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Meses antes

Los perros los habían olido. Empezaron a ladrar y aullar en cuanto salieron al pasillo. Todavía tenían por delante tres puertas cerradas con llave. Al pasar junto a las jaulas, los beagles, enloquecidos, se levantaron sobre las patas traseras, aplastando los carnosos hocicos negros contra la malla metálica. La estancia desnuda se inundó de agudos gañidos.

El hombre más bajo de los dos se tapó los oídos con las manos e hizo una mueca.

—¿Puedes hacer que se callen? —gritó.

El más alto se puso en jarras y se dirigió a los animales en tono serio.

—A mi amigo Thomas le gustaría que dejarais de ladrar. —Hablaba con un acento algo nasal, de Liverpool, suavizado por los años vividos en Estados Unidos. Sus palabras no surtieron efecto y él se encogió de hombros—. Pues no, no se quieren callar. Pero se calmarán, no te preocupes.

Abrió la puerta e hizo pasar a Thomas a la siguiente estancia. Era una habitación insonorizada y los ladridos quedaron amortiguados. Thomas se relajó un poco cuando parpadearon las luces fluorescentes y pudo reconocer un entorno familiar. Una mesa de operaciones de acero inoxidable. Equipo anestésico. Un monitor cardíaco. Utensilios quirúrgicos. Medicinas.

—¿Ves? —dijo Alex—. Ya te había dicho que era un quirófano de verdad.

—La mesa es demasiado pequeña.

—No te preocupes. Me las arreglaré.

Thomas se quitó la chaqueta y comenzó a recopilar las cosas que necesitaba de estantes y cajones, para colocarlas luego sobre una bandeja auxiliar.

Alex siguió con la mirada a Thomas, un tipo menudo al que ya le clareaba el pelo. Le llamaban la atención los dedos, largos y afeminados. Ya se había fijado en ellos antes, le recordaban a los de esos pianistas capaces de cubrir una octava o más con una sola mano.

—¿Está todo, verdad?

—Espera —respondió Thomas—. ¿Dónde está el equipo para punciones?

Alex señaló uno de los armarios.

Thomas rompió el precinto, rasgó el envoltorio y se colocó unos guantes quirúrgicos antes de inspeccionar la delgada aguja Quincke.

—Es para uso veterinario. Pero servirá, ¿no? —inquirió Alex con gesto sombrío.

—Tiene el tamaño justo.

—Bien. Hay que darse prisa. Voy a preparar los tubos.

Mientras Thomas terminaba de organizar su espacio de trabajo, Alex cogió unos tubos de muestra y los marcó con un rotulador negro. En el primero escribió A. W. CERO y en el segundo, A. W. 2 MINUTOS. Marcó los siguientes cuatro con incrementos de quince segundos. El último decía A. W. 3 MINUTOS. Se imaginó a sí mismo en su laboratorio a la mañana siguiente, analizando esos seis valiosísimos tubos, repletos de fluidos de su propio cuerpo.

Thomas había terminado de preparar el equipo pero permanecía en pie, inmóvil, mirando fijamente la bandeja auxiliar con los instrumentos.

—¿Estás listo? —preguntó Alex.

—Sí, supongo que sí.

—¿Qué pasa?

—Escucha, Alex…

—Va a salir bien. No te preocupes. —Escupió las palabras, que sonaron más a orden que a consuelo—. Me quito solo la camisa, ¿de acuerdo?

Thomas asintió con la cabeza.

Alex se desnudó hasta la cintura. Era alto y delgado y se le notaban las costillas. Se dio cuenta de que Thomas miraba fijamente el extenso parche de piel endurecida y rugosa que le cubría hombro y espalda.

—¿No te había hablado de mis quemaduras? —preguntó.

—No.

—Otro día. —Se recogió con una goma elástica el pelo, largo hasta los hombros—. ¿Preparado?

Thomas cubrió la mesa de operaciones con una sábana verde.

—Necesito que te tumbes mirando a la puerta, sobre tu costado derecho.

—De acuerdo —contestó Alex, y quedó frente por frente de un gran reloj cuyo segundero avanzaba sin remisión.

La mesa no estaba pensada para seres humanos así que le costó mantener el equilibrio. La cabeza casi asomaba por un extremo. Se sentía seguro con las rodillas apretadas contra el pecho, aunque no especialmente cómodo. La comodidad, en cualquier caso, no era en ese momento una de sus prioridades. Thomas le adhirió los electrodos al pecho y el monitor comenzó a emitir un agradable pitido al compás de su corazón. Cuando empezó a explicar lo que iba a hacer, Alex le interrumpió. No necesitaba que le comentasen la jugada. Quería retirarse a algún lugar lejano, dentro de sí mismo.

«Controla la respiración.

Busca tu centro.

Eres una mota en el universo, polvo en el viento».

Sintió cómo Thomas le aplicaba un yodo inesperadamente frío sobre la espalda y le cubría el torso con una gasa estéril. Thomas era incapaz de dejar de hablar.

—Vas a sentir un pinchazo.

El agudo dolor de la inyección de lidocaína en la parte baja de la espalda duró unos segundos y se disipó.

—Necesito que aprietes más las rodillas contra el pecho. La barbilla también. Voy a insertar la aguja entre la L3 y la L4.

—Por Dios santo, Thomas. Ahórrate la charla. He hecho esto más veces que tú. —Respiró profundamente, contuvo el aire unos segundos y luego exhaló—. Vamos.

Sintió una presión indolora y la extraña certeza de que le estaban introduciendo una aguja de diez centímetros entre las vértebras y hasta la médula espinal. Se oyó claramente un pequeño estallido cuando la aguja perforó la duramadre, la resistente funda que envuelve la médula.

Thomas tiró del émbolo y una gota del cristalino fluido espinal de Alex brotó de la base de la aguja y quedó ahí suspendida, debido a la tensión superficial.

—Estoy recogiendo la muestra cero. —Varias gotas de líquido viscoso se deslizaron por la jeringa—. ¿Estás bien?

—Mejor que nunca —rezongó Alex.

Thomas empujó entonces el émbolo para contener el flujo.

—Ya tengo la muestra —anunció Thomas.

Alex respiró hondo y dejó escapar algo parecido a un suspiro.

—Muy bien, empieza el espectáculo. —Se palpó el bolsillo delantero de los vaqueros con cuidado de no mover la espalda perforada, estirando un poco la pierna para poder introducir la mano—. Debí haber sacado esto antes.

Del bolsillo extrajo una bolsa de plástico transparente y un rollo de cinta aislante.

Thomas estaba detrás de Alex, así que este no le veía la cara. Sí podía oír al hombrecillo resollando por la nariz, con la renuencia de un caballo que no quiere salir del establo. Se dio cuenta de que Thomas necesitaba conversación.

—¿Estás listo, Thomas?

—No quiero que lo hagas.

—Ya hemos hablado todo esto. No podemos echarnos para atrás a estas alturas.

—Ya lo sé, pero tengo miedo.

—No tengas miedo. No me va a pasar nada.

—Me estoy arrepintiendo.

—Ya te he pagado.

—Te devolveré el dinero.

Alex oyó la voz de Thomas flaquear. Le repugnaba aquello. Odiaba a los hombres con ese defecto, pero entendía que enfurecerse no haría sino dar al traste con todo.

—Te prometo que todo saldrá bien. Soy fuerte y estoy sano. Puedo aguantar tres minutos sin dificultad. Cuatro sí sería un problema.

—¿Y si algo sale mal?

—Todo saldrá bien. Asegúrate de que obtienes la primera muestra a los dos minutos y después tres más, una cada quince segundos. Luego me quitas todo esto de encima y nos vamos a tomar una cerveza. Estamos haciendo nuestra pequeña contribución a la historia, tú y yo, juntos, esta noche. ¿No te parece emocionante?

—No lo sé. Quizá.

—¡Bien! Vamos a terminar con esto. Tú tranquilo, y no pierdas de vista el reloj.

Alex no esperó respuesta. Mejor ejercer presión y forzar los acontecimientos. El segundero del reloj se acercaba a su cénit. Sin pensarlo dos veces, Alex se colocó la bolsa de plástico en la cabeza y se la ajustó alrededor del cuello con varias vueltas de cinta aislante. La aguja acababa de marcar el segundo doce.

—¡Hora cero! —gritó desde dentro de la bolsa de plástico transparente, que se empañó al instante.

Thomas se acercó a la cabecera de la cama para poder observar el rostro de Alex sin dejar de mirar el monitor cardíaco. Lo que vio lo horrorizó: los jadeos, la bolsa inflándose y desinflándose contra la boca abierta.

—¿Estás seguro de que quieres seguir? —gritó Thomas.

Alex asintió. Estaba seguro.

Veintitrés años.

Veintitrés años después, seguía viendo las llamas y oyendo el siseo del plástico ardiendo.

Luchar contra el pánico por la falta de aire era más difícil de lo que había imaginado. Tenía que mantener la calma, quedarse inmóvil, obligarse a sucumbir.

El miedo era sobrecogedor. El plástico caliente y húmedo se le metía en la boca al tratar de inspirar. No quedaba aire en la bolsa. Su cuerpo estaba programado para sobrevivir, para arrancarse la bolsa de la cara, pero su mente era más fuerte. Tenía que llegar hasta el final. Tenía que descubrirlo.

A través del plástico cubierto de vaho vislumbró por un instante a Thomas, que lo miraba con los ojos desorbitados, tan aterrorizado como él mismo lo estaba. Escuchó gritos distantes pero no distinguió las palabras. Estaba cerca, sentía que llegaba.

«Sé fuerte».

Hubo una sombra gris, como si alguien hubiese atenuado la luz, y entonces el miedo comenzó a desvanecerse.

Negrura. Negrura total, ni un fotón de luz.

La negrura lo rodeaba. Flotaba en ella. Volvía a ser un feto y la oscuridad era el líquido amniótico.

Se dio cuenta de que respiraba, de la luz. Levantó una mano y se tocó la frente. Tenía la cara y el pelo mojados. Ya no tenía la bolsa puesta. Estaba tumbado de espaldas sobre la mesa. Las largas piernas le colgaban. Estaba completamente desorientado y confuso, y entonces vio a Thomas, sentado en un taburete junto a él, desolado, los ojos arrasados en lágrimas. En el regazo tenía una mascarilla de oxígeno.

—¿Has conseguido las muestras?

Thomas guardó silencio.

—¿Las has conseguido? —repitió Alex incorporándose. La cabeza le martilleaba. No debería haber perdido la conciencia así. Algo había salido mal.

—No.

—¿Cómo que no?

Thomas lloró.

—No he podido llegar hasta el final. Pensaba que te morías.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

—Cuarenta segundos, quizá cincuenta.

—¿Nada más?

—Lo siento. No he podido. He roto la bolsa. Te he puesto oxígeno.

Alex se levantó con las piernas temblorosas, empequeñeciendo con su estatura el menudo cuerpo de Thomas.

—¿Me estás diciendo que he pasado por este infierno para nada?

—¡Creía que te morías!

Alex notó que le brotaba la rabia como nunca en su vida. Una rabia arrasadora, criminal. Jamás había golpeado a un hombre, pero por primera vez sintió el reflejo de apretar el puño y arquear el brazo. Descargó el golpe sobre el rostro de Thomas, justo en la mejilla, acompañándolo con todo el peso de su cuerpo. El dolor del impacto le hizo replegar el brazo y le devolvió la sensibilidad.

«¿Qué he hecho?»

Thomas emitió un patético gemido de sorpresa inmediatamente antes de caer del taburete y sucumbir a la ley de la gravedad. Impactó con el lado opuesto del rostro contra el borde redondeado de uno de los bancos de pruebas. Hubo un desagradable ruido de hueso partiéndose. Thomas dejó escapar un corto lamento y se desplomó. Convulsionó durante no más de diez segundos y después quedó inmóvil.

Alex se arrodilló junto a él y lo llamó por su nombre, zarandeándolo. El cuerpo estaba inerte. La pupila derecha era ya un disco frío y negro y la otra empezaba también a dilatarse. Una bolsa de sangre cada vez mayor le ahogaba el tronco del encéfalo.

El pulso era ya débil. Podría tratar de reanimarlo, pero necesitaba ayuda. Buscó su móvil. Tenía el pulgar sobre la tecla del número de urgencias. Entonces vio el reloj y de manera automática calculó los segundos aproximados que habían pasado desde el golpe. Su rabia volvió. Odiaba a esa execrable criatura que estaba muriendo a sus pies.

Se levantó y buscó en la mesilla la aguja de punción, que aún relucía húmeda de sus propios fluidos. Llenó la jeringa de solución salina dos veces para lavar la aguja y a continuación recogió los tubos de muestra que no se habían utilizado, sin quitar ojo al reloj.

Había pasado un minuto, le quedaba otro minuto completo.

Colocó el cuerpo de Thomas de costado y le subió la camiseta. Las vértebras le sobresalían dándole a su espalda aspecto de cola de reptil. Buscó un espacio entre dos vértebras e introdujo la aguja bajo la piel.

No tardó en topar con algo duro. Hueso. Lo intentó otra vez, y otra. No era capaz de plegar el cadáver lo suficiente como para que el espacio intervertebral quedara al descubierto. Lo intentó de nuevo, pero volvió a pinchar en hueso. Le empezaron a temblar las manos.

El segundero del reloj llevaba recorridos casi dos minutos. Alex siguió intentándolo desesperadamente pero acabó tirando la toalla enfurecido.

En uno de los bancos de pruebas había una caja de plástico. La abrió y extrajo una herramienta de acero inoxidable. La batería la hacía muy pesada.

Se colocó a horcajadas sobre Thomas. Sus pensamientos se habían desbocado en una lucha cuerpo a cuerpo contra sus emociones.

Dos minutos y diez segundos. Se le acababa el tiempo.

Apretó el interruptor del taladro quirúrgico, que cobró vida con un zumbido. La mano le vibraba, llena de vida. Se sentó sobre las nalgas de Thomas y acercó la broca a dos dedos del cráneo.

«Hazlo».

Cerró los ojos y empujó con fuerza.