apoteosis. La apoteosis absoluta.

Entre murmullos de aprobación, Spangler se puso en pie, con un audible crujido de rodillas.

—Por Dios santo, Weller: yo he sido fundamentalmente ateo durante toda mi vida adulta. Pero ¿sabes lo que pienso ahora? —Alex negó con la cabeza y esperó a que Spangler continuase. Este se enjugó las lágrimas saltadas, bruscamente—. Nunca pensé que yo fuera a decir algo así jamás, pero creo que esta noche, aquí, en este lugar, hemos demostrado que después de la muerte hay vida.