La guerra de los dioses y la creación del Nuevo Mundo
«¿Qué hay en un nombre?», se preguntaba Shakespeare para que tres siglos más tarde Wittgenstein pudiera responderle, con igual perplejidad: «¿Cómo es posible representar un mundo no-lingüístico en términos lingüísticos?». Nada es más engañoso, cambiante y ambiguo que los nombres, siempre es oscuro lo que pretendemos expresar con un nombre y su relación con la cosa nombrada no es menos vaga. Nombrar es crear, toda la creación verbal del hombre, que es su mayor hazaña, tiene como base la virtud fecunda de ese descalco que, afortunadamente, no permite que lleguemos a saber todo lo que nombra un nombre, ni hasta dónde representa la cosa nombrada.
Buen ejemplo de ello lo constituye ese inmenso y nunca agotado hecho que hemos llamado de tantas maneras: el Descubrimiento de América, la Empresa de las Indias, el Nuevo Mundo o el encuentro creador de culturas extrañas entre sí. La novedad fue tan grande y tan inesperada que desquició y trastrocó los conceptos más aceptados y nada quedó indemne ante su súbita y creciente presencia. Nos acercamos al medio milenio de su aparición y está lejos de cerrarse el debate, la insegura definición y aquello que, ingenuamente, los primeros cronistas llamaron «la verdadera historia».
Los europeos no tenían antecedente de semejante acontecimiento, la súbita aparición de una inmensa porción de tierra y humanidad de la que nada se sabía. Se podría hacer un largo catálogo de los equívocos inevitables que surgieron en aquella insolitez. No era fácil comprender que había surgido una nueva geografía que invalidaba la antigua, ni una nueva humanidad que negaba la unidad histórica tradicional, ni una nueva manera de ser hombre en una naturaleza extraña.
El primer nombre que brotó espontáneamente fue el de Nuevo Mundo. Es el que usan Pedro Mártir y Vespucci, grandes divulgadores de la nueva. La primera visión fue la de «las islas del mar occidental recientemente descubiertas». La novedad era la del hallazgo, lo que Vespucci llamaba «», pero que muy pronto comenzó a conocerse como Nuevo Mundo. Este nombre, aparentemente tan simple, estaba lleno de equívocos y ambigüedades inagotables. Pedro Mártir se refiere críticamente a «las cosas del Nuevo Mundo que en España suceden», de los europeos «idos a mundos tan apartados, tan extraños, tan lejanos» y, al referirse a la primera Misa que se cantó en el nuevo suelo, apunta «en otro Mundo, tan extraño, tan ajeno, de todo culto y religión».
Desde el primer momento del largo proceso todavía no cerrado se advierte claramente la dificultad de la asimilación conceptual y mental del insólito hecho. Todo parece diferente pero se busca desesperadamente, como una seguridad para la sobrevivencia, lo que pueda parecer familiar, conocido o semejante a lo que hasta entonces habían conocido los descubridores. Comenzaron a nombrar por aproximaciones y semejanzas. Animales, plantas, fenómenos climáticos extraños recibieron apelaciones de similitud externa que eran puras metáforas. Oían cantar el ruiseñor y creían andar en el país de las Amazonas. Sería tarea de psicólogos estudiar la significación de conjuro mágico para apaciguar temores que tenía el hecho de reproducir, en aquella tan distinta realidad física, la toponimia española.
La primera acepción del Nuevo Mundo es la que le dan quienes difunden la nueva por Europa. Es un mundo nuevo y desconocido para los europeos. Más tarde, y cada vez más acentuadamente, va a comenzar a parecer un nuevo mundo en sí, caracterizado por una situación distinta. El hecho comienza cuando se hace evidente que los españoles venidos a la nueva tierra no podrán continuar dentro del mundo al que pertenecían antes de venir y que los indígenas tampoco podrán, nunca más, ser los mismos que eran antes.
Desde la mañana de Guanahaní hasta el inicio de la fabulosa aventura de Cortés corre un tiempo de preludio. Es un cuarto de siglo en el que comienza a tomar fisonomía propia el nuevo hecho humano y natural. Un rico preludio en el que aparecen ciertas constantes, que se repiten y amplían hasta dominar, como el leit motiv en la música wagneriana. En primer término, el nuevo escenario natural. No se va a agotar durante siglos el asombro y el desacomodo de los europeos ante la naturaleza americana: las relaciones, los testimonios de toda índole, expresan ese desconcierto y esa dificultad de adaptación. No tienen nombres para las cosas pero tampoco tienen parangón para los hechos naturales. No han visto viento como el huracán, ni noche pareja al día, ni estrellas del Sur, ni aquellos desmesurados ríos que llamaban mares dulces, ni aquellas gigantescas sierras nevadas e inaccesibles, ni las vastas llanuras a pérdida de vista, ni el manatí que parece una sirena, ni la llama que no parece pisar suelo, ni la profusión de pájaros desconocidos, ni la inversión de las estaciones, ni el pan, ni el habla, ni la creencia de aquellos seres fuera de clasificación.
También desde el primer momento concurren los tres personajes fundamentales del drama histórico. Aquellos españoles desplazados y aventados a lo desconocido, aquellos nativos que no se sabe cómo nombrar y que terminarán llamando metafóricamente indios, y aquellos negros esclavizados, que vienen a hacer lo que el indio no sabía y el español no quería, el duro trabajo de los labriegos y mineros de España.
Queda mucho por decir sobre el arduo problema que constituyó la dificultad casi invencible de someter los indios antillanos a un régimen de trabajo a la europea. Literalmente pertenecían a otro mundo donde no había moneda, ni salario, ni capital, ni diferencia entre ocio y labor. Eran cazadores, recolectores, cultivadores de conuco, sin faena ni horario, sin sentido de acumulación ni de ahorro, a los que fue de toda imposibilidad transformar en «labriegos de Castilla».
También se inició allí el encuentro de los dioses. La creencia casi espontánea en deidades del trueno, la muerte y la cosecha y una religión militante, combativa, afirmada en una lucha secular contra los infieles. La presencia de España en las nuevas tierras no fue meramente una empresa imperial, precursora de las que otros pueblos occidentales llevaron adelante casi hasta nuestros días. No se trataba solamente de establecer factorías, estructuras de dominio militares y políticas superpuestas, sino de un propósito abierto y confeso de conquistar la tierra y los espíritus, no para establecer una dependencia astuta y próspera sino para cambiar radicalmente lo existente y crear un hecho humano nuevo. Tan importante, y acaso más, en la mentalidad de aquellos seres, era extender el cristianismo a todos los hombres como conseguir riqueza y señorío. No era ni siquiera imaginable respetar y mantener las creencias locales, había que imponer de inmediato y por los medios más expeditivos la verdadera fe.
Por esa misma actitud surge igualmente el otro conflicto característico de aquella empresa única. La necesidad de dominar y de obtener poder y riquezas chocaba continuamente con los principios y la moral de la religión católica. Había una incompatibilidad inconciliable en la contradictoria pretensión de dominar y de evangelizar compulsivamente al mismo tiempo. Tuvo que surgir una crisis de conciencia, única en la historia del mundo. Someter a los indios y mantenerlos en la pacífica y tranquila práctica de sus cultos, con la supresión de algunos ritos inaceptables, como los sacrificios humanos, hubiera sido posible. Someterlos y cambiarles al mismo tiempo su creencia secular, parecería imposible, pero fue, sin embargo, lo que se pretendió hacer.
No tuvieron éxito en la tentativa de hacer de los indígenas «labriegos de Castilla» pero, en cambio, lo tuvieron de una manera peculiar y viviente en convertirlos a la fe católica. Lo que surgió fue una cambiante y rica forma de sincretismo religioso y cultural. Se empeñaban en hallar trazas de coincidencias con la práctica y los símbolos del catolicismo en algunos ritos y representaciones indígenas. Se veían cruces en los monumentos mayas y aztecas y se llegó más tarde a pensar en una milagrosa predicación del Evangelio hecha por el apóstol santo Tomás.
La crisis de conciencia se plantea de inmediato desde los primeros sermones de los frailes misioneros. ¿Era posible conquistar con las armas cristianamente? Se estaban ganando nuevas tierras pero se podía estar perdiendo el alma. Este dilema, insoluble e insoluto, no se ha planteado nunca en tales términos a ninguna potencia conquistadora de la historia. No se planteaba evidentemente porque en las expansiones imperiales de los tiempos modernos no hubo ni motivación ni preocupación religiosas. Los colonos de Nueva Inglaterra querían vivir con toda pureza su propia fe cristiana, pero nunca pensaron como razón principal de su empresa la de evangelizar a los indígenas. La separación entre lo que correspondía a César y lo que correspondía a Dios fue completa.
El inagotable debate, nunca concluido, que aparece desde el encuentro va a condicionar toda la acción de la Corona en las Indias, va a provocar los más apasionados y eruditos pronunciamientos, va a alcanzar su culminación en la polémica trágica de Las Casas con Sepúlveda y va a condicionar la comprensión de la historia y la mentalidad hispanoamericana de manera indeleble.
La noción del Pecado Original, de tanta consecuencia en la mentalidad cristiana, fue trasladada, con todas sus consecuencias políticas y psicológicas, al nacimiento de un inmenso ser colectivo. Las voces que alzaron Las Casas, Vitoria y tantos otros, durante siglos, no han dejado de resonar nunca en la conciencia de la identidad hispanoamericana.
La tríada, que va a dirigir el proceso de la creación del Nuevo Mundo, queda formada desde aquel primer momento: el conquistador, el fraile y el escribano. El conquistador, que es un hijo de sus obras que todo lo tiene en el futuro y en la voraz esperanza, el fraile que se esfuerza en afirmar el propósito intransigentemente evangelizador de la empresa, y el escribano, que personifica el Estado y sus leyes. Ninguno de los tres hubiera podido actuar solo. Cada uno representaba parte esencial de una unidad de propósitos que los dominaba continuamente. El hombre que se apoderaba de la nueva tierra, el que de inmediato comenzaba a convertir a los nativos más allá de la barrera de las lenguas, de la comprensión y de la posibilidad real, y aquel otro que representaba la ley del Estado y daba forma legal y valedera a lo que de otro modo no habría pasado de simple expolio.
Una presencia real, la de un hombre que se jugaba su propio destino, y dos seres no menos heroicos, que representaban mucho más que ellos mismos, la Iglesia universal y la Corona de tantos reinos y señoríos, con su jurisprudencia, sus cortes, sus órganos de poder, sus magistrados, sus jueces, y su rey y señor.
Esa primera etapa de la Conquista define y crea las formas que va a revestir el inmenso hecho que apenas tiene allí su prodigiosa víspera. Lo que allí se hace y define va a determinar en mucho toda la acción futura. Aparecen las nuevas necesidades y las nuevas funciones. Nada hay de semejante en el pasado que ofrezca modelo. La lucha secular contra los moros era una empresa de reconquista para recobrar lo que les había sido arrebatado y restituirlo a lo que imaginaban su verdadero ser. Van a resucitar viejos nombres y funciones de la frontera de combate de siete siglos. Reaparecerán los Adelantados, las formas de dominio de frontera, se crearán instituciones nuevas con viejos nombres, como la Encomienda, y se adaptará a las nuevas necesidades el viejo aparato administrativo peninsular.
Todos los que llegan tienen de inmediato la sensación de que se está en la víspera ardiente de nuevos e increíbles hallazgos. Desde Colón se ha recorrido buena parte del Caribe y se ha topado con la Tierra Firme. Continuamente salen nuevas expediciones que van revelando la dimensión inabarcable de aquel mundo alucinante. Todo parece posible, desde hallar el Paraíso Terrenal, hasta entrar en el reino de las Amazonas, alcanzar El Dorado, la Fuente de la juventud, las montañas y los ríos de oro y los mares cuajados de perlas.
En la etapa antillana aparecen y toman forma las grandes cuestiones que van a caracterizar todo el largo proceso. El choque cultural que produce el encuentro, el problema de la asimilación de los indígenas, las dificultades de trasladar pura y simplemente el modelo europeo de producción y sociedad, la necesidad imperiosa de atender a circunstancias nuevas que deforman y desnaturalizan los propósitos y los planes, el surgimiento de varios estratos en los que la realidad mal definida y los conceptos formados en la experiencia histórica del Viejo Mundo entran en constante pugna y contradicción.
Acaso la institución que mejor refleja y representa este difícil acomodo entre dos mentalidades ante una situación inusitada es la Encomienda. No necesitaría más que remitirme a Silvio Zabala, que al través del luminoso estudio de esa institución sui generis ha penetrado hasta lo más profundo la peculiaridad inherente de la nueva sociedad. Dentro de esa creación heterogénea que es la Encomienda, se forma el instrumento más activo y poderoso de formación social. Es dentro de ella que se decide la pugna entre las aspiraciones señoriales de los conquistadores que aspiraban a recrear una Castilla medieval, y la voluntad regalista de la Corona que va a predominar. En los laboriosos pliegos de la encuesta que realizaron los frailes jerónimos en La Española está el acta de nacimiento del Nuevo Mundo.
En esta ilustre casa, que es como la conciencia de España, estamos congregados hoy para conmemorar el Quinto Centenario del nacimiento de Hernán Cortés, el 23 de octubre de 1485 y, con él, medio milenio de la aparición del Nuevo Mundo, digo mal, no de la aparición sino del comienzo del inmenso proceso de la creación del Nuevo Mundo.
El culto de los héroes siempre ha tenido la negativa consecuencia de hacernos perder de vista todo lo que hay de colectivo y de anónimo en la obra de las grandes personalidades históricas. Con ojos de poeta épico más que de juglares, tendemos a mirar sus hechos como dones gratuitos de un azar prodigioso que poco le debe a lo ordinario, que brota fuera y por encima de las circunstancias, y que viene a realizar la misión, casi sobrenatural, que los demás hombres no eran capaces de intentar.
No hay cómo desconocer la condición heroica de Cortés en todas las acepciones que la palabra tiene, desde la de sobrepasar los límites aparentes de la condición humana, la de encarnar un gran momento, la de confundirse con su obra, la de reunir en su acción los dones heráldicos del león, del águila y del zorro, hasta la virtud suprema de hacer historia, crear leyenda y personificar mito.
Ese grandioso proceso que se ha llamado la Conquista de América, con un nombre que falsifica irremediablemente la cosa, no fue la obra inexplicable de un hombre y, ni siquiera, de un puñado de hombres, fue una de las mayores, si no la mayor, de las empresas colectivas que han llevado al hombre a sobrepasar su condición individual.
Todos tomaron parte, en grado variable, desde las señeras figuras de los Reyes Católicos, Doña Isabel y Don Fernando, hasta los hidalgos pobres de «rocín flaco y galgo corredor», los letrados, los teólogos, el cambiante mundo de la picardía, los campesinos, los frailes, todos los hombres ávidos de acción y de aventura a quienes la increíble noticia fue alcanzando, como el eco de una campana de rebato. Se había hallado una nueva tierra, se había revelado una nueva ocasión para los hombres, había sonado la hora milagrosa en la que todos podían y querían ser los hijos de sus obras.
El Estado no había hecho planes y proyectos, sino que sobre la marcha se fue adaptando al torrente de novedades para las que no había respuesta adecuada en el arsenal de la vieja experiencia histórica.
El niño que crece en la casa del hidalgo pobre, Martín Cortés, se tiene que sentir literalmente rodeado de prodigios. Parece haberse alcanzado el largo anhelo militante de unificar a España, se ha ganado Granada, se triunfa en Nápoles, y más allá del mar océano se han hallado tierras desconocidas. La conversación de los peregrinos, el relato impresionante de los que habían regresado o habían podido hablar con alguien que había regresado, era el vasto dominio de la conseja, de la leyenda, de las descomunales aventuras, mucho más alucinantes que las que por el mismo tiempo comenzaban a realizar, en las páginas de los escasos libros, los caballeros andantes.
Su padre ha resuelto que sea letrado. Debió conocerle condiciones de inteligencia que justificaban el costoso esfuerzo de enviarlo a una de aquellas cuatro lumbres de Occidente, que era la Universidad de Salamanca.
Llega a una casa famosa, servida por sus ilustres maestros. Están allí, o han dejado su huella reciente, los más célebres teólogos, filósofos y juristas. Está vivo todavía el eco de la voz de Nebrija y su afirmación de que «la lengua es la compañera del imperio». Es también un tiempo de renovación del pensamiento entre las corrientes humanistas que vienen de Italia y la renovación de la filosofía cristiana que viene del Norte en los escritos de Erasmo. Todo revela la inminencia de un nuevo tiempo del hombre, que comprenderá desde la idea cristiana hasta las desconcertantes noticias de nuevas tierras.
Los sabios maestros de teología, metidos en sus sutiles disputas de tomistas y escotistas, nunca llegaron a sospechar que entre aquellos jóvenes que animaban con su bullicio los claustros y los patios de la venerable casa había uno que iba a ser mirado por un pueblo entero como un dios viviente.
No perdió su tiempo el joven Cortés, muchos años más tarde Bernal Díaz dirá: «Era latino y oí decir que era bachiller en leyes, y cuando hablaba con letrados u hombres latinos respondía a lo que le decían en latín. Era algo poeta: hacía coplas en metros o en prosa. Y en lo que platicaba lo decía muy apacible y con muy buena retórica».
El dilema de su tiempo se le debió plantear dramáticamente: las armas o las letras, la vida del letrado o la fascinante aventura de la guerra en Italia o en las Indias. Cuando sale de Salamanca encontrará el camino que lo ha de llevar a la realización de su gran destino. No era un camino claro, sin desvíos y sin dificultades, el que lo va a llevar desde Salamanca hasta embarcarse a principios de 1504 para llegar al Puerto de Santo Domingo.
No llega con la impaciencia de aventuras que se le supone al conquistador. Llevan doce años los españoles en Santo Domingo. El establecimiento comienza a asentarse y a tomar una fisonomía estable. Verá partir a Colón por última vez de regreso a España, y mientras salen audaces expediciones en busca de nuevas tierras y de la fabulosa masa continental él va a permanecer en actividades casi rutinarias de colono establecido. Recibirá tierras y repartimientos de indios, desempeñará funciones de escribano y secretario, y cultivará su tierra con buen provecho. Los hombres más famosos de la conquista desfilan ante su mirada serena. Nada parece tentarlo como no sea la segura vida del rico colono y del poderoso hombre de justicia.
En 1511 va con Diego Velásquez a establecerse en la isla de Cuba. No es una aventura sino casi un tranquilo traslado para mejorar su condición. Cultiva la amistad del obeso Gobernador, se mete en los líos inevitables de la pequeña comunidad expatriada, ve salir las expediciones de Hernández de Córdoba y de Grijalba en busca de la costa de Yucatán.
A fines de 1518, cuando ya lleva catorce años de próspero y respetado colono, oye la llamada del destino.
Una expedición bien pensada, sólidamente preparada, llevada adelante con un infatigable criterio de empresario sagaz. Pone su riqueza, que ya es de consideración, reúne otros aportes, adquiere navíos, recluta hombres, compra materiales y armas, hasta que tiene once naves, seiscientos sesenta y tres hombres, dieciséis caballos, arcabuces, algunos cañones de cobre y la tranquila resolución de llegar hasta el límite de las posibilidades que se le ofrecían.
La ruptura con el gobernador Velásquez era inevitable y prevista. No iba un hombre como él a emprender aquella incomparable empresa como un simple subalterno del Gobernador de Cuba.
Desde el primer momento parece marchar en el camino de una misión claramente intuida y aceptada, va como en cumplimiento de las fatales etapas de un supremo designio. Un designio ante el que no flaquea no sólo porque cuenta con la decisión heroica de su gente, sino porque se siente asistido de un poder sobrenatural que le ha confiado el empeño insuperable de llevar la fe y la salvación a los infieles.
Aquellos hombres que venían de convivir con los indígenas de las Antillas, con tribus de cazadores y agricultores de conuco, iban a hallar ciudades que les parecerán tan grandes como las de España, con una organización completa de la sociedad y con formas de civilización urbana que nunca habían visto en las Indias.
No se pueden leer los testimonios que nos han quedado de aquella insólita hazaña sin advertir de inmediato el sentido sinceramente religioso que tiene para todos ellos.
Cada cambio de paisaje va a ser un cambio de cultura. El mundo de la dominación azteca no era homogéneo ni en lengua, ni en tradiciones religiosas, ni en sentido de la vida. Era el fruto de una reciente dominación política y militar sobre distintas civilizaciones ya antiguas. Es lo que van a ir aprendiendo, de asombro en asombro, a medida que avanzan y cambian de entorno. Han tenido la inmensa fortuna de topar con Aguilar y con la Malinche. A través de ellos cobra sentido y forma el confuso panorama humano que los rodea y sumerge.
Van descubriendo rápidamente la situación de aquel extenso país y sus conflictos internos, van a conocer con espanto los ritos homicidas de su religión y con admiración los refinamientos de su arte. La primera embajada que llega a Cortés es el deslumbrante anuncio de la extraña novedad humana, de su arte y de su riqueza. Van a aprender los nombres nuevos o a crearlos para tantas nuevas cosas. Van a percatarse de que se les mira como dioses, dioses del viejo panteón mexicano que han vuelto. Lo que conocemos de la impresión de los aztecas es revelador de una actitud de terror cósmico. Volvía Quetzalcóatl a cumplir la profecía, la Quinta destrucción del mundo iba a comenzar. Más allá de las realidades físicas, de las armas, los caballos, el arte de la guerra y la viruela, estaba el choque de dos espíritus. Lo que se abre de inmediato es el conflicto religioso que todo lo va a dominar y a determinar. No la guerra de los hombres, que podía encontrar muchas formas de acomodo, sino la guerra de los dioses que no admite tregua.
Es de esa cultura y no del proceso ordinario de establecimiento de un imperio colonial que surge la simiente del Nuevo Mundo. De la guerra de los dioses han surgido los nuevos mundos culturales. Así se hizo Occidente, no de la mera romanización que impusieron las legiones de César, sino de la lucha abierta del cristianismo contra las inmemoriales formas del paganismo europeo. Cierto es que no se llega a destruir nunca por completo una religión local y que ella persiste en muchas formas bajo la nueva religión impuesta. La saga de la cristianización de Occidente está llena de ejemplos de esta asimilación, por la fuerza que engendra la simbiosis básica de las viejas creencias con las nuevas. Las fuentes, los árboles y las piedras sagradas del paganismo rural se absorbieron en las nuevas formas de rito y advocación impuestos por la Iglesia.
Cuando Cortés echa a rodar brutalmente los ídolos aztecas de Cempoala, abría el cruento corte para el injerto del que iba a nacer el rasgo fundamental de un Nuevo Mundo. El rápido proceso de absorción y deformación de las viejas culturas no creó una tabla rasa para implantar la española, sino que estableció las bases de una diferente y nueva realidad cultural. Desde ese momento quedaba abierto el camino para que Juan Diego tropezara un día con la Virgen de la Guadalupe, con aquella María Tonantzin que reunía en su seno la fuerza creadora de las viejas creencias para servir de base a una nueva realidad espiritual.
Apenas asegurada la dominación militar llega la otra expedición, la más ambiciosa y temeraria, la de los doce frailes franciscanos que van a cometer la impensable empresa de hacer cristiano el imperio de Moctezuma. Los atónitos aztecas vieron a Cortés, en medio de todo su aparato de conquistador victorioso, ponerse de rodillas para recibir a los doce pobrecitos de Cristo.
Ninguno de los dos mundos sobrevivirá plenamente a esa confrontación total. Uno y otro van a cambiar no sólo dentro de los limites físicos del nuevo escenario, sino mucho más allá. La incorporación de América a la geografía y a la historia universales marca el comienzo de un nuevo tiempo del hombre, de inagotables consecuencias en la vida y en el pensamiento del Viejo Mundo. De ella se alimenta aquella crisis de conciencia que va a atormentar a los pensadores europeos por siglos, desde Tomás Moro hasta Rousseau, hasta crear el mito revolucionario y transformar el destino de la humanidad.
Se conoce en todos sus detalles exaltantes y terribles la hazaña de Cortés y de sus compañeros, que en cortos años va a someter a la Corona de Castilla territorios decenas de veces más grandes que el de la Península. Lo que importa mirar ahora es el significado y las consecuencias de ese encuentro.
No se trata de un mero hecho de conquista, que tantas veces se ha dado en tantas épocas, sino de ese raro fenómeno que tiene su antecedente en el continente europeo en el tiempo que va desde la muerte de Teodosio hasta la coronación de Carlomagno. El factor decisivo en la creación de Occidente no fue la extensión política y administrativa del dominio de Roma, sino sobre todo, la asombrosa empresa de la cristianización de los paganos.
El fenómeno se da en el Imperio español de un modo mucho más dinámico y completo. En medio siglo se completará la estructura, el carácter y las formas de integración de esa masa continental desconocida. La experiencia de México define el carácter y las peculiaridades de aquella obra única.
La marcha de Cortés a Tenochtitlán podría ser vista, casi, como la transposición, en símbolo y alegoría legendaria, de un remoto hecho histórico, como ha pasado con las sagas de los más viejos tiempos.
Todo es simbólico y reviste casi un carácter de ceremonia sagrada para representar el hecho mítico de la fundación de un pueblo. Es simbólico, a pesar de ser real, el hecho de que Cortés destruya las naves. Era la manera de expresar que aquella empresa no tenía regreso ni vuelta posible al pasado. Es profundamente simbólica aquella llegada ceremonial de los conquistadores a Tenochtitlán.
Aquel ser divinizado por todos sus vasallos, que era Moctezuma, en toda su pompa sagrada, rodeado del complicado aparato de su cultura, a la entrada de la extraña ciudad del lago, con sus calzadas y sus torres y aquel otro ser doblemente divinizado que era Cortés para sus hombres y para él mismo, por la convicción suprema de venir en cumplimiento de un designio divino, y para los atónitos aztecas que lo veían como Quetzalcóatl regresado.
No tenían lengua para poder hablar directamente, no tenían nombres para designar las cosas que pertenecen a cada uno de los mundos. Es por aproximación, por semejanza, por deformados ecos como pueden distinguir las cosas nuevas para cada uno. Los caballos son venados gigantes, la plaza de Tenochtitlán es dos veces la de Salamanca. Con ojos asombrados Cortés y sus compañeros han visto tantas novedades increíbles, las casas, los templos, aquellas fieras, aquellas aves, aquellos peces de los palacios del soberano azteca y el maravilloso retablo del mercado de Tenochtitlán, que eran como una síntesis viviente de la presencia de un mundo desconocido. «Por no saber poner los nombres no las expresa», le dice al Emperador en su carta.
No las expresan, pero las sienten los dos protagonistas, en la violencia de la guerra y en la oscura germinación del orden impuesto, tan estrechamente unidos, tan inminentemente mezclados, tan fundidos en uno como los luchadores en su abrazo de vida y muerte.
A partir de allí habría que comenzar a contar no por años, ni por los siglos de los cristianos, ni por las sucesivas catástrofes universales de los aztecas, ni por los reinados de los príncipes, ni por los cambios de decorado, sino por las estaciones del espíritu, por las etapas del vasto drama de una nueva creación humana.
No será ya solamente México, sino las tierras del Mar del Sur, los pueblos de los Andes, de la puna, de las selvas del Amazonas y del Orinoco, de las ilimitadas llanuras, de los nuevos poblados, de las viejas urbes con sus nuevos patrones celestiales, del casi geológico acomodamiento entre fuerzas y tensiones transformadoras del paisaje humano. Lo que comienza a surgir no va a ser una Nueva España, como pudieron desearlo los conquistadores, ni tampoco va a mantenerse el México Antiguo. No va a ser ni lo uno ni lo otro, sino el vasto surgimiento de una confluencia que refleja el legado de sus forjadores, con sus conflictos y sus no resueltas contradicciones en el múltiple e inagotable proceso del mestizaje cultural americano, que ha hecho tan desgarrador y vivo el problema de su identidad.
De allí va a tomar cuerpo, en toda su asombrosa variedad, esa nueva sociedad de tan viejas herencias y tan poderosas solicitaciones de futuro, que nunca fue cabalmente las Indias, ni tampoco una geográfica América casi abstracta. Los hijos de los conquistadores, los de los indígenas, los herederos de las contrarias lealtades y las opuestas interpretaciones, los que sienten la mezcla fecunda en la sangre y sobre todo en la mente, los causahabientes de los indios, de los españoles, de los negros y de las infinitas combinaciones de cultura que se produjeron y se producen, los que sienten combatir en su espíritu los llamados conflictivos del pasado y del presente, los que nunca dejaron de sentirse en combate consigo mismos, fueron y tenían que ser los actores de una nueva situación del hombre.
De esa peculiaridad creadora vendrán el Inca Garcilaso de la Vega, Sor Juana Inés de la Cruz, Rubén Darío, «muy siglo diez y ocho y muy antiguo y muy moderno: audaz, cosmopolita», y los creadores del realismo mágico en la novela, que han llevado ante el mundo la inconfundible presencia de la otra América. Nada fue simple transplante o inerte yuxtaposición de formas. Desde la Catedral de México y las casas de Cuzco, que revelan las capas culturales por pisos casi geológicos, hasta Brasilia. Desde la afirmación del barroco de Indias que mezcla las sensibilidades distintas en el templo y la piedra labrada y en la poesía. Desde la pintura y la escultura, que pronto comienzan a revelar otro carácter cada vez menos enteramente asimilable al de los estilos de Europa, desde el culto y la conciencia del ser hasta el lenguaje, este castellano, tan genuino y tan propio, tan antiguo y tan nuevo, que expresa la presencia poderosa de una identidad cultural. Habría que llamar a este juicio a todos los grandes testigos de la creación y de la afirmación de ese gran hecho creador, a los fundadores, a los comuneros, a los capitanes de insurrección, a los antagonistas de la palabra y de la acción, a los libertadores, a los buscadores de un nuevo orden para aquella sociedad peculiar, a los que creyeron estar siguiendo algún modelo extranjero y se hallaron metidos en una empresa de genuina creación propia, a todos los que han sido y siguen siendo factores y creadores del mestizaje cultural.
Cuando se abre el segundo o tercer acto del gran drama de la creación del Nuevo Mundo, los hombres de la Independencia, tan cercanos de los liberales de España, toparon con el viejo enigma del propio reconocimiento. Bolívar lo sintió y lo expresó con palabras certeras que no han perdido su validez. «No somos europeos, no somos indios… somos un pequeño género humano, poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias, aunque en cierto modo, viejo en los usos de la sociedad civil».
A la luz de esa condición, en presencia de lo que ha sido, de lo que ha llegado a ser, de lo que está en camino de llegar a ser esta vasta parte de la geografía y de la humanidad que todavía llamamos nueva, habría que intentar una nueva lectura desprejuiciada y valiente de tan inmenso hecho.
En ninguna parte puede encontrar mejor resonancia semejante esperanza que en esta noble casa, tan ligada históricamente a esa empresa abierta, a esa fascinante posibilidad de creación de futuro. Lo que estamos conmemorando hoy aquí, al amparo de la gran lumbre de este polo de la conciencia hispánica, siete veces secular, no es sólo el nacimiento de un gran hombre, sino su contribución a ese hecho fundamental de la historia de ayer y de hoy, a esa gran realización que habremos de seguir llamando, con toda propiedad y justicia, la Creación del Nuevo Mundo.
Godos, insurgentes y visionarios. Ed. cit., pp. 199-216.