Alex corrió los muebles del salón y echó al suelo almohadas y cojines, formando un círculo imperfecto. Esas tardes de sábado lo eran todo para él, pero ese día le costó dejar de pensar en el tubo de plástico con tapa de rosca que había dejado enfriándose en el frigorífico, junto a un cartón de huevos.
Su casa estaba amueblada con gusto. No había nada demasiado caro, pero todos y cada uno de los objetos habían sido cuidadosamente elegidos. No era una casa grande; tenía el tamaño aproximado de la casa de Liverpool en que se había criado: salón, comedor, cocina y dormitorio principal en la planta baja y dos habitaciones de invitados arriba. Un pequeño jardín trasero con espacio suficiente para un pequeño huerto de verduras y plantas aromáticas, amén de una barbacoa.
Podían encontrarse a lo largo y ancho de la casa varias piezas admirables: objetos artísticos, imágenes en madera y bronce de dioses hindúes, máscaras africanas, cerámica china y, sobre la chimenea, ocupando el lugar de honor, una excelente reproducción decimonónica de un dibujo proveniente del tratado de alquimia de Theodoros Pelekanos, del siglo XV: un uróboros, en tonos dorados y rosáceos. Y libros, claro está, estantes y estantes de libros sobre arte, religión, ocultismo, mitología, filosofía, antropología y ciencias naturales. Materialmente, Alex no aspiraba a más. Se sentía más que satisfecho. Desde el punto de vista económico, ya había conseguido lo que su padre tras una vida de duro trabajo. Con eso se conformaba.
Jessie estaba en la cocina preparando hummus. Esa era su mayor contribución a los simposios, según ella misma. En varias ocasiones había dejado claro a Alex que se sentía intelectualmente abrumada por aquellas mentes de alto octanaje que orbitaban alrededor de él. Normalmente guardaba silencio durante las reuniones y se ocupaba de que no faltara de comer, de que no faltaran la cerveza y el vino blanco bien fríos y de atender a cualquier incidente en sus noches más aventureras.
Alex se acercó a ella discretamente y la observó unos instantes mientras bregaba con la batidora. Lo inundó una poderosa oleada de amor. Su pelo anaranjado oscuro, del color del fuego, se le derramaba sobre el suéter negro. Era una niña perdida, una década menor que él, a la que rescató de una librería de Harvard Square, entre cuyos libros él había estado curioseando, un domingo hacía tres años. Cuando se acercó a la caja para pagar las ediciones de bolsillo que había decidido llevarse, se topó al otro lado del mostrador con ese rostro ovalado de piel lechosa, ojos verde jade y labios como cerezas, enmarcado en una cascada de tirabuzones encendidos, como de musa prerrafaelista. Quedó cautivado.
Jessie era una chica de Boston que había dejado la universidad y navegaba a la deriva en un plácido mar de trabajos de poca monta, aguantando a un compañero de piso tras otro, todos poco de fiar. Jamás había tenido a alguien como Alex. Él entró en su vida como una bola de jugar a los bolos, rodando a toda velocidad, arramblando con todo. Ella se dejó arrastrar feliz y aterrizó de cabeza en su primer círculo de influencia. Alex lo era todo para ella: padre, hermano, profesor, amigo, amante. Lo idolatraba completamente y le pedía poco, agradecida por cada uno de los días pasados a su lado. Y él la quería y la protegía como a una delicada planta de invernadero.
Alex se acercó por detrás, tomó sus pequeños pechos en las palmas de las manos y rebuscó con la nariz entre su pelo para besarla.
—¿A qué viene eso? —dijo ella, riendo sorprendida.
—Es amor.
—Me gusta. ¿Cuántas personas vienen hoy?
—En realidad nunca lo sé seguro. Hace buen tiempo, así que unas quince, más o menos.
—Sigo echando de menos a Thomas.
—Yo también —respondió Alex, apartándose de ella.
—Has trabajado todo el día —le regañó ella—. Échate una hora. Te serviré una copa de vino.
Él la besó de nuevo en el pelo.
—No sé qué haría sin ti.
—No tienes por qué hacer nada sin mí, si no quieres.
El primero en llegar fue Davis Fox. Besó a Jessie en ambas mejillas, a la europea. Alex se dio cuenta enseguida de que Davis quería hablar con él. Le pidió que lo acompañara a su dormitorio y cerró la puerta.
—¿Estás bien? —preguntó Alex.
—Un poco cabreado.
—¿Por?
—Ese agente del FBI me ha vuelto a llamar.
—¿Cuándo?
—Esta tarde. Me preguntó cuándo íbamos a celebrar el siguiente simposio.
Alex palideció, aunque trató de mostrarse despreocupado.
—¿Sí? ¿Y qué le dijiste?
—Le dije que te lo preguntase a ti y entonces me pidió tu número de móvil. Cuando le dije que no me parecía oportuno dárselo, me replicó que lo encontraría de cualquier otro modo y que yo no me estaba mostrando muy cooperativo. Así que terminé dándoselo. Espero que no te suponga ningún problema.
Alex alcanzó su móvil, que estaba apagado sobre la mesilla de noche. Cuando lo encendió, llegó un mensaje de voz de un remitente desconocido.
—Mucho ruido y pocas nueces —murmuró Alex—. Esperemos que agarren al asesino de una vez. A ver si dejan de perder el tiempo con nosotros.
Alex animó a Davis a que bajase a la cocina y se sirviese una copa de vino y acto seguido se sentó en la cama para escuchar el mensaje de voz. Era O’Malley: quería asistir a uno de los simposios y hablar con los participantes sobre Thomas. «Hace falta valor», pensó.
Alex notó una náusea de odio. O’Malley seguía acechando. Aún escuchaba su voz pertinaz. Presa de la ira, se imaginó devolviéndole la llamada para gritarle que lo dejase en paz de una vez. Que lo hiciese por su hija. La amenaza haría que O’Malley desapareciera del mapa. Lo convertiría en un sueño.
Ahora todo tendría que acelerarse. Estaba ante el umbral. No se le negaría lo que buscaba, no. Cada hora y cada día que se interponían entre él y la respuesta eran preciosos. Cada minuto malgastado, una tragedia. Deseaba haber podido cancelar el simposio para adelantar, pero eso era impensable.
El resto de participantes fue llegando de uno en uno o en parejas.
Frank Sacco, su joven y chulesco técnico de laboratorio, se sentó solo. Nunca interactuaba mucho, se notaba que no se encontraba en su salsa. Alex se lamentó durante mucho tiempo de haberlo invitado en su día. No era buena idea mezclar los asuntos del laboratorio con sus otros intereses, especialmente en ese momento. Pero lo hecho, hecho estaba. No podía pedirle a Frank que dejara de acudir sin levantar sospechas.
Larry Gelb era un profesor de filosofía de aspecto angelical. Venía de la Universidad Brandeis y se presentó con su novia coreana, una antigua alumna mucho más joven que él. Traía una boina al estilo del Che que se quitó y dejó caer sobre uno de los cojines. Arthur Spangler, bioquímico de pelo rizado y decimonónicas y pobladas patillas, enseñaba en la facultad de Medicina de la Universidad Tufts. Se abalanzó sobre el hummus y luego fue preguntando a todo el mundo si alguien tenía un porro. La sala se llenó de viejos amigos y colegas de las universidades más selectas de Boston. Todos se solazaban en la compañía mutua y Alex los arropaba con sus abrazos de oso marca de la casa, que administraba con aire distraído.
Spangler se acercó furtivamente a Alex y con la boca llena de patatas fritas preguntó:
—¿Hay algún fármaco recreativo esta noche, Weller?
—A menos que alguien tenga guardada alguna sorpresa, me temo que no, Art. Nos las arreglaremos con productos fermentados. Jessie guarda bastantes en la cocina.
—Qué lástima. ¿Quién va a hablar?
—Larry trae un artículo interesante sobre no sé exactamente el qué.
—Se te está yendo un poco de las manos, Weller. Tendrás que hacer valer las cuotas que pagamos.
—¿A qué cuotas te refieres? —preguntó Alex sonriendo.
—Vale. Tienes tazón. No pagamos cuotas —dijo Spangler, dándose la vuelta, de nuevo a la caza de marihuana.
Erica Parris, estudiante de posgrado de la facultad de Teología de Harvard, se quitó la bufanda y se acercó directamente a Alex, arrastrando literalmente de la manga a un joven. Ella tenía las mejillas encendidas por el largo paseo a orillas del río Charles y exudaba su habitual sexualidad, tan terrenal. Alex le había confesado una vez a Gelb que Erica le recordaba a uno de esos arquetípicos talismanes de la fertilidad.
—Alex, ¡he traído a alguien nuevo! Este es Sam Rodríguez —anunció entusiasmada.
El iniciado era un portorriqueño delgado y fibroso con incipientes rastas que prometían un peinado espectacular. Sus hermosos rasgos parecían cincelados, aunque aparentaba no poca sorpresa ante aquel entorno desconocido.
—Hola, Sam. Soy Alex Weller. Estás en tu casa.
Alex no estaba de humor para hacer migas con nuevos talentos, pero Sam le devolvió una mirada aguda y segura de sí que le dejó una impresión instantáneamente positiva.
—Yo soy Sam. Mis amigos me llaman S-Rod.
Alex le palmeó la espalda.
—Si nos hacemos amigos, espero que me dejes llamarte Sam. A mí me pareces un Sam más que un S-Rod.
—Vale, tío. Veremos.
—¿Conoces a Sam desde hace mucho, Erica?
—Unos tres cuartos de hora. Nos hemos conocido en los escalones de la biblioteca Widener. Yo venía ya para acá.
—De acuerdo, muy bien. Sírvete vino o cerveza. Están en esa habitación. Brindaremos por los nuevos invitados —propuso educadamente—. Supongo que Erica te ha hablado de nuestros simposios.
—Más o menos. Suena heavy.
—¿Qué es lo que te ha llamado la atención?
—Las piernas, tío. Para ser sincero, las piernas. Eso es lo que me ha llamado la atención —dijo, señalando las botas de caña alta de la chica. Ella le dio un cachete en el hombro, juguetona.
—Me gusta que seas sincero, Sam —gruñó Alex—. ¿Estudias en Harvard?
—Segundo curso —asintió.
—¿Qué estudias?
—Informática.
—Bien, veamos si conectas con el tipo de asuntos que nos interesan aquí, Sam. Si es así, quizá nos volvamos a ver. De lo contrario, al menos habremos puesto en común posturas al respecto de las piernas de Erica.
Cuando todos los cojines estuvieron ocupados y el círculo se cerró, Alex se sentó junto a Jessie sobre un almohadón rojo de poca altura. Para crear ambiente, atenuaron la luz. De fondo sonaban los hipnóticos ragas electrónicos de Govinda. Una nube de sándalo se elevaba en el centro de la habitación, proveniente de varias varillas prendidas.
—Bienvenidos, bienvenidos todos —comenzó Alex. Esa noche no se sentía tan expansivo como en otras ocasiones, pero el espectáculo debía continuar—. Tenemos hoy a un nuevo amigo con nosotros, Sam Rodríguez, de Harvard, que no tiene ni idea de en qué se ha metido. Di hola, Sam.
Sam saludó con la mano.
—Hola —dijo el resto al unísono devolviendo el saludo.
—Sam, en nuestro nombre, sé bienvenido a la Sociedad Uróboros, así llamada en honor a la mítica serpiente…
—… que se come su propia cola, ¿cierto? —interrumpió Sam.
—Os prometo que no le he contado nada —rezongó Erica.
—Sí, así es, Sam. Te has ganado una matrícula de honor. El uróboros simboliza el infinito y la inmortalidad, la serpiente que se destruye y se resucita a sí misma. En este cónclave de ratones de biblioteca nos gusta especular con la idea de que la vida es solo un breve segmento de un viaje mucho más largo, interesante y complejo. Hablamos sobre los conceptos de cielo e infierno y sobre otras manifestaciones de la vida ultraterrena. No somos confesionales, algunos de nosotros no tenemos ni un pelo de creyentes. A menudo tratamos las experiencias cercanas a la muerte como laboratorio para el estudio de la conciencia postvital. De hecho, algunos de nosotros hemos sufrido, para bien o para mal, ese tipo de experiencias. Y nos dedicamos a aburrir a los demás contándolas una y otra vez. De nuevo, para que Sam lo sepa, que levanten la mano los que formamos parte de ese club.
Alex levantó la mano bien alto. Lo acompañaron una mujer de gafas de pasta negra y gesto grave llamada Virginia, abogada de patentes, y otros dos hombres.
—Charlamos, meditamos. A veces, algunos consumimos sustancias ilegales como marihuana, ketamina, salvia, ayahuasca o LSD, con el fin de facilitar la meditación y vivir experiencias extracorporales.
—Ahí estoy con vosotros. ¿Qué hay en el menú de hoy? —dijo Sam con una sonrisa.
—Hoy solo charlaremos, me temo. Tenemos el botiquín vacío. Luego haremos un poco de meditación. Pero en primer lugar, Larry Gelb va a compartir con nosotros un artículo sobre arquetipos circulares en las experiencias cercanas a la muerte que os va a fascinar, estoy convencido. Así que voy a cerrar el pico y voy a dejar que Larry nos sorprenda. Está deseándolo.
Gelb se lanzó acto seguido a hablar, con tal entusiasmo y energía que no pudo quedarse sentado. Al poco se levantó de un salto y permaneció de pie en el centro del círculo, dando vueltas como una bailarina de caja de música, entregándose a partes iguales a todos los oyentes.
Comenzó describiendo la experiencia cercana a la muerte que según Platón vivió un soldado llamado Er, que contaba haber visto un eje cósmico de luz, el cual sostenía ocho esferas que giraban en torno a la tierra.
—Desde aquellos lejanos tiempos de Platón, la imagen de la esfera, el círculo o el mandala se repite una y otra vez en las experiencias cercanas a la muerte —explicó Gelb.
Mientras hablaba, los pensamientos de Alex chocaban entre sí como moléculas en movimiento browniano, saltando del orador a Davis, de Davis a Jessie, de Jessie a Sam, el chico nuevo, de Sam a Thomas Quinn, a Cyrus O’Malley, a la chica de las calabazas y por fin al tubo que esperaba en el frigorífico. Entonces, una violenta ensoñación lo hizo estremecer. O’Malley aparecía en su cocina y le impedía el paso. Alex se imaginó empujándolo salvajemente, pisándole el cuello y hundiéndole el taladro quirúrgico en el cráneo.
Ahuyentó la perturbadora imagen y se percató de que Gelb estaba terminando. Ahora hablaba despacio, con tono grave.
—Regreso, amigos y amigas, como un disco rayado —¡otra imagen circular!— al hecho indiscutible de que la repetición de esos mismos símbolos y arquetipos en todas las culturas, a lo largo de los tiempos, es prueba fehaciente de la existencia de un inconsciente colectivo. Os desafío además a rebatir lo siguiente: tras ese inconsciente colectivo se vislumbra la presencia de Dios.
El simposio terminó y la gente se fue marchando. Alex se echó en la cama. Con el cuerpo rígido, miraba fijamente al techo, a kilómetros de distancia de Jessie, que se acurrucó junto a él, adormilada y soñadora.
—¿Qué te ha parecido Sam? —preguntó él.
—Me ha caído bien.
—A mí también. Lo estuve observando mientras meditábamos. Se metió mucho en el asunto, parecía estar viviéndolo con intensidad. Yo diría que rebosa intensidad en todo lo que hace.
—¿Crees que volverá?
—Espero que sí. Dependerá de si Erica se acuesta con él o no hoy.
—¿Y tú? —preguntó ella riendo—. ¿Quieres acostarte conmigo hoy?
Alex volvió la cara hacia ella y apoyó la mejilla en el puño.
—Jessie, esta noche tengo que hacer una cosa.
Jessie se quedó callada ante su súbita expresión de seriedad.
Alex se mantuvo en silencio unos momentos y le apartó tiernamente un mechón de los ojos a Jessie.
—Creo que estoy a punto de descubrir algo muy importante en el laboratorio. Solo tengo una manera de saberlo. ¿Me vas a ayudar?
—¿Ahora?
—Sí.
—¿Qué quieres que haga?
—Quiero que seas mi ángel de la guarda.
Alex saltó de la cama y regresó con el tubo de plástico y una pipeta de laboratorio. Se sentó de nuevo en el borde de la cama y le mostró a Jessie el tubo para que lo mirase de cerca. Contenía un poco de líquido transparente.
—¿Qué es?
—Quizá no sea nada. Quizá algo importante. Quizá lo que llevo toda la vida esperando.
Jessie gateó hasta su lado y se sentó junto a él, frotándose los ojos para espantar el sueño.
—¿Es peligroso?
—No sabría decirlo. Podría no causar efecto alguno. Podría presentar una farmacología potente. Necesito que me vigiles. ¿Lo harás? —La chica vaciló pero terminó asintiendo—. Si pierdo la conciencia, vigila la respiración y el pulso, ya te he enseñado cómo. Si la frecuencia respiratoria baja de cuarenta o excede ciento cincuenta, tenemos un problema también. Tendrás que llamar a urgencias y decir que he sufrido una sobredosis de salvia. Por Dios santo, no le cuentes a nadie lo que he hecho en realidad. Si vomito, vigila que pueda seguir respirando. Si me ves asustado, consuélame. Eso es todo.
—Es mucho.
—Lo siento.
Ella le acarició el rostro.
—Tienes que hacer lo que creas correcto, Alex. Lo tengo muy claro. Soy yo la que está ahí cuando tienes pesadillas. Pero… —Alex esperó a que terminase—, por favor, no te vayas.
—No me voy a ningún sitio —respondió él besándola en la mejilla.
Alex no dudó ni un segundo. Con mano experta, extrajo con la pipeta un diezmililitro exacto de fluido transparente. Abrió la boca y dejó caer una fría gota bajo la lengua.