El día 31 se presentó muy frío. Al anochecer empezaron a caer unos pocos copos planos que fueron adquiriendo volumen. Los primeros flecos de una tormenta como está mandado, de las que llegan a Massachusetts por el noreste. La noche se cerró y el viento arreció. La nieve empezó a acumularse y había previsión de más nevadas. Por toda la ciudad se iban al garete los planes de celebración y los bostonianos se acomodaban para recibir el nuevo año en casa.
Avakian se sacó de la manga el típico plan de barrio para la velada. Mandó a su hija de catorce años a hacer de canguro de los hijos de los vecinos e invitó a estos a tomar un martini mientras veían una película.
Emily Frost se había presentado voluntaria para hacer guardia en el ala de psiquiatría del Hospital Infantil. No veía en ello mucho sacrificio. No bebía, tenía pocos amigos en Boston y lo cierto es que no le habían propuesto demasiados planes emocionantes que se hubiese visto obligada a rechazar. Su compañera de piso, cirujana pediátrica, iba a pasar la noche en casa de sus padres en Nueva York, así que tenía el apartamento para ella sola. Se apoltronó en un cómodo sillón con el bíper en el regazo y un libro. Últimamente le interesaban los sonetos de Shakespeare, que ahora hojeaba por encima mientras fuera caía la nieve.
La ventisca había obligado a Marian y Marty a cancelar el plan de cenar en un restaurante. Además, Tara tenía unas décimas de fiebre. Marian iba de aquí para allá, tomándole la temperatura a la niña cada hora. Esta tenía en realidad bastante buena cara y Marty trató de convencer a su mujer de que evitase meterlos a los tres en una tormentosa excursión a urgencias, a menos que fuese absolutamente necesario.
Cyrus estaba en su apartamento, dando cuenta de unas cuantas cervezas. Como de costumbre, la música brasileña se filtraba a través de los finos tabiques. Él había puesto Bach para contrarrestar. La televisión estaba apagada, como la mayor parte del tiempo. Su lectura de esa noche sería El rey Lear, la tragedia que más le gustaba, tan desdichada en su esencia que pensó que le haría ver de otra manera su propia desgracia. Se topó con un fragmento conocido: «Como moscas a merced de muchachos traviesos somos para los dioses; nos matan para su diversión».
Cerró el libro y lo dejó a un lado, frotándose los ojos con la palma de la mano.
«¿No somos más que eso? —pensó—. ¿Moscas a merced de muchachos traviesos? ¿No hay ningún sentido más allá? ¿Qué hay de Dios? ¿Qué hay de Su voluntad? Y si Él tiene un plan mayor, ¿qué razón tiene la enfermedad de Tara?»
Quizá, en contra de sus creencias más íntimas, la oscura realidad era bien sencilla: el destino no era más que azar. Dios era una invención del hombre, construida para dar falsas esperanzas. El gran arquitecto no existía. Tara, su pequeña, no era más que una mosca aplastada por esos muchachos traviesos, zumbando furiosa sobre el alféizar con un ala rota, luchando por conservar la vida.
Alex y Jessie se habían tumbado cómodamente en la cama, sobre el edredón. Ambos estaban emocionados. Alex tomaría primero y después Jessie: sujetos voluntarios de un grandioso experimento que tenía como fin determinar la dosis adecuada de uróboros. Si medio miligramo los llevaba hasta la mitad del río quizá un miligramo entero les permitiría avanzar más. Pero no. Doblaron la dosis pero seguían sin poder pasar de la mitad.
Así que probaron a aumentar la dosis una vez y otra. Con dos miligramos y medio, Alex pasó horas inconsciente. Jessie pasó la noche histérica, comprobando las constantes de Alex, preguntándose si debía llamar a una ambulancia. Pero no hizo nada por miedo a que los descubrieran y no poder tomar el compuesto nunca más. Cuando se recuperó, reiteró adormilado el parte habitual: pese a su duración, la experiencia había sido la misma. Sí, maravillosa, asombrosa, pero no mejor que la vivida con aquellas dosis inferiores de líquido puro que tomaron la primera vez. El éxtasis era menor.
Así que se propusieron seguir una pauta: tomarían solo un pellizco minúsculo de cristales, medio miligramo. Cada viaje era un prodigio. Nunca se cansaban. Cuando volvían no podían hablar de otra cosa ni pensar en otra cosa que no fuese la siguiente vez y la siguiente y la de más allá.
Eso no impedía, sin embargo, que Alex Weller siguiera dándole vueltas a la cabeza.
El compuesto natural era mejor que el sintético. Y cuanto más joven la persona «donante» más profunda la experiencia.
Quedaba trabajo por hacer, pues. Necesitaba más muestras, víctimas más jóvenes. Había creído estúpidamente que la matanza había terminado, que la sustancia artificial valdría. Se había equivocado. Tenía que seguir investigando.
Y la noche de Fin de Año tuvo el pensamiento más oscuro de todos.
«Soy pediatra.
»Veo casos incurables a diario. Niños que van a morir.
»Puedo ayudarles a llegar a un lugar mejor».
En particular le interesaba una niña. Una niña encantadora a la que ya no se le podía ayudar. Una niñita cuyo padre lo estaba persiguiendo a él e intentaba echar por tierra uno de los estudios científicos más importantes de todos los tiempos.
Tara O’Malley.
Jessie lo llamó por su nombre e interrumpió su reflexión. Alex abrió la boca y dejó que ella depositara amorosamente los cristales sobre su lengua. Estrenaría el Año Nuevo con un feliz viaje al otro lado. Otra fiesta desgarradoramente maravillosa junto a Dickie Weller.