12

Era el día del alta. En los primeros tiempos de la enfermedad de Tara, las altas venían cargadas de esperanza y promesa. Una operación. Una nueva terapia. La vida que seguía.

Pero las últimas altas habían sido como suspiros difíciles. Las cosas estaban claras: le estaban dando una vuelta tras otra al reloj de arena y la arena se agotaba, una y otra vez.

Cyrus esperó en la puerta de la habitación mientras las enfermeras le retiraban la vía intravenosa y la ayudaban a vestirse. El estómago se le encogió —reflejo pavloviano— al golpeteo de los tacones de Marian por el pasillo.

Marian llegaba sola. Su marido se habría quedado varado tras algún enorme escritorio del centro de la ciudad. La mujer resopló cuando lo vio y con su usual incapacidad para evitar el comentario cáustico protestó diciendo:

—Sabías perfectamente que iba a venir yo a recogerla.

—Me ha pillado cerca del hospital.

—Supuestamente a ti te toca verla el sábado. Ya que estás aquí ahora, quizá estés dispuesto a cedernos parte de ese tiempo del fin de semana.

—Vamos, Marian. No me hagas esto —pidió enfadado, aunque con un punto suplicante en su voz.

—Tenemos un acuerdo impuesto por el juez. —Y añadió un generoso chorreón de sarcasmo—. Sé perfectamente que te da para entender la sentencia. Después de todo, sigues trabajando con el FBI, ¿no?

Ah, otra vez lo del FBI. Al principio, cuando eran novios, y durante los primeros años de matrimonio, a ella le agradaba bastante su trabajo. Su compañero era el protector de los inocentes, el azote del culpable. Le encantaba cómo se quitaba la pesada funda con la pistola cuando volvía del trabajo. Muy viril, muy sexy.

Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que los agentes federales no son en absoluto buen partido, económicamente hablando. Su casa era muy pequeña, los muebles anodinos, las vacaciones siempre dentro del país, las alhajas de pocos quilates. Había meses en los que sus ingresos por inversiones inmobiliarias excedían el sueldo de él. A ella le habían enseñado que el hecho de que una mujer ganara más que su marido resultaba ofensivo. El descontento se le metió bajo la piel como un parásito. Ella lo alentó a trabajar en el sector privado. Conocía una empresa bostoniana incluida en el Fortune 500 que buscaba a un director de seguridad. La encolerizó que Cyrus ni siquiera se planteara solicitar el puesto. Una semilla de decepción germinaba ya en el suelo húmedo de su mente.

—Ya casi estamos —avisó una enfermera desde la puerta entornada.

Marian seguía renegando.

—Por cierto —dijo repentinamente—, ¿tú has tenido algo que ver con que el doctor Weller ya no esté ocupándose de Tara?

—Indirectamente —respondió—. Fue decisión suya.

—¿Por qué?

—No puedo explicártelo. No tiene nada que ver con Tara.

—Es un médico excelente. Así que sí que tiene que ver con Tara. Quiero que vuelva a ocuparse de ella.

—Imposible —replicó Cyrus, vehemente.

—Explícame por qué —insistió ella.

—No puedo. Se trata de un caso que estoy investigando.

Marian se disponía a contraatacar, pero apareció Tara, esquelética, tambaleándose. Los vaqueros se le escurrían y un gorro de lana le cubría la cabeza sin pelo. Nunca peleaban delante de ella: se colocaba cada uno de ellos su máscara feliz y esperaban, como en una competición, a ver quién se ganaba la primera sonrisa, la bendición de la primera caricia.

—¡Papá!

Al acuclillarse para abrazar a su hija, Cyrus vio cómo Marian tensaba la mandíbula. Tara desapareció entre sus brazos, tan menuda, tan delgada. Había salido victorioso pero no pensaba meter el dedo en la llaga. Soltó a la niña y suavemente le dio la vuelta hacia Marian. Esta la besó en la frente, aguantando las lágrimas.

—Vámonos a casa, cariño —dijo la madre.

—¿Viene papá también?

—Yo tengo que ir a trabajar, cielo. He venido a sacarte de este agujero. —Ella abrazó su oso de peluche e hizo un puchero—. Iré a verte el sábado —añadió.

—¿Hoy qué día es?

—Jueves. Si te apetece, iremos a dar un paseo.

—No sé si podrá salir de casa —advirtió Marian.

—Ya veremos —concluyó Cyrus con una sonrisa cansada—. Ya veremos.

Cualquiera que hubiese observado a esos padres empujando la diminuta silla de ruedas de su hija a través del vestíbulo del hospital habría pensado que eran matrimonio: una pareja atractiva mimando a su hija enferma. Cyrus estaba deseando ver marcharse a Marian y se relajó cuando por fin se despidió de ellos para ir a buscar el coche al parking. Él esperó con Tara en la acera. Hacía frío, pero ella estaba bien abrigada y el aire fresco parecía vivificarle.

—¿Qué quieres hacer cuando llegues a casa? —preguntó.

—Quiero ver mi nueva casa de muñecas.

—¿Sí?

—Mamá me dijo que Marty me iba a regalar una. ¡Ojalá sea grande!

—Conociendo a Marty, seguro que es enorme —le aseguró Cyrus.

Cyrus acomodó a Tara en el asiento trasero del Mercedes de Marian, le puso el cinturón de seguridad, la besó en la mejilla y se despidió con la mano. Cuando se dirigía al garaje, oyó que alguien lo llamaba.

—¡Señor O’Malley!

Era Emily Frost. Vestía una gabardina azul marino y tenía las mejillas sonrosadas.

—¿Se ha marchado Tara? —preguntó.

Cyrus se mostró más frío que el gélido aire matinal.

—Ahora mismo. Se la ha llevado su madre.

Se dieron cuenta de que ambos llevaban la misma dirección, así que caminaron juntos en un incómodo silencio, hasta que ella rompió el hielo.

—Fui a verla hace un rato. Estaba muy contenta de volver a casa.

—Sí, estaba muy contenta —gruñó él.

La psiquiatra tomó aire.

—Sé que usted y su esposa no están de acuerdo en algunos aspectos del tratamiento de Tara. Pero le doy las gracias por permitir que siga viéndola.

Entraron en el parking. Cyrus tenía que pagar, ella tenía una tarjeta. Él señaló al cajero para indicar que se iba por su lado.

—No he cambiado de idea. Sigo estando en contra de que usted la vea, pero usted le cae bien a Tara. Y no tengo estómago para llevar el asunto a los tribunales. Mi esposa tiene una cuenta corriente más grande que la mía.

—Bueno, en cualquier caso le doy las gracias. Es una niña muy especial.

Dicho eso, lanzó un escueto adiós y entró en el ascensor.

Mientras descendía por la rampa en espiral del parking, Cyrus consultó los mensajes de trabajo en su Blackberry. Tenía un correo electrónico en el que Avakian le confirmaba la cita en Cambridge. Le quedaba el tiempo justo para llegar.

En el segundo piso del parking se dio de bruces con una cola de cuatro o cinco coches. Comenzó a tamborilear en el volante impacientemente y leyó tres o cuatro mensajes más. Las luces rojas de freno de los otros coches seguían brillando por delante. Trató de descubrir cuál era el problema y se dio cuenta de que uno de los coches estaba tratando de salir o de entrar en una de las plazas, y que el siguiente estaba tocándolo y bloqueaba las rampas, tanto de subida como de bajada. Al parecer se habían dado un toque. Cyrus consultó la hora y profirió un juramento. Ya tenía coches detrás, así que también él estaba atascado.

Bajó la ventanilla y sacó la cabeza para ver mejor. Un hombre gritaba enfadado. No le gustaba lo que estaba oyendo. No era nada agradable en un hospital, menos aún en uno infantil. Empezó a removerse su sangre de policía.

Salió, se acercó al lugar del accidente y tuvo que reprimir una sonrisa. Una gabardina azul. Una cabellera rubia. La doctora Frost había embestido saliendo de la plaza de parking a un tipo que bajaba por la rampa.

La sonrisa se desvaneció cuando se fijó en el hombre que la abroncaba, un tipo de veintilargos con el pelo engominado. Su reluciente BMW había quedado algo maltrecho: un faro roto y el capó abollado. El tipo tenía la mirada ida y las venas del cuello a punto de estallar, e insultaba a la doctora Frost con el decoro de un matón de barrio.

—Eh, colega —le llamó Cyrus—. Cuida esa lengua. Esto es un hospital infantil.

Emily había mantenido la compostura, tratando de aplacar al tipo y proponiéndole ocuparse del papeleo cuanto antes, pero se mostró aliviada con la aparición de Cyrus.

—¿Y tú qué cojones tienes que decir? —le espetó el joven a Cyrus levantándole el dedo.

Cyrus mantuvo el paso hacia él.

—¿Ves a qué me refiero? Este sitio está lleno de niños enfermos y padres con problemas. Lo que menos falta les hace es esto. Intercambiad los números y listo.

—Vete a tomar por culo, tío. Se me ha echado encima y me ha embestido.

—Lo siento, pero venías por la rampa a toda velocidad —se defendió Emily.

—Esta zorra no debería tener coche.

Cyrus avanzó con un par de zancadas hasta que quedó nariz con nariz con el hombre. Aunque media cabeza por encima.

—Le estás hablando a la médico de mi hija.

El joven quedó confundido por el tono amenazadoramente tranquilo de Cyrus.

—Largo de aquí, tío. Me da igual quién sea esta tía. Esto me va a costar mil dólares de franquicia.

—La factura del médico te va a costar mucho más, chaval —dijo Cyrus con tono llano, observando cómo el joven levantaba el puño—. Por no hablar de las costas judiciales si te atreves a soltar esa mano.

—Señor O’Malley, por favor. No pasa nada —exclamó Emily—. Voy a llamar a seguridad y listo.

Cyrus se sacó de la manga la vieja maniobra policial, fuera de lugar quizá ya para un agente del FBI, pero que le proporcionaba una instintiva satisfacción. Se retiró la gabardina y la chaqueta para dejar ver la culata de la pistola contra el pecho.

—No hace falta llamar a nadie, doctora Frost.

—¿Y tú qué eres? ¿Policía o algo así? —inquirió el joven, dando un paso atrás.

—Policía o algo así, sí. Y te voy a preguntar una cosa. Este parking es para visitantes del hospital. A mí me parece que tú no has venido a ver a nadie. ¿Qué haces aparcando aquí entonces, chaval?

—Soy gerente regional de un mayorista de alcohol —explicó solícito, mirando fijamente el arma—. Tengo clientes en el barrio.

—Muy bien, señor gerente —rezongó Cyrus—. Coge la información del seguro de la doctora y a correr. Ya.

En menos de un minuto, el BMW arrancaba y el resto de coches comenzaron a ascender en lenta procesión la rampa. Cyrus volvió a paso ligero a su coche para desbloquear la rampa de bajada. Pero antes, Emily le dio las gracias contemplándolo con una mezcla de admiración y ternura.

Él sonrió de vuelta, dejó caer un breve gesto de despedida y se marchó.

Las oficinas de los servicios de información de la Universidad de Harvard se encuentran en el Centro Holyoke, una muestra de la arquitectura de los sesenta que contrastaba con el antiguo ladrillo rojo de Harvard. Cyrus entró como una ráfaga de viento, aunque no llegaba desastrosamente tarde. Avakian y el resto intercambiaban tarjetas y no habían pasado de la charla informal.

Llenaban la pequeña sala de conferencias el vicedecano de Tecnologías de la Información, un teniente de la policía del campus y el director tecnológico de las instalaciones que Harvard tenía en Soldier’s Field Road. Estaban partiéndose de risa con alguna anécdota de Avakian. En mitad de la mesa reposaban dos llamativas carpetas negras.

Cyrus se disculpó, se presentó y abrió la reunión dando las gracias. Admitió acto seguido que la universidad no tenía por qué responder ante su petición de información, pues, dado que era una institución privada, estaba en su derecho de no hacerlo. Si colaboraban, se simplificaría el proceso de citaciones y probables argumentaciones y se superarían más fácilmente los obstáculos de las primeras fases de la investigación.

El vicedecano quiso hacer algunos comentarios y convocar otra reunión para más adelante.

—Mire, agente especial O’Malley, a la universidad le interesa colaborar con las fuerzas de seguridad en todo momento, siempre que le sea posible. Y nuestro reglamento nos obliga a proteger a todos nuestros empleados y estudiantes, hasta donde podamos. Si tenemos una manzana podrida, debemos saberlo.

—Estoy absolutamente de acuerdo. Especialmente en una investigación por homicidio —terció el teniente de policía.

Cyrus ofreció una respuesta casi instantánea.

—La investigación acaba de iniciarse. Es demasiado pronto aún para señalar sospechosos. Lo que queremos es asegurarnos de que podemos descartar al doctor Weller como sujeto de interés y buscar datos y pistas más productivas en otro sitio.

Al poco, Cyrus y Avakian se quedaron solos con el director tecnológico, un hombre joven que parecía haberle pedido prestadas la camisa y la corbata a alguien para la ocasión. Este explicó cómo funcionaban los sistemas: después de las seis de la tarde y durante los fines de semana, todos los empleados de la facultad de Medicina tenían que pasar la tarjeta de identificación por los mostradores de seguridad de todos los edificios del complejo de investigación de Longwood Street, tanto al entrar como al salir. Y en las áreas sensibles, como los laboratorios con riesgo biológico y las instalaciones para animales, las entradas y salidas se registraban veinticuatro horas al día. Sobre la mesa dispuso los registros impresos de entradas y salidas del edificio en que trabajaba el doctor Weller de los últimos dos meses, por orden cronológico. Para facilitarles el trabajo, había resaltado en rojo los datos concernientes a Weller. Se mostró orgulloso del programa, diseñado por él, que permitía extraer ese tipo de datos. Cyrus alabó su trabajo y el joven se mostró feliz como si le hubieran colgado una medalla honorífica del FBI.

Había cuatro fechas que interesaban a Cyrus especialmente: las noches en que supuestamente Thomas Quinn y las tres prostitutas habían sido asesinados. Avakian se colocó sus gruesas gafas de leer y se dispuso a repasar las dos primeras fechas. Cyrus se encargó de las dos más recientes. Se enfrascaron en las carpetas mientras el director tecnológico hacía algo en su portátil. Media hora después habían terminado.

—No he encontrado nada —lamentó Avakian—. Weller es un puñetero adicto al trabajo. Se pasó en el laboratorio las dos noches, desde las siete de la tarde hasta las cinco o las seis de la mañana. A esa hora marcó la salida. Entró y salió en varias ocasiones de las salas donde tienen a los animales, pero imagino que eso no es nada anormal.

—Lo mismo ocurre con las otras dos noches —anunció Cyrus cerrando su carpeta y volviéndose hacia el director de TI—. ¿Hay alguna manera de ordenar estos datos para ver si en los últimos seis meses trabajó en más ocasiones hasta la madrugada?

—Sí, claro. Denme un par de días.

Cyrus se mostró pensativo.

—¿Hay alguna manera de salir del edificio sin pasar por el mostrador de seguridad?

—No sabría decirle. Nunca he estado en ese edificio —contestó el joven—. Yo trabajo en una sala de servidores a kilómetros de distancia.

—¿Sabe si hay circuito cerrado de televisión en el edificio?

—El Gran Cuadrángulo está cubierto casi en su totalidad. Pero en el interior de los edificios no hay tanta cobertura. Creo que está previsto en el presupuesto del año que viene, pero no lo podría asegurar.

Eso era todo. Tenían la misma información sobre Weller que al inicio de la investigación. Cyrus llamó al ascensor.

—¿Y ahora qué? —preguntó Avakian.

—Tengo mucho interés en acudir al simposio de la semana que viene.

—¿Simposio? —espetó Avakian arrugando la gruesa nariz—. ¿Ya te las estás dando de intelectual otra vez?

—No. Yo no. Pero hay unos cuantos que sí. Se dedican a darse palmaditas en la espalda y a beber vino blanco.

—Tú mismo, colega —dijo Avakian entrando con paso decidido en el ascensor—. Mis fines de semana son para el fútbol americano.