«¡No!», dije enseguida, en el acto, sin titubear y de manera como quien dice instintiva, porque entretanto ya resulta del todo natural que nuestros instintos trabajen contra nuestros instintos, que, por así decirlo, nuestros contrainstintos trabajen en vez de nuestros instintos y que incluso ocupen su lugar —así hablé yo con ingenio, si pueden calificarse de ingeniosas mis palabras, o sea, si puede considerarse ingeniosa la pura y triste verdad—, así hablé, digo, al filósofo que se me apareció, después de que tanto él como yo nos detuviéramos en el bosque de hayas o hayal o comoquiera que se llame, un bosque tendente a ralo que resollaba de forma casi perceptible debido a una enfermedad que era acaso la tuberculosis: confieso mi ignorancia y falibilidad en cuestión de árboles, pues sólo reconozco al punto los abetos por sus hojas aciculares y también los plátanos porque me gustan, y hasta el día de hoy reconozco lo que me gusta incluso con mis contrainstintos, aunque no sea ese reconocimiento estremecedor, capaz de apretar el estómago en un puño, listo para dar el salto, electrizante y, por así decirlo, inspirado, con que suelo reconocer aquello que odio. No sé por qué todo es siempre y ante todo diferente en mi caso, es decir, quizá sí lo sepa, pero resulta más cómodo saber que no lo sé. Porque así me ahorro muchas explicaciones. Pero, por lo visto, es imposible eludir las explicaciones, no cesamos de explicar y de dar explicaciones, la vida misma, ese complejo inexplicable de fenómenos y sensaciones, nos las exige, nuestro entorno nos las exige y, por último, nosotros mismos exigimos de nosotros explicaciones, hasta que conseguimos destruir todo a nuestro alrededor, incluidos nosotros mismos, es decir, hasta que por fin conseguimos explicarnos a muerte —esto explico, pues, al filósofo, con esa locuacidad para mí repugnante, pero incontenible, que me viene siempre que no tengo nada que decir y que, mucho me temo, procede de la misma raíz que las abundantes propinas que reparto a troche y moche en taxis y restaurantes y también para sobornar a personas investidas con cargos oficiales o semioficiales, de la misma fuente que mi cortesía exagerada, rayana en la autonegación, cual si me disculpara sin cesar por mi existencia, por esta existencia. Dios mío. Salí simplemente a pasear por el bosque —aunque sólo fuera por esta pobre robleda—, al aire libre —aunque el aire resultara irrespirable—, para airear mi cabeza, digámoslo así porque suena bien, siempre y cuando no nos fijemos en el sentido de las palabras, puesto que, si nos fijamos, veremos que estas palabras no tienen desde luego ningún sentido, así como mi cabeza tampoco necesita ser aireada, sino todo lo contrario, pues soy una persona sumamente sensible a las corrientes de aire; aquí paso —pasé— el tiempo, de forma provisional (y no me desviaré ahora por los meandros que ofrece esta palabra), aquí, en medio del macizo central húngaro, en una casa que podríamos denominar de reposo, aunque también sirve de lugar de trabajo (porque yo siempre trabajo, y no me obliga a ello sólo la supervivencia, pues si no trabajara, viviría, y si viviera, no sé a qué me obligaría, y es mejor no saberlo aunque mis células sin duda lo suponen, lo suponen mis entrañas y por eso trabajo sin cesar: mientras trabajo, existo, y si no trabajara, quién sabe si existiría, de modo que me tomo esto en serio y he de tomármelo así porque entre mi supervivencia y mi trabajo existen, como es lógico, unos vínculos sumamente serios), en una casa, pues, en que me he ganado el derecho a una plaza en la ilustre compañía de intelectuales de similares características a los que precisamente por eso no puedo evitar por mucho que me refugie en el silencio de mi habitación —revelando a lo sumo por el traqueteo sordo de la máquina de escribir el secreto de mi escondite—, o por mucho que ande de puntillas por los pasillos, pero lo cierto es que hay que alimentarse, y así los compañeros de mesa me rodean con su implacable presencia, y también hay que salir a pasear, y entonces, en medio del bosque, se me aparece, vulgar, inoportuno, con la gorra chata a cuadros color marrón y beige, el raglán holgado, los ojos rasgados y verdosos y la cara grande y blanda, similar a una masa de levadura ya amasada y a punto de fermentar, el doctor Obláth, filósofo. Esta es su profesión de correcto ciudadano, rubricada incluso por su documento de identidad, según el cual se trata del doctor Obláth, filósofo, como lo fueran Immanuel Kant, Baruch Spinoza o Heráclito de Éfeso, así como yo mismo soy escritor y traductor literario, y no me pongo en ridículo agregando al nombre de mi oficio una lista de gigantes que eran además verdaderos escritores y —en algunos casos— verdaderos traductores, porque bastante ridículo parezco ya en mi profesión y porque, a ojos de algunos —sobre todo de las autoridades, pero también míos, aunque por motivos, claro está, diferentes—, la actividad de traductor literario reviste mis trajines de cierta objetividad y de la apariencia de un oficio comprobable.
«¡No!», gritó, chilló algo en mí enseguida, en el acto, cuando mi mujer (que por lo demás dejó hace tiempo de ser mi mujer) habló por primera vez de ello —de ti—, y el gimoteo sólo se apagó poco a poco en mi interior, de hecho, sólo al cabo de muchos, muchísimos años, para convertirse en la melancolía del desengaño, como aquella cólera desenfrenada de Wotan en la célebre despedida, hasta que entre las formas nebulosas de las voces jadeantes de las cuerdas, por así decirlo, una pregunta se fue perfilando en mi interior con malicia y parsimonia, como actúa una enfermedad latente, y esa pregunta eres tú o, para ser más preciso, yo pero cuestionado por ti o, para ser aún más exacto (con lo cual el doctor Obláth también se mostró de acuerdo): mi existencia vista como posibilidad de tu ser, o sea, yo como asesino, si queremos llevar la precisión al infinito, a lo inconcebible, y esto es lícito aun cuando vaya acompañado de cierta autotortura porque, gracias a Dios, ya es tarde, ya siempre será tarde, tú no existes y yo, en cambio, puedo sentirme plenamente seguro después de haberlo destrozado y pulverizado todo con ese «no»: en primer lugar mi breve y fracasado matrimonio —cuento yo, contaba yo al doctor Obláth, doctor en filosofía, con esa indiferencia que la vida nunca fue capaz de enseñarme, pero que a estas alturas ya practico con cierto desparpajo cuando resulta del todo imprescindible. Y en este caso lo era porque el filósofo se me acercó meditabundo, y yo en seguida me di cuenta de ello por su cabeza tocada con esa gorra de pícaro, chata y ligeramente inclinada, como si se acercara un salteador de caminos bromista que ya se ha echado unas cuantas copas al coleto y ahora duda entre asestarme un golpe o contentarse con un simple rescate, pero desde luego —y casi digo: por desgracia—, Obláth no pensaba en absoluto en tales cosas, porque un filósofo no suele pensar en el bandolerismo y, si lo hace, el tema se le presenta con la forma de una cuestión de calado filosófico, mientras que del trabajo sucio se encargan los expertos, que ya hemos visto situaciones parecidas al fin y al cabo, si bien el hecho de que todo esto se me ocurra precisamente en relación con el doctor Obláth es una mera arbitrariedad por mi parte y casi una imputación maliciosa, porque lo cierto es que no conozco su pasado y confío, además, en que no me lo cuente. Sin embargo, me sorprendió con una pregunta no menos indiscreta que la de un salteador empeñado en averiguar cuánto dinero llevo en el bolsillo, por cuanto empezó a inquirir acerca de mi situación familiar, aunque también es cierto que me informó sobre la suya a modo de introducción o, como quien dice, de anticipo, cual si diera por sentado que si yo podía saberlo todo de él, aun cuando no me interesase para nada, él tenía todo el derecho a enterarse de mi… Pero detengo estas disquisiciones pues percibo que me arrastran las letras, las palabras, que me arrastran en el sentido equivocado para más inri, en una dirección en que, por desgracia, me he sorprendido más de una vez últimamente y cuyos motivos (soledad, aislamiento, exilio voluntario) me resultan demasiado conocidos para preocuparme, porque, al fin y al cabo, yo mismo los fabriqué, cual si fuesen las primeras paladas de una fosa muchísimo más profunda que aún debo cavar terrón a terrón, para que exista algo que en su día me acoja (aunque también es posible que no la cave en la tierra, sino en los aires, que allí no hay estrechez), porque a todo esto, a decir verdad, el doctor Obláth sólo me planteó la inocente pregunta de si tenía hijos; lo hizo, eso sí, con la franqueza burda propia de los filósofos, o sea, sin ningún tacto y para colmo en el peor momento imaginable; pero, claro, ¿cómo iba a saber el hombre que su pregunta, obviamente, me sacudiría? Pues respondí con una locuacidad proveniente de mi exagerada cortesía, rayana en la autonegación, con una verborrea que me repugnaba todo el tiempo mientras hablaba y a pesar de todo le contesté que:
«¡No!», dije enseguida, en el acto, sin titubear y de manera como quien dice instintiva, porque entretanto ya resulta del todo natural que nuestros instintos trabajen contra nuestros instintos, que, por así decirlo, nuestros contrainstintos trabajen en vez de nuestros instintos y que incluso ocupen su lugar: pues sí, debido a esta estúpida verborrea, a esta humillación voluntaria e injustificable (aunque existan cientos de motivos para ella, algunos de los cuales ya enumeré arriba si mal no recuerdo), quise vengarme en el doctor Obláth, en el filósofo, cuando lo describí como lo describí en medio del bosque de hayas (o, por mí, de tilos) tendente a ralo, si bien la gorra chata a cuadros color marrón y beige, el raglán holgado, los ojos rasgados y verdosos y la cara grande y blanda, similar a una masa de levadura ya amasada y a punto de fermentar, corresponden exactamente a la realidad. Se trata simplemente de que todo esto podría haberse escrito de otra manera, de forma más equilibrada y considerada y hasta diríase con amor, pero mucho me temo que ya sólo puedo describir así, con pluma mojada en sarcasmo, con pluma burlona, quizá un pelín divertida (no es de mi incumbencia juzgarlo), pero en cierto modo impedida, como si alguien la obligara a retroceder cada vez que se dispone a escribir determinadas palabras, de suerte que mi mano siempre acaba escribiendo palabras imprevistas, palabras simplemente incapaces de proporcionar una descripción amorosa, tal vez porque en mí no existe, mucho me temo, el amor, pero —vamos a ver— a quién iba yo a querer y por qué. A todo esto, el doctor Obláth habló con tanta amabilidad que se me grabaron de manera imborrable (casi iba a decir: funesta) algunas de sus observaciones más destacadas y dignas de atención. Que no tenía hijos, dijo, que de hecho no tenía a nadie, salvo a una esposa que se hacía mayor y luchaba contra las cuitas de la vejez, dijo el filósofo si no lo entendí mal, porque el hombre se expresó de forma más discreta, confiando en que yo entendiera lo que quisiese entender, y entendí, claro, aunque no quería. Y prosiguió el doctor Obláth señalando que este asunto de su carencia de progenie, de hecho, sólo le venía a las mientes en los últimos tiempos, pero, eso sí, cada vez más a menudo, de modo que estaba reflexionando sobre ello en el sendero del bosque, y he aquí que no pudo evitar sacar el tema a colación, probablemente porque también se hacía mayor y poco a poco ciertas posibilidades, tales como la de tener hijos, dejaban de ser posibilidades para él y hasta resultaban del todo imposibles, y ahora empezaba a pensar con frecuencia en ello y lo consideraba, dijo, «una omisión». En ese momento, el doctor Obláth se detuvo en el camino, porque a todo esto habíamos empezado a andar, dos seres sociales, dos hombres enfrascados en una conversación pisando la hojarasca, dos tristes manchas en el lienzo de un paisajista, dos manchas que sacuden los fundamentos de la armonía —nunca existente a buen seguro— de la naturaleza, aunque no recuerdo si fui yo quien se sumó como acompañante al doctor Obláth o si fue él quien se sumó a mí, pero, claro, yo me junté al doctor Obláth, probablemente con el fin de liberarme de él porque así podía dar media vuelta cuando me pareciera oportuno; en ese momento el doctor Obláth se detuvo, pues, en el camino, tensó con un único y melancólico gesto esa cara que parecía fermentada y aquí y allá bastante inflada, echando, concretamente, la cabeza hacia atrás, incluida la gorra de granuja y altanero, y colgando la mirada de la rama que había enfrente cual si fuese una prenda de ropa miserable y raída, pero aun así todavía servible. Y mientras estábamos allí parados, mudos, yo situado en el eje de la fuerza de atracción ejercida por Obláth y él en el eje de la del árbol, tuve la sensación de que pronto sería, a buen seguro, testigo de alguna manifestación confidencial del filósofo; y ocurrió, en efecto, cuando el doctor Obláth abrió por fin la boca y dijo que al afirmar que percibía lo ocurrido —o, mejor dicho, lo no ocurrido— como una omisión, no estaba pensando en una continuidad, en la tranquilidad en cierta medida abstracta, pero, había de admitir, también satisfactoria que daba el hecho de resolver —o más bien, y ese era precisamente el quid de la cuestión, de no resolver— los asuntos personales y suprapersonales en la tierra, es decir, la supervivencia de esta vida con independencia de la autoconservación, o sea, la supervivencia de uno mismo que se prolonga y multiplica en los descendientes, que es (más allá de la autoconservación) el deber podría decirse trascendental, aunque también altamente práctico, del ser humano en la vida, para no sentirse mutilado ni superfluo ni, en definitiva, impotente; y que tampoco pensaba en la perspectiva amenazante de una vejez carente de apoyo, sino que temía otra cosa: «el anquilosamiento afectivo»; esto dijo, exactamente con estas palabras, el doctor Obláth mientras volvía a ponerse en marcha en el sendero del bosque, en dirección, según parecía, a nuestra base, el edificio del balneario, pero de hecho, ya lo sabía yo, rumbo al anquilosamiento afectivo. Y en este su camino me convertí en su fiel acompañante, debidamente estremecido por sus estremecedoras palabras, pero compartiendo cada vez menos su temor que, mucho me temo (o, para ser más preciso, confío o, más bien, estoy seguro), es tan sólo un temor momentáneo y por tanto en todo caso sagrado y, como quien dice, sumergible en la eternidad como en una pila de agua bendita, dado que cuando se produzca el anquilosamiento ya no lo temeremos, ni recordaremos haberlo temido, pues, a decir verdad, se habrá apoderado de nosotros y estaremos metidos en él hasta el cuello y él será nuestro, y nosotros de él. Porque esto también es sólo una palada más para el hoyo, para la fosa que cavo en los aires (que allí no hay estrechez), y por eso mismo quizá, digo yo, pero no al filósofo, sino para mis adentros, no hay que temer el anquilosamiento afectivo, sino aceptarlo y tal vez incluso saludarlo como una mano extendida en gesto auxiliador que nos ayuda camino de la fosa, bien es cierto, pero nos ayuda; ya que, señor Kappus, este mundo no se dirige contra nosotros, y aunque tenga sus riesgos, hemos de intentar amarlos; si bien —apunto, no al filósofo, ni al señor Kappus, a ese afortunado que tantas cartas recibió de Rainer Maria Rilke, sino para mis adentros— ya sólo amo estos riesgos, y pienso al mismo tiempo que esto tampoco es del todo correcto, que aquí también hay algo falso, algo que oigo sin cesar como aquellos directores de orquesta capaces de distinguir enseguida que el cuerno inglés, por ejemplo, suena medio tono más alto en el tutti por culpa de una errata que se ha colado en la partitura. Oigo ese tono falso no sólo en mí, sino también a mi alrededor, lo oigo en mi entorno más próximo y también en el más amplio, en el cósmico, por así decirlo, como también aquí en medio de la naturaleza antinatural, rodeado de robles (o de hayas) enfermizos, del arroyuelo fétido y de la bóveda celeste color inmundicia que se trasluce a través del follaje tuberculoso, aquí donde, estimado señor Kappus, no percibo en absoluto la inspiración infundida por la idea «de ser creador, de engendrar, de forjar», por la idea de que, sin embargo, no sería nada sin su confirmación y realización grande y permanente en el mundo, nada sin la aprobación de los animales y de las cosas, con su millarada de formas… Sí, en vano nos han quitado las ganas (para no adentrarme más en este asunto), por cuanto de hecho, en secreto, mientras observamos con rigor y en silencio la circulación de nuestra sangre y nuestros sueños terribles, queremos vivir siempre y de manera indoblegable —sólo en este punto percibo yo esa armonía de miles de voces que emana de todo y de todos—, queremos vivir aunque sea sin energía, sin ganas, enfermos, sí, incluso cuando somos incapaces de hacerlo y cuando resulta del todo imposible vivir… Precisamente por eso, pero al tiempo también para no atascarnos en ese humor sentimentalista en el que, como me ocurre casi en todo o al menos en todo aquello en que yo también he sido partícipe, volvía a percibir claramente el tono falso del cuerno inglés, le planteé, impulsado, a todo esto, por mi locuacidad invencible, por una suerte de horror vacui, una pregunta muy ajustada a su profesión, muy filosófica, aunque tal vez nada sabia: ¿por qué es así? ¿por qué esta fragilidad? ¿dónde y cómo «desgraciamos nuestros derechos»? ¿por qué, de manera implacable y definitiva, ya no podemos saber lo que sabemos?, y así sucesivamente, como si no supiera lo que sé: entretanto, la cara del doctor Obláth adoptó de nuevo la expresión de filósofo profesional, de intelectual húngaro medio, de altura mediana, de edad mediana, de ingresos medianos, de opiniones medianas, de perspectivas medianas, y las arrugas de su sonrisa cínica y feliz taparon del todo sus ojos rasgados. Su voz, esa voz untuosa, acostumbrada al circunloquio y, de hecho, segura de sí misma, que sólo le había flaqueado por un instante debido a la proximidad amenazadora de unos asuntos de carácter vital, enseguida recuperó también la objetividad y hasta la sobriedad; así nos dirigimos a casa, dos intelectuales medios, bien vestidos, bien alimentados y en buena forma, de mediana edad y de opiniones medianas, dos sobrevivientes (cada uno a su manera), dos seres aún vivos, dos semimuertos, discurriendo sobre aquello de que aún pueden hablar dos intelectuales, en un estilo del todo superfluo. Discutimos, pacífica y aburridamente, por qué no se puede ser; señalamos que la mera existencia de la vida equivale, en efecto, a incultura dado que, considerado en un sentido más elevado, visto desde una perspectiva más alta, el ser no debería ser, por el mero hecho de lo sucedido y, admitámoslo también, por la continua repetición de lo sucedido, lo cual ya es motivo suficiente para que no sea; por no mencionar a las mentes más cultas que ya prohibieron hace mucho tiempo el ser al ser. Se planteó luego la cuestión —no puedo acordarme de todo, desde luego, por cuanto cientos y cientos de conversaciones parecidas resonaron o, más bien, sonaron a hueco en este diálogo nacido de la mera confusión y del azar, de la misma manera que un único pensamiento creativo rezuma la grandeza y la majestuosidad de miles de noches de amor rescatadas de pronto del olvido—, no lo recuerdo todo, claro está, pero creo que se planteó, como he dicho, la siguiente cuestión: ¿no será que todo el esfuerzo aparentemente inconsciente dedicado al ser del ser no es en absoluto el signo de una simple ingenuidad, lo cual ya sería una exageración y de hecho algo imposible, sino, al contrario, el síntoma de que el ser sólo puede continuar así, o sea, inconscientemente, necesitado como está de continuar a toda costa? Y, suponiendo que no se logra la supervivencia, la cual sólo puede conseguirse en un plano superior (en palabras del doctor Obláth), de lo cual, sin embargo, (dueto) no existe ni el más mínimo indicio, sino más bien todo lo contrario, o sea, la caída en la ignorancia… Además, que la ignorancia consciente supone, a todas luces, para los síntomas de la esquizofrenia… Y que por tanto, para vivir el espíritu universal (yo) y realizarlo (doctor Obláth), que es a lo que todo espíritu universal aspira, hoy en día sólo la catástrofe, a falta de fe, de cultura y de otros instrumentos festivos… Así sucesivamente tocábamos el cuerno inglés desafinado, al tiempo que sobre los árboles rígidos e inmóviles se cernía la niebla azul y vaporosa del crepúsculo cuyo centro albergaba, cual núcleo denso, la masa compacta del edificio del balneario, donde aguardaban la mesa puesta y la cena, el presentimiento de los cubiertos a punto de tintinear, de las copas a punto de chocar para el brindis, de los murmullos de las conversaciones, y hasta de esta simple realidad emanaba el sonido melancólico del cuerno inglés desafinado; a todo esto, tampoco pude ocultar ante mí mismo que, al fin y al cabo, no di media vuelta para liberarme del doctor Obláth; me quedé con él hasta el final, atraído por una suerte de hechizo y debido a mi vacío recubierto de locuacidad (al asco) y a la mala conciencia causada, quién sabe por qué, por este vacío, me quedé con él para no escuchar, para no ver, para no tener que hablar de aquello sobre lo cual debía hablar e incluso, quién sabe, escribir. Sí, y la noche me castigó —¿o me premió?— trayendo el vuelco, el vendaval repentino, los truenos retumbantes y los relámpagos que golpeaban a troche y moche y resplandecían una y otra vez, largos jeroglíficos que surcaban la bóveda celeste y desaparecían, y letras secas, breves y, para mí al menos, claramente legibles, todas ellas diciendo
«¡No!» —todas ellas pronunciadas por mí, porque a todo esto ya resulta del todo natural que nuestros instintos trabajen contra nuestros instintos, que, por así decirlo, nuestros contrainstintos trabajen en vez de nuestros instintos y que incluso ocupen su lugar.
«¡No»!, gritó, chilló algo en mí, enseguida y en el acto, y mi gemido sólo se extinguió al cabo de muchos y muchos años para convertirse en un dolor sordo, pero obstinado, hasta que, con malicia y parsimonia, como actúa una enfermedad latente, una pregunta fue adquiriendo perfiles cada vez más claros en mi interior: ¿y si fueras una niña de ojos negros y de pequitas pálidas esparcidas alrededor de la nariz? ¿o un niño travieso de ojos de color azul grisáceo, alegres y duros como guijarros? Sí, mi vida vista como una posibilidad de tu existencia. Aquella noche sólo contemplé esta pregunta, ora bajo la luz deslumbrante de los relámpagos, ora con ojos que veían chiribitas en la oscuridad y que en las pausas caprichosas del furor atmosférico creían ver dibujarse esta pregunta en las paredes, de tal modo que debo considerar las frases que escribo ahora en el papel como si las hubiese escrito aquella noche, si bien lo que hice aquella noche fue vivir más que escribir, vivía, es decir, dolores diversos me abrían en canal, sobre todo los del recuerdo (tenía también media botella de coñac), y a lo sumo escribí algunas palabras confusas en las hojas de mis cuadernos de notas, blocs y libretas que siempre llevo conmigo, palabras que a posteriori ya no podía reconstruir, y cuando lo lograba, no las entendía, de modo que más tarde lo olvidé todo y sólo al cabo de muchos años volvió a cobrar vida en mí aquella noche y tuvieron que pasar otros muchos años para que ahora intente escribir lo que habría escrito aquella noche si hubiera escrito y si una única noche no fuera demasiado breve para escribir todo cuanto había de escribir. Pero cómo podría haber escrito si aquella noche sólo fue el comienzo, no el primer paso probablemente, pero sí uno de los primeros en el camino largo y aún inacabado de la verdadera lucidez o, para ser más preciso, de la autoliquidación consciente, una de las primera paladas para la tumba que yo mismo —ya no cabe la menor duda— estoy cavando en las nubes. Esta pregunta —mi vida vista como posibilidad de tu existencia— resulta ser un buen hilo conductor, sí, es como si me guiaras con tu manita frágil, como si me arrastraras por este camino que al fin y al cabo sólo puede llevar a ningún sitio o a lo sumo al autoconocimiento del todo inútil y del todo inalterable y que sólo puede emprenderse —¿cómo que «se puede»? ¡hasta el «se debe» es poco!—, emprenderse, digo, tras apartar las barreras y obstáculos que en él se levantan; en primer lugar, eliminando o, hasta podría decir, extirpando de raíz mi existencia de intelectual medio, aunque sólo utilice este hábito como un preservativo, cual si fuese un promiscuo cauto inmerso en un entorno cargado de SIDA, o, mejor dicho, lo utilizara porque dejé hace tiempo de ser un intelectual medio, un intelectual en general, pues no soy nada, nací como particular, dijo J. W. G. en su día, sigo siendo un superviviente particular, digo yo, y a lo sumo soy, ya que soy y debo ser, más o menos un traductor. En definitiva, y a despecho de circunstancias amenazantes, aparté radicalmente de mi camino la existencia ignominiosa de un escritor de éxito en Hungría, si bien, decía mi mujer (que hace tiempo dejó de serlo y ya es de otro), tienes todo el talento para ello (lo cual entonces ya me estremeció un poco), y no digo, dijo, que debas abandonar tus principios artísticos o de otra índole, sino sólo, dijo mi esposa, que no seas apocado y que cuanto más o, mejor dicho, cuanto menos te esfuerzas (por abandonar, en este caso, mis principios artísticos o de otra índole), tanto más debes esforzarte por hacer valer estos principios o, en definitiva, a ti mismo, o sea, debes luchar por tu éxito, dijo mi mujer, que es a lo que aspiran todos, hasta los escritores más grandes del mundo, porque no te engañes, dijo mi esposa, si no buscas el éxito, ¿para qué escribes?, preguntó, y es sin duda una pregunta capciosa, pero aún no ha llegado el momento de adentrarme en ella; y lo triste es que probablemente me caló, probablemente tenía toda la razón, probablemente poseo —poseía— todo el talento necesario para llevar la existencia ignominiosa de un escritor de éxito en Hungría, una existencia cuyos trucos transparentes yo percibía con claridad, sí, porque tengo —tenía— las aptitudes idóneas para esa vida, y si no las tengo, puedo —podía— adquirirlas transformando simplemente mi inseguridad y angustia existencial en una autoveneración ciega, descarada, exaltada y ni siquiera muy fascinante, sino a lo sumo más o menos llamativa, reconvirtiéndolas en una paranoia moralizante y entablando un proceso penal permanente contra otros; y, lo que es peor y supone también un mayor peligro, yo poseía más bien las aptitudes idóneas para llevar la existencia igualmente ignominiosa de un escritor sin éxito, de un escritor fracasado en Hungría, y en esta ocasión vuelvo a topar con mi mujer que, una vez más, demostró tener razón, porque cuando un hombre emprende el camino del éxito, sólo puede tener éxito o sufrir un fracaso, no existe un tercer camino, y, la verdad sea dicha, ambos son, cada uno a su manera, igualmente ignominiosos, por lo cual me refugié, como si fuera en una suerte de alcoholismo, en el narcótico objetivo de la traducción literaria… Así, mientras rememoraba las palabras de mi mujer, recordaba también a su persona, a quien no recordaba desde hacía tiempo y a quien, de hecho, tampoco suelo recordar las escasas veces en que nos encontramos, ya sea de forma intencionada o casual, quizá de forma más bien intencionada y casi siempre por iniciativa de mi (ex) mujer, quien tal vez siente cierta nostalgia de mí, mezclada con una conciencia de culpa difusa y del todo infundada que percibo, si es que la percibo, y entonces pienso que tal vez siente, si es que siente, esa nostalgia de su propia juventud y de ese par de años que perdió en mi persona y que la conciencia de culpa del todo infundada quizá le viene de la conciencia de su propia razón, una razón indudable y, a decir verdad, nunca cuestionada y por eso mismo conseguida sin la correspondiente resistencia, o sea, sin que yo nunca la acusara de nada; pero —¡por el amor de Dios!— ¿de qué podría yo acusarla o podría haberla acusado en su día, salvo quizá del hecho de querer vivir? Así pues, mientras recordaba sus palabras, la recordé también a ella, recordé mi breve y fracasado matrimonio, lo vi extendido delante de mí, listo para la disección. Y mientras contemplo el cadáver hace tiempo frío de mi matrimonio, y lo hago con ternura, con amor, pero en todo caso también con fría objetividad, que es como me gusta en definitiva verlo todo, debo cuidarme de fabricarme victorias sucias, pequeñas y baratas a partir de las palabras arriba citadas de mi mujer que, por qué negarlo, sin duda escuché con desagrado cuando era su compañero; sin embargo, en esa noche que todo lo ilumina y en que veo mi matrimonio a tal distancia de mí y no lo entiendo hasta el punto de que mi incomprensión lo muestra finalmente como algo del todo simple y comprensible, en esa noche que todo lo ilumina, digo, logro darme cuenta de que el instinto vital de mi mujer le hizo pronunciar esas palabras, que su instinto vital necesitaba mi éxito para olvidar el enorme fracaso que le tocó en suerte por su nacimiento; ese fracaso odiado, incomprensible, inadmisible, inconcebible que yo percibí en ella enseguida y sin querer como quien dice en el momento de conocernos, aunque, a decir verdad, no lo percibí como fracaso, sino como todo lo contrario, como gloria, por así decirlo, o más bien, porque sería quizá demasiado exagerado, como la concha frágil y ambarina del momento de la encarnación que percibí cuando, repito, en algún lugar, en un piso, en una así llamada reunión, se apartó de improviso del grupo de personas enfrascadas en una animada charla, cual si se alejase de una masa fea, deforme, pero por eso mismo quizá afín por cuanto respiraba como carne viva, se agitaba, se estiraba y se retorcía espasmódicamente como a la hora del parto; así pues, cuando se apartó del grupo, por así decirlo, atravesó una alfombra de color azul verdoso como si fuese el mar, dejando atrás el cuerpo del delfín abierto en canal, y se dirigió a mí, triunfante, aunque también cohibida, yo pensé enseguida y de manera como quien dice instintiva: «¡Qué judía más bella!»… Y hasta el día de hoy ocurre, las pocas veces en que me encuentro en algún sitio con mi (ex) mujer, casi siempre por iniciativa de ella, y contemplo su cabeza inclinada, su cabellera densa y brillante que le cae al lado de la cara mientras ella me extiende sobre la mesa del café, una tras otra, las recetas de calmantes, somníferos, tranquilizantes y estupidizantes que me permiten seguir aguantando mientras pueda, para que, ya que debo seguir aguantando, al menos vea, oiga y sienta narcotizado aquello que debo ver, oír y sentir, puesto que, esto no lo he dicho todavía, pero por qué decirlo si yo ya lo sé, por qué hago como si estos apuntes interesaran a alguien salvo a mí, aunque interesan, claro, escribo porque he de escribir, y cuando escribimos, dialogamos, leí un día en algún sitio, y mientras Dios existía, dialogábamos con Dios, y ahora que ya no existe, el ser humano sólo dialoga con los demás seres humanos o, en el mejor de los casos, monologa, es decir, habla o murmura consigo mismo, según guste, o sea, que aún no he dicho que mi mujer (que es hace tiempo la mujer de otro) es médica, bueno, no del todo, porque yo no lo habría aguantado, ni siquiera de manera provisional, sino sólo dermatóloga, aunque se lo toma muy en serio como, en general, todo cuanto hace; sí, mientras ella me extiende las recetas (porque la exploto de este modo pérfido y retorcido y aprovecho para mis intereses esos encuentros del todo inofensivos), a veces digo para mis adentros: «¡Qué judía más bella!» Oh, cómo pienso en esto ahora, con qué ánimo abatido y plañidero, compadeciéndome de mí, de ella, de todos y de todo, o sea, de manera muy contraria a como pensé en aquel momento: «¡Qué judía más bella!»: sí, porque en aquel momento pensé con naturalidad y alevosía, con una sensación punzante en el miembro viril, como piensa cualquier canalla, un macho, un pogromista y todos esos cabrones que piensan así: qué judía más guapa, qué gitana más guapa, qué negra más buena, las francesas, esa de gafas, tío, esa de las tetas grandes, del culo grande, esa de tetas pequeñas y culo grande, etcétera, etcétera. Y si no lo sabía todavía, me enteré de que no sólo los canallas masculinos piensan así, en absoluto, sino también las canallas femeninas, que piensan exactamente igual o exactamente igual pero al revés, cosa que, al fin y al cabo, viene a ser lo mismo, como me enteré hace bastante tiempo en un café con iluminación de acuario en que esperaba precisamente a mi (ex) mujer y dos mujeres guapas y jóvenes conversaban en la mesa contigua, y de pronto mi mundo dio conmigo una vuelta alrededor de su eje, en el sentido literal de la palabra, me volcó, al tiempo que sentía un vértigo repentino que me estrechaba el estómago y me daba la sensación de estar cayendo, y me devolvió a mi lejana infancia y a una de mis imágenes obsesivas más antiguas cuyo origen fue, cómo expresarlo, un espectáculo asombroso, capaz de provocar asombro durante toda la vida, un espectáculo con el que más tarde, quién sabe por qué motivo, porque quién conoce los secretos transparentes del alma, y si los conoce, quién no intenta liberarse de ellos pues no sólo son repugnantes, sino también aburridos, un espectáculo con el que más tarde, digo, me identifiqué hasta el punto de que —aunque no fuera de una manera del todo real, para emplear este concepto totalmente vacuo— casi casi creí convertirme en él, tal como lo vi en un pueblo polvoriento y sofocante de la llanura húngara adonde me enviaron a pasar las vacaciones de verano. Sí, allí viví por primera vez entre judíos, entre verdaderos judíos, quiero decir, no entre judíos como éramos nosotros, judíos urbanos, judíos de Pest, o sea, no-judíos, aunque tampoco cristianos, claro está, judíos no-judíos que, al menos hasta el mediodía, practicábamos el ayuno el día de Yom Kippur, no como nosotros, repito, porque mi tía y mi tío (ya no recuerdo exactamente qué grado de parentesco nos unía, para qué voy a acordarme si hace tiempo cavaron sus fosas en los aires, adonde ascendieron en forma de humo) eran judíos verdaderos, de oración por la mañana, oración por la noche, oración antes de comer, oración con el vino, gente, por lo demás, honesta, pero insoportablemente aburrida para un muchacho de Pest, y la comida era grasa y pesada, pavo y cholent y bollo trenzado; creo que la guerra ya había estallado, pero entre nosotros todo seguía en perfecta calma, aquí sólo se practicaba el apagar las luces y correr las cortinas, Hungría se consideraba una isla de paz en medio de una Europa en llamas, aquí no podía suceder lo que ocurría, por ejemplo, en Alemania, en Polonia o, digamos, en el «Protectorado Checo» o en Francia o en Croacia o en Eslovaquia, es decir, lo que ocurría y no cesaba de ocurrir en todas partes a nuestro alrededor, no, aquí no, pero qué dices; pues sí, y una mañana abrí, imprudente yo, la puerta del dormitorio y enseguida me marché, soltando un grito, no en voz alta, claro está, sino sólo en mi interior, porque había visto algo horripilante, algo que me pareció una obscenidad, algo para lo cual, debido a mi edad, no podía estar preparado: una mujer calva estaba sentada delante del espejo, con una bata colorada. Y pasó un tiempo hasta que mi mente aterrorizada y confusa reconoció en esta mujer a mi tía, a quien siempre, también después del suceso, veía con unos pelos morenos, extrañamente finos y rígidos, con un ligero matiz rojo, pero por lo demás normales; por aquel entonces ni siquiera me atrevía a chistar y menos aún a plantear preguntas, confiaba con todas mis fuerzas en que ella no se daría cuenta de que yo la había visto, vivía en la atmósfera oscura y cargada del secreto, y mi tía, con su cabeza resplandeciente parecida a la de los maniquíes desnudos de los escaparates, ora me evocaba la idea de un cadáver, ora la de la gran ramera en que se transformaba por las noches en su dormitorio; sólo mucho más tarde, ya en casa, me atreví a plantear la pregunta de si, en efecto, había visto bien lo que había visto, por cuanto yo mismo empezaba a dudar de ello; y no me tranquilizó en absoluto la cara risueña de mi padre pues, no sé por qué, consideré su risa frívola y destructiva, aunque sólo fuese autodestructiva, si bien estas palabras —siendo como era yo un niño— estaban aún muy lejos de formar parte de mi vocabulario, pero lo cierto es que la risa me pareció simplemente estúpida por cuanto no recogía todo mi susto y terror, la primera metamorfosis importante y llamativa de mi vida: la circunstancia de que en lugar de mi tía de siempre hubiera una mujer calva sentada delante del espejo, con una bata colorada, no, la risa no recogía en absoluto ese espanto y en cambio le añadía otros, con suma amabilidad, eso sí, al explicar mi padre, de manera del todo ininteligible para mí, de suerte que sólo comprendí el espanto puro de los hechos o, para ser más preciso, su facticidad simple, misteriosa e insondable, al explicar, digo, que mi tía y mis parientes eran polisch y que las mujeres polisch se rapaban por motivos religiosos y llevaban una peluca llamada schatli; más tarde, cuando mi condición de judío empezó a resultar cada vez más relevante, por cuanto tal condición implicaba en general la sentencia de muerte, como fue demostrándose con el paso del tiempo, de pronto tomé conciencia de que ya sabía quién era, probablemente por el simple afán de ver esa circunstancia especial —o sea, el hecho de ser judío— en toda su singularidad, pero también, al menos, bajo una luz familiar: yo era una mujer calva sentada delante del espejo, con una bata colorada. El asunto era claro, aunque no agradable ni sobre todo muy comprensible, pero sin duda definía perfectamente mi situación, por no decir mi pertenencia nada agradable y sobre todo poco comprensible. Hasta que por último ya no necesité recurrir a esta definición, por la sencilla razón de que hice las paces con la idea, es decir, con la idea de mi ser judío, así como hago las paces, poco a poco y sucesivamente, con otras ideas desagradables y sobre todo poco comprensibles, unas paces crepusculares, claro está, consciente de que las ideas desagradables y sobre todo poco comprensibles morirán en el día de mi muerte y de que hasta entonces, sin embargo, dichas ideas pueden resultar de suma utilidad, como es, en primer lugar, la idea de mi ser judío en cuanto hecho desagradable y sobre todo poco comprensible que para colmo supone a veces un riesgo enorme, pero para mí al menos (y espero y deseo que no todos coincidan conmigo, creo, además, que habrá quienes me guarden rencor y hasta confío de manera sincera en que directamente me odien por ello, en particular los filosemitas y antisemitas judíos y no judíos), para mí al menos, digo, allí reside precisamente su utilidad, y sólo así puedo utilizarla y no de otro modo: como un hecho desagradable y sobre todo poco comprensible y a veces, para colmo, de alto riesgo al que, como bien sabemos, debemos intentar querer tal vez por su mera peligrosidad, aunque, por lo que a mí respecta, no veo ningún motivo para ello, quizá porque he abandonado hace tiempo la aspiración de vivir en sintonía con los hombres, con la naturaleza e incluso conmigo mismo y, es más, vería en ello cierta miseria moral, cierta perversidad repugnante, propia de un vínculo edípico o de una relación incestuosa entre dos hermanos grotescos. Sí, estaba sentado esperando a mi (ex) mujer en el café con iluminación de acuario, confiando en la llegada de gran cantidad de nuevas recetas y sin pensar en absoluto en mi existencia desagradable, sobre todo poco comprensible y para colmo a veces altamente peligrosa, mientras dos mujeres hablaban en la mesa contigua y yo, de modo automático, empecé a escuchar la conversación porque eran guapas, una más bien rubia, la otra más bien morena, pues en vano se me ha empañado muchas veces la alegría (para no decir más sobre el tema), en secreto, si observo en silencio y con intensidad mi circulación sanguínea y mis terroríficos sueños, en secreto sigo amando, así y todo, a las mujeres hermosas, amándolas con una inclinación inamovible, invencible y hasta diría natural que, no obstante, por mucho que parezca una trivialidad, sigue siendo sin embargo esencialmente misteriosa por cuanto existe con independencia de mí y hasta resulta por eso mismo un escándalo, de tal modo que no puede despacharse con la ligereza con que puede despacharse, por ejemplo, mi amor por los plátanos, a los que quiero por la sencilla razón de sus troncos macizos y manchados, de sus ramas majestuosas y fantásticas y de sus enormes hojas venosas que en la estación correspondiente cuelgan como manos desanimadas. Y apenas me conecté, aunque sólo fuera como partícipe pasivo, a la conversación cuyo tono de confidencia, bisbiseante y hasta diríase cargado, enseguida me permitió intuir que se trataba de un tema significativo, escuché las siguientes palabras: «… no sé, pero yo no podría con un extraño… con un negro, un gitano, un árabe…». Allí se detuvo la voz, pero percibí que sólo vacilaba, mi sentido del ritmo me sugirió que aún no había acabado, que aún quedaba algo por decir, y ya empecé a moverme, inquieto, en la silla pues sabía perfectamente lo que había de venir si la joven le daba tantas vueltas al asunto y estaba a punto de decírselo al oído cuando por fin añadió con tono amargo: «… o con un judío», y fue en ese momento cuando de pronto, de manera del todo inesperada aunque, de hecho, contaba con esa apostilla, la esperaba, la exigía por así decirlo, de pronto, repito, el mundo dio una vuelta conmigo alrededor de su eje, provocándome un vértigo repentino que me estrechó el estómago y me dio la sensación de estar cayendo y entonces pensé que si esa mujer me miraba, yo me transformaría: en una mujer calva sentada ante el espejo, con una bata colorada, no hay escapatoria de esta maldición, pensé, y sólo veo una salida, pensé, que me levante de la mesa, pensé, y le dé una bofetada a esa mujer, pensé, o me la folle. Inútil decir que no hice ni una cosa ni la otra, como tantas otras que no he hecho aunque pensara, muchas veces con justa razón, que era mi obligación, y esto ni siquiera formaba parte de aquellos imperativos categóricos cuyo incumplimiento me obliga, con más razón todavía, a menear la cabeza; mi impulso ni siquiera llegó a brotar, como quien dice, y se apagó, al tiempo que se me acercaban, cual vagas sombras, algunos pensamientos repelentes, pero también familiares: para qué convencer a esta mujer o convencerme incluso a mí mismo, pues hace mucho tiempo que estoy convencido de todo, hago cuanto debo hacer aunque no sepa por qué, lo hago con la esperanza y hasta con la conciencia de que algún día ya no deberé deber hacerlo y podré estirarme en mi cómodo lecho después de que me obligaran a trabajar a fondo para ello, claro, me silbaran para que me cavara una fosa, y ahora sigo cavando —¡por el amor de Dios!— a pesar de todo el tiempo transcurrido. Luego llegó también mi mujer, y yo, con los sentimientos más relajados, pensé en el acto y de manera, por así decirlo, instintiva: «¡Qué judía más guapa!» cuando atravesó la alfombra de color azul verdoso como si fuese el mar y se dirigió a mí, triunfante, aunque también cohibida, deseosa de hablar conmigo tras haberse enterado de que yo era yo, B., el escritor y traductor del que había leído «algo» sobre lo cual debía hablar a toda costa conmigo, dijo mi (entonces todavía futura, ahora ya ex) mujer, aún muy joven, quince años más joven que yo, y eso que por aquel entonces yo tampoco era verdaderamente viejo, aunque, a decir verdad, ya lo era bastante, como lo he sido siempre. Sí, así la veo ahora, en mi gran noche que todo lo ilumina, en mi noche alumbrada por los relámpagos, y también en mi noche oscura que mucho más tarde me cubrió: I wonder why I spend my lonely nights dreaming of the song… and I am again with you, silbo, asombrado por el hecho de estar silbando aquella Stardust Melody que siempre silbábamos, aunque ahora ya sólo suelo silbar Gustav Mahler, única y exclusivamente Gustav Mahler, Novena Sinfonía. Noto, sin embargo, que este detalle es del todo secundario. Salvo si alguien conoce por azar la Novena Sinfonía de Gustav Mahler, a partir de cuyo estado de ánimo podría sacar conclusiones con toda razón y fundamento respecto a mi actitud psíquica, si es que siente curiosidad por ello y no le bastan mis manifestaciones directas, de las cuales, claro, también pueden sacarse las conclusiones pertinentes. When our love was new and each kiss a revelation…
«¡No!», grita, chilla algo en mí, no quiero recordar, no quiero sumergir bizcochos —en vez de las magdalenas, desconocidas incluso como artículos selectos en este paisaje inhóspito— en el té preparado con bolsitas de la marca Garzon, pero, a decir verdad, sí quiero recordar, claro que sí, quiera o no quiera, no puedo hacer otra cosa si escribo, recuerdo y debo recordar aunque no sepa por qué, por el saber sin duda, pues el recuerdo es saber, vivimos para recordar nuestro saber, porque no podemos olvidar cuanto sabemos, no temáis, niños, no se trata de ninguna «obligación moral», no, por favor, simplemente no está en nuestras manos, no podemos olvidar, hemos sido creados así, vivimos para saber y para recordar y tal vez, incluso con toda probabilidad y hasta casi con total seguridad, sabemos y recordamos para que alguien se avergüence de nosotros ya que nos ha creado, sí, recordamos para él, exista o no exista, porque al fin y al cabo da igual que exista o no, lo esencial es que alguien —quienquiera que sea— se avergüence de nosotros y (quizá) por nosotros. Porque, por lo que a mí respecta, si me pusiera a la obra, mis recuerdos privilegiados, solemnes, casi diría sagrados y, ya que estamos empleando grandes palabras, pues sí, adelante: mis recuerdos consagrados y hasta santificados en la misa negra de la humanidad emanarían gas, emitirían voces duras y guturales: der springt noch auf, el último gemido del último Sch’ma Israel cantado por el superviviente de Varsovia y luego retumbaría el estruendo del fin del mundo… Y entonces se produciría discretamente la sorpresa cada día renovada que, por así decirlo, debería ocultarse: he aquí que, con todo, me levanté, que incluso sigo aquí, aunque no sepa por qué, por casualidad, tal como nací, pues soy cómplice de mi supervivencia igual que de mi nacimiento, bueno, admito que mi supervivencia tal vez implica un poquito más de infamia, sobre todo habiendo hecho todo cuanto estaba en nuestras manos para sobrevivir: pero eso es también todo, ni más ni menos, ya que no estaba dispuesto a dejarme engatusar como un estúpido por la afectación generalizada de la supervivencia ni por la fanfarronería, pero ¡por el amor de Dios!, el hombre siempre tiene algún defectillo, o sea que eso es todo, sobreviví, luego existo, pensé, no, no pensé nada, sólo existía, sin más, cual superviviente de Varsovia, cual superviviente de Budapest que no le da más vueltas a su supervivencia, que no siente la necesidad de justificar su supervivencia, de añadirle objetivos, sí, de convertir su supervivencia en triunfo, aunque sólo sea en el triunfo más silencioso, más discreto e íntimo, el único esencialmente verdadero, el único posible que sería —habría sido— prolongar y multiplicar la supervivencia, prolongar esta existencia sobreviviente, o sea, a mí mismo, en los descendientes —en el descendiente—, en ti, no, no pensé en ello, no pensé que debía pensar en ello, hasta que se me vino encima esa noche, esa noche resplandeciente y, sin embargo, oscura como boca de lobo, y se alzó ante mí la pregunta (a mis espaldas, para ser exacto, en mi vida hace tiempo vivida porque, gracias a Dios, ya era tarde y siempre será tarde), la pregunta, sí, si serías una niña de ojos negros y de pequitas pálidas esparcidas alrededor de la nariz o un niño travieso de ojos de color azul grisáceo, alegres y duros como guijarros, sí, mi existencia vista como posibilidad de tu ser, vista, sí, contemplada con rigor, con tristeza, sin rabia ni esperanza, cual se contempla un objeto. Como he dicho, no pensaba en nada a pesar de que, digo yo, debería haberlo hecho. Porque en secreto se desarrollaba, cavando y excavando, una suerte de trabajo de topo del cual debería haber sabido, del que, a decir verdad, sí sabía, pero tomándolo por algo diferente de lo que era en realidad, ¿por qué lo tomaba?, no lo sé, pero supongo que por una actividad alentadora, como aquel anciano ciego que tomó el repique y el chirrido de las palas por unos trabajos de canalización cuando, de hecho, estaban cavando una fosa, la suya para más inri. Así las cosas, descubrí que escribía porque tenía que escribir, aunque no sabía por qué tenía que hacerlo, el hecho es que tomé conciencia de que trabajaba sin cesar, con una aplicación que podría calificarse de demencial, no paro de trabajar, y no sólo me obliga a ello la subsistencia, dado que si no trabajara, existiría, y si existiera, no sé a que estaría obligado y es mejor no saberlo, aunque lo intuyo, mis entrañas desde luego lo intuyen y por eso trabajo sin cesar: mientras trabajo, soy, si no trabajara, quién sabe si sería, así pues, he de tomármelo en serio por cuanto existe un nexo muy serio entre mi existencia y mi trabajo, es un asunto del todo evidente y al mismo tiempo anormal, aunque haya también muchos otros que también escriben porque han de escribir, pero no todo el que escribe tiene la necesidad de escribir; por mi parte, es desde luego cierto y real que debo hacerlo, no sé por qué, pero por lo visto sólo se me ofrece esta solución aun cuando no resuelva nada, pero en cambio me mantiene en un estado de irresolución, por así decirlo, que yo percibiría como no resuelto incluso en su irresolución, de tal modo que además de la irresolución en sí también me torturarían la insuficiencia de la irresolución y la insatisfacción por dicha insuficiencia. En suma: quizá consideraba la escritura una huida (no sin cierta razón, tal vez quería huir en otra dirección, a una meta diferente de aquella hacia la cual, de hecho, huía y continúo huyendo), una huida, digo, y hasta una salvación, la salvación de mí mismo y, a través de mí, de mi mundo material y además, para usar grandes palabras, espiritual, así como su imprescindible señalamiento dirigido a alguien —quienquiera que sea— que luego se avergonzará de nosotros y (tal vez) por nosotros; y debió llegar esa noche para que yo pudiera ver por fin en las tinieblas, ver entre otras cosas la naturaleza de mi trabajo que, en su esencia, no es más que cavar, seguir cavando la fosa que otros empezaron en el aire para luego, a toda prisa y sin intención de ninguna burla diabólica, sino con cierta dejadez y sin mirar alrededor, porque no disponían de tiempo para acabarla, para luego, digo, pasarme simplemente la herramienta con el fin de que yo acabase, como pudiera, el trabajo por ellos iniciado. Así las cosas, todos mis conocimientos sólo han sido conocimientos conducentes a este conocimiento, y todo cuanto hacía sólo se convertía en mí en conocimiento conducente a este conocimiento, tanto mi matrimonio como el hecho de decir:
«¡No», enseguida, en el acto, sin titubear y de manera como quien dice instintiva, sí, todavía instintiva, por el momento sólo instintiva, aunque fuera con instintos que trabajan contra mis instintos naturales, pero que ya se convierten —se convirtieron— en mis instintos naturales y, más aún, en mi propia naturaleza; este «no» no era pues una decisión en el sentido de tomar una decisión libre entre un «sí» y un «no», no, este «no» era un reconocimiento, no una decisión que yo tomaba o podía tomar, sino una decisión respecto a mí, que de hecho no era un decisión, sino el reconocimiento de mi condena, y a lo sumo sólo puede considerarse una decisión en tanto que no decidí contra la decisión, lo cual sin duda habría supuesto una decisión errónea porque cómo puede el hombre decidir contra su destino, para usar este término tan pedante por el cual entendemos aquello que menos entendemos, o sea, a nosotros mismos, es decir, el factor pérfido y desconocido que no cesa de trabajar contra nosotros y al que nosotros, ajenos y enajenados, inclinándonos ante su poder con una sensación de repugnancia, por así decirlo, simplemente denominamos nuestro destino. Y si no quiero ver mi vida sólo como una sucesión de azares arbitrarios posteriores al azar arbitrario de mi nacimiento —lo cual sería, cómo expresarlo, una visión bastante indigna de la vida—, sino más bien como una serie de conocimientos en los cuales mi orgullo, al menos mi orgullo, encuentra cierta satisfacción, la pregunta que se perfiló en presencia y, hasta podría afirmar, con la asistencia del doctor Obláth: mi existencia vista como posibilidad de tu ser, se modificó de la siguiente manera a la luz de la serie de conocimientos y a la sombra del tiempo que pasaba: tu no-existencia como liquidación radical y necesaria de mi existencia. Porque sólo así adquiere sentido todo cuanto ocurrió, cuanto hice y cuanto me hicieron, sólo así tiene sentido mi vida absurda y también el hecho de proseguir aquello que empecé, o sea, vivir y escribir, lo uno o lo otro, ambas cosas a la vez, porque el bolígrafo es mi pala, cuando miro adelante miro única y exclusivamente atrás, cuando me concentro en el papel, miro única y exclusivamente el pasado: y atravesó una alfombra de color azul verdoso como si fuese el mar, deseosa de hablar conmigo porque se había enterado de que yo era yo, B., el escritor y traductor del que había leído «algo» sobre lo cual debía hablar a toda costa conmigo, dijo, y en efecto hablamos, hablamos hasta la cama —¡por el amor de Dios!—, y hablamos después y durante, hablamos sin parar. Sí, recuerdo que empezó preguntando si yo pensaba en serio aquello que había dicho antes, en el fragor de la discusión, y yo dije que no sabía lo que había dicho y, en efecto, no lo sabía porque había afirmado tantas cosas y ya me disponía a despedirme de manera discreta («a la francesa», como dicen), irritado y aburrido por la discusión anterior, en el transcurso de la cual había hablado impulsado por mi locuacidad acostumbrada y odiada, que me viene sobre todo cuando quiero callar y que en esos casos no es más que un callar en voz alta, un silencio articulado, si se me permite profundizar un poco en esta modesta paradoja: le pedí pues que me recordara lo dicho por mí, y ella, con voz apagada y ronca, me proporcionó algunos puntos de referencia, de manera un tanto severa, agresiva y con un nerviosismo un tanto oscuro y angustiado —una carga sexual sublimada o trasladada a una esfera intelectual o simplemente disfrazada de esfera intelectual, pensé a la ligera, con esa infalibilidad con que solemos errar, con esa ceguera decidida que no nos permite ver en el instante la continuación, en el azar la lógica, en el encuentro la colisión de la cual uno al menos saldrá hecho un amasijo, una carga sexual, pensé de forma natural e infame, tal como nosotros trasladamos o sublimamos o disfrazamos nuestra carga sexual. Sí, y precisamente ahora, en mi noche profunda y oscura, veo más que oigo la conversación de aquel círculo, veo a mi alrededor los rostros melancólicos, pero como si fuesen máscaras teatrales, cada una representando un papel, el llorón y el risueño, el lobo y el cordero, el mono, el oso y el cocodrilo, y todo este plantel murmuraba con voz queda cual si estuviese en el pantano último y definitivo en que los actores, como en un cuento de horror de Esopo, aún sacan las últimas consecuencias de la historia, y entonces alguien tuvo la lúgubre y peregrina idea de que cada uno dijese dónde había estado, a lo cual empezaron a caer los nombres como gotas aisladas e inermes que se desprenden de una nube que pasa y que hace tiempo ha perdido su fuerza: Mauthausen, el recodo del Don, Recsk, Siberia, la cárcel de concentración, Ravensbrück, la calle Fö, avenida Andrássy 60, los pueblos de las deportaciones, las prisiones de después de 1956, Buchenwald, Kistarcsa, y ya temía yo que me tocara el turno, pero alguien por fortuna se me adelantó: «Auschwitz», dijo con el tono modesto, pero seguro, del triunfador, y el grupo asintió con la cabeza: «imbatible», terció el dueño de la casa con una sonrisa que oscilaba entre la envidia y el reproche, pero que en el fondo era de reconocimiento. Surgió a continuación el título de un libro muy de moda por aquellas fechas, y de aquel libro una frase también muy de moda entonces y ahora y sin duda también en la eternidad, que el autor pronunció con voz ronca por causa de la emoción después del debido y por supuesto inútil carraspeo: «Auschwitz no tiene explicación», así, sin más, con voz conmovida, queda y a punto de quebrarse, y recuerdo también mi asombro al ver que los miembros de aquel círculo, en general bastante curtidos, admitían, analizaban y discutían esta frase boba, mirando aquí y allá con ojos entornados, espiando, pícaros, indecisos o sin entender nada desde detrás de las máscaras, como si tal afirmación, que sofocaba en su origen cualquier afirmación, significara algo, a pesar de que no hay que ser Wittgenstein para darse cuenta de que la frase, vista desde la mera perspectiva de la lógica lingüística, es errónea, que a lo sumo refleja deseos, una moralidad infantil, sea mendaz o sincera, y diversos complejos reprimidos y que por lo demás no posee ningún valor predicativo. Creo que lo dije y que luego me puse a hablar, a hablar sin parar, en una suerte de ataque de verborrea, y que de vez en cuando me llamaba la atención la mirada de una mujer, una mirada que se me aferraba y daba la impresión de querer alumbrar en mí una fuente, eso se me ocurrió en medio de mi locuacidad obsesiva, de manera fugaz y seguramente errónea, reflejando a lo sumo deseos y diversos complejos reprimidos: era ella, mi futura esposa y antes todavía amante, a quien sin embargo sólo reconocí después de esta conversación, cuando, cansado, avergonzado y habiéndolo olvidado casi todo, me disponía a despedirme de manera discreta («a la francesa», como dicen) y ella atravesó una alfombra de color azul verdoso como si fuese el mar. Tampoco recuerdo ahora mis palabras, a buen seguro expresé mi opinión, que por lo visto no ha cambiado mucho desde entonces y de hecho no ha cambiado un ápice, creo yo, aunque ahora sólo la expreso en contadas ocasiones y de ahí vienen probablemente mis ligeras dudas al respecto; para qué y a quién debo manifestar yo mi opinión y sobre todo dónde, porque no vivo instalado en un balneario del macizo central para dedicar el tiempo pasajero a expresar opiniones en compañía del doctor Obláth y de otras lumbreras de similares características, sino todo lo contrario, me alojo siempre, o casi siempre, en esta cosa —he estado a punto de decir, en este piso— de dos habitaciones, una grande y otra pequeña, situada en la decimocuarta planta de un cubo de viviendas, bueno, que Dios me perdone, en mi piso, en mi cueva ora abrasada por el sol, ora asolada por las corrientes de aire (a veces, por ambas cosas a la vez), alzando la vista hacia el cielo radiante o hacia las nubes en que cavo mi tumba con el bolígrafo, con la aplicación de un trabajador forzado llamado día a día por un silbido para que hinque más hondo su pala, para que toque más sombríamente el violín y más dulcemente a la muerte; aquí a lo sumo podría expresar mi opinión al canto de las tuberías de agua, al resuello de los tubos de la calefacción y al chillido de los vecinos, en este bloque de viviendas que se alza en el corazón del barrio de Józsefváros, qué digo, en su intestino recto, y que en este barrio tan pegado al suelo resulta tan llamativo y asombroso como un miembro artificial sobredimensionado; sin embargo, desde mi ventana al menos puedo mirar más allá de una vieja verja, la cual —vaya sorpresa— aún se mantiene en pie, y ver el triste secreto de un pobre jardín que en mi infancia despertaba sobremanera mi curiosidad y ahora, en cambio, no me interesa en absoluto, sino que más bien me aburre, como también me aburre en el fondo la idea de que por ciertas circunstancias (mi divorcio, mi preferencia por las soluciones más nefastas y no por ello más sencillas, y además el hecho de no nadar en dinero), que por ciertas circunstancias, digo, he vuelto al lugar donde pasé algunas melancólicas vacaciones de verano y de invierno, donde tuve algunas tristes experiencias infantiles, la idea, pues, de que vuelvo a vivir, hasta que tenga que vivir, aquí, ahora, a una altura de catorce plantas por encima de mi infancia, con lo cual, necesariamente y con el único fin de sacarme de quicio, me asaltan recuerdos infantiles del todo inútiles, por cuanto ya cumplieron hace años la tarea que tenían encomendada —el infame trabajo de ratas que todo lo ataca, que todo lo devora— de tal manera que ya podrían dejarme en paz. Pero volviendo, ¿a qué?, a mi opinión —¡por el amor de Dios!—, a buen seguro dije que la frase era formalmente errónea, la frase de que «Auschwitz no tiene explicación», porque todo cuanto existe siempre tiene una explicación, aunque sólo se trate, desde luego, de explicaciones arbitrarias, erróneas y deficientes, pero lo cierto es que un hecho tiene al menos dos vidas, una vida fáctica y una vida, por así decirlo, espiritual, una forma de vida espiritual que no es otra cosa que explicación, acumulación de explicaciones que explican los hechos a muerte, que destruyen los hechos en definitiva o al menos los ocultan bajo una niebla, o sea que también esta frase desgraciada —«Auschwitz no tiene explicación»— es una explicación, y el autor explicaba con ella que debemos callar sobre Auschwitz, que Auschwitz no existe o, para ser más preciso, que no existió, ya que, como es lógico, sólo aquello que no existe o no existió carece de explicación. Con toda probabilidad dije que Auschwitz existió y luego existe, y que por tanto tiene una explicación y que lo único que no tiene explicación es que Auschwitz no haya existido, es decir, lo que no podría explicarse es que Auschwitz no hubiera existido, que no se hubiera hecho realidad, que el espíritu universal no se hubiera realizado en el hecho llamado «Auschwitz» (para rendir un sentido homenaje al doctor Obláth en este punto), sí, lo que no tendría explicación sería precisamente la ausencia de Auschwitz, de lo que se deduce que Auschwitz está en el aire desde hace muchísimo tiempo, como un fruto oscuro que ha madurado bajo los rayos de innumerables infamias y espera el momento oportuno para caer por fin sobre la cabeza de los hombres. En resumen, que lo que existe, existe, y el hecho de que exista es necesario precisamente porque existe: la historia universal es el acto y la imagen de la razón (cita de H.), porque ver el mundo como una sucesión arbitraria de azares sería, en definitiva, un modo de ver bastante indigno (cita mía), de modo y manera que no debemos olvidar lo siguiente: quien mira el mundo de forma racional, será visto de forma racional por el mundo, ambas cosas se determinan recíprocamente —dijo, una vez más, H., no H., el Führer y canciller, sino H., magno vidente, filósofo y bufón de todos los Führer, cancilleres y demás usurpadores de títulos, su camarero mayor encargado de servirles las más variadas exquisiteces, quien, mucho me temo además, tenía toda la razón—, y sólo hemos de analizar a fondo una cuestión secundaria, a saber, qué razón es esa cuyo acto e imagen es la historia universal y, por otra parte, a quiénes pertenece esa razón que el mundo contempla de modo racional para determinarse recíprocamente —que es, en efecto y por desgracia, lo que hacen—, dije con toda probabilidad, y la explicación de Auschwitz, dije con toda probabilidad, por cuanto era mi opinión y, es más, sigue siéndolo, la explicación se encuentra en las vidas individuales, única y exclusivamente en las vidas individuales y en ningún otro sitio. Auschwitz es, a mi juicio, el acto y la imagen de vidas individuales, visto bajo el signo de cierta organización. Si la humanidad se pusiera a soñar en su totalidad, Moosbrugger, el asesino sexual descrito en El hombre sin atributos de Musil, nacería de forma necesaria, dije con toda probabilidad. Sí, la explicación está en la totalidad de las vidas individuales y, además, en la técnica de su gestión, ni más ni menos, todo cuanto es posible ocurre, lo posible es sólo aquello que ocurre, dice K., el grande, el melancólico, el sabio que, considerando las vidas individuales, ya intuyó lo que ocurriría si unos locos criminales miraran el mundo de forma racional y el mundo los mirara de forma racional, es decir, les obedeciera. Y no digáis, dije con toda probabilidad, que esta explicación es sólo la explicación tautológica de los hechos por los hechos, porque sí, es cierto, esta es la explicación, aunque sé que os cuesta admitir que nos gobiernan unos simples criminales, os cuesta a pesar de que, por otra parte, también los llamáis y los consideráis unos simples criminales, pero, claro, cuando un loco criminal no acaba en un manicomio o en la cárcel, sino en la cancillería o en cualquier residencia propia de un gobernante, enseguida os ponéis a buscar en él lo interesante, lo original, lo extraordinario e incluso, aunque no os atreváis a decirlo, pero sí, en secreto: la grandeza, para no tener que veros como enanos ni ver la historia universal como algo tan inconcebible, dije con toda probabilidad, sí, para que podáis seguir viendo el mundo de manera racional y para que el mundo también os devuelva una mirada racional. Esto es del todo comprensible y, es más, del todo digno de consideración, si bien vuestro procedimiento no es ni «científico» ni «objetivo» como queréis creer, sino pura lírica y moralina, en tanto que pretende restablecer un orden universal racional, o sea, vivible, y los desterrados del mundo vuelven a entrar entonces a hurtadillas por estas puertas grandes y pequeñas, los que tienen ganas, claro está, y los que creen que a partir de ahora el mundo será un lugar para los hombres, pero, claro, ésta ya es otra cuestión, dije con toda probabilidad, lo malo es que así nacen las leyendas, que a partir de estas obras líricas «objetivas», de estas historias de horror científicas nos enteramos de que el gran hombre poseía, por ejemplo, un sentido táctico extraordinario —como si los paranoicos y los maniáticos no utilizaran precisamente un sentido táctico extraordinario para confundir y sacar de quicio a su entorno y a sus médicos—, y luego, de que la situación social era esta y aquella, que la política internacional en particular era así y asá, que la filosofía, la música y las demás hechicerías artísticas corrompieron el modo de pensar de las personas y, por encima de todo, que, al fin y al cabo, el gran hombre era ciertamente un gran hombre, poseía algo seductor, fascinante, en una palabra: algo demoníaco, sí señor, un rasgo demoníaco simplemente imposible de resistir sobre todo si uno no quería oponer resistencia alguna, porque, hablando de buscar demonios, desde hace tiempo ya sólo necesitamos un único demonio para dar rienda suelta a nuestros deseos más repugnantes, un demonio, claro, dispuesto a creer que el demonio es él, a cargar con todo nuestro demonismo a cuestas como un Anticristo con la Cruz de Hierro y a no escapar astutamente de nuestras zarpas para ahorcarse antes de tiempo como hizo Stavroguin. Sí, vosotros que los veis y consideráis como unos locos criminales y, sin embargo, empezáis a idolatrarlos apenas agarran el cetro y la manzana del poder imperial, a idolatrarlos aun injuriándolos, explicáis que objetivamente tenían razón en esto, que subjetivamente no tenían razón en aquello, que esto puede comprenderse objetivamente, que aquello no puede entenderse subjetivamente, exponéis las intrigas que se tramaban en un segundo plano, los intereses que intervenían, y no os cansáis de explicar con el único fin de salvar vuestras almas y todo cuanto puede salvarse en general, con el único fin de ver bajo la luz espléndida y operística, propia de los acontecimientos universales, los robos, asesinatos y trapicheos anímicos más comunes, de los cuales todos somos o hemos sido partícipes de alguna manera, dije con toda probabilidad, todos los aquí sentados, sí, con el único fin de no ver el abismo que se abre delante, detrás y debajo de vosotros y por todas partes, la nada, el vacío, o sea, nuestra verdadera situación, de no ver, digo, al servicio de quién estáis y cuál es la naturaleza perpetua del poder, del poder perpetuo que no es ni necesario ni innecesario, sino sólo una cuestión de decisión, de una decisión tomada o no tomada en las vidas individuales, la naturaleza del poder que no es ni satánico, ni de una complejidad turbia y fascinante, ni terriblemente cautivador, no, sino común y corriente, ruin, asesino, estúpido e hipócrita y que incluso en los tiempos de sus logros más grandes sólo está bien organizado, dije con toda probabilidad, sí, a lo sumo poco serio, porque, desde que las salas de máquinas del crimen se abrieron de par en par aquí y allá y en muchas otras partes, la seriedad ya no podrá tomarse en serio por mucho tiempo, al menos por lo que respecta a la idea del poder, de cualquier poder. Y dejad de decir por fin, dije con toda probabilidad, que Auschwitz no tiene explicación, que Auschwitz es el producto de fuerzas irracionales, inconcebibles para la razón, porque el mal siempre tiene una explicación racional, es posible que el propio Satanás sea irracional, como lo es Yago, pero sus criaturas sí son racionales, todos sus actos se derivan de algo, igual que una fórmula matemática; se derivan de algún interés, del afán de lucro, de la pereza, del deseo de poder y de placer, de la cobardía, de la satisfacción de este o de aquel instinto, y si no, pues de alguna locura al fin y al cabo, de la paranoia, de la manía depresiva, de la piromanía, del sadismo, del asesinato sexual, del masoquismo, de la megalomanía demiúrgica o de otro tipo, de la necrofilia, qué sé yo de qué perversión de las muchas que hay o de todas juntas quizá, porque, dije con toda probabilidad, porque prestad atención, porque lo verdaderamente irracional y lo que en verdad no tiene explicación no es el mal, sino lo contrario: el bien. Por eso mismo, hace tiempo que ya no me interesan los Führer ni los cancilleres ni los demás usurpadores de títulos, por muchas cosas interesantes que sepáis decir sobre su mundo psíquico, y en vez de la vida de los dictadores hace tiempo que sólo me interesan las vidas de los santos, por cuanto las considero interesantes e inconcebibles y no les encuentro ninguna explicación racional; y, visto desde esta perspectiva, Auschwitz, aunque parezca una triste broma, Auschwitz demostró ser una empresa directamente fructífera, de modo que, por mucho que os aburráis, os contaré una historia y os pido que luego me la expliquéis, si sois capaces. Seré breve, porque me encuentro frente a un montón de viejos zorros, así que para que os hagáis una idea cabal de la situación bastará con que os diga Lager, invierno, traslado de enfermos, vagones de transporte de ganado, una sola ración de comida fría aunque quién sabe cuántos días durará el viaje, reparto de las raciones en unidades de diez, y yo que, tumbado en un armazón de madera llamado camilla, no pierdo de vista, con mis ojos de perro, a la persona a la que fue a parar mi ración, un hombre o, mejor dicho, un esqueleto denominado, no sé por qué, «señor maestro», y entrada en los vagones y las cuentas que no cuadran una y otra vez, y gritos y confusión y una patada, y yo que entonces siento que me cogen y me plantan delante del siguiente vagón y que he dejado de ver al «señor maestro» y mi ración. ¿Y qué sentí? En primer lugar, no podía dar de comer a mi eterno torturador, al hambre, a esa fiera furiosa, exigente y hace tiempo ajena a mí, y luego empezó a bramar la otra fiera, la esperanza, que hasta entonces sólo había ronroneado, con voz sorda y apagada, pero incesante, insinuando que a pesar de todo siempre quedaba alguna posibilidad de supervivencia. Sin embargo, ésta resultaba en aquel momento sumamente dudosa debido a la desaparición de mi ración, la cual, por otra parte, duplicaba exactamente las posibilidades de sobrevivir del «señor maestro»; así se acabó mi ración, pensé sin mucha alegría, para qué negarlo, pero de manera racional en sumo grado. Pero ¿qué veo al cabo de unos minutos? Al «señor maestro» que se me acerca, gritando y buscando con mirada angustiada, con mi ración fría en la mano, y cuando me ve en la camilla, me la pone con un gesto rápido sobre la barriga. Quiero decir algo, y tengo por lo visto el asombro dibujado en la cara, porque él, si bien vuelve corriendo a su sitio —pues de lo contrario lo zurrarían a muerte—, porque él, digo, pregunta con indignación claramente perceptible en ese rostro pequeño y ya preparado para la muerte: «¿Tú qué te creías…?». Esta es la historia, y si bien no quiero ver mi vida como una simple sucesión de azares arbitrarios posteriores al azar arbitrario de mi nacimiento, ya que sería un modo bastante indigno de ver la vida, menos aún quiero verla como si todo hubiese ocurrido para que yo sobreviviese, ya que tal postura sería un modo aún más indigno de verla, aunque es verdad que el «señor maestro» hizo lo que hizo para que yo sobreviviera, desde mi perspectiva, claro está, pues a él lo guiaba otra cosa, como es lógico, él actuó, como es lógico, por su propia supervivencia y de paso también por la mía. Y he aquí la pregunta: explicadme, si podéis, por qué lo hizo. Pero no lo intentéis con palabras, pues sabéis también que en ciertas circunstancias, a partir de cierta temperatura para expresarlo con una metáfora, las palabras pierden su sustancia, su significado, se destruyen, de tal modo que en ese estado gaseoso sólo los hechos, los meros hechos presentan cierta tendencia a la solidez, sólo los hechos se pueden poner, por así decirlo, en la mano y sopesarse como un mineral mudo, un cristal. Y si partimos de la base —y no podemos partir de otra, claro está— de que en una situación límite como es un campo de concentración, teniendo en cuenta sobre todo la total decadencia física y mental y por consiguiente la atrofia casi patológica de la capacidad de juicio, todo el mundo, en general, está gobernado por su propia supervivencia, y si consideramos por otra parte que al «señor maestro» se le presentó una doble posibilidad de sobrevivir y él rechazó esta posibilidad duplicada o, para ser preciso, la posibilidad que se le ofrecía además de su propia posibilidad, lo cual equivalía en el fondo a la posibilidad de otro, veremos que precisamente la aceptación de esta segunda posibilidad habría supuesto para él, por así decirlo, la destrucción de la única posibilidad que le permitía vivir y sobrevivir; por tanto, hay algo —y una vez más os pido que no lo intentéis con palabras—, existe un concepto puro, no contaminado por ninguna materia: ni por nuestro cuerpo, ni por nuestra alma, ni por nuestras fieras, una noción que vive como una representación idéntica en la mente de todos nosotros, sí, una idea, por así decirlo, cuya inviolabilidad o custodia o como queráis llamarlo es la única verdadera posibilidad de supervivencia del «señor maestro», pues sin ella la posibilidad de supervivencia no es para él tal posibilidad, por el simple hecho de que no quiere y, es más, probablemente no puede vivir sin mantener intacto este concepto, sin verlo puro e íntegro. Sí, y a mi juicio esto no tiene explicación, por cuanto no resulta racional en comparación con la lógica sensatez de una ración de comida que puede servir para evitar el desenlace definitivo en una situación límite llamada campo de concentración, si en efecto sirviera, si esta utilidad no chocara contra la resistencia de un concepto inmaterial que desecha incluso los intereses vitales, y esto es, a mi entender, una prueba sumamente importante que aducir en el gran metabolismo de los destinos que es, en el fondo, la vida, mucho, muchísimo más importante que los tópicos y atrocidades racionales con que toda suerte de Führer, cancilleres y demás usurpadores de títulos han mostrado y pueden seguir mostrando su utilidad, dije probablemente… Pero ya me aburren mis historias, aunque no las niego ni puedo negarlas por cuanto mi tarea consiste precisamente en contarlas, y eso que, de hecho, no sé por qué es mi tarea ni, para ser más preciso, por qué tengo la sensación de que es mi tarea, porque, claro, no tengo ninguna tarea en este mundo desde que llegué al final de mi existencia, y sólo me queda una tarea que todos nosotros conocemos, y no dependerá de mí, no; y ahora que contemplo mis historias desde lejos y con tristeza, como si les mirara las espaldas, como el humo de mi cigarrillo que sube dibujando curvas, veo una mirada de mujer que se me aferra y da la impresión de querer alumbrar en mí una fuente y comprendo, comprendo y veo, por así decirlo, cómo mis historias se van entrelazando para formar un hilo sinuoso, para formar lazos hechos con hilos multicolores que enrosco alrededor de la cintura, de los pechos, del cuello de mi (entonces todavía futura, ahora ya ex) mujer, de mi amante tumbada en la cama con la cabeza sedosa apoyada en mi hombro, la entrelazo y la ato a mí girando y dando vueltas, dos malabaristas ágiles y vistosos del circo que luego se inclinan con palidez cadavérica y manos vacías ante el espectador burlón, el fracaso. Pero, sí, al menos debemos afanarnos por fracasar, como dice el erudito de Bernhard, porque el fracaso, y sólo el fracaso, queda como única vivencia realizable, digo yo, y por eso me esfuerzo por fracasar, ya que tengo que esforzarme y tengo que hacerlo por cuanto vivo y escribo, y ambas cosas suponen esfuerzo, la vida es un esfuerzo más bien ciego y la escritura, un esfuerzo más bien vidente que se distingue por tanto de la vida, claro, y que tal vez se esfuerza por ver aquello por lo que se esfuerza la vida y, como no puede hacer otra cosa, repite la vida de la vida, copia la vida como si ella, la escritura, fuese vida, y no lo es, no lo es de una manera fundamental, incomparable, de una manera, incluso, que no tiene parangón, de tal modo que, cuando nos ponemos a escribir, a escribir sobre la vida, el fracaso está de entrada garantizado. Y ahora que en mi noche profunda, pero atravesada por luces, voces y dolores que me aguijonean, busco la respuesta a las preguntas grandes y definitivas, a sabiendas de que para todas las grandes y definitivas preguntas sólo existe una única respuesta grande y definitiva: la que todo lo resuelve por cuanto hace enmudecer las preguntas y a quienes preguntan, y al fin y al cabo sólo nos queda esta única solución, el objetivo final de nuestros esfuerzos, aunque apartemos la vista, y no nos esforzamos por alcanzarla porque de ser así no nos esforzaríamos, si bien, por lo que a mí respecta, no entiendo a qué vienen tantos ambages; sin embargo, al repetir aquí mi vida —¡por el amor de Dios!—, esta vida mía, y preguntarme por qué, salvo por el hecho de que tengo que trabajar, de forma maniática, incesante y con aplicación demencial, por cuanto existen unos vínculos sumamente serios entre mi supervivencia y mi trabajo, lo cual es del todo lógico, al repetir mi vida, digo, mi esfuerzo secreto está probablemente impulsado por una esperanza secreta, a saber, la de conocer algún día esta esperanza, y seguramente escribiré, de forma maniática, incesante y con aplicación demencial, hasta conocerla, porque después ya no tendrá sentido escribir. Y más tarde, cuando mi (futura y luego ex) mujer, al tiempo que recorríamos las calles oscuras y no tan oscuras, me preguntó cómo denominaría ese concepto puro, no contaminado por materia alguna del que hablé en aquel círculo en relación con el «señor maestro», a quien de paso definió como un «personaje sumamente conmovedor» y a quien, añadió, esperaba encontrar en alguno de mis escritos, comentario este por el que pasé de puntillas, por así decirlo, como si fuese un lunar que sin embargo no debía perturbar el hechizo, al menos mientras durara, contesté sin titubear que, a mi entender, ese concepto era la libertad, fundamentalmente porque el «señor maestro» no hizo lo que debería haber hecho, es decir, lo que debería haber hecho según los cálculos racionales del hambre, del instinto de supervivencia y de la locura, así como del poder unido por un pacto de sangre al hambre, al instinto de supervivencia y a la locura, sino que, desmintiendo todo esto, hizo algo distinto, algo que no debía hacer y que ninguna persona en sus cabales espera del ser humano. Mi mujer (que entonces aún no lo era) calló entonces un instante y luego dijo de pronto, y aún recuerdo su rostro alzado hacia mí mientras por él se deslizaban las luces de la noche, su rostro que brillaba y se oscurecía, blando y al mismo tiempo vidrioso como el primer plano de una película de los años treinta, y recuerdo también su voz, temblorosa por la emoción de su atrevimiento y su arrebato, eso creí al menos en aquel instante y quizá fuera cierto, aunque por qué había de serlo ya que nada es tal como creemos o queremos creer, el mundo no es nuestra representación, sino nuestra quimera llena de sorpresas inconcebibles, mi mujer, repito, señaló de pronto que yo debía de ser una persona sumamente triste, solitaria e inexperta a pesar de mis muchas experiencias, porque creía tan poco en los seres humanos, sí, porque debía fabricar teorías para explicar un gesto humano natural (sí, dijo «natural») y honesto; y recuerdo hasta qué punto me conmovieron esas palabras, ese comentario del todo diletante, insostenible y por eso mismo seductor, sí, y recuerdo también la sonrisa que esbozó a continuación, tímida al principio, interrogante luego y después cada vez más confiada, esa mímica que en épocas posteriores tantas veces quise provocar porque me fascinaba en cierto sentido, que al principio veía con placer, luego, cuando ya no podía provocarla, con dolor, es decir, al principio estaba su realidad, luego su ausencia y por último sólo quedó su recuerdo, que es lo que suele y, según parece, debe ocurrir porque nunca sucede de otra forma, sí, lo recuerdo todo, mis sentimientos de pronto densos, casi desagradablemente presentes y confusos, y recuerdo en particular su pregunta de si podía ir conmigo del brazo. Por supuesto, contesté. Sin embargo, llegado a este punto, considero conveniente contar a grandes rasgos cómo vivía yo en aquella época, para entender y conocer lo que debo entender y conocer: en qué se distinguía aquel instante de otros instantes parecidos en los cuales se decidía, como en aquel momento, que pronto me acostaría con una determinada mujer. Y digo «se decidía» porque, si bien es cierto y del todo natural, naturalmente, que yo mismo participo en gran medida de tales decisiones y, al menos en apariencia, hasta tomo directamente la iniciativa, porque si bien todo esto es cierto, digo, nunca se me presenta como una decisión, por así decirlo, sino como todo lo contrario, como una aventura que hace incluso imposible la posibilidad de tomar una decisión, cual si fuese un torbellino que emerge de repente a mis pies, al tiempo que el borboteo acuático de mi sangre acalla cualquier otra consideración dentro de mí, y a todo esto ya tengo del todo claro, con mucha antelación, el desenlace normal de la aventura, de suerte que no existe tal decisión y raras veces tomaría, si pudiera, la decisión de decidirme por tal aventura. No obstante, quizá sea esto lo que me atrae, la contradicción, el torbellino. No lo sé, no lo sé. Porque ya me ocurrió más de una vez lo mismo y de la misma manera, de modo que la repetición sistemática me permite deducir la existencia de cierta ley que me guía y me mueve secretamente: una mujer de sonrisa tímida y movimientos sutiles pide entrar en voz baja y con humildad, cual si llevase la máscara arcaica de una doncella descalza y de pelo suelto, no sé cómo decirlo para no decir una banalidad que, no obstante, diré, toda vez que el truco barato surte efecto y se impone con gran éxito desde tiempos inmemoriales: así pues, ella pide entrar en mi ultimum moriens, o sea, en mi corazón, y una vez dentro mira alrededor con sonrisa amable y curiosa, lo toca todo con dedos delicados, quita el polvo de esto y de aquello, ventila los rincones donde se acumula el aire viciado, tira una cosa y la otra, pone en su lugar las suyas y se instala tranquilamente, de manera pulcra e irresistible, hasta que al final me doy cuenta de que me ha apartado del todo, hasta tal punto que acabo dando vueltas como un desterrado en torno a mi corazón, al cual veo brillar a lo lejos con sus puertas cerradas así como el hombre sin techo ve el cálido hogar de los otros; y muchas veces sólo he conseguido volver trayendo de la mano y alojando a otra mujer. Todo esto lo pensé —de manera concienzuda y, por así decirlo, plástica, como corresponde a mi profesión de escritor y traductor literario— después de concluir una relación más duradera, duradera hasta el punto de resultar cada vez más torturante y más carente de una posibilidad de vislumbrar su final, una relación que en aquel momento, eso creía yo al menos, me desgastó bastante y, como veía peligrar por ella mi libertad necesaria y, es más, imprescindible para mi trabajo, me sentí obligado a actuar con mayor prudencia en el futuro y al tiempo a reflexionar más sobre el asunto. Sobre todo porque hube de tomar conciencia de que la recuperación de la libertad anhelada no me devolvió ese ímpetu en el trabajo que yo, de hecho, esperaba del cambio, e incluso tuve que reconocer para mi asombro que mientras sólo luchaba por la libertad, ora cortando la relación, ora volviendo a ella, incapaz de tomar una decisión, trabajé, por así decirlo, con más ímpetu, con más furia y por tanto de modo más productivo que después, cuando volví a ser libre, pues la libertad sólo me llenaba de vacío y de tedio; de igual modo aprendí mucho más tarde que otro estado, concretamente la felicidad que viví con mi mujer en el transcurso de nuestra relación y al comienzo de nuestro matrimonio, también influye negativamente en mi trabajo. Así las cosas, me puse a analizar primero mi trabajo para ver qué era y por qué ponía esas exigencias tan abrumadoras, en todo caso agobiantes, en muchas ocasiones directamente irrealizables y a veces incluso suicidas, y si bien por aquel entonces aún me hallaba lejos —¡Dios mío!— de la verdadera lucidez, de la conciencia de la verdadera naturaleza de mi trabajo, que en el fondo no consiste más que en cavar, en seguir cavando hasta el final aquella fosa que otros empezaron a cavarme en los aires, de todas formas me di cuenta de que mientras trabajo, existo, y de que si no trabajara, quién sabe si existiría, de suerte, pues, que existen unos vínculos sumamente serios entre mi supervivencia y mi trabajo, uno de cuyos requisitos es, según parece —por muy triste que me resulte, pero no tengo más remedio que admitirlo—, la infelicidad, no la infelicidad que me despoja de mi posibilidad de trabajar, claro está, sea enfermedad, falta de albergue o miseria, por no hablar de la cárcel o situaciones similares, sino más bien esa forma de la infelicidad con que a mí única y exclusivamente me obsequian las mujeres. Así pues, sobre todo porque precisamente por aquellas fechas leía el tratado de Schopenhauer Sobre la aparente intencionalidad en el destino del individuo, incluido en uno de los volúmenes de las Parerga y Paralipomena que capturé en la tienda de un anticuario durante las liquidaciones de bibliotecas ocurridas tras las turbulencias nacionales y la ola de emigraciones, a un precio tan bajo para más inri que incluso un servidor pudo pagar esos cuatro volúmenes negros y gordos que sobrevivieron a la censura, a la quema, a la conversión en pasta, a todo tipo de Auschwitz de libros, así pues, digo, no pude excluir la posibilidad, para expresarlo con un término del todo obsoleto de un psicoanálisis ya del todo obsoleto, de estar tal vez afectado de cierto complejo de Edipo, lo cual, teniendo en cuenta las circunstancias más bien desordenadas de mi juventud, no era en absoluto de extrañar, pensé. Sólo queda por saber, me dije, si en mí influyó el papel de hijo de papá o el de hijo de mamá (aunque no me determinara de modo exclusivo, por cuanto la mera posibilidad de este autoanálisis ya es en sí más que alentadora, pensé) y me respondí afirmando que mi comportamiento más bien trasluce a veces el papel de hijo de mamá, de hijo de mamá rechazado. Incluso llegué a desarrollar una teoría al respecto, como demuestran mis apuntes de aquella época. Según estos, el hijo de papá rechazado tiende más bien a la problemática trascendental y el hijo de mamá rechazado, y como tal debía yo considerarme, es, en cambio, más propenso a la sensibilidad, a la materia moldeable y formable, a la plasticidad, y enseguida pensé en Kafka como ejemplo del primer caso y en Proust o Joseph Roth como modelos del segundo. Y si bien esta teoría apenas se sostiene, y mucho me cuidaría yo no ya de escribirla, sino incluso de plantearla como lánguido tema de charla a medianoche, más que nada porque ya ha dejado de interesarme —oh, cuán lejos estoy ahora de todo eso—, y si lo recuerdo, lo veo como un paso corto y titubeante, todavía sin rumbo, en el largo, larguísimo camino hacia la verdadera lucidez, o sea, hacia la autoliquidación consciente, que quién sabe hasta cuándo durará, si bien la teoría apenas se sostiene, digo, el hecho es que el beneficio de ese complejo, por así llamarlo, fluía de mí a mi trabajo y sus daños, en cambio, volvían del trabajo hacia mi interior, de suerte que de la intencionalidad que impregnaba no precisamente mi destino, sino a lo sumo mi comportamiento en aquellas fechas, pude deducir que secretamente plasmo y, en efecto, hago realidad la situación y el papel de un hijo de mamá rechazado, seguramente por causa del singular —y, si no me avergonzara, diría: placentero— dolor que lo acompaña y que desde el punto de vista del trabajo parece resultarme imprescindible (junto a la libertad, por supuesto, que necesito en primer lugar). Sí, porque, según parece, topo con energías creadoras en el dolor, y da igual a qué precio, y me es del todo indiferente si en la energía creadora se plasma simplemente la vulgar compensación, el hecho es que se plasma y que gracias al dolor vivo en una suerte de verdad y que si no viviera en ella, la verdad, quién sabe, me dejaría frío: así, sin embargo, la imagen del dolor se entrelaza dentro de mí, de forma íntima y permanente, con el rostro de la vida, con el rostro —de eso estoy seguro— más real de la vida. Así encontré también una explicación al fenómeno antes señalado, o sea, que, a la hora de trabajar, el ímpetu menguara cuando estaba en plena posesión de mi libertad y aumentara en medio de la lucha por la libertad, en medio de toda clase de tormentos psíquicos: por lo visto, la neurosis desencadenada por mi complejo (o desencadenante de mi complejo) me afecta de tal manera que cuando disminuye, se reducen asimismo mis ganas de trabajar, y cuando me sobreviene otro trauma y reaviva mi neurosis latente, mis ganas de trabajar también se reaniman. Esto es del todo claro y sencillo, y ahora, podría uno pensar, sólo habría que preocuparse por contar con un flujo continuo de causas desencadenantes que alimentaran sin cesar el fuego de mi trabajo: formulo esto de una manera tan tajante precisamente para ver de entrada su carácter absurdo. Porque tan pronto como acabé este autoanálisis, liquidé también mi complejo y, como es lógico y natural, enseguida me repugnó, no ya el complejo, sino también mi propia persona, para ser preciso, que, haciendo teatro y a la chita callando, alimentaba el complejo —síntoma de una inmadurez intelectual, de una vulnerabilidad inadmisible—, precisamente ese complejo estúpido e infantil, y eso que nada me repugna tanto como el infantilismo. Así las cosas, al menos me curé de aquel complejo o, para ser más exacto, me declaré curado, en aras no tanto de mi salud, claro está, sino más bien de mi amor propio, de tal modo que cuando, al cabo de escaso tiempo, establecí una relación con otra mujer, lo hice planteando una condición que quizá sonara inmisericorde, pero que resultó muy práctica, a saber, que la palabra «amor» y sus sinónimos nunca se pronunciaran entre nosotros, es decir, que nuestro amor sólo durara mientras no estuviéramos enamorados, sea de forma recíproca o unilateral, lo cual carecía del todo de importancia porque en el momento en que uno de los dos o, peor aún, ambos sufriéramos esa desgracia, habríamos de romper la relación en el acto; y mi pareja, para expresarlo así, que por esas fechas también se reponía de una profunda crisis amorosa, aceptó sin más (al menos en apariencia) esta condición, aunque la calma chicha sin duda no habría tardado en minar y comprometer nuestra relación, si no hubiera conocido entretanto a mi ex esposa, que por aquel entonces aún era mi futura mujer, lo cual significó (para mí al menos) una solución radical. Por aquella época yo aún vivía en régimen de subalquiler, cosa esta que representaba indudablemente un absurdo en un período en que la consolidación entraba ya en su segunda década y casi todos mis conocidos, por así llamarlos, ya habían conseguido una casa propia aunque fuese, la mayoría de las veces, a costa de un infarto, de la diabetes, de una úlcera estomacal crónica, de la corrupción moral y material o, en el mejor de los casos, de la total desintegración de la vida familiar; por lo que a mí respecta, no pensaba en esto, y si pensaba, lo hacía de manera que ahuyentase estos pensamientos, simplemente porque para tal fin debería haber vivido de otra forma, concretamente bajo el signo del dinero y en particular de la consecución del dinero, lo cual implicaba tales concesiones, ideas erróneas, compromisos y, en general, tales incomodidades, incluso aunque me hubiese engañado diciéndome que todo era sólo provisional, sólo hasta llegar a la meta, porque cómo podemos vivir, aunque sea provisionalmente, de una manera que no sea la manera en que debemos vivir de modo continuo y permanente, cómo podemos vivir, me pregunto, sin que las consecuencias amargas de tal forma de vida afecten nuestra vida normal, o sea, más o menos determinada por nosotros, en la cual somos nosotros los amos y señores y también los legisladores, de suerte que simplemente no pude ni tuve ganas de asumir todos esos absurdos, esas inconcebibles incomodidades inherentes a la adquisición de una casa en Hungría, las cuales habrían puesto en peligro sobre todo mi libertad, mi autonomía anímica y también, de hecho, mi independencia respecto a las circunstancias externas, las habrían puesto en peligro de una manera total, de tal modo que me vi obligado a oponerme a ello también de una manera total, es decir, con toda mi vida. Y en el fondo he de dar la razón a mi mujer, quien a fuerza de insistir de forma prolija y de preguntar de una forma irresistible, me esclareció mis circunstancias de aquel entonces y, con un gesto que por aquellas fechas ya empezaba a resultarme familiar y que, pensaba yo, tenía sobre mí el efecto inesperado y maravilloso de la salida del sol, me dio a entender que yo me encerraba en una cárcel en aras de mi libertad. Sí, sin duda había algo de verdad en ello. O, para ser más preciso, esa era exactamente la verdad. Que entre la cárcel de la adquisición de una vivienda en Hungría y la cárcel de la falta de una casa en Hungría, esta última me convenía más, dado que en ella, es decir, en la cárcel de la falta de una casa en Hungría, podía hacer y deshacer a mi antojo, vivir a mi aire, protegido, oculto e incorrupto hasta que la cárcel o, ya que insistimos en los símiles, esa lata de conserva se abrió de pronto, sin duda por arte y magia de mi esposa, y mi vida de subalquiler de repente demostró estar desprotegida y desnuda y expuesta a la corrupción y, por consiguiente, ser algo insostenible, como insostenibles resultaron ser igualmente mi vida posterior y también la actual e insostenibles demuestran ser todas las vidas vistas a la luz del conocimiento, pues precisamente la insostenibilidad de nuestras vidas nos conduce a nuestros conocimientos, bajo cuya luz reconocemos que nuestra vida es insostenible: y es, en efecto, insostenible porque al fin y al cabo nos la quitan. Sí, vivía en régimen de subalquiler como si no viviese del todo, reducido, pasajero y distraído (sólo tomándome en serio mi trabajo), con el sentimiento difuso, pero seguro y por tanto no necesitado de clarificación, de que había de matar de alguna manera (a ser posible trabajando) el tiempo de espera, de incierto contenido, entre mi nacimiento y mi tránsito; no obstante, solamente el tiempo de espera es mi tiempo, solamente puedo rendir cuentas de ese tiempo aunque no sepa ni por qué ni a quién, tal vez sobre todo a mí mismo, con el fin de conocer lo que debo conocer y de hacer lo que debo hacer, y luego también a todos, o sea a nadie, o sea a quienquiera que se avergüence de nosotros y (quizá) por nosotros, ya que no estoy en condiciones de rendir cuentas del tiempo anterior a mi nacimiento ni del tiempo posterior a mi tránsito, si es que estas circunstancias mías tienen algo que ver con mi único tiempo, cosa esta —o sea, que tengan algo que ver— que considero descartada. Y ahora que contemplo largo y tendido mi vida de subalquiler, reflexionando con fría profesionalidad, pero no sin cierta emoción, en la claridad de la noche que cae sobre mí, creo reconocer de pronto la imagen primigenia, creo reconocerla en mi vida en el Lager, o sea, en algo ocurrido hace no tantos años, aunque parezcan una eternidad, concretamente en aquella fase de mi vida en el Lager que ya no era una verdadera vida de Lager, que había visto a los soldados guardianes de esclavos ser sustituidos por soldados libertadores, pero que aun así era una vida de Lager por cuanto yo todavía vivía allí. Ocurrió precisamente el día después del cambio de situación, a partir del cual los guardianes de esclavos fueron sustituidos por libertadores, que salí tambaleando de la Saal, o sea, de la habitación del barracón-hospital donde yacía por esas fechas porque, para expresarlo con suavidad, estaba enfermo, cosa que no era normalmente motivo alguno para estar tumbado en un barracón-hospital, pero gracias a la coincidencia de ciertas circunstancias que asumieron la forma de la fortuna, un poco más sorprendente que las habituales desgracias, yo yacía en el barracón-hospital, salí, digo, de la habitación, me fui tambaleando a los llamados servicios, abrí la puerta y me disponía a seguir adelante, rumbo al lavabo o quizás antes al urinario, cuando me quedé simplemente de piedra, y a decir verdad no encuentro mejor fórmula que esta expresión barata para describirlo, porque un soldado alemán estaba junto al lavabo y, al verme entrar, volvió la cabeza hacia mí; y antes de desmayarme, mearme o hacer quién sabe qué debido al susto, observé un movimiento a través de la niebla negro-gris de mi terror, el gesto del soldado alemán que me invitaba a acercarme al lavabo y también un trapo que el soldado tenía en la mano que me hacía el gesto y vi asimismo una sonrisa, la sonrisa del soldado alemán, o sea que poco a poco me di cuenta de que el soldado alemán sólo estaba fregando el lavabo y que su sonrisa expresaba su disposición a atenderme, es decir, el hecho era que estaba fregando el lavabo para mí, o sea, que el orden mundial había cambiado, o sea, que el orden mundial no había cambiado en absoluto, o sea, que el orden mundial sólo había cambiado en tanto que ayer yo era el prisionero y hoy el prisionero era él, lo cual ya suponía un cambio considerable, y todo esto sólo puso fin a mi terror en la medida en que controló mi sentimiento inmediato convirtiéndolo en una desconfianza duradera e inamovible, dándole madurez y transformándolo en algo así como una cosmovisión, lo cual proporcionó a mi vida posterior en el Lager, pues seguí residiendo bastante tiempo allí como habitante libre, un sabor y un aroma especiales, la sensación incomparablemente dulce y cauta de la vida recuperada, la sensación de que vivía, pero que los alemanes podían volver en cualquier momento, es decir, que aun así no vivía del todo. Sí, y he de suponer que, con toda probabilidad de forma aún inconsciente en aquella época y obedeciendo por fuerza a otras circunstancias, concretamente a la falta de viviendas, introduje a la postre en mi vida de subalquilado aquella sensación, la sensación inolvidable, dulce y prudente de la vida libre en el Lager, esa sensación posterior y anterior a todo conocimiento, carente de las cargas propias de la vida y en particular del peso de la vida misma, esa sensación de que vivo, sí, pero que los alemanes pueden volver en cualquier momento; y el atribuir cierto sentido simbólico a esta concepción o modo de vida o como quiera llamarse enseguida parecerá menos absurdo si se tiene en cuenta que en un sentido simbólico los alemanes pueden, en efecto, volver en cualquier momento, der Tod ist ein Meister aus Deutschland, sein Auge ist blau, la muerte es un maestro de Alemania, sus ojos son azules, puede venir en cualquier momento y encontrarte en cualquier sitio, apunta y no yerra, er trifft dich genau, te alcanza certero. Así vivía, pues, en régimen de subalquiler, vivía sin vivir del todo y, a decir verdad, aquello no era del todo vida, sino más bien vegetar, ir tirando, sobrevivir para ser exacto. Obviamente, esto dejó huellas más profundas en mí. Supongo que algunas de mis evidentes rarezas tienen allí sus raíces. Debería hablar, por ejemplo, de mi relación con la propiedad que a todos anima, a todos mueve, a todos enloquece, de una relación que, de hecho, en mi caso no existe o, si existe, a lo sumo lo hace como mera negatividad. No creo ni puedo imaginar que esta negatividad me sea innata, que sea una suerte de deficiencia, porque cómo explicaría entonces mi apego obsesivo a ciertas pequeñas propiedades (libros) o precisamente a mi propiedad más importante: a mí mismo, el hecho de que siempre protegiera esta propiedad considerada por mí la más importante, de un lado, contra cualquier forma de autodestrucción práctica y, de otro, contra la seducción barata e impúdica de toda idea de colectividad —también incluible, dicho sea de paso, entre las formas de autodestrucción— y que lo hiciera de una manera decidida y, hasta diría, radical y que la siga protegiendo incluso cada vez más, aunque, claro está, sólo en aras de otro tipo de autodestrucción; no, no me cabe la menor duda de que esta relación mía negativa con la propiedad es el simple producto de la supervivencia de mi supervivencia, de este modo de vida sumamente peculiar y en cierto sentido no del todo infructífero, aunque por desgracia insostenible, que hizo que mi vida en régimen de subalquiler me pareciera algo del todo natural. En aquel cuarto de subalquiler, que ocupé en los años más oscuros (que las leyes perversas del infierno nos obligaban a celebrar en voz alta y a coro, sin cesar, como los más brillantes) y donde me recibieron casi como el redentor, porque mi presencia parecía salvar la única habitación de aquel piso —bastante agradable, dicho sea de paso, escondido en una recóndita calleja de Buda— que aún podía ser puesta a disposición de otros, ocupada, confiscada, separada, requisada, asignada a otra familia, etcétera, etcétera, y por el que sólo tuve que pagar un alquiler simbólico, por así decirlo, que en los años siguientes sólo aumentó de forma igualmente simbólica, en aquel cuarto de subalquiler, digo —ni entonces, cuando no podía ni pensar en la propiedad, ni más tarde, cuando ya sí podía y quizás incluso debía pensar en ella pero no lo hacía—, no me amenazaban los peligros vinculados a la propiedad, ni las gestiones ingratas y desesperadas exigidas por las tuberías rotas y las grietas en el techo y en otros sitios, ni las consideraciones inherentes a la propiedad, que si la propiedad es satisfactoria, que si no valdría la pena adquirir otra o al menos una más satisfactoria aprovechando de la manera más ventajosa, claro está, la propiedad existente y de hecho insatisfactoria, no, ni siquiera me vino la idea obsesiva de un cambio, ese cosquilleo que me habría mostrado sin cesar todo un abanico de alternativas imaginarias, que me habría irritado de forma permanente y me habría deslumbrado con la ilusión de convertir mi estar-aquí en un estar-allá, de cambiar mi vivienda situada ahora en un bloque de pisos por una más satisfactoria, a costa, claro, de las pertinentes gestiones, pagos adicionales, trámites oficiales y de otras muchas complicaciones inconcebibles, y eso que ni siquiera sé qué me satisfaría porque, a decir verdad, no conozco mis deseos de forma satisfactoria, y a todo esto no he hablado todavía de los problemas insolubles del mobiliario, a consecuencia de los cuales mi vivienda en el bloque de pisos todavía carece de un mobiliario satisfactorio, simplemente porque no sé cómo amueblar mi vivienda, carezco de una idea respecto a lo que debe ser una vivienda amueblada para mi persona, no sé en absoluto qué vivienda me gustaría tener ni cómo amueblarla y equiparla. En mi cuarto subalquilado, todos los objetos eran propiedad de los dueños y ya esperaban, ordenados, a que me instalara entre ellos, y en los largos, larguísimos años que pasé en su compañía ni siquiera se me ocurrió cambiar alguno de lugar y menos aún sustituirlos o añadirles otros por el simple hecho, digamos, de haber visto, deseado y comprado un objeto (exceptuando los libros, mis libros, guardados al principio en mi armario, luego, cuando este se llenó, en la mesa, y por último, cuando allí tampoco había lugar, sencillamente en el suelo, hasta que los dueños pusieron una pequeña biblioteca adicional en mi habitación); no, digo, no deseaba ni compraba y probablemente ni siquiera veía los objetos, nada me desespera tanto como un escaparate lleno de objetos, los escaparates me descorazonan en el sentido más estricto de la palabra, me desaniman y hasta me desmoralizan, de tal modo que, como he dicho, a ser posible ni siquiera los veo, lo cual demuestra, por lo visto, que no debo tener tales necesidades, que en este campo, en el material, me conformo con lo imprescindible, como suele decirse, y que sólo me siento realmente agradecido cuando me instalan en un orden material establecido donde mi tarea consiste tan sólo en aceptar tal constelación, en comprenderla y acostumbrarme a ella. Creo que nací para ser el habitante ideal de los hoteles, pero como los tiempos cambiaron, sólo pude habitar en Lager y en cuartos subalquilados —apunté por aquellas fechas en mi cuaderno de apuntes, desde donde ahora, décadas más tarde, lo paso a otro cuaderno de apuntes, ciertamente asombrado al ver que en aquel entonces apuntara tales percepciones, lo cual demuestra con claridad que antaño tampoco era del todo ciego respecto a mi situación, a la insostenibilidad de esta situación y de esta vida insostenibles. En aquella época, recuerdo, sufría mucho a causa de un sentimiento que, a decir verdad, calificaría más bien de dolencia y que yo llamaba, para uso propio, «sentirse un extraño». Conocía este sentimiento desde temprana edad, ha sido, de hecho, mi fiel acompañante durante toda mi vida, pero por aquellos tiempos me perseguía de una manera casi peligrosa, no me dejaba trabajar durante el día, no me dejaba dormir durante la noche, y yo me sentía tenso, hasta el punto de querer estallar, y al mismo tiempo agotado, hasta el punto de caer en la más absoluta inercia. Se trata de una afección nerviosa contrastada, no de una imaginación, y yo al menos creo que se basa esencialmente en la realidad, en la realidad de nuestra situación humana. Por lo general, empieza con la sensación a menudo sólo sorprendente y en otras ocasiones, en cambio, intensa e intolerable de que mi vida pende de un hilo, no es cuestión de vida o muerte, no se trata de morir, sino única y exclusivamente de vivir, sólo que la vida adquiere de pronto en mí la imagen y la forma de la más absoluta incertidumbre, de tal modo que no estoy nada seguro de su realidad, sí, siento una inseguridad total respecto a las experiencias, todas sumamente dudosas, que se presentan como reales a mis sentidos y, en términos generales, respecto a la existencia real de mi persona y de mi entorno, con la cual, durante esas sensaciones calificables más que nada de ataques, sólo me une un hilo, el intelecto. A todo esto, mi intelecto no sólo es un instrumento u órgano sensorial, o cómo llamarlo, imperfecto y propenso a errores, para decirlo con suavidad, sino que además funciona a paso de tortuga, a trompicones, de forma nebulosa y a veces apenas anda. Sigue mis actos de igual forma que un hombre tumbado en la cama con gripe sigue las idas y venidas de otro que trajina a su alrededor, casi todo lo registra a posteriori, y si bien intenta dirigir con una u otra lánguida palabra los trajines y movimientos del extraño, desiste de molestarse con impotencia y resignación al ver que el otro no obedece y a veces ni siquiera lo oye. Sí, el «sentirse un extraño» significa estar-abocado-a-lo-extraño, un estado que, sin embargo, no contiene ni el más mínimo elemento de fantasía, ni una pizca de imaginación desbordante y liberada, y se limita a torturar con el aburrimiento de la rutina y de la cotidianeidad, sí, pues es la carencia total de un domicilio que, no obstante, no conoce ningún hogar que yo haya abandonado ni anuncia uno que me espere, como sería —y muchas veces me planteé esta cuestión, inmerso en aquellos estados—, como sería, por ejemplo, la muerte. En tal caso, me respondía cada vez, debería creer en el más allá, pero lo chocante es precisamente que ni siquiera soy capaz de creer en este mundo, sobre todo cuando, sumido en esos estados, me siento impulsado a plantearme tales preguntas y considero la existencia de otro mundo y, concretamente, la de un más allá, algo tan inconcebible como la existencia de este mundo, y en tales situaciones me veo obligado a plantearme estas preguntas y tomo el más allá, o sea, la existencia de otro mundo, por algo tan inconcebible como la existencia de este mundo, o sea que no creo en absoluto inconcebible que exista otro mundo, es decir, el más allá, pero si existe, seguro que no es para mí porque yo estoy aquí. A decir verdad, apenas es un aquí; sólo vivo a medias, y esto me llena de un sentimiento de culpa innombrable. En estos casos, a menudo he intentado —y lo sigo haciendo— desengañarme, pero ha sido en vano, y parece que sólo me es posible establecer contacto con la vida a través de algún juego lógico, como si alguien jugara al ajedrez o realizara cálculos sobre un papel y del resultado abstracto se desprendiera de pronto, de modo insondable, una realidad: como cuando —este constituía por aquel entonces uno de mis ejemplos favoritos, que incluso anoté en un cuaderno de apuntes del cual lo copio ahora—, como cuando, escribí, alguien coge dos hilos, los atornilla, mete un extremo en un agujero practicado en la pared, aprieta un botón y se enciende la lámpara; ha habido, escribí, un cálculo de probabilidades simple y consciente y el resultado es el esperado, pero aun así asombroso y en cierta medida incomprensible, escribí. Todo, todo sólo es condición previa, consecuencia y probabilidad, no existe ninguna seguridad, ninguna certeza definitiva, escribí. Qué es mi existencia, por qué soy, cuál es mi esencia: como es sabido, escribí, busco en vano no ya la respuesta a todo esto, sino sólo unas señales capaces de inspirar confianza; y para colmo resulta asimismo extraño mi cuerpo que me mantiene y al final me mata, escribí. Si en mi vida tuviera un único, un solo instante en que experimentase de una vez, al unísono como quien dice, la «detoxicación» del hígado y de los riñones, la peristáltica estomacal e intestinal, la inspiración y espiración de mis pulmones, la sístole y diástole de mi corazón, así como el metabolismo entre mi cerebro y el mundo exterior, la formación de los pensamientos abstractos en mi mente, la conciencia diáfana que mi conciencia tiene de todo y de mí mismo y la presencia obsesiva, pero al mismo tiempo benévola, de mi alma trascendente: si por un solo momento me viese, me captase y me poseyese, aunque no pueda hablarse ni de propietario ni de propiedad, entonces sólo cobraría vida mi identidad que, sin embargo, nunca, nunca puede cobrar vida; no obstante, si se hiciera realidad un único de estos momentos irrealizables, acabaría con mi «sentirme un extraño» y me enseñaría a saber, y yo sabría entonces lo que significa existir. Pero ya que esto es imposible, como es bien sabido, no sabemos ni sabremos nunca qué causa la causa de nuestra presencia, no conocemos su objetivo ni sabemos por qué debemos desaparecer de aquí una vez que hemos aparecido, escribí. No sé, escribí, por qué en vez de la vida que tal vez existe en alguna parte, debo vivir estos fragmentos que me han tocado por azar: este sexo, este cuerpo, esta conciencia, este escenario geográfico, este destino, esta lengua, esta historia, este subalquiler, escribí. Y ahora que copio lo escrito en su día, evoco de pronto una noche de aquella época, un sueño o, mejor dicho, una vigilia o quizá un soñar despierto o una vigilia dentro de un sueño, no lo sé, pero lo recuerdo con extraordinaria precisión, como si hubiese ocurrido ayer. Me despertó —o me sumió en un sueño, no lo sé, ni importa— un «sentirme un extraño» de inusitada intensidad, nunca percibido hasta entonces. Era una noche luminosa como lo es la actual, de un color negro aterciopelado, se apoderó de mí una conciencia inmóvil, muda, imperturbable, y de repente me di cuenta: es, por así decirlo, del todo imposible que esta conciencia tajante y sufriente de pronto acabe y desaparezca del mundo. Sí, como si esta conciencia no fuese en absoluto mi conciencia, sino más bien la conciencia de mí, y yo supiera de ella por esta vía, pero no dispusiera de ella, como si no fuese, digo, la conciencia que me pertenece en exclusiva, sino la siempre presente y existente de la cual no puedo liberarme y que me tortura a muerte, a mí en persona, de una manera del todo vana e inútil. Por otra parte, percibía con total claridad que la conciencia sufriente no era, con todo, una conciencia desdichada y que si yo, como mero objeto de tal conciencia por así decirlo, me sentía desdichado en ese instante, tal cosa se debía más que nada a la conciencia de mi propia impotencia frente a la conciencia, frente a esa conciencia eterna, torturante, inmisericorde que, como he dicho, a todo esto no es en absoluto desdichada. Al despertarme del todo, o sumirme del todo en el sueño —porque, como he dicho, da igual—, no pude menos de remitirme a un misterio o, como mínimo, de detenerme a pensar que tal conciencia es parte de algo que también me incluye, que no es de mi cuerpo, pero tampoco pertenece totalmente a mi mente, por mucho que la mente haga de intermediaria, que no es por tanto exclusivamente mía y que, de hecho, esta conciencia es acaso la simiente última de mi existencia, la que lo creó y lo desarrolló todo, o sea, mi existencia. No pude menos de pensar, por consiguiente, que esta conciencia iba emparejada con una tarea, y si bien sólo planteo la posibilidad de esta tarea como una hipótesis, su mandato es, no obstante, inviolable o, para ser más preciso, violable, claro, pero con la sensación de haber desobedecido, o sea, con un sentimiento de culpa; y lo más extraño es que, en cuanto a mí, el mandato no es única y exclusivamente un mandato moral, por así decirlo, sino que contiene además un elemento directamente aplicable a las dotes artesanales, como quien dice, una exigencia y hasta una obligación —«hay que construir» el mundo, «hay que copiarlo», «hay que aprenderlo»— cuyo cumplimiento deberemos saber demostrar en su debido momento, no importa por qué ni a quién, a quienquiera que se avergüence de nosotros y (quizá) por nosotros, de tal modo que la comprensión del mundo es la tarea religiosa del ser humano, con independencia de las religiones mutilantes de iglesias mutilantes, sí, que en esto y sólo en esto, o sea, en la comprensión del mundo y de mi situación, puedo encontrar al cabo —cómo decirlo para no decir lo que debo decir—, puedo encontrar, repito, salvación, sí, porque, puesto a buscar, qué busco yo sino mi salvación. Por otra parte, sin embargo, todos estos son pensamientos que uno tiene que pensar, pensé; es decir, uno sólo piensa estos pensamientos como consecuencia de su situación, porque esta le obliga a pensarlos y porque la situación del ser humano es, en cierta medida al menos, una situación marcada y determinada de entrada, de suerte que uno sólo puede pensar pensamientos marcados y determinados de entrada o, como mínimo, pensar y rumiar cosas, temas y problemas marcados y determinados de entrada. Por consiguiente, pensé, debería pensar pensamientos que no debo pensar, aunque hoy ya no recuerdo si llegué a tener tales pensamientos, salvo, claro, que siempre pensaba en aquello que no debía hacer, concretamente que había llegado a ser escritor y traductor literario cuando eso era lo que menos debía ser y, es más, lo que sólo pude ser en contra de las circunstancias, regateando y engañando a las circunstancias, escondiéndome sin cesar en el laberinto de las circunstancias y huyendo ante el monstruo de cabeza de toro cuyas manos aceleradas me derribaban a veces a pesar de todo, con las prisas por así decirlo, en contra de esas circunstancias monstruosas y aniquiladoras que no toleraban el pensamiento en ninguna forma salvo en la del pensamiento esclavo, o sea en ninguna, que sólo ensalzaban, celebraban y glorificaban el trabajo esclavo y en medio de las cuales sólo podía vivir, ser y existir en secreto, negándome a mí mismo a voz en cuello y guardando en mi interior la noche de color negro aterciopelado y la esperanza desesperada que sólo muchos, muchos, muchísimos años más tarde se me escapó de los labios por vez primera, acaso aquella noche en que me llamó la atención, una y otra vez, la mirada de una mujer, una mirada que se me aferraba y daba la impresión de querer alumbrar en mí una fuente, aquella noche en que hablé del «señor maestro»; de que existe un concepto puro, no contaminado por ninguna materia: ni por nuestro cuerpo, ni por nuestra alma, ni por nuestras fieras, una noción que vive como una representación igual en la mente de todos nosotros, sí, una idea —esto ya no lo dije, sino que me lo guardé—, una idea que yo también podría, quizá, rastrear, rozar, incluso formular por escrito algún día, un pensamiento que tengo de tal manera que no debo tenerlo, que tengo con independencia de mí, por así decirlo, y que tengo aun cuando tal pensamiento vaya en contra de mí, aun cuando me aniquile, sí, que acaso entonces tendré en verdad, porque así lo reconoceré tal vez, porque esa será tal vez la medida de ese pensamiento… Sí, así vivía yo por aquel entonces. Y ahora que lo relato, comprendo y conozco más o menos todo cuanto debo comprender y conocer. Y a la pregunta de si aquel momento se distinguía de otros momentos míos similares, o del todo distintos, característicos de una relación incipiente, debo contestar que sí, que se distinguió de una manera radical. De igual modo que, al menos en cierto sentido, yo también me distingo de mí mismo de un modo radical. Porque, recorriendo mi vida en régimen de subalquiler de aquel entonces, mis pensamientos, inclinaciones, motivaciones de aquel entonces, toda mi situación de supervivencia en régimen de subalquiler, he de constatar que, según los indicios, todo cuanto me hacía madurar para acometer un cambio de situación estaba dispuesto en mi interior. No me equivoco a buen seguro si pienso que por aquel entonces ya empecé a considerar erróneas y, por tanto, insostenibles e intolerables mis reflexiones sobre mi vida. Que no debía seguir considerando mi vida como una mera sucesión de azares arbitrarios posteriores al azar arbitrario de mi nacimiento, porque tal visión de la vida no sólo era indigna, errónea, o sea, insostenible e incluso intolerable, sino también y sobre todo inútil, para mí al menos intolerable y vergonzosamente inútil, y que en cambio debía y quería verla como una serie de conocimientos en los cuales mi orgullo, al menos mi orgullo, encontrara cierta satisfacción. Por consiguiente, el momento en que se decidió que pronto me acostaría con una mujer, o sea, con ella, con la que luego sería mi esposa y más tarde mi ex esposa, ese momento tampoco pudo ser casual. Porque está claro que todo lo que he escrito aquí y que, como he dicho, ya estaba dispuesto y maduro en mi interior y me permitía afrontar un cambio de situación, confluyó en aquel momento, por así decirlo, aunque, como es natural, yo aún no podía tener conciencia de ello ni, de hecho, lo recuerdo ahora, pues sólo recuerdo su rostro alzado hacia mí mientras se deslizaban por él las luces de la noche, un rostro que brillaba y se oscurecía, blando y al mismo tiempo vidrioso como el primer plano de una película de los años treinta. Quién podía imaginar hacia dónde y para qué me seducía esa cara prometedora y crepuscular. Y si añado que, como se demostró más tarde, en mi futura (o ex) mujer también estaba todo dispuesto y maduro para un cambio de situación, puedo afirmar que nuestro encuentro no sólo no fue casual, sino directamente algo querido por el destino. Sí, no pasó mucho tiempo y ya hablábamos de una vida en común: de hecho, sin embargo, cada uno deseaba su propio destino, que es siempre singular, no se parece ni es común al de nadie. Así las cosas, cada vez que hablábamos, nos íbamos por la tangente, andábamos con rodeos y pretextos, aunque al menos no nos íbamos por la tangente ni andábamos con rodeos y pretextos de una manera consciente, es decir, no mentíamos. Porque cómo iba yo a saber lo que hoy por hoy ya sé mejor que nada, es decir, que cuanto hago y me sucede, que mis estados y cambios periódicos de situación, que toda mi vida en general —¡Dios mío!— sólo me sirve de instrumento para conocer mi sucesión de conocimientos: mi matrimonio, por ejemplo, de instrumento para conocer mi incapacidad para vivir en matrimonio. Y tan decisivo fue este conocimiento en la sucesión de mis conocimientos como funesto, claro, para mi matrimonio, aunque, por otra parte, mirándolo fríamente, sin mi matrimonio jamás habría llegado, como es natural, a este conocimiento, o a lo sumo lo habría hecho por la vía de deducciones abstractas. Por tanto, las acusaciones y autoacusaciones parecen inevitables, y mi única justificación es idéntica a la acusación que se puede plantear contra mi persona: que cuando contraje matrimonio, cosa que hice sin duda, como veo ahora, con el único fin de autoliquidarme, lo contraje, eso creía yo al menos, por el futuro y por la felicidad de la cual mi mujer y yo hablamos —tantas veces y de manera tan cautelosa, aunque también convencidos y decididos— como de un deber secreto y casi duro, impuesto a nosotros con sumo rigor. Sí, así fue, y ahora veo toda nuestra vida, todos sus tonos, sucesos y sentimientos como una unidad borrosa y confusa o, por extraño que parezca, la oigo más bien como un entramado musical donde el tema principal, grande, único y arrasador, va madurando y espesándose hasta estallar y asumir, autocrático, el poder en solitario, acallando todo lo demás: mi existencia vista como posibilidad de tu ser, y luego: tu no-existencia vista como liquidación necesaria y radical de mi existencia. Un pretexto fue que aquella noche, cuando hablé del «señor maestro», añadiera las enseñanzas del caso o, para ser preciso, del acto del «señor maestro», que desvelara y explicara a mi mujer, que por aquel entonces aún no lo era y ahora ya no lo es, que le dilucidara, digo, las perspectivas o, más bien, las malas perspectivas de los actos realizados en tales situaciones, concretamente en las situaciones propias del totalitarismo. Porque, dije, el totalitarismo es una situación absurda y, por tanto, todas las situaciones que se dan en él son absurdas, si bien, añadí, y esto es quizá lo más absurdo, contribuimos con la esencia de nuestras vidas y hasta con su mera conservación a la conservación del totalitarismo, en tanto que nos aferramos a conservar nuestras vidas, como es natural, señalé; se trata de un truco vulgar de la organización como quien dice y se produce de forma automática, añadí. Las hipótesis del totalitarismo se basan de manera natural, por así decirlo, en la nada, dije. La selección, la exclusión y los conceptos definidos como sus fundamentos son todos inexistentes y deleznables, dije, y no poseen más realidad que su puro naturalismo: el hecho, por ejemplo, de empujar a las personas a las cámaras de gas, dije. Mucho me temo que todo esto no resultara muy entretenido y ahora que me pregunto si con mis palabras perseguía algún objetivo más allá de lo que estaba diciendo, recuerdo que no; recuerdo que sólo me hacían hablar la agitación y la locuacidad que horas antes me habían hecho hablar en aquel círculo y también la impresión de que, por muy extraño e inhabitual que pareciese, esa mujer que caminaba a mi lado zapateando con los tacones altos y a la que sólo veía de soslayo, de manera borrosa en la penumbra de la noche, pero a la que tampoco intentaba mirar porque guardaba en mi interior la imagen de cuando, poco más de una hora antes, atravesó una alfombra de color azul verdoso como si fuese el mar y se dirigió hacia mí, también me obligaba a hablar la impresión, digo, de que la mujer que caminaba a mi lado se interesaba por mis palabras. El verdugo y la víctima, dije, rinden un servicio total a una única causa, a la causa de la nada, aunque, claro, dije, el servicio no es en absoluto el mismo. Y si bien el acto del «señor maestro» era un acto realizado dentro de la totalidad y obligado por la totalidad y por tanto, en definitiva, un acto de la totalidad, o sea, del absurdo, el acto en sí suponía el triunfo total sobre el absurdo total, por cuanto precisamente en ese mundo de destrucción y de exterminio totales pudo sustanciarse como revelación la indestructibilidad de la idea —idea fija, si se quiere— que vivía dentro de él, del «señor maestro». Entonces me preguntó si, aparte de lo que había tenido que sufrir, había sufrido también o sufría aún por mi condición de judío. Le respondí que debía pensarlo. En efecto, sé y percibo desde hace tiempo, desde las primeras vibraciones de mi pensamiento, que una misteriosa infamia va ligada a mi nombre y que traje esta infamia de algún sitio en que jamás estuve y que la traje por causa de un delito que es mío, pero que nunca cometí, y que me persigue durante toda mi vida, la cual no es mía, sin la menor duda, aunque soy yo quien la vive, quien la sufre y quien morirá por ella: pero todo ello, pienso, dije, no tiene que provenir necesariamente de mi condición de judío, puede provenir simplemente de mí, de mi esencia, de mi persona, de mi trascendencia, por así decirlo, o de los comportamientos y actitudes generales y recíprocos mostrados ante mí o manifestados por mí, es decir, hablando con claridad, de las situaciones sociales y de mi relación personal con dichas situaciones, dije, porque, dije, la sentencia no se pronuncia de golpe, sino que el propio proceso se convierte paulatinamente en sentencia, tal como está escrito, dije. La conversación recayó entonces en mi «texto», aquel texto que ella había leído y del que, según dijo, debía hablar a toda costa conmigo. Así las cosas, me veo obligado a hablar de este texto mío, a describir a grandes rasgos su contenido. Era uno de esos relatos largos que también suelen denominarse «novelas breves» y se publicó precisamente por esas fechas en medio de ese pajar que es una recopilación extensa de relatos y novelas breves, no sin las complicaciones previas, denigrantes e insultantes de cuya descripción me abstengo porque me aburren y me repugnan, siendo como son un aporte modesto y hasta podría decirse prescindible a la vida literaria húngara, a esa vida denigrante e insultante, basada en exclusiones, privilegios, preferencias y rechazos y en un sistema de listas negras confidenciales tanto en el plano oficial como en el comercial, donde la calidad siempre resultaba sospechosa y el burdo diletantismo era idolatrado, a esa vida literaria que era sobre todo vergonzosa y vergonzante y de la cual soy y he sido un espectador ora aterrado, ora afectado, ora indiferente, pero siempre sólo desde fuera, en tanto que existo y debo existir —oh, qué tengo yo que ver con la literatura, con tu cabello de oro, Margarete, siendo como es el bolígrafo mi pala, el monumento funerario de tu cabello de ceniza, Sulamita—; sí, el relato o, si se quiere, la novela breve es el monólogo de un hombre más bien joven. El hombre, educado por sus padres conforme a un espíritu cristiano severísimo y casi podría decirse mojigato, se entera en los días del Apocalipsis que a él también se le impone el sello abierto: según el espíritu de las llamadas leyes que entraron en vigor, de golpe y porrazo es considerado un judío. Entonces, antes de ser trasladado al gueto, al vagón de transporte de ganado y quién sabe —menos aún él mismo— adónde más ni a qué muerte, aún relata su historia, «la historia de décadas de cobardía y autonegación», como escribe o, más bien, le hago escribir. A todo esto, llama la atención que su nueva existencia como judío le permita liberarse del complejo judío, liberarse en general. Debe reconocer concretamente que la exclusión de una comunidad no supone para el hombre la inclusión automática en otra. ¿Qué tengo yo que ver con los judíos?, pregunta, o sea, le hago preguntar. Ahora que él también es judío, comprende, o sea, le hago comprender que: nada. Mientras disfrutaba de los privilegios de la existencia no-judía, sufría por los judíos, por la existencia judía o, para ser más preciso, por el sistema inmoral, asfixiante, asesino, encaminado al asesinato y suicida de los privilegios y exclusiones. Sufría por algunos de sus amigos y colegas de despacho, por toda su comunidad en un sentido más amplio, que consideraba su hogar; sufría por su venenosidad, su limitación, su fanatismo. Le repugnaban sobre todo las inevitables discusiones sobre el antisemitismo, la torturante inutilidad de todos esos debates, por cuanto el antisemitismo, entiende él, o sea, le hago entender, no es una convicción, sino una cuestión de constitución y de carácter, «la moral de la desesperación, la furia del odio a sí mismo, la vitalidad de los decadentes», señala, o sea, le hago señalar. Por otra parte, también mostraba cierta incomodidad frente a los judíos, en tanto que intentaba quererlos, pero nunca estaba seguro de prosperar en su intento. Tenía conocidos y hasta amigos judíos, a los cuales quería o no quería. Pero era harina de otro costal, ya que sólo los quería o no los quería por puntos de vista y motivos personales. Pero ¿cómo puede sentirse un amor vivo por un concepto abstracto como es el judaísmo? ¿O por una multitud desconocida introducida a presión en tal concepto? Cuando lo conseguía, conseguía quererlos a la manera en que uno quiere a un animal rechazado, al que debe alimentar, pero del que no sabe con qué sueña ni de qué es capaz. Ahora estaba liberado de este tormento, de toda esa supuesta responsabilidad. Ahora podía despreciar de corazón a quienes despreciaba y no debía amar a quienes no amaba. Logró la libertad porque carecía ya de hogar. Ya sólo le quedaba decidir en calidad de qué había de morir. ¿Como judío, como cristiano, como héroe o como víctima, o quizá como perjudicado del absurdo metafísico, del nuevo caos demiúrgico? Como estos conceptos no significan nada para él, decide no ensuciar con mentiras al menos el puro hecho de su muerte. Todo lo ve de manera sencilla porque ha adquirido el derecho a la lucidez: «No busquemos el sentido donde no existe: el siglo, ese pelotón de fusilamiento en servicio permanente se prepara otra vez para disparar, y quiso el destino que el diez me tocara a mí, eso es todo», así suenan sus últimas palabras, dichas con mis palabras, claro está. Desde luego, todo esto no es tan elemental, pero me limito a la esencia y dejo de lado los diálogos, los giros, el ambiente, a los demás personajes y también a su amante, que lo abandona. Al final vemos a nuestro hombre sentado en el suelo, mientras se mece hacia adelante y hacia atrás, sacudido por una risa irresistible. Mi intención era poner al relato el título de «La risa», pero el director de la editorial que, como todo el mundo sabía, siempre llevaba consigo el arma reglamentaria en su despacho, es decir, en la editorial —aunque por lo demás no se lo pudiese ver vestido de uniforme— y que no la llevaba en el cinturón reglamentario, sino como un bulto en el bolsillo de atrás, este director, digo, rechazó el título por «cínico», por «pisotear la santidad de los recuerdos» y demás; encabezado por un título mutilado, el relato se publicó a pesar de todo, cosa que no acierto a entender hasta el día de hoy ni quiero entender, porque me repugna la idea de calar y comprender quizás ese entramado inextricable de intenciones ocultas que no se arredra ante nada, que todo lo destruye y que, cuando deja existir algo, sólo lo hace con la intención de destruirlo, de modo que, al igual que el personaje creado por mí, yo también me conformo con la idea de que, quién sabe cómo, en el transcurso de la diezma —basada más bien en el número tres— a mi relato le tocó por azar el número de la suerte. Lo que conmovió a mi mujer de esta historia fue que, como ella misma dijo, el propio ser humano puede decidir sobre su condición de judío. Hasta entonces, cada vez que leía algún texto que hablaba o trataba de los judíos, siempre se sentía como una persona a la que volvían a aplastar la cara contra el fango. Y en esta ocasión sentía por primera vez, dijo mi esposa, que podía alzar la cabeza. Al leer mi relato, dijo mi mujer, sintió lo que sentía mi «héroe», el cual muere, pero antes experimenta una liberación interior. Aunque fuera de forma pasajera, ella también experimentó esa sensación liberadora, añadió mi mujer. El relato, más que cualquier otra cosa, dijo mi mujer, le enseñó a vivir, y por segunda vez esa noche volvió a deslizarse por su rostro ese juego de oscilaciones vibrante y cambiante, el cromatismo, no sé expresarlo de otra manera, de las sonrisas, que me dio la sensación de que me fundía y me transformaba en no sé qué. Pronto me enteré del trasfondo de estas manifestaciones, de la infancia y juventud de mi mujer. Esa infancia y juventud transcurrieron bajo el signo de Auschwitz, aunque ella nació después de Auschwitz. Para ser preciso, bajo el signo de la condición judía. Bajo el signo del fango, para citar las palabras de mi mujer. Sus padres habían pasado por Auschwitz, yo llegué a conocer a su padre, un hombre alto, calvo, de rostro adusto y distante en presencia de extraños y abiertamente amargo en el círculo de los amigos y de la familia, y ella perdió a su madre siendo aún una cría. La mujer murió de una enfermedad traída de Auschwitz, ora se hinchaba, ora adelgazaba, ora sufría de cólicos, ora se llenaba de sarpullidos, y la ciencia demostró su impotencia ante esa enfermedad, como demostró su impotencia ante la causa de la enfermedad, es decir, ante Auschwitz: porque la verdadera enfermedad de la madre de mi mujer fue Auschwitz, y no hay manera de curarse de Auschwitz, nadie se recupera jamás de la enfermedad que es Auschwitz. Además, la enfermedad y muerte prematura de su madre, dijo mi mujer, le resultó decisiva a la hora de elegir la profesión de médico. Más tarde, cuando hablamos de esto, mi mujer citó unas frases que, si bien, dijo, no recordaba dónde las había leído, jamás había podido olvidar. No me percaté enseguida, pero sí al cabo de un tiempo, de que mi mujer había leído las frases en uno de los tratados de las Consideraciones intempestivas, concretamente en el titulado Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida, y esto fortaleció mi convicción de que las frases que necesitamos encuentran tarde o temprano el camino hasta nosotros, por cuanto sin esta convicción no entendería cómo llegaron estas frases a mi mujer, la cual, según tengo entendido, nunca se interesó por la filosofía y menos aún por Nietzsche. Estas frases, que rápidamente busqué en el viejísimo volumen de Nietzsche desvencijado y de tapas rojas que en su día descubrí en un rincón oscuro de un anticuario, dicen exactamente lo siguiente, en la honesta traducción no mía, sino de Ödön Wildner: Existe un grado de insomnio, de rumia del pasado, de sentido histórico en que lo viviente se perjudica y al final sucumbe, trátese de un hombre, de un pueblo o de una cultura. Luego, o antes, ahora de pronto no lo recuerdo: … quien no puede asentarse en el umbral del instante, olvidando todos los pasados, quien no es capaz de detenerse en un punto como una diosa de la victoria, sin vértigo ni temor —a partir de aquí, mi mujer recitaba de memoria—… nunca sabrá lo que es la felicidad y, peor aún, jamás hará feliz a los otros. A mi mujer le dieron a conocer ya en la infancia su condición de judía y todo lo relacionado con ella. Tuvo una época —«la de niña con pecas y cola de caballo», dijo mi mujer— en que imaginaba que en un futuro los demás niños habrían de quererla mucho por todo esto. Ahora que escribo estas palabras suyas, veo de pronto cómo reía mientras las pronunciaba. Más tarde, su judaísmo equivalió para ella a una sensación de ausencia de toda perspectiva. La derrota, el desaliento, la desconfianza, el miedo latente, la enfermedad de la madre. El secreto oscuro entre extraños y el gueto de los sentimientos judíos, de los pensamientos judíos en casa. Tras la muerte de la madre, la tía paterna se mudó a su casa. «Tiene cara de Auschwitz», pensó enseguida de ella, dijo mi mujer. Ver en todos sólo al antiguo o futuro asesino. «No sé cómo me desarrollé hasta convertirme, a pesar de todo, en una mujer relativamente normal». Tan pronto se sacaban a colación temas judíos, ella abandonaba la habitación. «Algo se petrificó en mí y se oponía». Apenas permanecía en casa. El estudio era un refugio como más tarde la medicina y los amoríos, algunas relaciones fugaces e intensas. Tuvo dos «vivencias horrorosísimas», dijo mi mujer. Ambas, recordó, ocurrieron cuando tenía dieciséis o diecisiete años. Una vez habló con vehemencia de la revolución francesa y afirmó que no fue mucho mejor que la de los nazis. La tía le contestó que ella, como judía, no podía hablar así de la revolución francesa porque, de no ser por esta, los judíos aún habitarían los guetos. Tras la reprimenda de la tía, recordó mi mujer, se pasó días o quizá semanas sin decir palabra en casa. Tenía la sensación de haber dejado de existir, de no poseer ningún derecho a sentimientos y pensamientos propios, por la sencilla razón de haber nacido como tal, de estar obligada a tener exclusivamente sentimientos judíos y pensamientos judíos. Entonces adquirió forma en ella, y expresó ella por vez primera, la idea de que cada día le aplastaban la cara en el fango. La otra vivencia: está sentada, tiene en las manos un libro, y el libro contiene horrores y fotografías de los horrores, un rostro de mirada vacía y con gafas detrás de las alambradas, un niño con las manos levantadas, con una estrella amarilla, con un gorro disforme que le tapa los ojos, escoltado por soldados armados, y ella contempla las fotos, y se desliza por su corazón un sentimiento frío y malicioso que a ella misma la aterra, y piensa lo mismo que el «héroe» de mi relato: «¿Qué tengo yo que ver con esto? Si yo también soy judía», dijo mi esposa. Pero antes de leer estos pensamientos y otros similares en mi relato, siempre sólo los pensaba con temor y con sentimiento de culpa a continuación. Por eso sintió, dijo mi esposa, que podía alzar la cabeza después de leer mi relato. Y repitió más de una vez que yo le enseñaba a vivir: que a mi lado se sentía libre, dijo mi mujer. Sí, ahora en mi noche oscura y esclarecedora emergen voces, imágenes y temas del tejido de esos escasos años que duró mi matrimonio y que transcurrieron con la celeridad de un rayo, hasta que nos veo de pronto en la ventana, en la ventana de nuestro piso, y volvía a ser de noche, una noche que ya no era invernal ni era aún primaveral, y a través de los espantosos hedores urbanos, cual si fuese un mensaje del más allá, irrumpió un perfume, acaso de plantas lejanas que volvían a despertar como por costumbre y querían revivir como por costumbre, y tres hombres achispados procedentes de una fonda cercana se tambaleaban camino de casa por la acera de enfrente, mientras el cuello blanco de piel de oveja de uno de ellos proyectaba su brillo hacia nuestra ventana, y los tres, que iban del brazo, cantaban a media voz, y a todo esto acababan de pasar como una exhalación los últimos coches y se produjo una calma momentánea, y entonces, como si ocurriera tras el silencio de una orquesta, sus voces llegaron con total nitidez hasta nosotros, y oímos su canto a la perfección: Recién llegados de Auschwitz, somos más de los que éramos. En la noche sonaron, pues, estas palabras que, de hecho, ni siquiera oí en el primer momento, que luego sí oí, pero qué tengo yo que ver con esto, pensé, el llamado antisemitismo es un mero asunto privado del que yo personalmente puedo morir en cualquier lugar y en cualquier instante, pero hoy por hoy, después de Auschwitz, pensé, es un simple anacronismo, un error en el cual, como diría H., no H., el Führer y canciller, sino H., el filósofo y camarero mayor de todos los Führer y cancilleres, en el cual, digo, ya no está presente el espíritu universal, es por tanto provincialismo y nada más, genius loci, idiotismo local, y si me quieren apalear o matar a tiros, pensé, ya me avisarán, pensé, como siempre han solido hacer. Sin embargo, miré entonces a mi mujer, con cautela porque callaba de manera sospechosa, y vi claramente, gracias a la luz gélida de la calle y a la más cálida proveniente de la habitación, que las lágrimas le corrían por las mejillas. Que esto no acabará nunca, dijo mi mujer, que no hay escapatoria de esta maldición, dijo, y si supiera al menos qué la convertía en judía, ya que se sentía incapaz de creer en su religión, ya que, sea por negligencia, sea por cobardía o por tener ella preferencias de otro tipo, desconocía simplemente la cultura judía propia de los judíos y era, además, incapaz de interesarse por ella, qué la convertía, pues, en judía, preguntó, cuando, de hecho, ni la lengua, ni la forma de vida, ni nada de nada la diferenciaban de quienes vivían a su alrededor, a no ser que fuese un mensaje secreto y ancestral oculto en sus genes que ella no oía y, por tanto, no podía conocer. Entonces, con calma, con dureza y de manera casi calculadora, como una puñalada bien dirigida o un abrazo fuerte y repentino, le dije que todo esto era inútil, que buscaba en vano motivos erróneos y explicaciones falsas y que sólo una cosa la convertía en judía, una cosa y nada más: El hecho de que no estuviste en Auschwitz —le dije, a lo cual mi esposa calló primero como un niño espantado, pero su rostro no tardó en parecerse de nuevo a su rostro de siempre, al de la mujer que conocía, pero también al de otra que sólo entonces descubrí en el rostro familiar de mi esposa, de tal modo que el descubrimiento, por así decirlo, me estremeció; y volvieron entonces a caldearse nuestras noches ya poco ardientes en aquella época. Pues por aquel entonces empezaban, sí, a manifestarse las contradicciones de mi matrimonio o, para ser más preciso, el matrimonio empezó a manifestarse tal como era: como una contradicción. Rememorando aquellos tiempos, recuerdo sobre todo ciertos reflejos míos que me mantenían en un estado de permanente tensión y movimiento interno, como ocurre a los castores, así me lo figuro al menos, a esos animales realmente parecidos a las ratas, impulsados por el instinto a construir y ampliar de continuo un complejo sistema de diques protectores, cuevas y escondites y hasta de castillos. Por aquellas fechas me ocupaba una idea, paralelamente a la traducción, claro, a la carretada de traducciones que me permitían ganarme el pan, me ocupaba, digo, el proyecto de una obra literaria extensa, de una novela cuyo contenido, sin entrar ahora en detalles, era el camino de un alma, su esfuerzo por acceder de la oscuridad a la luz, la conquista de la alegría, el hecho de librar esta batalla como tarea, la felicidad vista como una obligación. Por aquel entonces hablaba bastante con mi mujer sobre este proyecto, y digo poco porque a decir verdad no cesábamos de hablar de él, y ella parecía sentirse plenamente feliz por estas conversaciones y sobre todo por el proyecto, puesto que veía en él, no sin cierta razón, un monumento a nuestro matrimonio, de suerte que yo nunca lograba hablarle lo suficiente de la idea, esbozarle una trama al principio esquemática, pero cada día más amplia y precisa, temas e ideas que se multiplicaban, se adensaban y se ramificaban y a los cuales ella, mientras se deslizaban por su rostro unos cromatismos que se iluminaban de golpe y se apagaban con rapidez, añadía tímidos comentarios que yo, en la esperanza de ver una y otra vez precisamente esa mímica y esos cromatismos, aprobaba, estimulaba y consideraba, de tal modo que, por así decirlo, juntos criamos aquel proyecto, juntos lo mimamos y lo acariciamos como si se tratase de nuestro hijo. Visto a posteriori, fue sin duda un error, claro está, fue una equivocación introducir a mi mujer en este territorio, el más sensible, el más secreto, el más desprotegido de mi vida, de mi subsistencia, en ese terreno que es, en una palabra, mi trabajo y que, antes bien, había de blindar y proteger, cosa que hago desde entonces como hacía también antes, rodeándolo, como quien dice, de alambres de púas para impedir el acceso a cualquier intruso, para impedir a toda persona la entrada e incluso la posibilidad de una entrada; y así como percibía sin la menor duda el peligro inherente al interés fuerte e intenso y al mismo tiempo tierno y delicado de mi mujer, que abarcaba e impregnaba toda mi vida, debo reconocer, por otra parte, que no estaba dispuesto a prescindir de él, como no estamos dispuestos a prescindir de la luz cálida del sol que de pronto nos alumbra después de los días largos y oscuros del invierno. Y cuando me puse a realizar el proyecto, o sea, a escribir la novela, descubrí que la idea era irrealizable; el bolígrafo, cual foco infeccioso, derramaba una sustancia que impregnaba todo el tejido de lo proyectado, todas sus células, y modificaba de manera, por así decirlo, patológica el tejido y sus células; descubrí que no se puede o, lo que viene a ser lo mismo, al menos yo no puedo, o sea, que es imposible escribir de la felicidad, que la felicidad es tal vez algo demasiado simple para escribir sobre ella, apunté, como leo ahora en un papelito que escribí en su día y que ahora copio, pues la vida vivida felizmente es una vida vivida mudamente, escribí. Descubrí que escribir sobre la vida equivale a pensar sobre ella, que pensar sobre la vida equivale a cuestionarla, y que sólo cuestiona su propio elemento vital aquel a quien este elemento asfixia o quien de alguna manera se mueve en él de un modo contrario a la naturaleza. Descubrí que no escribo para buscar la alegría sino todo lo contrario: que por medio de la escritura busco el dolor, el dolor más intenso, casi insoportable, seguramente porque la verdad es dolor, y la respuesta a la pregunta sobre qué es el dolor, escribí, es muy sencilla: la verdad es lo que consume, escribí. Todo esto no podía comunicarlo a mi mujer, claro está. Por otra parte, tampoco quería mentirle. Así pues, topamos con ciertas dificultades en el transcurso de nuestra convivencia, de nuestras conversaciones, sobre todo cuando se planteó el asunto de mi trabajo, pero más en particular cuando se plantearon los resultados que podían esperarse de mi trabajo, o sea, la escritura en cuanto literatura, la cuestión de gustar o no gustar, algo que me era del todo ajeno, del todo indiferente y carente de interés, la cuestión del sentido de mi trabajo, cuestiones todas que la mayoría de las veces desembocaban en el ámbito sucio, vergonzante, insultante y ultrajante del éxito o no-éxito. ¿Cómo podía explicar a mi mujer que mi bolígrafo era mi pala? ¿Que sólo escribo porque tengo que escribir, porque me llaman cada día con un silbido para que hinque más hondo la pala, toque más sombríamente el violín, más dulcemente a la muerte? ¿Cómo explicarle que no podía concluir mi autoliquidación, mi única misión en la tierra, mientras abrigara en mi interior falsas segundas intenciones, tales como resultado, literatura e incluso éxito? ¿Cómo podía mi mujer o quien fuera pedirme que utilizara mi espectacular autoliquidación para, con su ayuda, introducirme de extranjis, como un ladrón con su ganzúa, en un futuro literario o de cualquier otro tipo del cual ya me excluyeron por mi nacimiento y del cual yo también me excluí, y que realizara en ese futuro trabajos fundamentales con las mismas paladas con las que debía cavar mi fosa en las nubes, en los vientos, en la nada? Queda por ver si yo mismo veía mi situación con la transparencia y claridad con que la veo ahora. Quizá no del todo, pero el esfuerzo, por no decir la buena intención, sin duda ya anidaban dentro de mí. Mis pensamientos y los sentimientos con que luchaba por aquel entonces quedan perfectamente reflejados en un fragmento escrito en un papelito que encontré rebuscando entre los restos de mi matrimonio. Según parece, tenía previsto poner el papelito al lado de la taza de té de mi mujer, como solía hacer cuando no me levantaba a tiempo para desayunar debido a que mi trabajo se extendía hasta altas horas de la noche. El fragmento reza así: «… para que podamos amarnos y sin embargo seguir siendo libres, aunque soy muy consciente de que ninguno de los dos podrá escapar al destino del hombre y al destino de la mujer, respectivamente, y que por tanto seremos partícipes del tormento que nos impuso una naturaleza misteriosa y, a decir verdad, no demasiado sabia: así pues, volverá a ocurrir que yo estiraré la mano hacia ti y desearé, desearé única y exclusivamente que seas mía; y al mismo tiempo, o sea, cuando tú también estires la mano y ya seas por fin mía, frenaré tu entrega para preservar aquello que considero mi libertad…». Hasta aquí el fragmento, y como lo encontré como un papelito más metido entre mis escritos, entre mis papelitos, no cabe la menor duda de que no lo apoyé en la taza de té de mi esposa, sino que lo introduje entre mis escritos, entre mis papelitos; pero tampoco cabe la menor duda de que secretamente pensaba así y que yo vivía de acuerdo con mis pensamientos, que incluso vivía mis pensamientos, así como siempre tuve una vida secreta y esta fue siempre la verdadera. Sí, por aquel entonces empecé a construir mis escondites y mi sistema de fortificaciones, a ocultarlos y protegerlos de las manos y miradas de mi mujer, de tal modo que en esos momentos creí constatar, debido a mis diques protectores sin duda, cierto rencor en su actitud, y esta observación generó a su vez un contrarrencor dentro de mí y más tarde un dolor persistente; este, a su vez, hacía o quería hacer parecer el humor pasajero de mi esposa como algo mucho más grave de lo que era en verdad, por cuanto no me habría costado excesivo esfuerzo reconciliarla conmigo de hecho, sólo hacía falta una única palabra amable, precisa y bien escogida, por así decirlo, un único gesto incluso, pero yo me aferraba a mi dolor, a buen seguro porque reconocía en él mi exclusión, y el sentimiento intolerable de la exclusión exigía a su vez una compensación, y la compensación solitaria adoptaba en mí, a su vez, la forma de la energía creativa o, más bien, encendía la mecha de mi neurosis, es decir, esas ganas de trabajar, esa fiebre, ese furor del trabajo que lo arrasaba todo con arrogancia, pero que obligaba a crear reflejos de defensa nuevos y cada vez más potentes, en una palabra, se puso en marcha todo el mecanismo diabólico, el carrusel asesino que primero me sumerge en el dolor para después levantarme con el único fin de hundirme de nuevo rápidamente a mayor profundidad… Sin duda, sin la menor duda, esto contribuyó a que en una de nuestras noches nuevamente ardientes, en una de esas noches de resplandor oscuro cuyo brillo aterciopelado tanto se distingue de las luces negras y tenebrosas de mi noche actual, todas conducentes a la oscuridad, a que en una de esas noches nuestras oscuras y fogosas, digo, mi mujer afirmara que a nuestras preguntas y respuestas, a todas esas preguntas y respuestas que afectaban a nuestras vidas, sólo podíamos responder con nuestra vida entera o, más exactamente, con nuestra vida plena, pues todas las preguntas planteadas a partir de entonces y todas las respuestas dadas a partir de entonces serían preguntas y respuestas insatisfactorias y que sólo podía imaginar la plenitud de una manera, por cuanto, para ella al menos, ninguna otra podía compensar la plenitud única, total y verdadera, de tal modo que lo que quería era tener un hijo mío, afirmó mi mujer. Sí, y yo dije
«¡No!», enseguida, en el acto, sin titubear y de manera como quien dice instintiva, porque entretanto ya resulta del todo natural que nuestros instintos trabajen contra nuestros instintos, que, por así decirlo, nuestros contrainstintos trabajen en vez de nuestros instintos y que incluso ocupen su lugar; y como si este
«¡No» no hubiera sido un
«¡No!» suficientemente tajante o como si hubiera estado convencida de mi inconsecuencia, mi mujer se limitó a reír ante mi contestación. Que me entendía, dijo más tarde, que sabía de qué profundidades provenía mi
«¡No!» y qué debía yo vencer en mí para convertirlo en un sí. Le contesté que yo también la comprendía, que sabía lo que pensaba, pero que el
«¡No!» era
«¡No!», y no aquel no-al-judío que ella seguramente pensaba, no, de eso estaba convencido, tan convencido como inseguro me sentía en cuanto a la verdadera naturaleza del
«¡No!», que era un simple
«¡No!», si bien existían asimismo motivos suficientes para el no-al-judío, dije, pues bastaba imaginar una conversación infame y desesperante, imaginar, digamos, dije, los gritos del niño, de nuestro niño —tus gritos—, digamos, dije, imaginar que el niño ha oído algo, digamos, dije, y se pone a gritar «¡No quiero ser judío!», por cuanto resulta perfectamente imaginable y justificado, dije, que el niño no quiera ser judío, digamos, y que me resulte difícil contestarle, sí, porque cómo puede uno obligar a un ser vivo a ser judío, en este sentido, dije, siempre me vería obligado a presentarme ante él —ante ti— con la cabeza gacha, ya que no puedo ofrecerle —ofrecerte— nada, ni una explicación, ni una fe, ni un arma de fuego, pues mi judaísmo no significa nada para mí o, para ser más preciso, no significa nada para mí como judaísmo y todo como experiencia; en cuanto judaísmo: una mujer calva sentada delante del espejo, con una bata colorada; en cuanto experiencia: mi vida, o sea, mi supervivencia, la forma de vida espiritual que llevo y que mantengo como tal forma de vida espiritual, y esto me basta, me conformo totalmente con ella, y sólo queda por ver si él también —tú— se conformará —te conformarás. Y sin embargo, dije, no digo un no-al-judío, no lo digo a despecho de todo, porque no existe nada más espantoso, nada más infame, destructivo y autonegador que este no racional, por así decirlo, este no-al-judío, no hay nada más barato ni nada más cobarde, dije, y estoy harto de que los asesinos y negadores de la vida proclamen a voz en cuello ser ellos la vida, porque ocurre con demasiada frecuencia, dije, para que despierte en mí ni que sea el espíritu de la contradicción, no hay nada más terrible, nada más infame que negar la vida por complacer a los negadores de la vida, pues hasta en Auschwitz nacieron niños, dije, y a mi mujer, claro, le gustó este argumento, aunque creo difícil que me entendiera porque probablemente ni yo mismo me entendía. Sí, y ocurrió no mucho después que tuve que tomar el tranvía, que viajé quién sabe adónde, seguramente por alguno de mis asuntos, como si aún me quedaran asuntos una vez concluidos todos mis asuntos en la tierra, y contemplaba por la ventanilla el transcurrir de las imágenes, parecido a un derrumbamiento, y los inesperados frenazos del vehículo en las estaciones. Traqueteando avanzábamos entre edificios terroríficos y los gritos agudos de una vegetación deleznable que aparecía aquí y allá, cuando de pronto, cual si fuese un atentado, se subió una familia. Olvidé mencionar que era domingo, una tarde dominical que se extinguía discretamente en una época del año ya un tanto calurosa. Eran cinco, los padres y tres niñas, la más pequeña, recién salida de los pañales, deslumbrante con sus colores rosa, azul y rubio, se desgañitaba, tal vez por el calor, pensé. La madre, suave, morena y fatigada, la cogió en brazos, y su cuello esbelto se inclinó sobre la niña con el gesto arqueado de una bailarina de ópera. La mediana, se mantenía con expresión de fastidio junto a la madre que mimaba a la pequeña, mientras la mayor, de unos siete u ocho años de edad, pensé, ponía, en un ademán apaciguador y con la mísera solidaridad propia de los marginados, el brazo sobre el hombro de la mediana, y esta, enfadada, se lo sacudía de encima. Quería a la madre para ella, pero sabía que era un caso perdido, como perdida estaba también su herramienta, el grito a voz en cuello, ahora privilegio de la más pequeña. La mayor se quedó entonces sola y en esa tarde dominical alumbrada por una luz primorosa volvió a vivir la amargura de la marginación, de la soledad y de los celos. A ver si madura en ella hasta convertirse en perdón y aceptación, pensé, pero será más bien una neurosis que la hundirá en un agujero, pensé, mientras el padre y la madre la arrojan a una existencia vergonzosa, pensé, con que ella deberá conformarse, pensé, y que ella luego cumplirá avergonzada, y si no se avergüenza, tanto más vergonzante será para ella y para todos quienes la impulsaron y se conformaron, pensé. Su padre, hombre nervudo, moreno, con gafas, vestido con pantalón de verano y sandalias en los pies descalzos, con una nuez de Adán que parecía un tumor, estiró la mano huesuda y amarilla y la pequeña se tranquilizó por fin entre sus rodillas puntiagudas; y en los cinco rostros se iluminó de pronto, cual mensaje trascendental, el parecido que había entre todos ellos y que apuntaba más allá. Eran feos, maltratados, miserables y bienaventurados, sentimientos encontrados se enfrentaban en mí, la repugnancia y la atracción, los recuerdos espantosos y la melancolía, y vi, por así decirlo, escrito con letras de fuego en su frente y también en las paredes del tranvía:
«¡No!» —nunca podré ser padre, destino, dios de otra persona,
«¡No!» —nunca podrá ocurrirle a otro niño lo que me ocurrió, la infancia,
«¡No!» —gritaba, vociferaba algo en mí, es imposible que eso, la infancia, le ocurra —te ocurra— me ocurra, y entonces empecé a contar la historia de mi infancia a mi mujer, o tal vez a mí mismo, no lo sé, pero se la conté con toda la obsesión y prolijidad de mi verborrea, la narré sin inhibirme, durante días, semanas, y de hecho la sigo narrando, aunque ya no a mi mujer. Sí, y no sólo empecé a narrar, sino también a callejear, y la ciudad en que ya me movía con la seguridad relativa de la costumbre relativa, empezó por esas fechas a transformarse de nuevo en una trampa para mí y a abrirse de vez en cuando bajo mis pies, de modo que no podía saber en qué escenario innombrable, impregnado de infamias y tormentos, me encontraría de improviso ni a qué llamada respondía, por ejemplo, cuando me metía en una callejuela que dormitaba como un enfermo distinguido entre palacios pequeños e inválidos parecidos a fragmentos de sueños, cuando me colaba entre las sombras de casas quiméricas, con sus torres, veletas, encajes, pináculos y ventanas cegadas, bordeando las verjas de vulgares jardines delanteros donde ahora todo está expoliado, todo es pelado, transparente, barato y racional como el sitio de una excavación abandonada. O cuando, en otra ocasión, fui a parar a este intestino recto de la ciudad, si se me permite la expresión, al que, por cierto, ahora he vuelto como habitante por obra y gracia del destino, si se quiere, o por torpeza, si se prefiere, más bien por el destino, digamos, aunque a fin de cuentas resulta del todo indiferente por cuanto, si uno tiene ojo para ello, reconoce en sus torpezas el destino, sí, pero el hecho es que por aquel entonces tal vez creía o me engañaba pensando que había ido a parar allí sin intención por mi parte, allí, a las honduras infernales de un barrio llamado Józsefváros, donde dicho barrio se topa con las honduras infernales de otro llamado Ferencváros, más o menos donde ahora vivo, si bien por aquellas fechas el piso prefabricado del bloque prefabricado sólo se vislumbraba en forma de un mísero plano en un mísero proyecto. Era un crepúsculo de finales de verano, recuerdo, la calle se bañaba en aromas demasiado maduros, las casas de ventanas pequeñas y parpadeantes se tambaleaban, sucias y borrachas, a la vera de las aceras, el sol poniente inundaba los muros como un vino amarillo, pegajoso, joven y todavía en plena fermentación, los portales parecían heridas oscuras y costrosas, y yo, mareado, me aferré a un picaporte o quién sabe a qué cuando de repente se abalanzó sobre mí el misterio, oh no, no el de la transitoriedad, sino al contrario, el misterio de la supervivencia, sí, un asesino tal vez sienta así, pensé, conté luego a mi mujer, y por qué pensé precisamente eso, dije, pues, aunque parezca ilógico pero comprensible, lo pensé por los muertos, pienso yo, expliqué a mi mujer, por mis muertos, por mi infancia muerta y por mi inconcebible supervivencia, inconcebible teniendo en cuenta a mis muertos y mi infancia muerta, sí, tal vez se sienta así un asesino que, por decirlo de alguna manera, pensé, conté luego a mi mujer, olvidó hace tiempo su acto, cosa perfectamente imaginable y frecuente, y por olvido o por repetir mecánicamente una vieja costumbre, vuelve a abrir de pronto la puerta que da al lugar del crimen y lo encuentra allí todo intacto, el cadáver convertido, por supuesto, en esqueleto, el decorado barato del mobiliario y a sí mismo, claro, y aunque obviamente nada sea idéntico a nada ni nadie idéntico a nadie, también es evidente que, tras el fugaz interludio de una generación, todo vuelve a ser igual e incluso cada vez más igual. Y entonces toma conciencia de lo que debe saber: no fue en absoluto el azar el que lo trajo de vuelta, quizás incluso nunca salió de allí, porque ese es el lugar donde debe expiar. Y no me preguntes por qué, dije a mi mujer, por cuanto el crimen y la expiación son conceptos entre los cuales sólo la existencia crea un vínculo vivo, si es que lo crea, claro, y cuando lo crea, la propia existencia ya basta como expiación, porque, como está escrito, el delito mayor del hombre es haber nacido, dije a mi mujer. Y le conté también un sueño, un viejo sueño recurrente que yo llevaba tiempo sin soñar, pero que volvió de improviso en aquellos días. Ocurre allí, sí, siempre allí, en ese escenario, en esa casa de la esquina. Estoy convencido de ello, si bien no veo el entorno. Tal vez sea por los muros gruesos, grises y fantasmales de la casa. Así como por el estanco al que conducen unos escalones empinados e irregulares. Una vez arriba, uno tiene la sensación de entrar en una ratonera: vacío, tinieblas y olor a carroña. Pero esta vez han trasladado un poco el estanco, a la esquina de la casa de la esquina. No tengo motivo para abrir la puerta. La abro. No es el estanco, sino un espacio un poco más amplio, más luminoso, mucho más seco y cálido y parece una buhardilla. Allí están sentados en un diván antiquísimo, instalado sobre el suelo de hormigón, frente a un rayo de luz que, proyectado desde arriba, proveniente de una fuente incierta, tal vez de una claraboya, hace bailar una densa polvareda. Todos los indicios apuntan a que acaban de incorporarse, a que llevaban décadas tumbados aguardando mi visita esperada desde hacía décadas, la visita del nieto indiferente, asesino de esperanzas. Dos ancianos llenos de reproche, sumidos en una luz pulverulenta. Tan débiles están que apenas pueden moverse. Les entrego el jamón que he traído. Se alegran, pero sin rebajar por eso su rencor. Hablan, pero no entiendo sus palabras. Mi abuelo, rostro gris y barba de varios días, se inclina sobre el jamón que sostiene en ambas manos y al que entretanto ya le ha quitado el papel. En la cara de la abuela se perciben claramente las manchas del cadáver. Se queja de eternas jaquecas, de zumbido de oídos. Y de la espera, que llevan mucho, mucho tiempo esperando, dice. Me doy cuenta de que el jamón que he traído es demasiado escaso. Están terriblemente hambrientos y abandonados. Hago unos gestos inútiles, como un estudiante que intenta explicar algo. El corazón me pesa como las piedras de una escalera. Luego todo se hunde, se esfuma, se desintegra como un secreto vergonzoso. ¿Por qué hemos de vivir siempre con el semblante vuelto hacia alguna infamia?, apunté por aquellas fechas. En esa misma época se gestó también mi colección de citas que hasta el día de hoy no ha dejado de crecer y cuyo montón de fichas, sujetas con un clip, sigue aquí en mi escritorio, entre innumerables papelitos. Amigos, nos tocó en suerte una juventud dura: padecíamos la juventud como una enfermedad grave, leo en una de las fichas. Familias, ¡os odio!, leo en otra. Entregarse a la infancia como a la muerte, leo. Ya en mi infancia pensaba a menudo, leo, que el concepto de poder significa en todo caso régimen de terror, y leo también mi propio comentario a este (de Thomas Bernhard): «y el régimen de terror significa en todo caso poder paterno». Luego leo una serie de observaciones propias apuntadas en los papelitos, tales como: «El deber de la educación que yo de ningún modo puedo conciliar con…». «Incidir como un fuego fatuo en los sueños de otro, desempeñar en la vida de otro un papel, un papel paterno, o sea, funesto es una de las verdaderas monstruosidades cuyo aspecto terrorífico…». «Que (en mi infancia y por tanto desde entonces hasta el día de hoy) todo cuanto equivalía a mí mismo era pecado, y virtud era si actuaba negándome y asesinándome…». «Mi abuela siempre tuvo mal aliento. En efecto, su boca olía a naftalina. El aliento del piso de Józsefváros. El aliento anacrónico de la monarquía. La oscuridad de la vivienda, como la oscuridad de la época, de los años treinta, oscuridad heredada y convertida en enfermedad en el transcurso de tanta herencia. Los muebles oscuros, la casa con su pasillo, las vidas que transcurrían a la vista de todos, el café con leche para la cena, el pan ácimo desmenuzado en un tazón, la prohibición de encender las luces, mi abuelo leyendo el diario en la oscuridad, la alcoba en cuyos misteriosos rincones siempre parecía acechar algún pensamiento oscuro, mohoso y asesino. Cada noche, las operaciones de exterminio de chinches…». «Poco a poco te cercaré con todas estas historias con las cuales, de hecho, no tienes nada que ver, pero que con el tiempo se levantarán a tu alrededor como una barrera insuperable…». «Qué miseria es la infancia y con qué impaciencia aspiraba yo a llegar a la edad adulta, convencido de la existencia de una asociación secreta de los adultos que les permite vivir en absoluta seguridad en su mundo rodeado de sadismo…», etcétera. Las mañanas, conté a mi mujer. Las mañanas lluviosas, las lluviosas mañanas de los días lunes cuando mi padre me llevaba de nuevo al internado para que pasara allí la semana. Todas las mañanas de los días lunes perviven en mi memoria como mañanas lluviosas, lo cual es imposible, claro, pero sintomático, dije a mi mujer. Recuerdo que una mañana de lunes igual de lluviosa me levanté de golpe, lo dejé todo, dejé mi trabajo, y me dirigí a aquel barrio residencial o, para ser más preciso, a aquel barrio que en su día fuera residencial o al que recordaba como barrio residencial, de casas quiméricas, con sus torres, veletas, encajes y pináculos, en una de las cuales se hallaba, con sus torres, pináculos y veletas, el internado. Tras cerrar el paraguas, símbolo radiante de nuestra ridiculez en la tierra, un tipo ligeramente canoso y de aspecto bastante formal, sombrero a cuadros y paraguas goteante, entró en ese edificio decadente de mis tormentos confusos y de mis aún más confusas alegrías. ¿Era un triunfo? ¿Era una derrota? ¿Cómo habría recibido yo a ese tipo?, bromeé por la noche con mi mujer. ¿Me habría percatado de su presencia? De ser así, lo habría tomado por un inspector, por un cómplice de la dirección, de la autoridad suprema, dije a mi mujer por la noche. Quizá por un profesor de violín, un pelmazo. Enseguida me habría dado cuenta de algo chocante y ridículo que saltaba a la vista, por ejemplo, de cómo hablaba con los niños, de manera mesurada, pulida, como un asesino sexual, conté a mi mujer. Nada, nada en él, nada en esa figura extraña y fracasada coincide con mis fantasías y expectativas puestas en la edad adulta, y a lo sumo envidiaría su superioridad, sin intuir hasta qué punto sólo se trata de la mera superioridad del adulto, es decir, de la apariencia con que supera la no-superioridad, dije a mi mujer. Escribí sobre la visita unas líneas en mi cuaderno de notas, líneas que ahora recupero apuntándolas en este cuaderno. «Estuve en el internado», escribí, «yace en ruinas, como todo, las casas, las vidas, el mundo», escribí. En la pared, una placa conmemorativa que me asombró sobremanera. Dice lo siguiente: Aquí vivió y creó, etcétera. El director. El dire. El Tapón (que así lo llamábamos nosotros, los niños). ¿Quién habría creído que era un científico? Sí, en el siglo de la chapucería generalizada lo llaman ciencia… El jardín en ruinas, devastado. El internado reconvertido en edificio de viviendas. La solemne escalera con sus anchas barandas de piedra por las que uno podía deslizarse tan a gusto, donde tantas cosas misteriosas ocurrían, sobre todo de noche cuando, a empujones, uno subía con los compañeros a dormir, mientras el sueño se cernía sobre los ojos como una nieve y amortiguaba, aplastaba y acallaba todas las voces, vivencias y deseos (como una noche en que de improviso me vino una fiebre muy alta y Szilvási, un chico campesino unos diez años mayor que yo, me llevó arriba en brazos y me preguntó: ¿en qué sala pernoctas?, a lo cual no supe contestarle por cuanto a mis cinco años de edad jamás había oído esa palabra y no podía entender su significado), la escalera, digo, estaba cochambrosa, y digo poco… Los dormitorios estaban despedazados, repartidos entre inquilinos y más inquilinos… La vivienda del director. La vivienda del dire. Esa vivienda terrorífica, silenciosa y amordazante que obligaba a ir de puntillas. En la puerta, en lugar del pomo resplandeciente de latón, un picaporte de aluminio gris, como una patada triunfante en el trasero… Los cuartos de estudio en el entresuelo. Los junior, seres de segunda categoría, y los senior, seres envidiados, allí se inclinaban en su día sobre los libros, en las horas del silentium de la tarde. Siempre el maestro de guardia encargado de vigilar la devoción. E imponiendo respeto, el problema grave y esotérico de algún ejercicio de álgebra. Estos cuartos ahora dan cobijo a varias familias. Vidas familiares agitadas, ruidosas, llenas de olor a especias… desintegración y descomposición de todas las formas fijas. La vulgaridad como fuerza desintegradora y, en última instancia, como muerte… El sótano. El comedor, el calabozo, la sala de juegos (ping-pong). Sobre todo el escenario de las revistas. No se puede entrar. En una tabla se lee: cineclub, entradas, etcétera. Bien, imaginaré el comedor. Quizá sea mejor: así, la llamada realidad no me molestará. (La realidad de ellos.) En el gigantesco sótano, filas paralelas de mesas largas, cubiertas con manteles blancos e iluminadas por ventanas que se hallaban en lo alto. ¡El desayuno! La única ceremonia digna del día (salvando la revista del sábado): severa y, sin embargo, sugerente. En el lugar que me tienen asignado, los cubiertos del desayuno, en mi servilletero estigmatizado con un uno romano, mi servilleta estigmatizada con un uno romano: ese era mi número, así como en otros tiempos y otros sitios conseguí otros números (en la actualidad, un número de catorce cifras corretea en mi nombre por alguna parte, por las hendiduras de laberintos ignotos, como si fuese mi existencia a la sombra, el otro, mi yo secreto del que no sé nada a pesar de que respondo por él con mi vida y de que todo cuanto hace y padece tiene para mí consecuencias funestas). No obstante, ese número uno romano era un comienzo con verdadero estilo, encantador y prometedor como la aurora de las culturas. Porque yo era el interno más joven de la institución, etcétera. Permanecíamos de pie en nuestros sitios, lavados, radiantes, despiertos, hambrientos (siempre tenía hambre, hambre). En la cabecera de la mesa, el maestro; en cada cabecera, un maestro. El hombre murmuraba una oración. Un rezo breve, prudente, hasta podría calificarse de diplomático. Había de cuidar que no se basara en un canon judío ni en un canon cristiano o, por expresarlo de otra manera, que no fuera ni judío ni cristiano, sino que complaciera en igual medida a todos los dioses. Danos, Señor, nuestro pan de cada día —decíamos, no estoy seguro, pero era algo parecido. (Por la noche, en cambio, rezaba en alemán: Müde bin ich, geh’ zur Rub, etcétera.) No entendía ni palabra, pero lo aprendí con rapidez y al mismo tiempo me embebí también de la monotonía relajante del rezo, de la obsesión repetitiva, de esa higiene singular cuya omisión ocasional dejaba heridas más profundas en el alma que, por ejemplo, el hecho de olvidar lavarme los dientes… Rememorar también la religiosidad fuerte, obsesiva y singular de mi infancia, que al principio era esencialmente animismo y a la que luego se sumó una mirada invisible, omnividente, propia de los rayos X, pero esto ocurrió, si no recuerdo mal, después de los diez años, cuando mi padre se encargó de mi educación… Sigamos. El calabozo. Una vez me encerraron allí. Lo asumí con talante racional. Amor a la soledad. Amor a la enfermedad. Delirios febriles. Decadencia prematura. ¿O era acaso una repugnancia bien fundada hacia los hombres? Permanecer tumbado, solo, en un estado de humor lánguido, en la enorme sala-dormitorio, contemplar cómo el sol tocaba la copa de un castaño en el jardín, mientras un gato se deslizaba con sus pasos incomparables y la cola enroscada por el tejado de enfrente, de un romanticismo sin parangón, lleno de rincones y escondites, torres y chimeneas. El repentino espasmo por la noche cuando, con todo, ocurría lo que nos había apretado el estómago durante la tarde; pasos en la escalera, pasos retumbantes en el pasillo. Los otros. Ya vienen, susurraba, pálido, para mis adentros, como si anunciara una catástrofe. En general, el espasmo. Asociado a la leche extra que recibía por la mañana, debido a mi anemia… (La maravilla de las botellas de leche antiguas que acabaron siendo tan delicadas y pasajeras como las gotas de condensación en esos vidrios esbeltos, surcados por rayas longitudinales y ligeramente acanalados.) Había que beberla. Luego me dolía el estómago un buen rato. La boca del estómago. Me retorcía como después de un K.O. Así y todo, al final sentía autocompasión en el calabozo. Me venía bien por cuanto era consciente de la necesidad de poner cara de arrepentimiento cuando la llave rechinara en la cerradura y me dejaran salir: que disfruten de los supuestos tormentos a los que me han condenado. (¿Dominaba yo de forma instintiva, con socarronería innata, aquellos truquillos o los adquirí a una edad temprana, dicho de otro modo, surtía efecto y daba sus frutos la educación?)… Por aquel entonces ya había comprendido hacía tiempo cuán infame era este mundo para un niño (no sabía, sin embargo, que más adelante todo esto no cambiaba en absoluto si uno mismo no cambiaba)… Y los dolores de cabeza. Imprescindible recordarlos. Su nombre exacto: migraña. Sí. No podía moverme y la luz me dolía hasta con los ojos cerrados. Nunca me atreví a confesárselos a nadie. No podía creer que me creyeran, que pudieran creerlo, que fuera creíble. En este caso como en otros, los consideraba mi pecado secreto y debían mantenerse por tanto en secreto, como los demás, como todo. Al final ni siquiera creía a mi cabeza ni a su dolor. Otro éxito de la educación… Habrá que analizar cómo pude soportar todo eso entre mis cinco y diez años de edad. Es casi inconcebible. ¿Cómo? Como los otros, como todos, a buen seguro, a fuerza de martillazos durísimos e irracionales que vapuleaban mi racionalidad. Por medio de la locura, de una locura que separaba la locura de los siervos de la de los señores (o que precisamente las aunaba). Primera definición de lo irracional: el divorcio de mis padres, interesante sobre todo desde el punto de vista de su consecuencia, el internado. Cuando inquiría por la causa de su separación, la respuesta, la de mi padre, la de mi madre, era siempre: Porque no nos entendíamos. ¿Por qué? ¿No hablan ambos en húngaro?, pensaba. No podía comprender por qué no se entendían si antes se habían entendido. Pero era la última palabra, el argumento definitivo, la frontera que daba a la nada: así pues, detrás de todo barruntaba un secreto grave, complejo y seguramente sucio que me obligaban a tragar sin rechistar. Parecía una fatalidad: debía aceptarla, tanto más (y de manera tanto más funesta) cuanto menos me resultaba comprensible. La otra definición de lo irracional eran ciertos viajes periódicos en tranvía con mi padre. Ya no recuerdo ni adónde íbamos ni a ver a quién ni por qué. El asunto era mucho más insignificante que el divorcio. Y sin embargo… La parada en que nos bajábamos cada vez para luego andar un buen rato, en la dirección seguida por el tranvía. Hice el comentario que, desde la parada siguiente, sólo había que volver atrás unos pasos. Respuesta: Yo no vuelvo atrás. Pregunta: ¿Por qué? Respuesta; Porque no. Pregunta, una vez más: Pero ¿por qué? Respuesta, una vez más: Ya te lo he dicho: porque yo no vuelvo atrás. Percibía el enorme sentido profundo de esta firmeza, pero no era capaz de entenderlo. La desorientación total y aplastante de mi mente, como ante un misterio. Al final tuve que deducir la existencia de una ley inidentificable, pero inamovible, representada por mi padre y reconocer el poder que ejercía sobre mí. «La neurosis y la violencia como sistema exclusivo de las formas de relación, la adaptación como única posibilidad de supervivencia, la obediencia como práctica, la demencia como resultado final», escribí. La cultura anterior se convertirá en un montón de escombros y por último en un montón de cenizas, pero por encima de las cenizas revolotearán luego los espíritus, decía otra de mis fichas (Wittgenstein), «… y mientras me hallaba allí, debajo del paraguas, y me asía el misterio asfixiante de esa institución privada y burguesa, de ese internado de niños reconocido por el Estado, el secreto que todavía flotaba en el húmedo aire otoñal como el silencio malévolo que rodea las viejas criptas, de repente, cómo expresarlo, me atravesó, cual humedad que todo lo cala, esa antigua cultura, esa cultura del padre, ese complejo paterno de universales dimensiones», escribí. Durante mis posteriores lecturas, cada vez que me topaba con la descripción de un internado religioso, de un seminario o de una escuela militar, siempre creía reconocer «mi internado», aunque este fuera desde luego distinto, más agradable, más absurdo y, en general, más perverso, si bien sólo pude llegar a esta conclusión años más tarde, mirando el espejo de la infamia en que culminó todo, dije a mi mujer. En realidad, se basaba en principios simples, en el principio de la autoridad, en el principio autoritario del padre, le dije. Copiaba, sin más, los principios del mundo exterior y, sea por costumbre, por una confusión cómica o por una costumbre convertida en confusión cómica, consideraba estos principios como los títulos que acreditaban el ejercicio del poder, dije a mi mujer. Las paredes de los cuartos de estudio lucían el retrato del usurpador paterno de Hungría de aquel momento: entre majestades reales e imperiales, entre secretarios generales y primeros secretarios, brillaba el retrato de quien en aquella época era tratado como Excelentísimo Señor Regente, con su gorro de almirante y el misterioso uniforme rematado por charreteras, dije a mi mujer. Ahora, a posteriori, le dije, empiezo a abrigar la sospecha de que los ideales directivos, los ideales pedagógicos anglosajones influyeron en la dirección del internado, con cierto toque austro-alemán o, mejor dicho, austro-húngaro o, más bien, en un esfuerzo por adaptarse al genius loci, de la minoría judía germano-austro-húngara asimilada; con la diferencia, dije a mi mujer, de que en vez de formar a la elite de un imperio mundial, formaban a burgueses medios, pequeños y aún más insignificantes. El principio espartano se manifestaba más que nada en la deficiente alimentación, la dirección, llevada por un erudito e influida por ideales anglosajones, robaba la comida a los niños, seguramente en su afán por adaptarse al genius loci, dije a mi mujer. También le mencioné la placa conmemorativa. Y cómo me asombró. Sin duda, le dije, podría haber buscado más información sobre dicha placa, sobre sus causas, etcétera, pero a decir verdad no quiero saber nada. Lo cierto es que este buen hombre, director y propietario de nuestro internado, gozaba de una autoridad inmensa, pero no había en ésta ni gota de respeto a las cosas de un rango superior: como corresponde a la autoridad, la suya sólo se basaba en un miedo bien organizado, dije a mi mujer, aunque él personalmente fuera más que nada un personaje ridículo (aquí mencioné el mote que le pusieran los niños: El Tapón), un tipo diminuto, de bigote largo, tupido, entre blanco y amarillento, melena artística, larga y blanca y una barriga que parecía una parte diferenciada del cuerpo y se abombaba como una sandía gigante bajo el chaleco gris. Por lo demás, esto era todo, que no imaginara más cosas, dije a mi mujer, nuestro temor no se debía ni a actos violentos ni a palabras brutales. Pero el temor, querida, le dije, funciona con muchas variantes y, precisamente cuando se consolida como orden mundial, muchas veces se limita a la superstición. Los maestros le tenían miedo o hacían al menos como si le temiesen. Les servía como referencia continua, y su cercanía iba acompañada de susurros, cuchicheos y obligaba a todo el mundo a mantener la compostura. ¡El dire! ¡El dire! ¡Que viene el dire! Venía poco. Desde su vivienda situada en la planta alta cual si fuese un castillo, llegaban órdenes, avisos, deseos muchas veces no manifiestos, sino sólo atribuidos a él y, por así decirlo, adivinados y anticipados. Vivíamos bajo el signo del castillo, con rostros que no cesaban de alzar la vista, de espiar la fortaleza, pero que se encogían bajo su sombra. Reinaba la seriedad, cuyos fundamentos nadie ponía en duda, una seriedad aplastante y, sin embargo, recubierta de la pátina de una alegría oficial. El espíritu de las reglas de juego, el espíritu deportivo, el espíritu de los próximos exámenes, del examen de bachillerato de los senior. Espíritu moderno. Colmado, eso sí, de tradición clásica. Y lleno también de contenido nacional, de proclamas nacionales, de luto nacional, de afirmaciones nacionales. Recuerdo las leyendas, conté a mi mujer, que circulaban entre nosotros sobre los platos subidos desde la cocina situada en el sótano, por la escalera trasera que conducía directamente al castillo; nunca faltaba aquel que acababa de ver la comida o la cena que subían al dire y a su familia, mientras nosotros nos conformábamos con cuatro rodajas de chorizo sumergidas en un aguachirle de patatas a la páprika y cinco galletas servidas con el té de la noche. Pero ya se sabe, querida, dije a mi mujer, el privilegio no hace más que consolidar la autoridad, y la mezcla de admiración y odio con que los sometidos recibíamos estas demostraciones era muy propia de la ambigüedad de nuestras vidas. No obstante, expliqué a mi mujer, la seriedad a veces se venía abajo crujiendo y rechinando y se precipitaba a un abismo revestido de carcajadas obscenas, desde donde se oían las risas desenfrenadas de los demonios allí instalados y desde donde, también, siempre emergía de nuevo, maltrecho cual buque de guerra rescatado de las profundidades marinas y, sin embargo, triunfante a pesar del naufragio, el antiguo poder, el castillo, el orden. Escándalo, conté a mi mujer, escándalo se llamaba esta caída imparable, siempre inesperada y, por así decirlo, voluptuosa que ella debía imaginar, le dije, como cuando un caballero borracho, empeñado durante un buen rato en sostenerse de pie a duras penas, cede de pronto a la tentación y cae aliviado al suelo, sí, exactamente así eran aquellos desbarajustes, aunque sea obligado añadir que la sobriedad del caballero no es más que desbarajuste y arena movediza y la sobriedad, en este caso, sólo era una borrachera intensificada, dije a mi mujer. Le conté uno de estos escándalos. Uno de los más característicos. Ocurrió cuando El Dardo, educador de mano dura, escuálido y ya mayor, recorrió a toda pastilla las salas-dormitorio y descubrió la ausencia de uno de nosotros, de un senior, un chico de diecisiete años a quien aún recuerdo: los dientes blancos, la expresión vivaz, el pelo largo y moreno, la risa, dije a mi mujer. Al mismo tiempo (aunque quizá fuera antes) descubrió que el cuartucho situado al final del pasillo no se abría por estar, concretamente, cerrado por dentro. Al mismo tiempo (aunque quizá fuera antes) avisaron de la cocina que faltaba la «chica nueva», a la que también recuerdo pues aún la veo sirviendo la mesa con su delantal de criada, aunque, a decir verdad, sólo me acuerdo de unos rizos rubios y ensortijados y de una sonrisa muy típica y hasta podría decirse arquetípica. Según contaron luego, se habían encerrado por la noche y se habían dormido. El Dardo llamó a la puerta. Después de unos movimientos titubeantes y de unos susurros apagados no se oyó nada más desde dentro. No abrieron la puerta. El Dardo advirtió a los pecadores. Al cabo de poco tiempo apareció el dire. Su rostro estaba enrojecido, su bigote y su melena ondeaban, la barriga le saltaba arriba y abajo y nosotros, subordinados malévolos, le abrimos paso arrimándonos a las paredes. Sacudió el picaporte como la Gestapo y golpeó la puerta con ambos puños, como un marido engañado en una comedia barata. Luego sólo recuerdo la expulsión decretada en público (a la chica la echaron en el acto, claro está), el discurso solemne, pérfido y tramposo, y que todos estábamos del lado del senior y que todos callamos. Como es natural, dirás, dije a mi mujer. Hoy ya sé en qué se basaban aquel día mi sentimiento de culpa, mi conciencia de culpa, la vergüenza y el terror, esa cosa asfixiante que sentí durante todo el proceso, hoy ya sé qué ritual presencié en aquella institución paterna sustitutiva del padre: presencié una castración pública, que se produjo para nuestra intimidación y con nuestra colaboración, y da absolutamente igual si lo hicieron de forma consciente o sólo por costumbre, por una simple costumbre pedagógica, por la costumbre exterminadora de la educación exterminadora. O allí estaba, por ejemplo, la revista de los sábados por la tarde, dije a mi mujer. Hay que imaginársela, le dije. Primero sacaban unas cuantas mesas largas del comedor y las juntaban para formar una única mesa interminable que cubrían con manteles. Todo esto ocurría en la sala de juegos. Sólo entonces podíamos entrar nosotros, los alumnos, para que cuando formáramos fila, lo hiciéramos ante esa hilera interminable de mesas cubiertas de manteles y la hilera de sillas colocadas detrás. La angustia enseguida se cernía sobre nosotros como una materia palpable. Entonces alguien, por regla general un educador de rango inferior o, en algunos casos, un miembro de rango superior del personal de rango inferior, traía un libro de enormes dimensiones encuadernado en negro, el libro de revista, y lo colocaba sin decir palabra en el centro de la mesa. A continuación proseguía la espera, una espera cada vez menos esperanzada, ante las sillas, la mesa y el libro maligno, mudo, chato y negro puesto sobre la mesa blanca. En ese instante de vacilación generalizada, de susurros, sí, de desmoronamiento absoluto, entraba, a la cabeza del profesorado, el director. Tomaban asiento. Silencio de muerte. Se ponían las gafas. Carraspeos y crujidos de sillas. Entonces, cuando la tensión había alcanzado el máximo grado de intensidad, se abría el libro negro, cual si fuese el Apocalipsis. Nos contenía a todos, con nuestros pecados (y virtudes). Nos llamaban uno a uno. El interpelado daba un paso al frente y temblaba en solitario en el vacío abierto entre la autoridad instalada en el trono detrás de la mesa y el calor del rebaño que acababa de dejar. Conocía de un modo aproximado sus logros y omisiones y, no obstante, se sentía inseguro y dispuesto a vivir cualquier sorpresa. El dire leía en silencio los apuntes semanales referidos a la persona en cuestión, se volvía ora a la izquierda, ora a la derecha, deliberaba en voz baja con los maestros que le acercaban sea la boca, sea la oreja, y luego pronunciaba el veredicto. Podía tratarse de una reprimenda, de una alabanza o de un sermón, el nombrado podía ser presentado como modelo que seguir o ver suprimida su salida del sábado o incluso la del domingo. Pero lo esencial no era esto, sino el procedimiento, dije a mi mujer. Tenía la sensación de que quizá no fuera conveniente contarle todo esto, o al menos no de tal manera, hablando única y exclusivamente de ello durante días y semanas, porque a buen seguro la aburría y con toda seguridad la atormentaba, como también me atormentaba a mí aunque, claro, mucho menos que a ella y, para ser preciso, no sólo me atormentaba menos, sino también de otro modo, de un modo más fructífero, lo percibía con nitidez mientras narraba, mientras relataba mi infancia a mi mujer, percibía cómo el tumor de la infancia, remoto y ahora de nuevo inflamado debido al nuevo peligro, no cesaba de crecer, de hincharse y tensarse mientras hablaba y a punto estuvo de estallar y, de hecho, estalló, de modo que, sí, me torturaba y al mismo tiempo sentía, gracias al relato, a la tortura, un alivio. Ese acto, dije a mi mujer, era como un juicio divino, tal como lo imagina un cabo primero, por ejemplo, dije a mi mujer, sí, el acto era —no en serio, claro está, sino sólo en juego— como cuando pasaban revista en Auschwitz, le dije. Más tarde me enteré de que el dire se convirtió en humo en uno de los crematorios del campo de exterminio, y si debo percibir el hecho como la última confirmación, por así decirlo, esto sigue siendo probablemente el fruto de la educación que me dio, de la cultura en que él creía y para la cual me preparó pedagógicamente, dije a mi mujer. Desde aquel mundo más frío e impersonal y por tanto, en el fondo, más previsible de la dictadura pedagógica fui a parar luego, de improviso, a un régimen de terror cálido y paternal, cuando mi padre me puso bajo su tutela directa a mis diez años de edad, expliqué a mi mujer. En aquella época, recuerdo, intenté varias veces fijar por escrito mis sentimientos respecto a mi padre, retratar, por así decirlo, la relación asaz compleja entre mi padre y mi persona, dibujar una imagen más o menos precisa aunque no veraz, claro, pues cómo podemos ser veraces por lo que respecta al padre, cómo puedo yo ser veraz respecto a la mismísima verdad si para mí sólo existe una única verdad, mi verdad, e incluso aunque sea un error, sí, aunque lo sea, basta mi vida, ¡por el amor de Dios!, para conferir a mi error la categoría de verdad única, de modo que al menos intenté, digo, dibujar una imagen más o menos fiable de mi padre y de mis sentimientos relativos a mi padre y sin embargo nunca lo logré, y hoy ya sé que jamás se logra y supongo o en todo caso intuyo o al menos sospecho que no he cesado de intentarlo desde entonces, que no estoy haciendo otra cosa en este preciso momento en definitiva y que ahora también, como siempre, lo hago en vano. «Debo ser capaz de pensar cuán imposible le era encontrar el camino que conducía a mí…», escribí, por ejemplo. «… Su relación conmigo era probablemente tan angustiosa como consigo mismo, y él sin duda la calificaba de amor y la tomaba por amor, y de hecho lo era, siempre y cuando aceptemos esta palabra con todo su absurdo y prescindamos de su contenido despótico…», escribí. En el internado me relacionaba con una ley para mí temida pero en ningún caso respetada, dije a mi mujer. De hecho, tenía el rostro de la fortuna, podía caer sobre mí o favorecerme, pero en modo alguno afectaba a mi conciencia: sólo bajo el yugo del amor me convertí en verdadero culpable, le dije. Esta fase de mi infancia me provocó la crisis más necia: vivía en un mundo de creencias animistas como los hombres primitivos, mis pensamientos se rodeaban de tal cantidad de tabúes que casi les atribuía un poder material y creía en su omnipotencia, dije a mi mujer. Entretanto, sin embargo, influido sin duda por mi padre, empecé a creer en la existencia de un Todopoderoso que conoce y sopesa mis pensamientos en el momento mismo de su concepción, aunque muchas veces me venían ideas imponderables. Mi padre tenía, por ejemplo, la costumbre de apelar a veces a mi conciencia, dije a mi mujer. En esos casos, no podía evitar las repeticiones o, mejor dicho, expliqué a mi mujer, yo siempre sabía lo que diría, siempre me adelantaba en secreto a su discurso y él me obedecía y me seguía: por un instante recuperaba mi libertad, pero me producía escalofríos, le dije. Aterrorizado, procuraba aferrarme a algo, me bastaba fijarme en el cuello doblado de su camisa, en la soledad de su mano ligeramente temblorosa, en las arrugas de su frente provocadas por el esfuerzo, en todo su afán inútil, en cualquier cosa, y al final me ablandaba y me volvía tierno como una esponja desgastada. Entonces podía por fin pronunciar para mis adentros la palabra redentora, la palabra del triunfo breve y al mismo tiempo la consigna de la urgente retirada: Pobre… La esponja empezaba a hincharse, mi propia emoción me provocaba lágrimas, y de este modo pagaba una miaja de la deuda que iba acumulando por el amor amenazante de mi padre. Que no sabía si, a despecho de todo, en contra de todo y con independencia de los múltiples y ambiguos significados de la palabra, lo quería, respondí a mi mujer cuando me lo preguntó, y era además difícil saberlo por cuanto, enfrentado a infinitud de reproches y exigencias, siempre sabía, sentía y notaba o, mejor dicho, debía saber, sentir y notar que no lo quería o al menos que no lo quería bastante, y como no podía quererlo, probablemente tampoco lo quería, dije a mi mujer, y a mi juicio, le dije, era también lo correcto y previsto, para expresarlo de una forma más o menos radical, ya que así y sólo así, dije a mi mujer, podíamos establecer una existencia conforme al esquema ideal. El poder es incontestable como incontestables son sus leyes que rigen nuestras vidas, pero nunca podemos cumplir estas leyes de una manera total: siempre somos culpables ante el padre y ante Dios, dije a mi mujer. Al fin y al cabo, mi padre me preparó para lo mismo que el internado, para la misma cultura que el internado, y seguramente no se devanó los sesos pensando en sus metas como yo tampoco lo hice pensando en mis negativas, desobediencias y fracasos: bien es verdad que no nos entendíamos, pero nuestra colaboración era perfecta, dije a mi mujer. Y aunque, por mucho que me esfuerce, no sé si lo quería, sí es cierto que a menudo lo compadecía sinceramente, de todo corazón: pero cuando derribaba al poder paterno, a la autoridad, al dios, poniéndolo en ridículo y compadeciéndolo por ello —en secreto, siempre en el mayor de los secretos—, no sólo él —mi padre— perdía su poder sobre mí, sino que yo también caía en una soledad estremecedora, dije a mi mujer. Necesitaba al déspota para que se restableciera mi orden mundial, le dije, y mi padre jamás intentó establecer un orden alternativo a mi orden mundial usurpador, el de nuestro común sometimiento, por ejemplo, o sea, el de la verdad, dije a mi mujer. Así las cosas, además de ser un niño malo y mal alumno, también era un mal judío, dije a mi mujer. Mi judaísmo quedó como una circunstancia nebulosa de mi nacimiento, como otro defecto mío entre muchos otros, otro error de la mujer calva sentada delante del espejo, con una bata colorada, dije a mi mujer. Muchas cosas más le dije, claro, pero no lo recuerdo todo. Recuerdo que la dejé agotada, así como yo también me cansé mucho y sigo cansado. Auschwitz, dije a mi mujer, me pareció más tarde una mera exacerbación de las mismas virtudes para las cuales me educaron desde la infancia. Sí, allí, en mi infancia, con mi educación, empezó mi imperdonable quebrantamiento, mi supervivencia jamás sobrevivida, dije a mi mujer. Era un miembro moderadamente aplicado y no siempre intachable de la conspiración tácita dirigida contra mi vida, le dije. Auschwitz, dije a mi mujer, se me presenta en la imagen del padre, sí, las palabras padre y Auschwitz producen en mí las mismas resonancias, le dije. Y si es cierta la afirmación de que Dios es un padre encumbrado, entonces Dios se me manifestó en la imagen de Auschwitz, dije a mi mujer. Cuando callé por fin y después de tanto hablar callé un buen rato, quizá durante días, mi esposa pareció atormentada, pero como si no hubiera comprendido mis palabras o, para ser preciso, como si no las hubiera entendido tal como yo las había dicho, es decir, como si no se hubiera percatado de que yo —y de nada me sirve saber perfectamente que sucedió de una manera gratuita (es lo menos que puedo decir), de una manera gratuita, despiadada y probablemente debida al simple hecho de que me escuchó hasta el final—, como si no se hubiera percatado, repito, de que yo, en el fondo, dirigía toda mi rabia contra ella, por no emplear la palabra rebelión en un contexto en que realmente no tiene cabida; a lo que voy es a que en ese momento mi mujer parecía creer que, después de haber dicho, soltado, vomitado cuanto había dentro de mí, también me había liberado de todo, sí, como si pudiera liberarme de todo eso, como si alguien pudiera liberarme, pensaría, pensé al observar en ella algunos intentos desde luego vacilantes de acercarse a mí, de acercarse a mí mostrándome comprensión. Yo por supuesto me resistía; por supuesto no podía tolerar ninguna comprensión, que en realidad sólo habría confirmado mi sometimiento. Sin embargo, eso era una bagatela comparado con una percepción vigorosa y elemental que probablemente provenía de mi modo de proceder, de cómo traté a mi mujer o —sí, en las últimas horas de mi noche esclarecedora debo utilizar la palabra adecuada—, de cómo maltraté a mi mujer. Sí, el hecho de que fuera tan despiadado, tan familiarmente despiadado con ella, en cierta medida la hace al mismo tiempo y de una vez para siempre intolerable a mis ojos, y es una exageración, una enorme exageración, pero en cierto sentido fue como si la hubiera matado y ella hubiera sido testigo, hubiera visto, presenciado que yo mataba a un ser humano; y parecía que yo nunca pudiera perdonárselo. Resulta superfluo reflexionar aquí sobre el tiempo, sobre el tiempo, por ejemplo, que vivimos, que aguantamos mudos uno al lado del otro. Me sentía profundamente deprimido, desvalido y abandonado, hasta tal punto que la situación resultaba imposible de compensar, es decir, que no estimulaba mi trabajo sino todo lo contrario: lo paralizaba. Y no estoy del todo seguro de si no esperaba secretamente ayuda de mi mujer, mientras, como es natural, en mi interior la cubría de acusaciones, de todo un tejido de acusaciones; aunque fuera así, en todo caso no le hice llegar ninguna señal visible, creo yo. Un buen día, era de noche si no recuerdo mal y sin duda no recuerdo mal, pues era a altas horas de la noche y mi mujer, muy hermosa ella, acababa de volver de algún sitio, no sé de dónde porque ni le pregunté ni lo averigüé, y a todo esto, como un rayo emergido entre densos nubarrones, me sacudió de golpe la idea: «¡Qué judía más bella!», de una manera triste e infame, claro está, mientras ella se acercaba y yo tenía la impresión de verla atravesar una alfombra de color azul verdoso como si fuese el mar, esa noche, digo, mi mujer rompió el silencio, nuestro silencio. Que ya era un poco tarde, dijo, pero me veía todavía sentado y leyendo. Que sentía llegar tarde, dijo, pero que le había surgido algún trabajo, lo cual a mí a buen seguro no me interesaría. Y que yo estaba allí sentado y leyendo, leyendo o escribiendo, leyendo y escribiendo, que daba igual, dijo mi mujer. Sí, dijo, para ella fue una gran escuela, nuestro matrimonio, quería decir. Gracias a mí, dijo, comprendió y experimentó todo cuanto no había comprendido ni querido comprender cuando se basaba en las experiencias de sus padres. Comprendía ahora que, siendo entonces una muchacha, la comprensión simplemente la habría matado. Secretamente, en el fondo de su corazón, dijo mi mujer, se había considerado una cobarde durante mucho tiempo, pero ahora sabía, a lo cual habían contribuido en gran medida los años de convivencia conmigo, ahora sabía, dijo, que simplemente quería vivir, que debía vivir. Y ahora también, dijo mi mujer, todo en su interior le decía lo mismo: que quería vivir. Que me compadecía y lamentaba sobre todo mostrarse tan impotente en su compasión; pero que ella había hecho lo posible y lo imposible por salvarme (a todo esto yo callaba, asombrado, sin embargo, por su uso del vocabulario). Debía hacerlo aunque fuese por mera gratitud, prosiguió mi mujer, ya que yo le había enseñado el camino por donde ahora no era capaz de acompañarla, pues más fuertes que mi entendimiento eran las heridas que yo llevaba dentro y que aparentemente, así lo veía ella al menos, yo no quería ni quiero curar aun pudiendo curarlas, y esto se introdujo en nuestro amor y en nuestro matrimonio. Volvió a decir que me compadecía, que me habían destrozado, pero que yo también había sucumbido por ello, cosa esta que ella no había percibido al principio, sino todo lo contrario, al principio, dijo mi mujer, admiraba precisamente que, a pesar de haber sido destrozado, yo no sucumbiera, pues por aquel entonces aún veía cosas de estas, pero el hecho de haberse equivocado, dijo, no era en sí grave ni le había provocado una sensación de desilusión, aunque sí, sin duda, cierto sufrimiento, dijo mi mujer. Repitió que había querido salvarme, pero que la infructuosidad de todos sus esfuerzos, de todo su afecto y amor había matado poco a poco el afecto y el amor que sentía por mí, dejándole únicamente una sensación de infructuosidad, de inutilidad e infelicidad. Según ella, yo siempre hablaba mucho de libertad, pero la libertad a la que solía remitirme sin cesar no significaba para mí, dijo, la libertad de mi profesión, del artista (así se expresó ella) e incluso no significaba, de hecho, la libertad entendida como amplitud, como fuerza, como capacidad de aceptar, de la cual formaban parte la responsabilidad y, sí, el amor, dijo mi mujer; no, mi libertad siempre era, de hecho, una libertad dirigida contra algo o contra alguien, contra cosas o personas, dijo mi mujer, era ataque o huida o ambas cosas a la vez y sin esto, en el fondo, no podía existir, porque, según todos los indicios, mi libertad ni siquiera existía, dijo. Por tanto, si no se daban esas «cosas o personas», yo mismo inventaba y creaba tales dependencias, dijo mi mujer, para tener algo ante lo cual huir o a lo cual enfrentarme. Y que, de manera pérfida y despiadada, yo le había asignado durante años este papel terrible y, para ser sincera y utilizar mi propio vocabulario, también infame, dijo mi mujer, pero no se lo había asignado como a su amada el amante que busca apoyo, ni siquiera como el enfermo a su médico, sino como el verdugo a su víctima (para usar una vez más una de mis palabras favoritas), dijo. Según ella, la aplasté con mi intelecto, luego desperté su compasión y, después de despertar su compasión, la convertí en mi oyente, en oyente de mi infancia terrible y de mis espantosas historias, y cuando quiso ser partícipe de mis historias para sacarme del laberinto, del barro, sí, del fango de mis historias y conducirme hacia ella, hacia su amor, con el fin de salir juntos del cenagal y dejarlo atrás para siempre como si fuese el mal recuerdo de una enfermedad: entonces, de repente, le solté la mano (así se expresó mi mujer) y empecé a huir de ella, y ella no tenía ahora la fuerza necesaria, dijo, para seguirme por segunda vez y quién sabe por cuántas más y sacarme de nuevo. Pues por lo visto, dijo mi mujer, yo no quería moverme de allí, hiciera ella lo que hiciera, no existía para mí, según parecía, una salida de mi terrible infancia y de mis espantosas historias, dijo, y aunque sacrificara su vida por mí, sabía y veía que sería inútil, en vano. Sí, cuando tropezamos (esta fue la palabra empleada por mi mujer), tuvo la sensación de que le enseñaba a vivir y luego, aterrorizada, se dio cuenta de la cantidad de energía destructiva que yo albergaba y de que a mi lado no le esperaba la vida, sino la destrucción. La causa, dijo mi mujer, era la conciencia enferma, la conciencia enferma y envenenada, repitió una y otra vez, la conciencia eternamente envenenada, intoxicante e infecciosa que, dijo mi mujer, había que eliminar, sí, dijo, de la que no quedaba más remedio que soltarse y liberarse si la persona deseaba vivir, y ella, insistió, había decidido vivir. Mi mujer calló un instante, y al verla allí, tan sola, pálida y asustada, con los hombros un tanto levantados, los brazos cruzados, el lápiz de labios emborronado, de pronto o, digamos, de un modo inevitable, me vino la preocupación de que quizá tenía frío. Y entonces, de manera seca y concisa como cuando se comunica una noticia desagradable que pierde su sabor desagradable tan pronto se comunica, me anunció que sí, que ya no tenía sentido ocultarlo, que «había alguien», alguien con quien, tal como habían decidido, iba a casarse. Y que él, añadió, no era judío. Tal vez llame la atención, pero el hecho es que sólo entonces abrí la boca, como si de todo cuanto había dicho mi mujer sólo considerara hiriente este punto. ¿Por quién me tomaba, acaso por un defensor negativo de la raza?, grité. No tuve que estar en Auschwitz, grité, para comprender esta época y este mundo, grité, y para no seguir negando aquello que comprendí, grité, seguir negándolo en nombre de un principio vital definido de una manera extraña, pero, lo reconozco, sumamente práctica que sólo es, en el fondo, el principio de la adaptación, bien, grité, no tengo nada que objetar, pero veamos de una vez por todas, grité, sí, aclaremos que la integración, no es en este caso de una raza —¡raza! ¡qué ridículo!— en otra raza —¡qué ridículo!—, sino la integración total en lo existente, en las circunstancias existentes y en las condiciones establecidas, grité, circunstancias y condiciones que son como son, así o asá, pues no vale la pena valorar sus cualidades y sólo merece la pena valorar nuestra decisión y es, de hecho, una obligación valorar nuestra decisión de llevar a cabo la integración total o de no llevar a cabo nuestra integración total, grité, ya en voz más baja probablemente, y luego debemos y hasta estamos obligados a valorar nuestras capacidades para ver si podemos o no podemos llevar a cabo la integración total, y ya en mi primera infancia percibí con claridad que yo no era capaz, que no era capaz de integrarme en lo establecido, en lo existente, en la vida, y sin embargo, grité, sigo aquí, sigo existiendo y viviendo, pero consciente de mi incapacidad, tal como lo percibía en mi infancia con nitidez: si me integrara, la integración me mataría antes que si no me integrara, lo cual en el fondo me mata igualmente. En este sentido, me importa un rábano si soy judío o no soy judío, aunque en este caso el ser judío es sin duda una gran ventaja, y sólo —¿me entiendes?, grité—, sólo y exclusivamente desde esta única perspectiva estaba yo dispuesto a ser judío, sólo desde este punto de vista consideraba una fortuna e incluso una fortuna extraordinaria y hasta una merced no el ser judío, porque me importaba un pepino lo que era, grité, sino el hecho de haber estado en Auschwitz como un judío estigmatizado y de haber vivido algo por ser judío, de haberle visto la cara, de saber, para siempre y de manera imborrable, algo que no suelto, que no soltaré jamás, grité. Callé en el acto. Luego nos divorciamos. Y si no recuerdo los años posteriores como unos años desérticos vividos en una aridez total, se debe única y exclusivamente a que pasé esos años trabajando, como siempre, como antes, después y durante mi matrimonio, sí, el trabajo me salvó, aunque sólo lo hiciera para la destrucción. En esos años no sólo llegué a unas percepciones decisivas, sino que reconocí asimismo que la sucesión de mis percepciones se entrelazaba, nudo a nudo, con mi destino. En esos años reconocí también la verdadera naturaleza de mi trabajo, que no es otra cosa que cavar, seguir cavando la fosa que otros empezaron a cavar para mí en las nubes, en los vientos, en la nada. En esos años volví a soñar mi tarea y mi esperanza secreta, que ya había soñado, como ahora ya sé, gracias al ejemplo del «señor maestro». En esos años conocí mi existencia, de un lado como hecho y de otro como forma de vida espiritual o, para ser preciso, como forma de vida de la supervivencia que no sobrevive, que no quiere ni puede, probablemente, sobrevivir a determinada supervivencia, como forma de vida de la supervivencia que, no obstante, exige lo suyo, que exige, concretamente, ser moldeado como un objeto redondo y duro cual cristal, con el fin de mantenerse, no importa para qué, no importa para quién, para todos y para nadie, para aquel que es o no es, porque da lo mismo, para aquel que se avergüenza de nosotros y (quizá) por nosotros; como forma de vida de la supervivencia que, sin embargo, eliminaré y liquidaré en cuanto hecho, en cuanto mero hecho de la supervivencia, incluso —y sólo entonces ocurrirá de veras— aunque ese hecho sea casualmente yo. En esos años ocurrió que me encontré con el doctor Obláth en el bosque. En esos años empecé a emborronar papelitos con apuntes sobre mi matrimonio. En esos años volvió a presentarse mi mujer. Un día que la esperaba en el café de siempre con la esperanza de conseguir más recetas, apareció con dos niños de la mano. Con una niña de ojos negros y pequitas pálidas esparcidas alrededor de la nariz y con un niño travieso de ojos de color azul grisáceo, alegres y duros como guijarros. Saludad al señor, les dijo. Eso me abrió los ojos para siempre, de una manera total. A veces todavía me arrastro por la ciudad como una comadreja roñosa después del gran exterminio. Alguna voz o una imagen me despiertan, como si los recuerdos reprimidos barruntaran y asediaran desde el más allá mis sentidos atrofiados y encallecidos. Me detengo aterrorizado a la vera de una casa o en una esquina, husmeo con las ventanas de la nariz ensanchadas, espío alrededor con la mirada asustada, querría huir, pero algo me retiene. La alcantarilla borbotea bajo mis pies, como si la corriente sucia de mis recuerdos quisiera salirse de su cauce oculto y arrastrarme. Que así sea; estoy preparado. Con un último gran esfuerzo he mostrado todavía mi vida caduca y tozuda —la he mostrado para emprender luego el camino, llevando el hato de la vida en las manos levantadas, y, como si fuese en las aguas negras y crecidas de un río oscuro,
sumergirme,
¡Dios mío!
déjame sumergirme
de aquí a la eternidad
Amén.