Era difícil imaginar una mañana más hermosa.
El aire era frío y seco, vivificante. Sobre varios centímetros de nieve impoluta había cuajado una capa de escarcha que el sol hacía resplandecer como si alguien hubiera esparcido por el suelo miles de gemas. Colina abajo, el agua quieta del lago reflejaba al detalle los árboles desnudos del bosque circundante. Un halcón remontaba el vuelo, resistiéndose solitario a emigrar a climas más cálidos.
Cyrus prestaba atención solo a medias al equipo de forenses del laboratorio estatal de New Hampshire. Malhumorado, imaginó que echaba a andar por el camino que pasaba cerca del lugar donde trabajaba el equipo, que se internaba en el sotobosque y vagaba entre las hileras de abedules, arces y robles desnudos.
Yo el bosque hondo y fusco veo risueño…
Mas en cumplir promesas tengo empeño
y millas debo andar antes del sueño,
un largo andar para llegar al sueño.
Tara jamás conocería la felicidad y la tristeza de la poesía.
Nunca la besaría un chico, nunca montaría a caballo, nunca metería los pies en el agua verdosa y tibia del mar Caribe.
Los que trabajaban en la escena del crimen le indicaron que habían terminado y comenzaron a guardar su equipo y a desenrollar una bolsa para cadáveres. Cyrus se quitó un guante y extendió la mano para ayudar a Ivan Himmel a subir la cuesta nevada. El viejo resbalaba igualmente y Avakian saltó a la zanja para empujar mientras Cyrus tiraba de él.
—No es la edad —se justificó Himmel cuando recuperó el equilibrio—. Ya era torpe de joven. ¿Podemos volver a mi coche para hablar sobre esto? Tengo los pies helados.
—¿Entonces? ¿Tenemos otro caso o no? —inquirió Avakian.
—Sí. Hay un agujerito hecho con una broca, como los demás.
—¿Estrangulamiento? —preguntó Cyrus.
—Esto parece más bien un cuello roto. Diría que es una avulsión por extensión a la altura de la C2, pero os lo confirmaré cuando la tenga en la mesa. Era una chica muy atractiva, por cierto.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí fuera? —preguntó Cyrus.
—Bastante. Se ha quedado hecha un bloque de hielo —respondió Himmel, caminando fatigosamente hacia la autopista—. Tendré que descongelarla antes de poder hacer cálculos. Ah, y le han hecho una manicura bastante poco delicada. Probablemente arañó a su agresor. Encontraremos el ADN en algún otro sitio, de todos modos.
Pasaron junto a los pescadores que habían encontrado el cadáver y estaban a punto de rebasar la cinta policial cuando un agente los llamó desde la zanja. Los tres hombres se volvieron.
—¡Eh! ¡Venid a ver esto! —voceó el hombre.
Cuando levantaron el cuerpo, aún bocabajo, se había desprendido de la rebeca una capa de nieve y hielo. Alguien había recortado limpiamente un trozo cuadrado de lana.
—Dejó rastros de su ADN y se llevó las pruebas —dijo Cyrus bajando la mirada para protegerse de la claridad—. Y además le cortó las uñas. Es cuidadoso, el cabrón.
—Terminaremos por echarle el guante —trató de reconfortarlo Avakian.
Sin embargo, esa observación benevolente de su compañero no hizo sino irritarlo. Apestaba a impotencia. Pensó en Alex Weller recostado en la butaca de su despacho, apoyando con engreimiento los pies sobre el escritorio. No tenía pruebas, solo una corazonada que, no obstante, por el momento le bastaba. Algo le urgía terriblemente a resolver el caso cuanto antes. ¿Por qué? ¿Para evitar que alguna otra puta acabase tirada en una cuneta? Apartó de su mente el rostro de Weller, que reemplazaron los dulces rasgos de Tara. Le revolvía el estómago que aquel hombre hubiese auscultado a su pequeña. Que la hubiese tocado. Lo vio entonces claro como el día. Quería poder decirle a su hija: «Papá ha atrapado a un tipo muy malo y lo ha metido en la cárcel». Jamás le diría que era su médico, el de la coleta. No tenía por qué saberlo. Pero quería comprobar cómo se le iluminaba la cara, escuchar esa risita, orgullosa de lo listo que era su padre. Quería decírselo antes de que fuera demasiado tarde.
—No, no vamos a tardar tanto en cogerlo —saltó Cyrus.
No podían entretenerse. Conocían la identidad de la víctima, pues el asesino la dejó en bandeja: la había arrojado con el bolso puesto, y dentro de él su cartera y un espray de pimienta vacío. El trozo de tela cortado, las uñas cortadas, el siquiera tratar de ocultar el cuerpo… Todo eso decía mucho sobre la seguridad que el asesino tenía en sí mismo. Como en los demás casos, el asesino se mostraba convencido de que el cuerpo no daría información alguna sobre él.
—Esta chica plantó cara —opinó Avakian según cruzaban el límite de Massachusetts.
—Ojalá le doliera, y mucho —replicó Cyrus—. Ojalá le haya arrancado los ojos con las uñas.
—¿Sigues pensando que es Weller?
—Ya sabes que sí. Quiero comprobar cómo se le ha quedado la cara.
—Ha dejado el cuerpo otra vez en el lago Pinnacle. ¿A cuánto, a treinta metros del anterior? ¿No te parece increíble?
Cyrus se pasó la lengua sobre los labios agrietados.
—Al matar a esta chica se vio fuera de su zona de confort. No lo tuvo fácil. Quizá le entró la prisa. Quizá estaba cansado o herido. Quizá le dio miedo. Ya conocía este sitio. La ley del mínimo esfuerzo. Un lugar cómodo para una noche incómoda.
Avakian emitió un refunfuño de aprobación ante la teoría de su compañero y volvió a sintonizar la emisora deportiva, que no dejó de sonar en todo el camino de vuelta al sur. Cyrus se abandonó al blanco y frío paisaje.
El tono de llamada que dan las líneas de teléfono de Inglaterra tenía para él algo de terapéutico. Escuchándolo se sentía expectante pero no ansioso. Era un sonido familiar, acogedor. Le evocaba el sabor del té con leche, el aroma a bacalao rebozado. Sonaba a cabras balando en la ladera de una colina verde.
El tono se interrumpió y sonó una voz ronca:
—¿Diga?
—Hola, Joe —saludó Alex.
—¡Joder, no me lo creo! ¡Hermanito!
—Has vuelto, ¿eh?
—En carne y hueso y con todo en su sitio, pelotas incluidas.
—¿Cuándo llegaste a casa?
—Hace algo más de una semana.
—Te dejé un mensaje y no me lo devolviste.
—Ya. No se me da bien eso. Todavía tengo un libro que saqué de la biblioteca con doce años.
—¿Cuándo te vuelven a llamar?
—Lo he dejado. Les he dicho que me dejen en paz. ¡Seis putas misiones, tío! Ya estoy mayor para estas cosas.
—No me lo creo.
—Pues créetelo. Se acabaron los estercoleros tercermundistas. Del aeropuerto de Luton no paso.
—Joder, me alegro de oírte —dijo Alex melancólico.
—¿Estás bien, Alex? Te noto cansado.
—Estoy bien.
—Sigues con… ¿cómo se llamaba?
—Jessie. Sí, ahí seguimos.
—Debe de ser retrasada mental.
—Ven a Boston —pidió Alex bruscamente.
—¿Por qué?
—¿Por qué no? Quédate con nosotros. No vienes desde hace la tira. No conoces mi casa.
—Ya te he dicho que acabo de llegar. Tengo muchas cosas que poner en orden.
—Te echo de menos.
—Entonces tendrás que venir tú, tío. He conocido a una chica que tiene muchas amigas solteras. Estarás bien atendido.
—No te voy a convencer, ¿no?
—¿Seguro que estás bien? —preguntó Joe—. No estarás intentando decirme que te quedan dos meses de vida o alguna hostia así…
—No, estoy bien. De verdad.
—Bueno. De acuerdo, entonces. Si tú estás bien, yo estoy bien. Todo está bien, joder.
Alex se enteró del nombre de la chica por la prensa. Bryce. Puso el tubo al trasluz. El fluido 854,73 de Bryce, transparente y puro. Una buena cantidad. Gracias a la juventud de la chica y al cuidado que había puesto en el proceso de purificación.
Cada gota, una dura pelea.
La chica había luchado por su vida con uñas y dientes. Cuatro días después del asesinato, Cyrus O’Malley lo llamó para verse de nuevo. Esa mañana, tras escuchar el mensaje de voz, Alex se abalanzó sobre el espejo del baño para inspeccionarse el rostro. La hinchazón había bajado pero las cicatrices seguían ahí. Estaban curándose, pero se distinguían perfectamente. A Jessie le contó que se había resbalado en el hielo y había caído de boca. Ella siempre lo creía. Lo arrulló para confortarlo y le aplicó con ternura crema antibiótica.
O’Malley no se lo tragaría tan fácilmente. El agente le había dicho que lo esperaba en el laboratorio.
El armarito del baño rebosaba tubos y frascos de Jessie. Empezó por un rasguño especialmente largo y feo que le cruzaba la mejilla. Primero untó un poco de base de maquillaje, luego una pizca de polvos y, para terminar, un par de pasadas con la técnica del papel higiénico de Jessie. La cicatriz desapareció y lo mismo hizo con las demás.
La reunión con O’Malley fue breve, pero se le hizo eterna. Estaba seguro de que el agente del FBI escrutaba su rostro, pero las luces fluorescentes del despacho estaban apagadas. La luz natural y el maquillaje ayudaron al engaño. La conversación giró en torno al paradero de Alex la noche en que Bryce Tomalin fue asesinada. Cuando este respondió que había pasado toda la noche trabajando en un experimento, creyó percibir que O’Malley fruncía ligeramente el ceño. Este volvió a preguntar si podía acudir a un simposio, pero Alex eludió la cuestión argumentando que no se celebrarían más hasta después de Año Nuevo. Cuando O’Malley se marchaba, Alex preguntó educadamente por Tara. O’Malley respondió con un seco «está bien». Y eso fue todo.
A Alex le llevó un cuarto de hora reponerse del encuentro, sentado en silencio ante su escritorio. Solo entonces pudo proseguir con las tareas del día.
Estaba convencido de que en esa ocasión contaba con cantidad suficiente de compuesto como para finalizar el análisis. Es decir, si se controlaba y no consumía demasiado para sus viajes personales. Una colega que trabajaba en el laboratorio situado al otro lado del Gran Cuadrángulo, especializado en péptidos y proteínas, le concedió acceso, fuera de horario de oficina, al sistema Applied Biosystems Voyager. Con él podría hallar la huella peptídica.
Una vez reunidos los datos suficientes, se dispuso a recorrer el lento camino en pos de la identificación de la esquiva estructura. Usaría el sistema Agilent XCT Plus para hacer una espectrografía de masas con trampa de iones. Una noche dio paso a la siguiente. Los datos no tenían sentido, las cosas no encajaban. Necesitaba ayuda pero temía pedirla. No cejaría en su empeño, aun en solitario.
En esa época del año anochecía pronto. Jessie y él cenaban temprano pero fuera ya reinaba la oscuridad. Aquella noche, Alex estaba poco hablador y Jessie no lo importunó. Comieron en silencio, como dos monjes trapenses. Cuando hubieron terminado, Alex ayudó a quitar la mesa.
—¿Tienes que volver al laboratorio esta noche? —preguntó ella.
—No, esta noche no.
—¿Qué te pasa, entonces? —preguntó—. Estás de mal humor. Te lo noto.
—¿De mal humor? No.
—Le estás dando vueltas a algo.
—Siempre le estoy dando vueltas a algo.
Jessie soltó el cepillo de fregar los platos, se secó las manos y las apoyó sobre el pecho de él.
—Tienes otra muestra, ¿verdad? Quieres probar otra vez.
Él la besó.
—¿Hay alguien en el mundo que me conozca mejor que tú?
Jessie sonrió.
—No, nadie. ¿Cuándo quieres hacerlo?
—Ahora. Los platos pueden esperar.
Alex se tumbó en la cama y Jessie se echó obediente a su lado, la cabeza apoyada en la palma de la mano. Él le colocó el flequillo tras la oreja para poder ver mejor su rostro. En ocasiones, estudiaba la cara de Jessie cuando ella no miraba. Sus ojos verdes y húmedos desprendían una tristeza que se volatilizaba cada vez que él se dejaba mimar. Alex llenaba un vacío profundo, un abismo en Jessie. Sin él, ¿dónde estaría? ¿Cómo se las arreglaría? Aquella era una pregunta abstracta. Él la necesitaba tanto a ella como al revés.
Alex tenía en la mano una pipeta.
—No debería tomarla yo —dijo suavemente.
—¿Por qué no?
—Deberías probar tú.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Porque te quiero.
A Jessie las palabras de Alex la subyugaban.
—Me da miedo.
—No tienes por qué tenerlo. Quiero compartir contigo la felicidad que se siente.
Jessie frunció el ceño como una niña pequeña.
—¿No me pasará nada?
—No.
Ella dejó escapar un suspiro triste y solícito.
—De acuerdo.
Alex apenas le concedió tiempo para arrepentirse.
—Abre la boca. —Vertió las gotas bajo la lengua de la chica y cuando hubo tragado la besó—. Ven, deja que te ponga cómoda.
La incorporó, le desabotonó la blusa, se la quitó y le desabrochó el sujetador. Tras besar ambos pechos, le alargó una de las camisetas limpias que usaba para dormir. Jessie se la puso. Él la ayudó a quitarse los vaqueros y la tumbó bocarriba. Los rizos rojos inundaron la almohada, también roja.
Con su voz más tranquilizadora y amorosa, Alex la animó a cerrar los ojos y respirar lenta y profundamente. Luego la tomó de la mano, la miró y esperó diez minutos, hasta que ella se relajó y aflojó los muslos.
—¿Jessie? —susurró.
Alex la acarició primero, para acto seguido zarandearla por los hombros.
La respiración se le había acelerado, al igual que el pulso. Pero parecía tranquila. Alex le levantó un párpado y observó el tranquilo verdor del ojo. La reacción de la pupila ante la luz era normal.
Se sintió impelido a mirar al techo. Si ella lo miraba flotando por encima de la cama debía ver lo tranquilo y feliz que él se sentía.
—Te quiero —dijo mirando hacia arriba.
Y regresó a vigilar sus constantes, a protegerla durante su viaje.
De repente cayó en la cuenta de que aquello era también un experimento, aunque la sujeto fuera Jessie. Y él seguía siendo un científico. Se apresuró a comprobar la hora y la garabateó en un cuaderno que sacó de un cajón: el tiempo de «la pista de despegue», el ritmo cardíaco y respiratorio, el color de la piel, la temperatura.
Jessie movía levemente los dedos, como tratando de agarrar algo, y tenía espasmos en las pantorrillas. Alex lo anotó, y transcribió fonéticamente cada uno de los sonidos que ella emitía: ah, uh, hum, uf.
Tras quince minutos más de tranquilidad, Jessie comenzó a mostrarse inquieta y la mirada beatífica se vio reemplazada por un gesto torvo. Entonces, empezó a retorcerse violentamente. Alex la sostuvo y le habló, explicándole que todo estaba bien y que él estaba a su lado.
¿Adónde la habría llevado su viaje? ¿Estaría en mitad del puente de piedras, negándose a volver? ¿Estaría siendo absorbida?
Y entonces regresó. Miraba a Alex fijamente, con los ojos verdes de par en par. Cuando reconoció el rostro de él rompió a llorar.
—Alex…
—Estoy aquí, Jessie.
—Yo… Yo en mi vida… —trató de decir, pero se ahogó en sus propios sollozos y empezó a toser.
Alex la incorporó, le palmeó suavemente la espalda y la abrazó.
—Te entiendo perfectamente. O eso creo. Cuando puedas, me lo cuentas.
—He estado allí —acertó a pronunciar por fin.
—¿Cómo ha sido? ¿Bonito?
—Sí.
—¿Cómo te has sentido?
—Más feliz que nunca. Más que feliz. No tengo palabras.
—¿Has visto a alguien?
Asintió y volvió a sollozar. Alex esperó a que la chica reuniese fuerzas.
—A mi abuela.
—¿A tu abuela Martha?
Ella volvió a decir que sí con la cabeza.
—No me sorprende. —Alex conocía bien la historia de su familia. La abuela Martha era la única que había tratado a la pequeña Jessie con ternura.
Jessie se enjugaba las lágrimas con pañuelos de papel que le pasaba Alex.
—Estaba guapísima. Y muy contenta de verme. Quería que cruzara. Casi lo consigo —dijo con voz deshecha.
Alex apretó el puño tras la espalda, triunfante.
—Lo sé. ¿Cómo de cerca has estado de ella?
—He llegado hasta la última piedra.
Alex entornó los ojos.
—¡Más cerca de lo que estuve yo!
Bryce era la más joven, pensó. Cuanto más joven, mejor.
—Y… Alex —dijo Jessie tras un momento.
—¿Qué?
—Creo que ahí estaba Dios.