El Cerro de Plata
Para comienzos del siglo XVIII, la Villa Imperial de Potosí, cuyo nombre resonaba con un tintineo de plata en el mundo entero, estaba en plena decadencia. La inmensa riqueza que allí se produjo desde que comenzó la explotación sistemática del metal precioso se hacía cada vez más difícil, escasa y costosa.
El imperio español mismo se hallaba en un momento crepuscular, terminado el reino fantasmal de Carlos II y abierto el proceso de la Guerra de Sucesión en favor de los Borbones, que por largos años iba a distraer y debilitar la presencia de la cabeza de la monarquía hasta que llegó a asentarse la autoridad final de Felipe V.
Buena parte de la grandeza de la fabulosa ciudad, con las naturales exageraciones del descontento, estaba en el pasado, y poco de halagüeño se veía para el mañana. Sin embargo, en lo más áspero e inhóspito de la cordillera andina, en extensiones gélidas y grises sin vegetación ni agua, había surgido aquella prodigiosa e increíble acumulación de hombres en desesperada búsqueda de la riqueza. Habría que pensar que, para fines del siglo XVI, en aquel paraje se llegó a formar una de las concentraciones de población más grande de la época. Los cronistas hablan de 150 mil habitantes, junto a lo cual hacen pequeño papel no sólo las grandes metrópolis virreinales del nuevo continente, sino las más poderosas ciudades de Europa. Llegó gente de todas partes por la vía de Panamá y por la vía del río de la Plata, en una corriente ininterrumpida que produjo un crecimiento artificial del cuadro urbano. No eran sólo españoles e indígenas sino gentes de toda Europa y del Mediterráneo: italianos, ingleses, polacos, entre los que no faltaron algunos musulmanes disimulados. Todo giraba y reposaba sobre la producción de plata y había que traer de fuera todo lo necesario para el lujo y la vida ordinaria. Todo parecía concentrarse mágicamente en aquel cerro cónico y pelado de tierra rojiza, junto al cual creció la ciudad, y que parecía estar penetrado hasta el fondo por múltiples e inagotables vetas del rico metal. La riqueza hallada y explotada fue mucha, pero mucha más, sin duda, fue la riqueza imaginada y esperada. Se pensaba que bastaba llegar al prodigioso lugar para que, por arte de magia, los mendigos se convirtieran en millonarios y compitieran en los más extravagantes lujos. León Pinelo pudo escribir mucho más tarde que fue tanta la riqueza que se logró extraer del cerro que con ella se ha podido construir un camino de plata sobre la tierra y sobre el mar de más de dos mil leguas de largo, catorce varas de ancho y cuatro dedos de espesor, desde Potosí hasta Madrid.
Por ese camino alucinante anduvo la imaginación de los hombres de la época, hasta llegar a crear una situación irreal en la que lo fantástico y lo ordinario, lo real y lo imaginario se mezclaban de la manera más intrincada y total. En el siglo XVII, un pintor anónimo, muy seguramente mestizo, plasmó en un cuadro que hoy se conserva en La Casa de la Moneda de Potosí, una alucinante y conmovedora imagen del cerro fabuloso. La forma cónica se convierte en el manto de la Virgen, cuya cabeza y manos emergen de la envolvente masa. La Santísima Trinidad le coloca la corona de Reina de los Cielos, mientras a los lados el Nuevo Mundo está representado por sus actores legendarios: el emperador, el papa, el inca Huayna Capac, caballos y llamas, frutas y gente, frutos y actores del gran hecho cultural.
Las cosas que ocurrieron durante el primer siglo largo corrido desde el hallazgo de la riqueza del cerro, el año de 1545, hasta el apogeo de la explotación, que podría situarse a principios del siglo XVII, forjaron en mil formas una imagen irreal de la ciudad que afectaba tanto a los que oían hablar de ella como a los que la habitaban, y creó un verdadero clima mental de frenesí y de exceso, de esperanzas desmedidas, de pugna de ambiciones y de azarienta búsqueda de la riqueza y el poder que llegó a constituir lo que podríamos llamar un síndrome de la riqueza súbita y de la ambición descabellada. La frontera entre lo real y lo irreal era muy imprecisa y, junto a las anécdotas de los miserables velozmente enriquecidos por la mina, circulaban millares de imaginarias y deformadas aventuras de súbita fortuna, en las que lo imaginario y lo real se entremezclaban de manera inesperada.
No solamente lo real y lo imaginario sino lo natural y lo sobrenatural formaban la base misma de la vida cotidiana de la ciudad. Enriquecimientos fulminantes, apariciones sobrenaturales, milagros y mil formas de tortura visible e invisible ejercidas por legiones de demonios constituían la crónica viviente de la Villa, que se transmitió de generación en generación en un crecimiento hiperbólico que no parecía tener límite.
Muchos pusieron por escrito y hasta llegaron a publicar relaciones referentes a la historia de la Villa, pero quien estaba llamado a dejar el más grande testimonio de los hechos pasados y de las increíbles tradiciones orales fue un potosino de relativa oscuridad, quien, para los primeros años del siglo XVIII, seguramente mal resignado con la decadencia del fabuloso sitio, se puso a recoger y transcribir metódicamente toda la información que, en archivos, memorias y recuerdos, se conservaba. Este potosino, sobre cuyo nombre verdadero hay polémica, parece haber tenido el rimbombante nombre de Bartolomé Arzans de Orsúa y Vela quien, desde la edad de veinticuatro años hasta el momento de su muerte, ya sexagenario, no hizo otra cosa que recoger ese inmenso conjunto de historia y leyendas en un manuscrito de más de mil quinientos folios, con el título prometedor de Historia de la Villa Imperial de Potosí. Riquezas incomparables de su famoso cerro. Grandeza de su magnánima población. Sus guerras civiles y casos memorables.
Esta inmensa suma de informaciones, evocaciones y relatos, que es como Las mil y una noches de la más fabulosa América, permaneció por siglos sin hallar editor hasta que, gracias a la labor eminente de Lewis Hanke y Gunnar Mendoza, la Universidad de Brown en los Estados Unidos hizo la hazaña de publicarla en tres volúmenes en folio que constituyen uno de los mayores monumentos de información sobre el hecho americano.
Arzans escribe vuelto hacia el pasado, movido por un poderoso sentimiento de orgullo y de añoranza. Cuando él se pone a escribir su inmensa crónica, el esplendor de la ciudad ha concluido y han comenzado tiempos de estrechez, en los que el mineral se ha hecho más costoso y difícil de extraer y en los que la riqueza ha descendido notablemente. Está, sin embargo, vivo y magnificado por la añoranza del fabuloso pasado. Está, desde luego, el cerro con sus cien bocas abiertas, poblado del trajín de los mineros, están los molinos de plata de los «azogueros» a lo largo de la Ribera, y están los palacios del gobierno y de La Moneda y las suntuosas viviendas de los antiguos potosinos, para testimoniar dramáticamente aquella decadencia.
Fue gris la vida del cronista y en nada se parece a ninguna de las fabulosas historias que minuciosamente registra día a día para salvarlas del olvido, pero en aquellas largas horas en las que se encierra para recoger los recuerdos del pasado logra evadirse de la realidad y regresar a la más fabulosa presencia de la ciudad mágica. Escribe lleno de respeto por el pasado, con la convicción de recopilar el testimonio vivo de lo que fue el esplendor de la Villa. Escribe la historia, la crónica y la novela de aquella insólita concentración de sueños, de apetitos, de ostentación y de violencia, y al hacerlo no sólo recoge escuetamente los sucesos y el recuerdo de los personajes, sino que logra algo mucho más difícil, como es recrear la poderosa presencia de la sobrerrealidad que se dio en aquel lugar privilegiado.
Junto a las modernas historias cuantitativas y a las eruditas inquisiciones económicas y sociales era necesario rescatar y devolverle su presencia a aquel testimonio peculiar, sin el cual no es posible explicarse lo que allí pasó.
Ahora, gracias a su apasionante dedicación, podemos penetrar en muchas formas en las circunstancias y características peculiares que produjeron aquella creación insólita y reveladora.
Potosí fue una pura creación de la codicia y de la irracionalidad. Antes del descubrimiento de los yacimientos de plata, en 1545, era uno de los parajes más inhóspitos y desiertos de la alta sierra peruana. En la luz transparente y el aire delgado de la altura crecía apenas una vegetación rala, escaseaban los pájaros, había poca agua y no existía población indígena alguna. Es a partir de aquel momento prodigioso cuando van a converger vertiginosamente todos los elementos de los que brotará aquella ciudad súbita y casi imaginaria. Rápidamente se va a poblar la soledad, se van a trazar caminos y calles, va a surgir en el paisaje gris y casi lunar una ciudad igualmente gris, llena de arabescos y de alardes de riqueza, en la que se va a centrar el más abigarrado y sediento conjunto humano reunido frente al Cerro de Plata.
El hombre para describir aquel ambiente casi irreal y onírico, lleno de sorpresas y contrastes, hubiera sido, sin duda, el Quevedo de los Sueños. Sólo él hubiera podido darnos una imagen suficiente de aquel ambiente increíble. En cierta forma era la figuración del más exacerbado sueño barroco en hombres, en cosas, en usos, en modos y en situaciones. Desde el estrambótico y estrafalario título de Villa Imperial, todo parecía converger para crear y multiplicar aquella poderosa sobrerrealidad.
Hay un primer tiempo de arranque que va desde el descubrimiento de los yacimientos hasta la llegada, hacia 1576, del virrey, D. Francisco de Toledo, que es el primero que trata de poner orden y concierto en aquel creciente caos nacido de la pugna de todas las codicias. Es él, precisamente el que, ante el grave problema de la escasez de mano de obra para la extracción del mineral, va a establecer el tristemente célebre sistema de la mita. Con él resucitaban en alguna forma, sistemas de trabajo obligatorio que los indígenas habían prestado a sus soberanos, con lo que lograba la colaboración de los kurakas o jefes indios locales, que se comprometían a aportar periódicamente el contingente de hombres necesario para el trabajo. Era ingenioso y complicado el sistema de la mita. Por una semana de trabajo los mitayos descansaban dos y recibían un salario que les permitía muy estrechamente participar en el sistema del mercado. Las duras condiciones en que se hacía la labor de las minas, cavando empinados socavones oscuros por los que se descendía, a la luz de candiles, por frágiles escalas de tablas y bejucos, en un constante contraste entre el calor húmedo de las profundidades de la excavación y el aire glacial de las bocas a las que había que llevar el mineral, le daban a aquella tarea el aspecto de una condenación infernal. Muy grande debió ser el sentimiento de justicia histórica con que Simón Bolívar, después de completar la independencia del Perú, decretó la extinción definitiva de la mita, que para aquel momento había durado por dos siglos y medio.
No se limitaba la población indígena al número de los mitayos, sino que vinieron muchos indios libres, atraídos por el esplendor de riqueza de la ciudad, a participar en los mercados y en las tareas domésticas, sin que faltaran entre ellos algunos que lograron hacer fortuna y competir con los ricos «azogueros».
La otra gran transformación que, por el mismo tiempo se hace, es la del sistema de explotación, que primitivamente consistía en triturar el mineral a mano en cuencos de piedra y extraerlo por medio de la fundición en pequeños hornos de viento que llamaban huairas. La gran transformación consistía, con todas sus consecuencias, en construir algunas lagunas artificiales para represar la lluvia y las escasas corrientes de agua y canalizarlas por un largo cauce que rodeaba la ciudad, al que llamaban la Ribera y a cuyo borde se establecieron numerosos molinos hidráulicos. Esta transformación se completó con el descubrimiento de las minas de mercurio de Huancavelica y la introducción del sistema de la extracción del metal precioso por el procedimiento de la amalgama. Es significativo que a los ricos empresarios de minas y molinos de la Ribera no se les llamara de otro modo que «azogueros».
La plata debía ir toda, de acuerdo con la ley, a las oficinas reales para el pago del quinto del metal producido que le correspondía a la Corona, pero en la realidad mucha parte de la producción encontraba mercado y salida por vías clandestinas, con lo que, junto a y a veces confundido con la masa de los que intervenían en el proceso legal de la producción, existía el complicado mundo de la picaresca de los que lo hacían en abierta violación de la ley, con toda clase de complicidades.
La ciudad debió crecer tan súbitamente como la riqueza sobre la que estaba fundada. El enriquecimiento múltiple y aparentemente fácil que se repetía en la realidad y en la imaginación por centenares de casos la hizo rápidamente un centro de lujo, de placer y de vicio, en el que en lo visible se ostentaba el lujo de palacios, trajes y fiestas, en lo menos visible se tejía toda una cadena de delitos, vicios y engaños.
Fuera de los indígenas de la mita y de los funcionarios españoles, toda la vida de la urbe estaba determinada por la producción y el comercio licito e ilícito de la plata. Proliferaba la ilegalidad y los crímenes y a cada rico «azoguero» lo acompañaba una leyenda personal de descarada delincuencia. Proliferaba el juego, el robo, la prostitución y todos los tipos de crimen. La enumeración que hace Arzans en su crónica presenta todas las formas imaginables del dolo. Era una vida desenfrenada y al mismo tiempo amenazada la que llevaban las gentes de toda calaña que allí acudían no sólo de todo el imperio español y de España, sino de muchos países europeos y aún de las tierras del infiel. No sólo en la voz de los predicadores sino en la realidad de la vida diaria lo más constante y presente era aquella lucha del cielo y del infierno, que se libraba dentro de las conciencias y las imaginaciones, y en la realidad de la vida cotidiana.
Se estima que, apenas un cuarto de siglo después del hallazgo de las minas, la población llegó a alcanzar los ciento veinte mil habitantes. Para 1650 se había elevado a ciento sesenta mil, lo que hacía de aquella aglomeración urbana no solamente la más populosa de todo el continente americano, sino una de las más pobladas de la Tierra, en una época en que las ciudades con más de cien mil habitantes se contaban con los dedos de una mano.
La riqueza de Potosí tuvo grande y pronta influencia en el mundo entero. Los estudiosos de los orígenes del capitalismo atribuyen en su formación un papel preponderante a aquel inmenso flujo de plata. Ciertamente, una de las primeras manifestaciones dramáticas del fenómeno de la inflación monetaria, con sus temibles consecuencias de alza de precios, se produjo por el aflujo de plata a España y por la consiguiente pérdida de valor de la moneda acuñada. Tampoco ha faltado quienes observen que la formación de la fuerza de trabajo que hizo posible la Revolución Industrial que se inició en los países del norte de Europa tuvo como base la abundancia del nuevo alimento que fue la papa. La papa seca o chuño era la base de la alimentación de los mitayos, que extraían la plata en el fabuloso cerro.
Una población tan heterogénea y numerosa producía naturalmente conflictos de toda clase y todas las formas imaginables de violencia colectiva. Se competía por medio del lujo y la ostentación pero también en lucha abierta entre distintos sectores sociales, las más famosas y recurrentes de las cuales fueron las abiertas guerras en que desembocaba con frecuencia la antipatía entre vicuñas y vascongados, pero que no eran los únicos que formaban múltiples y encontradas parcialidades enemigas.
De los socavones del cerro a los molinos y de los molinos a las cajas reales o a las oscuras vías del contrabando fluía, como la sangre esencial de aquella colectividad, la plata en lingotes o piñas, en las ruidosas recuas de mulas o en el desfile fantasmal y silencioso de las filas de llamas que pisan y se mueven sin ruido.
Junto al vicio y a los crímenes florecían las más fabulosas y frecuentes fiestas. En 1556, recién fundada la ciudad, los habitantes celebraron la ascensión al trono de España de Felipe II con una fiesta que duró veintiocho días y costó más de ocho millones de pesos. Lewis Hanke nos recuerda que, para fines del siglo XVI, los potosinos podían escoger entre catorce salas de baile, treinta y seis garitos, un teatro y cerca de doscientas prostitutas, algunas de las cuales fueron famosas por su lujo y ostentación. Hubo ocasiones en que para celebrar la fiesta, además de las corridas de toros y de cañas, se organizaron exposiciones de animales de toda clase y se establecieron fuentes públicas de las que brotaba continuamente vino o la chicha de los indios.
Todas las formas del crimen se daban abiertamente de una manera visible u oculta. Cada mañana había que recoger los cadáveres de las víctimas de la violencia por la noche, que iban a engrosar el vasto número de las almas en pena. Para un español del siglo XVI la mayor preocupación era morir sin confesión porque ello significaba la condenación eterna o la permanencia indefinida en el Purgatorio. Las almas en pena vagaban en las sombras de la noche pidiendo a los vivos oraciones y obras pías para ganar el perdón divino. Podría decirse que, junto a la inmensa población visible que se acumulaba en la ciudad, otra no menor población invisible de almas en pena, espíritus, demonios y apariciones de toda clase llenaban de espantos sus noches y sus soledades.
Sería un grave error considerar la historia de Potosí, particularmente en su primer siglo de vida, como un caso anómalo. Formaba parte muy preciosa y conspicua del vasto imperio español de las Indias y estaba totalmente integrado a ese inmenso cuerpo social, cultural, económico y jurídico. Es evidente que mucho de lo que allí ocurrió se ha dado y se da repetidamente en todas las economías mineras dominadas y penetradas en todos sus aspectos por la explotación de un metal precioso, pero lo que allí ocurrió no significa en ninguna forma discontinuidad o ruptura con el ser moral y material del inmenso imperio, sino tan sólo exacerbación y exageración llevadas al extremo de muchos de sus rasgos fundamentales.
Habría todo un extenso estudio que realizar, lleno de muy prometedoras revelaciones, sobre la presencia de la ilegalidad en el funcionamiento del imperio español. Desde la primera hora de la Conquista, desde la institución de las primeras funciones públicas y de las primeras disposiciones legales surgió, paralelamente, toda una actividad clandestina que lograba desvirtuar en mucha parte el objeto y contenido de las leyes. Los aventureros que vinieron a la busca de una riqueza fácil no eran, precisamente, los más llamados a establecer una sociedad de orden y legalidad. Desde el comienzo vieron con malos ojos a las autoridades y las disposiciones de la Corona, las resistieron en muchas formas, algunas de ellas muy ingeniosas, y tuvieron en el fondo la noción de que la presencia de los funcionarios reales les usurpaban injustamente los frutos de aquellas conquistas que, en la mayoría de los casos, aquellos hombres habían realizado sin ayuda del gobierno y sin contar con otros recursos que los que ellos mismos podían aportar.
Esta, que podríamos llamar la querella fundamental del conquistador frente a la Corona, se manifestó durante el primer siglo en formas más o menos abiertas y graves, en toda la extensión del continente, hasta alcanzar su forma extrema en la rebelión de los Pizarro en el Perú. La carta que Lope de Aguirre, alzado en las soledades del Amazonas, escribe a Felipe II es la expresión más conmovedora y patética de ese conflicto insoluble. En tales circunstancias era inevitable que se llegara a considerar, en cierto modo, como intrusas a las autoridades y a las leyes y que se viera como plausible todo lo que significara desacatarlas e ignorarlas.
Lo que uno mira en Potosí es como el espectacular microcosmos de todas las peculiaridades grandiosas y mezquinas de la creación del Nuevo Mundo. Junto a la sociedad visible y legal, generalmente con los mismos actores, se formaba y crecía otra ilícita y delincuente, unida a ella por una estrecha y compleja simbiosis. Se cometía dolo en la explotación y el comercio de la plata. Los miserables mitayos que la explotaban trataban de ocultar parte del producto. Los «azogueros» hacían otro tanto en sus molinos y lo que finalmente llegaba al control de la Casa de la Moneda estaba lejos de constituir la totalidad de la producción.
Había, por ejemplo, una costumbre absurda y respetada, que permitía a los indios trabajadores de las minas disponer de un día semanal para explotarlas libremente en su propio beneficio. De esta forma, el mitayo miserable dejaba cada día sin tocar lo mejor de la veta metalífera para explotarla por su cuenta en esa especie de día de revancha. No era esto, ciertamente, el mejor sistema para una explotación racional de los yacimientos y favorecía muchas formas de dolo y simulación.
Arzans es un ejemplo excelso y un testimonio invalorable de ese proceso de instalación y de creación de una nueva realidad cultural. Potosí es su mundo y se siente totalmente integrado a él. Ha pasado el tiempo de la sorpresa y de la revelación de una nueva realidad. Por eso no describe con los ojos de un testigo sino con la convicción de un actor. Él es parte consciente del mestizaje cultural que está creando una realidad nueva.
Colón en su primer viaje inicia, obligado por la necesidad frente al mundo nuevo y desconocido que encuentra, lo que pudiéramos llamar el proceso de la creación verbal del Nuevo Mundo. Una tendencia fundamental del espíritu humano frente a lo desconocido y nuevo es tratar de asimilarlo a lo conocido. El primer gran fruto de ese esfuerzo de asimilación fue el hecho de darle el nombre de indios a los indígenas americanos. Eran desconocidos y no tenían manera de nombrarlos. Colón los asimila inmediatamente a lo conocido y buscado, es decir, más a lo que esperaba encontrar que a lo que en realidad había encontrado. Al llamarlos indios los asimilaba ipso facto a su cuadro mental del mundo y sentía, en cierto modo, haber vencido la barrera de lo desconocido. En la famosa carta a Santángel, hay cosas conmovedoras que revelan la presencia constante de este proceso mental. Colón dice, por ejemplo, que oyó cantar al ruiseñor. No había ruiseñores en América, pero el hecho mismo de darle ese nombre a un pájaro desconocido le aliviaba los efectos de la perturbadora noción de la extrañeza.
El caso se repite constantemente en las cartas de relación de los primeros exploradores. A una fruta tan extraña como el ananás la llaman piña, por la semejanza de su forma con el fruto del pino. Cuando Cortés contempla por primera vez a Tenochtitlán desde la distancia lo que le viene a la mente es el recuerdo de viejos versos del Romancero: «Cata Francia, Don Gaiferos, cata París, la ciudad…». En muchas formas, la necesidad de nombrar y de asimilar lo desconocido creó una especie de sobrerrealidad verbal, que ha sido una de las principales causas de la dificultad y de los errores en el conocimiento del Nuevo Mundo.
Arzans es un criollo. Cuando se pone a escribir su inmensa relación su ciudad tiene siglo y medio de fundada y ha asimilado y acoplado en un conjunto intercomunicable aquellos diferentes elementos humanos y materiales hasta formar un conjunto integrado. Es un potosino orgulloso de serlo y se siente parte de su ciudad en todas sus manifestaciones y aspectos. Toma parte y se siente incorporado al complicado tejido social de la Villa. Curiosamente si de alguno de los elementos raciales que integran la ciudad muestra reservas y distancia es de los funcionarios españoles venidos de fuera. Los demás son su gente de su Potosí, sus criollos, sus cholos, sus indios y sus negros. Siente que hay un ser colectivo, al que pertenece, del cual se muestra más orgulloso que apesadumbrado. Las luchas civiles son sus luchas, las fiestas de los indios son sus mismas fiestas cristianas, está inmerso en un gran hecho de integración.
Hay que distinguir en la historia hispanoamericana entre la etapa inicial del primer contacto y la posterior creación de una nueva sociedad. Después de la Conquista y por el proceso de creación de la nueva circunstancia, ni los indios pudieron seguir siendo lo que habían sido antes, ni tampoco los españoles, y menos aún sus hijos. El caso es igual en los africanos, el negro bozal es un extranjero, el negro criollo es parte viva de la sociedad nueva. Había terminado el tiempo de descubrir y había comenzado el largo tiempo en el que una nueva circunstancia social y cultural toma cuerpo y cobra conciencia propia.
Ya no eran los descubridores de un Nuevo Mundo, sino que eran parte de ese Nuevo Mundo, que había tomado posesión de ellos.
Lo que emerge de la amplia, meandrosa y fluvial crónica de Arzans es toda la compleja presencia de aquella contrastada sociedad hecha de elementos dispares, que termina, finalmente, por revelar una suerte de poderosa identidad subyacente. De esta manera puede verse el caso de Potosí como una síntesis extrema y reveladora de aquel proceso de pugna, fusión y acomodo.
El entretejido mosaico de actores y acciones adquiere continuamente un carácter de integración propio y real que le da su peculiaridad. La crónica de Arzans, además de todos los méritos evidentes que tiene y de la inmensa riqueza de información que aporta, sirve para mostrar aquel continuo y vital proceso de mestizaje. Aquellos españoles, recién llegados o antiguos, aquellos criollos de larga o reciente data y de mayor o menor significación social, aquellos indios libres, y muy particularmente aquellos mitayos, revelan estar inmersos en un proceso de identidad común que termina por caracterizarlos.
En este sentido, más allá de la mecánica social característica de las aglomeraciones mineras, Potosí revela la presencia de las grandes fuerzas unificadoras que determinaron el hecho americano. No es sólo el predominio absoluto de una religión, el evidente de una lengua y el completo sometimiento al mismo complejo de legalidad y de ilegalidad que llegó a crear un estilo de vida, sino el hecho de que aquellos diferentes sectores y actores terminaron por ser parte de un juego de valores comunes. Los objetivos de la vida social eran los mismos como lo eran, también, los paradigmas y los fines superiores de la acción individual, y, en el vasto y complejo mundo potosino de la legalidad y la ilegalidad, de la realidad y la irrealidad, de lo natural y lo sobrenatural, participaban plenamente todos los que hubieran podido parecer actores diferentes, y hasta extraños.
Arzans continuamente recuerda y proclama su condición con mucho orgullo. Se sentía heredero y actor de la gran suma de diferencias y, por lo tanto, radicalmente distinto de lo que originalmente pudieron significar por separado las herencias de españoles y de indios.
Su libro, por sobre todo, es una vívida y rica memoria de la creación del Nuevo Mundo y de su complejo proceso creador de mestizaje cultural.
Del Cerro de Plata a los caminos extraviados. Santafé de Bogotá: Editorial Norma, 1994, pp. 9-24.