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No era suficiente, ni de lejos.

Alex había creído que tenía suficiente fluido de la chica de las calabazas para realizar los estudios estructurales necesarios. Pero se equivocaba.

Iba haciendo progresos, progresos innegables. El pico misterioso en 854,73 m/z cedía poco a poco a la fuerza bruta de su ciencia. Los análisis estructurales de compuestos desconocidos no eran su campo pero obviamente no podía pasar alegremente a sus colegas expertos muestras provenientes de una víctima asesinada. De modo que aprendió por su cuenta el método y pidió prestadas máquinas que no tenía en su laboratorio.

Lo que había aprendido le permitía estar seguro de al menos una cosa: la fracción era un péptido, una cadena más bien breve de aminoácidos. Pero ¿qué aminoácidos? ¿En qué secuencia, con qué configuración? Necesitaba investigar más sobre el pico misterioso. Necesitaba más de ese líquido precioso.

Más allá de las exigencias impuestas por el análisis químico, él también deseaba más. Por otras razones que le quemaban por dentro, como metal fundido: una bola incandescente, imposible de sofocar, imposible de ignorar.

Así pues, como cautivo por un sueño inquieto, terminó patrullando las calles oscuras y vacías de la ciudad durante una de las primeras nevadas fuertes de la temporada.

La chica tenía el pelo y los hombros salpicados de copos de nieve que se empezaron a fundir uno a uno cuando subió al cálido interior del coche. Alex no pudo echarle un vistazo en condiciones hasta después de una manzana. Era la más guapa y tenía un parecido desconcertante con Jessie. Si hubiera sido pelirroja quizá se habría visto tentado a dejarla en el siguiente semáforo con veinte dólares en el bolsillo, por las molestias. Pero tenía el pelo castaño. Y era joven. No más de veinte, pensó.

Era una parlanchina, una auténtica cotorra, según se describió ella misma. Mantuvo una cháchara nerviosa y constante hasta que él metió el coche en la cochera de Cambridge, cerró la puerta y volvió a sentarse junto a ella. La chica dejó claro que no iba a seguirle el rollo con lo de hablar primero. No le gustaba la situación y quería ponerse al asunto cuanto antes. Mientras él balbucía algo, ella decidió tomar la sartén por el mango, le bajó la bragueta, le desabotonó los calzoncillos y se inclinó sobre él.

Pero Alex no quería dejar su ADN en la boca de la chica.

Justo en el momento en que los labios de ella rodeaban su pene fláccido, Alex dio un respingo y la agarró de los hombros, empujándola contra la puerta del copiloto.

—¡Eh! —gritó la chica, asustada y dolorida—. ¿Qué coño haces, tío?

Alex no supo qué decir.

En su lugar, lanzó como dos proyectiles sus manazas contra ella pero la chica estaba demasiado lejos como para cogerla por sorpresa, así que no consiguió agarrarla bien del cuello. La chica se zafó de él y desató un contraataque físico y verbal que desconcertó a Alex por su ferocidad. Brazos, manos y uñas se revolvían a velocidad endemoniada. Los chillidos le perforaban el tímpano con un torrente desordenado de blasfemias y ruidos animales.

—Tranquila, tranquila, tranquila —imploró ciegamente, con los ojos apretados para protegerse las córneas de las uñas afiladas como hojas de afeitar de la chica. Él estaba echado sobre la consola de entre los asientos y trataba de encontrar apoyo en la puerta del piloto. Las manos se abrieron paso por fin hasta su objetivo y lo asieron firmemente. Alex palpó el cartílago plano de la garganta, duro y agradable al tacto, y apretó. Con esta no se inventaría ningún cuento de despedida. Era una mujer demasiado determinada, demasiado batalladora. No habría canción de cuna para… (ni siquiera sabía su nombre).

De repente cesaron el braceo y también los puñetazos. Alex saboreó algo que debía de ser sangre, la suya. No quedaba mucho. Consultó entonces su reloj para marcar la hora cero y zanjar el asunto.

Por fin, abrió los ojos para verle la cara en sus últimos momentos de conciencia. Se lo debía.

La chica lo miraba llena de odio.

Algo le quemaba.

Se sintió súbitamente envuelto en una nube de dolor siseante y abrasador.

Los ojos le escocían tanto que tuvo que soltar a la chica para frotárselos.

A través de la cortina de lágrimas consiguió agarrar algo, un objeto que parecía algo así como un pintalabios de color negro.

Lo había gaseado.

La chica se retorcía para librarse de él. Antes de que él pudiera reaccionar, se coló entre los dos asientos y saltó al de detrás con la agilidad de un tigre escapándose de su jaula.

Tosiendo y mascullando, Alex intentó hacerse de nuevo con ella. Con la mano izquierda la agarró del cinturón bajo empedrado de bisutería, herramienta de seducción convertida ahora en punto flaco. El cuero iba bien ajustado a la cadera, lo que permitió a Alex tirar de la mujer con fuerza y alejarla del tirador de apertura de la puerta de detrás.

Se agarró al cinturón como si le fuera la vida en ello y lo usó como punto de apoyo para saltar al asiento de detrás, donde consiguió por fin echarse sobre ella. En ello, los vaqueros y los calzoncillos se le habían bajado hasta los muslos. Si alguien los hubiese pillado en ese momento, pensaría que estaban en mitad de un calentón, a punto de hacerlo a cuatro patas.

Pero aquello no era amor.

Alex se las arregló para rodearle el cuello con el brazo derecho, lo suficiente como para poder hacer palanca con el codo, entregándose a esa parte primitiva de su cerebro que sabía instintivamente matar.

Tiró del cuello de la chica hasta casi desencajar las vértebras y los gritos se hicieron guturales. Con el forcejeo, la rebeca de lana de ella le quedó a la altura de la cara. Aprovechó para enjugarse contra ella los ojos que aún le lagrimeaban.

Ella comenzó a sacudirse como una yegua enfadada tratando de desmontar a su jinete. No parecía que la estuviese matando. Ese cuerpo desbordaba fuerza y vitalidad.

Alex arqueó la espalda para ganar estabilidad. Alargó la mano libre y con los dedos trató de alcanzar la frente, la nariz, la boca apretada, hasta que encontró la barbilla de la chica, clavada en su bíceps. Consiguió colar tres dedos bajo la mandíbula de la chica. Tiró y con toda la fuerza de ambos brazos consiguió colocar el fino cuello en el ángulo apropiado.

No fue un chasquido. Los ligamentos fueron cediendo suavemente, uno a uno. El cuerpo de la chica se convirtió en un espasmo. Sintió en los muslos orina caliente.

Aflojó. El cuerpo quedó inmóvil.

Alex comenzó a toser y a dar arcadas conforme se relajaban los músculos de brazos y hombros. Se frotó los ojos otra vez en la rebeca de la chica pero se detuvo al instante, preguntándose si las lágrimas contenían ADN. Se subió apresuradamente los pantalones, de súbito horrorizado por estar desnudo de cintura para abajo.

Se incorporó. Inhaló y exhaló ruidosamente hasta que por fin cayó en mirar el reloj.

¿Cuántos segundos habían pasado?

¿Treinta?

Le temblaba todo el cuerpo.

Apenas tenía dos minutos y medio para ir por el taladro a la estantería y extraer las muestras.

Quiso vomitar, meterse en la ducha. Quiso estar lejos, muy lejos de aquel coche.

Cerró los ojos unos segundos.

«¡Vamos, Alex! ¡Recomponte, tío!

O esta chica habrá muerto por nada».