11

Al intervalo de tiempo entre el consumo del fármaco y el inicio del viaje Alex lo llamaba «la pista de despegue». Cuando presentaba a los neófitos sustancias que producían estados alterados de conciencia, explicaba siempre que la pista de despegue era el lugar en el que prepararse física y emocionalmente. Como un piloto que esperase la señal.

Hay que estar preparado.

Mantener la atención sobre el entorno.

Revisar la lista de comprobaciones de seguridad. Como los pilotos.

¿Quién va a cuidar de ti? ¿Están las ventanas cerradas? ¿Está la puerta cerrada con llave? ¿Hay una botella de agua a mano?

Con algunas sustancias, la pista de despegue era un momento bastante predecible. Sabías muy bien cuánto tiempo tardarías en despegar. El LSD podía llevar una hora. La ayahuasca, un par de minutos.

De su hermoso y puro compuesto 854,73 no sabía nada. Ni cuándo haría efecto, ni siquiera si haría efecto. Podría llevar a un callejón sin salida que no tuviera nada que ver con la experiencia cercana a la muerte. Quizá fuera lo que estaba buscando pero el cuerpo no lo absorbiera oralmente. Alex imaginó que lo más seguro era colocarse una gota bajo la lengua, así la molécula entraría en el cuerpo a través de los abundantes capilares. Y si no, tendría una segunda oportunidad, cuando tragase el líquido y este alcanzara el estómago. Si el experimento no daba resultado, quizá debiera intentarlo de nuevo esnifándola o, en el peor de los casos, inyectándosela. Con todos los riesgos que eso podría suponer.

Atrás quedaban las especulaciones.

Se descalzó y se puso cómodo. Respiraba tranquilamente, tumbado bocarriba en su cama, la cabeza apoyada sobre una suave almohada de satén. Llevaba una camiseta ancha, gastada ya tras cientos de lavados. Se desabotonó los vaqueros para aflojar la presión sobre la cintura. Se quitó el elástico de la coleta y dejó que el pelo le cayera sobre los hombros.

Jessie permanecía tumbada a su lado, de perfil. La importante tarea que Alex le había encomendado le quitó el sueño de un plumazo. La luz era perfecta. Se mostró tranquila por él, pero a la vez trataba de mantener la mente despierta por si tuviera que ponerse en acción, llamar por teléfono o colocarlo en el suelo para hacerle un masaje cardíaco, como le había enseñado.

Alex la abrazó tiernamente por la cintura. Para que se sintiera más segura. Para darle las gracias. Para expresarle su amor.

La calle estaba silenciosa. No pasaban coches a esa hora. Las ventanas del dormitorio estaban entornadas y el frescor de la noche bendecía la habitación. Alex se sentía a sus anchas, en total tranquilidad. Notaba un agradable hormigueo.

«Estoy listo para lo que venga».

Llegó como el gato que acecha al pájaro. Esperó, esperó y golpeó.

En un instante se encontraba tumbado junto a Jessie, pensando en atraerla hacia sí para besarla y al instante siguiente su visión se alteró violentamente, tanto que a cualquier otra persona le habría asustado. Pero él se mantuvo sereno.

Ya conocía ese mundo al revés. Flotar, volar, observar. Cuando era niño. En la autopista.

Había soñado con aquello y siempre había sabido que volvería a sentir alguna vez lo que aquel día. Seguramente cuando fuese a morir. Pero preferiblemente antes.

Y ese momento había llegado. Una ingravidez vivificante y embriagadora que le llevó a un lugar desde el que podía contemplarse a sí mismo. Flotaba a muy baja altura. Distinguía el dibujo que las venas azules hacían en la piel de sus propias manos, como una geografía de ríos crecidos. Desde donde se encontraba podía ver además toda la cama y el resto de la habitación, cuyos límites se difuminaban como si mirase a través de un ojo de pez.

Se sintió atraído hacia su cuerpo. Conocía muy bien el rostro y el cuerpo de Jessie, pero verse a sí mismo, no en el espejo ni en foto, verse como ser humano vivo, respirando, le parecía extraño. Desasosegante. Fascinante.

Tenía los ojos cerrados y Jessie le susurraba, tocándole la frente, siguiendo su respiración.

—Alex, ¿estás dormido? —preguntaba—. ¿Estás bien?

Pero él no respondía.

«Me gusta mi cara —pensó, suspendido en el aire—. No soy guapo ni feo. Es agradable. Es una cara agradable. Sé lo que he hecho. Pero sigo siendo un buen hombre. Y ahora ha merecido la pena. Por mí. Por Thomas. Por esas chicas».

Alex salió de su ensoñación y cuando Jessie se disponía a buscar torpemente la carótida, ocurrió. Justo como recordaba.

Una neblina negra oscureció la cama. Amorfa al principio, tomó luego forma perfectamente circular y se oscureció hasta adquirir el negro más negro que hubiese visto nunca.

Tomó aire profundamente. Pronto estaría viajando.

En el momento en que sus pulmones se llenaron al máximo, el disco negro se hizo tridimensional y se convirtió en un túnel. Avanzó a través de él a velocidad inimaginable, aunque no sentía esfuerzo alguno ni fricción. No caía de cabeza ni de pie. Era más bien como en caída libre, brazos y piernas extendidos, aunque sin que interactuase con su cuerpo fuerza física alguna. Se sentía perfectamente cómodo, relajado, libre de cualquier miedo. En sus oídos resonaba el rumor sosegado del aire en movimiento, pero él no lo sentía sobre la piel.

Las paredes del túnel cobraron vida con cegadores fogonazos y centelleos, como luciérnagas de muy alto voltaje. No tenía sentido de la dirección. No sabía si caía, si se elevaba o si se desplazaba lateralmente. Se le ocurrió que quizá su cuerpo se encontraba inmóvil y era el túnel el que se movía. El tiempo también se había hecho insondable. Parpadeó durante un segundo y no supo si había transcurrido un momento o la eternidad.

Por fin, atisbó lo que estaba esperando ver, un punto de luz fija, a lo lejos, que crecía poco a poco. Era incapaz de arrancar los ojos de aquella luz, que se le antojaba atrayente y acogedora como un faro en mitad de la niebla más imposible. El punto creció hasta el tamaño de una persona. Alex entró en ese disco de luz pura y todo el movimiento se detuvo.

Se encontraba en un mar de blancura, tan impenetrable que no podía verse siquiera las extremidades.

Inhaló fuertemente para tratar de sentir la blancura en la garganta, pero no notó nada. No era vaporosa ni fría. No sabía a nada ni evocaba nada.

Y entonces, esa blancura se deshizo y se hizo más pálida, hasta lo traslúcido, y fue capaz de distinguirse las piernas y las manos extendidas. Finalmente vio un suelo.

Era verde y extenso, llano e ilimitado. Tenía un solo color, el de una brizna de hierba perfectamente primaveral. Pero no era hierba, era solo color. Cuando trató de dar un primer paso, el terreno no le pareció firme ni esponjoso. No sintió nada bajo los pies desnudos.

Desde la planicie verde se elevaba un horizonte de blancura levemente azulada, reminiscente del cielo claro de la mañana, pero inerte. Otra extensión de color sin sustancia.

Alex aguzó el oído.

¡Se oía!

El sonido que había intentado revivir en su mente mil veces. El gorjeo más dulce que hubiese escuchado nunca.

En un primer momento avanzó por el verdor a buen paso, pero cuando el rumor se hizo más fuerte echó a correr en un alegre trote, como un niño que atravesara un campo de vuelta a casa, hambriento y sediento después de jugar todo el día.

Cuando vio el encantador riachuelo de aguas refulgentes, se detuvo a observar. Le era muy familiar, pues hacía tiempo que lo llevaba impreso en el ojo de la mente. Las piedras negras y brillantes lo llamaban. Su interposición a la corriente era sin duda el origen del murmullo, pero la sustancia del río parecía luminosa en lugar de líquida. Quizá, pensó, el sonido existía únicamente para hacer las piedras más atractivas a quien en ese momento se encontraba rodeado de tierra desconocida.

Al otro lado del río, la llanura verde y uniforme se prolongaba hasta fundirse con el horizonte celeste claro. Una infinita extensión de nada.

Y entonces en esa nada apareció algo.

Una forma reducida, a una distancia inconmensurable, que poco a poco fue creciendo hasta que, forzando la vista, Alex distinguió una figura humana que caminaba hacia él.

Por primera vez, esa calma total fue reemplazada por una creciente excitación.

«Por favor, por favor, que sea él».

Y cuando comprobó que era él, el pecho se le agitó y notó cómo los párpados se le empapaban.

El hombre se detuvo en la orilla contraria del río. Dickie Weller seguía vistiendo su ridículo gorro del Liverpool y su chaqueta de ante favorita. Llevaba el gorro de lana roja encasquetado en la sólida cabeza. Aunque los separaba el río, Alex pudo distinguir una expresión orgullosa en su rostro rubicundo y rollizo.

Dickie agitó los brazos con entusiasmo y voceó por encima del rumor del río.

—¡Alex!

Era difícil hablar entre sollozos. No pudo decir más que una palabra.

—¡Papá!

—¡Eres todo un hombre! —gritó Dickie—. Eras un chaval y te has convertido en un hombre.

Alex asintió.

—¡Ven! ¡Ven conmigo, hijo!

—¡Quiero ir contigo!

Dickie gesticulaba suavemente con una mano, como un agente de tráfico que ordenase a un conductor avanzar en un cruce.

—¡Ven, entonces!

Aunque Alex no dejaba de verter lágrimas, pudo dejar de sollozar porque dentro de él crecía una felicidad que terminó convirtiéndose en un impulso físico, más poderoso que ninguna otra cosa que hubiera sentido antes, de forma natural o inducida por sustancias químicas.

Dio un paso y se quedó de pie en la primera piedra negra. El placer no hizo sino aumentar.

—¡Muy bien! —gritó Dickie—. ¡Sigue!

Le sorprendió sentir la superficie de la piedra bajo las plantas de los pies. Era la primera impresión táctil de toda aquella experiencia. Aunque parecían frías y lisas, resultaban cálidas y secas. Alex saltó seguro de sí mismo a la piedra siguiente.

A mitad de camino, se detuvo a observar el río. La corriente era veloz e iridiscente. Sofocó la tentación de tocarla con el dedo. La orilla opuesta lo llamaba.

Dickie gritó de nuevo para animarlo.

—¡Estás a mitad de camino!

—Voy, papá. Ya llego.

Y entonces justo a la mitad ocurrió algo.

Aunque nada cambió visualmente, la llanura que se extendía a espaldas de su padre pareció adquirir otra dimensión.

¡Había algo ahí fuera!

Una presencia. Algo más que el mero indicio de algo, más que una idea, algo terroríficamente maravilloso.

Una piedra más.

Y otra.

El placer era indescriptible. Un millón de orgasmos rasgando todas y cada una de las células de su cuerpo, el clímax final de unos fuegos artificiales de locura.

Bajó la mirada. Tres piedras para llegar al final. Tres pasos y pisaría el otro lado. Tres pasos y estaría de nuevo entre los brazos fornidos de su padre. Tres pasos y se confundiría con aquella presencia sobrecogedora del horizonte.

Dickie sonreía con los brazos extendidos.

—¡Alex!

—¡Papá!

Quiso saltar a la penúltima piedra, pero no pudo mover el pie. Estaba como atrapado en un lodo espeso.

La sonrisa de Dickie se desvaneció.

—¡Vamos, hijo! ¡Tú puedes!

Alex tiró con todas sus fuerzas pero no pudo avanzar.

—¡No puedo! —vociferó.

—¡Sí, sí puedes!

Horrorizado, notó una fuerza que lo absorbía, que tiraba de él alejándolo de las piedras.

—¡No! —gritó de nuevo, pero era incapaz de detenerse. Su padre se hacía más pequeño, la presencia menguaba, el placer y la alegría abandonaban su ser.

La marcha atrás adquirió una velocidad estremecedora. Se encontró de nuevo en el túnel centelleante, avanzando ahora a toda velocidad en sentido contrario, cayendo, cayendo, cayendo sin remisión, de vuelta a su dormitorio, de vuelta a su cama. De repente, se encontraba otra vez en sí, tumbado, mirando a Jessie, que clavaba sus ojos asustados en él.

—Alex, gracias a Dios. No sabía qué hacer. Estaba a punto de pedir ayuda.

Alex pestañeó y miró alrededor. Tenía el rostro arrasado de lágrimas.

—¡Estaba allí! ¿Lo entiendes? ¡Estaba allí!

—¿Dónde?

—¡Allí! ¡Al otro lado!

Alex se echó a temblar. Ella lo abrazó y lo acunó con cariño maternal.

—No pasa nada, amor. Ya estoy aquí, contigo.

—¿Jessie?

—¿Sí?

Le vinieron a la boca las mismas palabras de hacía mucho tiempo, pero en la voz de un hombre, no de un niño.

—Quiero volver.