La última semana de diciembre llegó y trajo un clima seco y gélido. Ningún frente rondaba Nueva Inglaterra. El día de Navidad no vestiría de blanco.
El laboratorio de Alex estaba silencioso. Sus colegas investigadores visitaban a sus familias en sus respectivas ciudades y Frankie Sacco no tenía trabajo suficiente que justificara su cansina presencia. Alex lo había mandado a casa con una palmadita en la espalda, asegurándole que él mismo se encargaría de fichar por él, para que no dejasen de pagarle.
Alex llegó temprano. Tenía por delante todo un día de experimentos mentalmente programados. Había hecho progresos con respecto al receptor límbico, que en sus notas designó LR-1. Había reunido bastantes pruebas de que se trataba de un nuevo receptor sigma de tipo dos. El descubrimiento era electrizante. Durante varios años había mantenido la opinión de que ese tipo de receptores neuronales, poco conocidos, podrían desempeñar cierto papel en las experiencias cercanas a la muerte. El compuesto uróboros interactuaba en cantidades inferiores al picomol con el receptor LR-1: incluso en concentraciones diminutas, casi inmensurables, se mostraba tremendamente activo. Alex tenía la corazonada de que algo importante lo aguardaba.
Con el laboratorio para él solo y liberado de inhibiciones, se dejó atrapar por la melancolía y empezó a tararear un popurrí de villancicos. De niño había cantado con su hermano en un coro que recaudaba limosna para los necesitados en Liverpool. Recordaba perfectamente el rostro de su padre durante los conciertos que daban en el pub. Cuando entonó el villancico favorito de Dickie Weller, «Good King Wenceslas», se le nubló el alma, ya frágil de por sí.
Sire, the night is darker now,
And the wind blows stronger.
Fails my heart, I know not how,
I can go no longer.[1]
Alex cerró los ojos y vio a su padre de pie, al otro lado del río de luz. Sí, parecía feliz, pero estaba solo. Una figura solitaria en una vastedad inaprensible. Deseaba tan ardientemente estar junto a él que le dolía. No tenía más 854,73. Lo había agotado en los experimentos. No sabía nada de Cifuentes más allá de un mensaje de correo electrónico en el que le contaba que seguía tratando de resolver algunos problemas de sintetización. No tenía modo de volver a ver a su padre, pues.
¿O quizá sí?
No era la primera vez que tenía ese pensamiento. En otras ocasiones lo había ahuyentado de su mente, pero el día gris, el laboratorio vacío, la cercanía de la Navidad, fecha siempre aciaga desde el accidente… Todo ello se conjuraba contra él. Sobre su escritorio tenía un afilado abrecartas. Nada le impedía sentarse en su cómodo sillón de oficina, abrirse limpiamente las arterias de la muñeca, contemplar el cielo una última vez. En cuestión de minutos estaría allí, en brazos de su padre. Para siempre.
Sería rápido y fácil. Desaparecerían todos los problemas, todas las luchas, la culpa por los asesinatos. Jessie entristecería y a Joe no le quedaría ya familia directa. Él por su parte dejaría a medio camino su investigación, sin llegar a obtener respuestas. Pero qué más daba.
Arrastró los pies como un robot hacia el despacho, hacia la hoja afilada. Al menos se daría el lujo de sostener el abrecartas en la mano y pensarlo dos veces. Quizá lo devolvería al cajón. Quizá no.
Su cuerpo se tensó al oír un tamborileo urgente contra el vidrio de la puerta.
—Entre —gritó Alex automáticamente.
Tras la puerta del laboratorio apareció Cifuentes, sonriendo cansado. Cuando vio que no había nadie más, sacó una cajita envuelta en papel de regalo rojo satén, adornado con un lacito dorado adhesivo.
—¡Feliz Navidad, Alex!
—¡Miguel! No te esperaba.
—Bueno, carnal, es la época del año en que la gente tradicionalmente intercambia regalos. Ten.
Alex aceptó el paquete.
—Qué apuro. Yo no tengo regalo para ti.
—Oh, yo creo que sí que lo tienes. Diez mil dólares.
Alex rasgó el papel.
—Dios santo. ¿Esto va en serio? ¡No tenía ni idea de que habías terminado! —balbució Alex.
En la caja de cartón había un frasquito con tapón de rosca, lleno en tres cuartas partes de finos cristales del color de la nieve.
—Algo más de nueve gramos —presentó ufano Cifuentes.
—¡Dios santo! —exclamó Alex—. ¡Esto es una barbaridad!
—Soy un muy buen químico, Alex. Y me he dejado la piel en esto. He hallado un método que da resultados excelentes. Aposté por la configuración isomérica más estable de las posibles, que alterna grupos funcionales cis y trans. Esta es la estructura —explicó mientras extraía de una carpeta un papel del tamaño de una fotografía.
Alex se sentía abrumado.
—Increíble. Es realmente increíble. Jamás podré agradecértelo lo suficiente, Miguel. —Parpadeó varias veces porque se le habían saltado las lágrimas—. Me has salvado la vida, ¿lo sabes, amigo?
—Claro que sí. —Rió entre dientes Cifuentes—. Escúchame, tengo que irme. Mi mujer me va a matar. Me he pasado la noche en el laboratorio finalizando la purificación.
Alex le pidió que esperase un momento. Entró apresuradamente a su despacho y sacó del cajón del escritorio una chequera. Ahí estaba el abrecartas, tan reluciente que en su hoja se veían reflejados sus propios ojos oscuros.
Acarició el filo de la hoja y pidió a su padre paciencia.
A un kilómetro de allí, Cyrus miraba la hora en una cafetería de Brookline Avenue, nervioso como un adolescente. Se había sentado en una acogedora mesa alejada de la puerta y se templaba las manos con un café bien oscuro. Emily se retrasaba apenas unos minutos pero Cyrus no podía dejar de preguntarse si no lo habría plantado.
Llegó forrada de arriba abajo, el rostro medio oculto tras una bufanda que se quitó camino de la mesa, dejando al aire dos mejillas escarchadas. Se sentó en el banco corrido, saludó a Cyrus y le explicó que prefería dejarse el abrigo puesto hasta entrar en calor.
—Hace un frío del demonio —acordó Cyrus.
—Yo siempre tengo frío —se justificó ella—. Es la sangre sureña.
Cuando llegó su capuchino, ya se había quitado los guantes y el resto de la ropa de abrigo y habían dejado el tema del tiempo.
—Me alegro de verla —dijo Cyrus.
—Se me ha complicado todo un poco, lo siento. Una de las compañeras del servicio se ha roto una pierna. Nos ha costado recolocar a sus pacientes.
Cyrus observaba a la doctora dar sorbos a su capuchino. Una de las veces se dejó un bigote de espuma y él trató de evitar sonreír.
—Escúcheme —dijo Cyrus—. Le debo una disculpa.
—¿Por qué?
—Por tratarla como la traté la vez que nos conocimos. No estuvo bien.
—No tiene que disculparse, señor O’Malley.
—No, en serio. Reaccioné sin pensar.
—Es muy comprensible.
—¿Eso cree?
—No hay nada peor que la enfermedad de un hijo. Nada. Las reglas del civismo quedan legítimamente derogadas.
—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó Cyrus sonriendo.
—Bueno, no para siempre —respondió ella entre risas—. Pero, en serio, estoy convencida de que todo habría ido mejor si usted y su ex mujer hubiesen tomado conjuntamente la decisión de consultarme sobre el caso de Tara. No vio venir el golpe.
—Es cierto.
—¿Cómo está? —preguntó.
Cyrus se frotó las palmas, un tic nervioso que había adquirido hacía poco. Reparó en lo que estaba haciendo y se detuvo.
—Se va desvaneciendo un poco cada día. Como una fotografía al sol. Se nos va.
No quería llorar, pero no pudo evitar que los ojos empezaran a picarle. Ella contestó alargando la mano y tocando la suya. Fue un gesto momentáneo, pero esos tres dedos fríos sobre su piel resultaron extrañamente reconfortantes.
También los ojos azules de ella se humedecieron.
—Lo siento tanto —lamentó—. Es una niña tan dulce… Te parte el corazón.
«No se lo está inventando —pensó Cyrus—. Quiere a mi hija, también».
—No quiero que se vaya —musitó él.
—Ya lo sé.
Cyrus apartó la mirada y trató de centrarla en un autobús que pasaba. Tomó todo el aire que pudo, entrecortadamente, y añadió:
—«Lo por ti percibido hace tu amor más fuerte, para bien amar lo que pronto tendrás que perder».
Ella lo miró inquisitiva.
—Qué bonito. ¿Qué es?
—Shakespeare. El soneto setenta y tres, si no recuerdo mal.
—¿Un agente del FBI que lee a Shakespeare?
—Me especialicé en literatura en la universidad. Bueno, aunque no terminé.
—Es usted un hombre interesante, señor O’Malley.
—Puedes tutearme.
—Solo si tú me tuteas también.
—Trato hecho. —Se tomó unos momentos para continuar—. ¿Quieres que volvamos a quedar algún día?
Ella sonrió pero negó con la cabeza.
—No creo que debamos, Cyrus.
—¿Estás viendo a alguien?
—¡A tu hija, Cyrus! Es paciente mía.
—No estoy muy al tanto del reglamento en estos casos —admitió—. ¿Si quedásemos estaríamos infringiendo algún tipo de código ético?
—Sí —afirmó ella con suavidad.
—Bueno, yo no quiero infringir códigos éticos. ¿Qué tal si me concedes otro café, después de Año Nuevo? ¿Habría algún problema?
—Será un placer —respondió ella con ojos vivos.
Cyrus pidió la cuenta.
—¿Conoces a un neurólogo llamado Alex Weller? —preguntó repentinamente.
Emily asintió.
—Sí, claro. Trabaja en el infantil. Sé que vio a Tara cuando las crisis. ¿Por qué preguntas?
—Curiosidad. ¿Lo conoces personalmente? ¿Cómo es?
—No lo conozco mucho en realidad. No tenemos mucha relación. Parece muy centrado en su trabajo. Solo lo he visto una vez fuera del hospital.
—¿Dónde?
—Me invitó una vez a su casa, hace un par de años. Oyó una charla mía acerca de las nuevas maneras de interpretar Sobre la muerte y los moribundos, el libro de Kübler-Ross. Al parecer organiza desde hace tiempo simposios sobre ese tema.
—La Sociedad Uróboros.
—¿La conoces? —preguntó frunciendo el ceño.
—¿Qué te pareció?
—Para ser sincera, me encantó. Resultaba algo inquietante, un poco secretista para mi gusto. Tenían un enfoque algo hippie de la muerte. Creo que tomaban drogas para entrar colectivamente en estados alterados de conciencia. Aunque cuando estuve yo no hubo nada de eso. La verdad es que esas cosas no me van.
—¿No crees que un tipo como él quizá no debería estar atendiendo a niños?
Emily se levantó y se puso el abrigo.
—No lo sé. No creo que se le pueda juzgar por esa anécdota de su vida extralaboral. En el infantil tiene una reputación impecable. ¿Por qué te preocupa?
—No, es mera curiosidad. Me ha llamado la atención últimamente, digamos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jessie.
—Adivina.
Alex la había sorprendido llegando pronto a casa. Jessie estaba pasando la aspiradora por las alfombras, y él se coló y quitó el enchufe. Jessie se dio un buen susto, pero él la consoló con un abrazo de oso que convirtió el grito de terror en risa nerviosa.
Alex la condujo a la cocina. Sobre la mesa desenvolvió uno de los trozos de papel de regalo y apareció ante los ojos de ambos un montoncito de cristales blancos. Un estornudo y acabarían todos por el suelo.
—¿Es uróboros?
—Sí.
—Dios santo, Alex —dijo maravillada—. ¿Lo has probado ya?
—Todavía no.
—¿Cuándo?
—Ahora, siempre que tú quieras volver a hacer de ángel de la guarda.
—Pues claro. ¿Cuánto vas a tomar?
—Será un tiro al aire. Hay tantas malditas variables… Según mis cálculos, medio miligramo equivaldría a la dosis líquida.
—¿Quedará algo para mí? —preguntó anhelante.
Alex sacó otro trozo de papel del bolsillo de la camisa.
—¿Cómo voy a dejar a mi amor en dique seco?
Jessie lo besó y con el sabor de su brillo de labios en la lengua lamió los cristales del papel y la llevó de la mano al dormitorio.