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Alegato por las cuatro comunidades

He venido aquí movido por un impulso natural en un hombre de mi convicción y de mi tiempo que se asoma al mundo de hoy lleno de interrogantes y de angustias. Esta iniciativa, que ha tomado la Cátedra de América de la Universidad de los Andes, es ejemplar y estoy seguro de que va a producir muchos frutos. Nos estamos interrogando, hace mucho tiempo, los hispanoamericanos, qué somos, qué papel nos corresponde desempeñar ante el mundo, qué podemos hacer, qué nos exige la historia, qué nos dicta el pasado y no hemos encontrado respuesta satisfactoria, han surgido proyectos de soluciones a medias que nunca han tenido la virtud de abarcar todo el conjunto de la ardua cuestión y de presentar una salida o una respuesta aceptada por todos.

Para honra mía me han precedido en esta cátedra el ilustre presidente de Colombia, doctor Belisario Betancour, los expresidentes de Colombia, doctor Carlos Lleras Restrepo y Alberto Lleras Camargo, admirados y queridos amigos. Han expuesto con toda claridad y con amplia penetración la dimensión del problema.

Existe un organismo que se llama la OEA. La Organización de Estados Americanos es una organización reciente que se enfrenta a un problema viejo. La había precedido, a fines del siglo pasado, un tímido esbozo que fue evolucionando y que se llamó, en su época, la Unión Panamericana. Generalmente los hombres no hacemos cosas gratuitamente, las hacemos por algún imperativo o alguna exigencia manifiesta de las circunstancias y este hecho de que tan continuamente, por no remontarnos a raíces más viejas de las que hablaremos luego, se haya pensado en que hay que establecer algún tipo de vínculo jurídico para el conjunto de las naciones que pueblan el continente americano revela que todos tenemos conciencia, y la compartimos, de que esa situación nos impone consecuencias y nos exige conductas. La Organización de Estados Americanos, contemplada en conjunto, ha sido una gran iniciativa. Es tal vez un ejemplo único en escala mundial, en la que los países todos de un continente aceptan no solamente formar parte de un foro libre en el que puedan discutirse los problemas comunes, sino una serie de reglas, no fácilmente aceptables por países muy celosos de su soberanía, como es la renuncia a la intervención armada, el reconocimiento jurídico de la igualdad de los Estados, la proscripción de la guerra y una devoción sincera y manifiesta hacia las instituciones democráticas y hacia la cooperación para el proceso. Ya éstos son suficientes títulos para que nosotros consideráramos que esta institución es útil y necesaria. Desde luego no ha rendido todos los frutos que podríamos esperar de ella.

La cuestión fundamental del sistema americano y del conjunto de los pueblos americanos se enuncia muy simplemente diciendo que habitamos un continente en el que está el país más rico y poderoso del mundo y en el que igualmente están algunos de los países más pobres e inestables. Esa relación es difícil, provoca conflictos de todo género, reacciones sentimentales, sensibilidades, tropieza, como tropieza siempre la dura realidad con lo que los hombres pedimos o exigimos de ella. Pero esa forma de relación entre esa inmensa potencia mundial y el resto de los países americanos ha sido, en el fondo, un ejemplo para el mundo porque no existe ninguna otra parecida, no existe ninguna otra en que una potencia de esa magnitud haya aceptado someterse a reglas jurídicas, haya reconocido una igualdad con los demás Estados, haya renunciado al uso de la fuerza y se haya acogido a un sistema de derecho. Esto solo ya sería motivo suficiente para que consideráramos que esa institución es útil y es digna de ser mantenida. Claro que esa institución tiene fallas, probablemente estamos pidiendo de ella más de lo que puede dar, probablemente la hemos dejado de lado, probablemente ha estado atravesada un poco en la inmensa corriente de los grandes conflictos mundiales en los que las cosas han pasado mucho más allá del sistema de las relaciones americanas y que, de hecho, influye en modificar, en alterar o en reducir su campo de acción.

Bastaría imaginar, lo que sintetiza muy bien lo que debemos pensar, ¿qué hubiera sido de la América Latina si en el norte del continente, con todo el poderío de los Estados Unidos, hubiera aparecido una potencia napoleónica o un Estado totalitario de cualquier pinta? Esto reviste las dimensiones de una pesadilla. No ha sido así. Los Estados Unidos han sido un país que ha mantenido tradicionalmente su fidelidad al principio democrático, a los ideales de la gran revolución de 1776, que no ha renegado en ningún momento de su creencia en aquel preámbulo admirable de su Acta de Independencia que dice: creemos que todos los hombres nacen libres e iguales. Y esa proclamación no la han repudiado nunca. Es difícil mantener un principio intacto en un mundo cambiante, complejo y conflictivo como el que vivimos. Pero el hecho de que esa inmensa potencia haya mantenido esos principios y pretenda, hasta donde es posible, ser fiel a ellos es un hecho positivo y nos corresponde a nosotros hacer que ello pase más allá de un mero reconocimiento moral, de una proclamación retórica y que se transforme en formas prácticas de cooperación eficaz.

Una de las formas que esa cooperación ha revestido, en los últimos tiempos, en las últimas tres o cuatro décadas, es la de la ayuda y la cooperación para el progreso. Esta nueva modalidad aparece hoy un poco de capa caída y, generalmente, los que la estudian piensan que no ha sido enteramente satisfactoria ni para los que dieron ayuda ni para los que la recibieron. Y esto ha traído como consecuencia que los grandes países industriales del mundo no hayan cumplido con aquel ideal de destinar un uno por ciento de su producto bruto a la cooperación internacional y a la ayuda. La verdad es que, después de la Segunda Guerra Mundial, solamente un puñado muy pequeño de países, que antiguamente fueron colonias, han logrado alcanzar un grado de desarrollo importante. La mayor parte de ellos están en el sureste asiático. Esa situación debemos, los hispanoamericanos, contemplarla con mucho realismo, no porque esto nos condene a no tener otro respiradero, ni otra salida al mundo, ni otra vía de futuro que la que pasa por la OEA, es importante esa vía, no debemos renunciar a ella, debemos ampliarla en toda la posibilidad, pero no podemos, sería absurdo, encerrarnos voluntariamente en el convento continental y darle la espalda a todo lo demás que ofrece y presenta el mundo de hoy.

Este es un mundo conflictivo, trágicamente amenazado, como nunca antes en la historia universal. En la simplificación de los comentaristas políticos se habla generalmente del enfrentamiento Este-Oeste, del conflicto latente y grave del Norte y del Sur. Pero no es tan simple el cuadro. La existencia en este instante de las descomunales superpotencias, con un poder de destrucción que el hombre jamás pudo vislumbrar, y los intereses que ellas representan, ha creado una nueva situación mundial de la que no podemos escapar. No hay manera de estar fuera de esa realidad. No hay refugio para escapar de ella. Y eso lo revela un hecho que todos los días se repite, ya no hay en el mundo conflictos locales, el más apartado que surja en el más lejano país del mundo puede ser interpretado como un hecho que amenace ese delicado equilibrio mundial y obligue a que las superpotencias se muevan para enfrentar, dirigir y controlar el pequeño conflicto local por miedo de que la otra lo haga. Esa es la realidad en que vivimos, y sería pueril cerrar los ojos ante ella y seguir haciendo proclamaciones teóricas que tienen poco que ver con la realidad. No vayan a creer ustedes que yo vengo aquí a hacer una proclamación de realismo cínico y que esté invitando a nadie, de ningún país americano, a que haga de su capa un sayo y vea como se aprovecha del desorden para medrar. Nosotros tenemos una tradición, una cultura, una historia, unos principios, y ellos nos obligan a una conducta. No podríamos pasar por sobre esas cosas sino al precio de un envilecimiento inaceptable, de una degradación, de una renuncia a lo que somos.

Cuando contemplamos el cuadro de la OEA, no podemos olvidar que no pertenecemos solamente a una comunidad continental que se asienta en dos aspectos, que es bueno recordar, en un hecho geográfico que es el resultado evidente de habitar un mismo continente aislado de los otros, el único continente aislado del planeta, fuera de Oceanía, sino también a una comunidad de ideales y de principios morales. Los hombres que realizaron la Independencia de las naciones hispanoamericanas, los que firmaron la Constitución venezolana de 1811, los que en todos y cada uno de estos países, como en Bogotá en 1810, pensaban muy concretamente en realizar en el mundo hispanoamericano lo mismo que los colonos de las posesiones inglesas del Norte habían logrado, es decir, crear un orden republicano, un sistema de ley y democracia fundado en el respeto de los derechos humanos.

Esta es una comunidad bastante más efectiva y obligante que la mera contigüidad geográfica, que muchas veces, en todas partes, no ha llevado sino al enfrentamiento, a la rivalidad y a la enemistad, del mal vecino, mientras el compartir ideales políticos, concepciones ideológicas y principios filosóficos sobre el hombre y su destino acercan mucho más que cualquier otra vinculación que podamos imaginar.

Los países hispanoamericanos, que integran la OEA, forman parte, al mismo tiempo, de otras comunidades, más vivientes y efectivas, y de ellas quiero hablar someramente ahora.

En primer lugar, pertenecemos a una comunidad indudable y evidente, que es la de las antiguas colonias españolas de América. Constituimos un conjunto de pueblos que tienen en común todo lo que de más precioso puede servir para identificas a los pueblos. Tenemos una misma cultura, una misma historia, creemos en el mismo sistema de valores, hemos proclamado, desde el primer momento de nuestra Independencia, los mismos principios políticos, hemos intentado organizar una sociedad de democracia, de libertad, de paz y de cooperación basada en ese cimiento común, que va desde la lengua a la historia y a los grandes mitos tutelares. Por donde se la mire es una comunidad real. No existe una OEA ni ninguna estructura que traduzca la existencia de ese formidable hecho humano, pero aparece continuamente, de un modo visible y subyacente que lo revela en cada momento y ocasión. Darle la espalda e ignorarlo sería una insensatez y sólo serviría para disminuirnos.

Esto lo vieron con toda claridad los fundadores de la Independencia, al darse cuenta de que no era posible lograrla parcial y aisladamente, que tenía que ser una empresa de todos los países, sin excepción, y que mientras no se lograra esta finalidad la suerte de la Independencia en cada país aislado sería precaria y de corta vida. No se limitaron los próceres a alcanzar la independencia de la metrópoli, no era su mira ser dueños de su propia casa, les importaba no menos saber lo que iba a pasar dentro de esa casa, y en ese camino, desde el primer momento, proclamaron como objeto supremo el establecimiento de repúblicas democráticas, basadas en el reconocimiento efectivo de los derechos del hombre. Eso no fue posible por muchas causas y razones, porque existía poco contacto entre unos y otros países, a pesar de la similitud de situación, porque no hallaban en su pasado, para ese momento, ninguna tradición, ni menos experiencia, de gobierno propio ni representativo, no se contaba con ninguna institución sobre la cual asentar el nuevo edificio de una república democrática, igualitaria y libre.

Esas aspiraciones y tentativas heroicas de crear un nuevo orden tropezaban con la dura realidad social e institucional legada por el pasado de lo que habían sido las colonias españolas. Esas sociedades tenían un orden, pero no era un orden que brotaba de adentro, estaba impuesto desde afuera, en un sistema vertical de autoridad y de castas, sacralizado, que descendía hasta el pueblo y no subía de él, que era el del invisible, remoto y todopoderoso rey de España.

El caso de las colonias inglesas del Norte fue enteramente distinto. En ellas se habían desarrollado continuamente formas autónomas y propias de gobierno democrático. Disfrutaban de sistemas electorales y representativos, se reconocían, en el uso y en la ley, los derechos del hombre, por manera que la supresión de la autoridad del rey de Inglaterra no significó un cambio radical y menos todavía un salto en la oscuridad para aquellas comunidades, para aquellas sociedades que lo que hicieron fue continuar, bajo otra autoridad suprema, una tradición jurídica e institucional propia, en la que venían viviendo desde el comienzo de su instalación en el nuevo continente.

No fue éste el caso nuestro. Allí está la voz de Bolívar, en el Congreso de Angostura y en muchas otras ocasiones en que se asomó el arduo problema, ¿cómo lograr hacer la república sin antecedentes favorables? Es aquella angustia que él expresó alguna vez cuando dijo: «Más le temo a la paz que a la guerra», porque la guerra, desde luego, era una suerte de disciplina, un orden, ciertamente atroz, pero al fin un orden efectivo y cuando ese orden, impuesto por las exigencias del combate, cesara, ¿cómo se iba a hacer para asegurar establemente un sistema institucional efectivo y justo en aquellas sociedades desarticuladas por la guerra, y que no traían del pasado ninguna tradición institucional que les permitiera entrar con pie seguro en un nuevo tiempo y en una nueva forma de existencia tan diferente de todo lo que habían conocido por siglos?

Esa grave incongruencia la advirtieron muchos de los hombres de esa época. Entre ellos uno de los más originales, de los más valiosos y de los más ignorados, Simón Rodríguez, que fue maestro de Bolívar pero que, como él mismo lo decía con mucha razón, tenía otros títulos y, realmente, los tenía.

Cuando Rodríguez regresó a su América, después de más de veinticinco años de permanencia en Europa, en una ausencia de curioso, de estudioso, de investigador de los hechos políticos y sociales, se dio cuenta, después de Ayacucho, de que el problema de la organización republicana en la América Latina era inmenso y desproporcionado, y fue entonces cuando dijo que no podíamos hacer repúblicas sin republicanos y la respuesta que se daba él mismo fue: vamos a hacer los republicanos. ¿Dónde iba a hacer a esos republicanos? En el único lugar en que se podía, en la escuela, y es entonces cuando él expone aquellas concepciones asombrosas que hoy han propuesto muchos de los dirigentes de las revoluciones recientes: crear un hombre nuevo, Simón Rodríguez quería crear un criollo nuevo. No era una empresa fácil, los hombres somos lo que somos por la cultura, por lo que nos han hecho las tradiciones y las creencias visibles o soterradas, y cortar y transformar esa tradición o esa realidad es casi imposible, sin embargo él se proponía realizar esa utopía, pensaba en una escuela que segregara al niño del cuadro familiar, que educara a varones y hembras para enseñarles a vivir en república y a vivir de su trabajo porque como él decía: al que nada sabe cualquiera lo engaña y al que nada tiene cualquiera lo compra, y para eso proponía con una frase hermosísima, que sintetizaba su proyecto, declarar la nación en noviciado.

Esto revela hasta donde se daban cuenta estos hombres de la difícil empresa de crear repúblicas en un medio social e institucional que no preparaba en absoluto para ello. El resultado lo sabemos todos, surgió el caudillismo lugareño que representaba la única forma de autoridad acatada que pudo aparecer después de la guerra. Los caudillos, o los más de ellos, fueron hombres sin visión muy atados a lo regional, muy celosos de cualquier disminución de su autoridad personal que por su propio interés exacerbaron hasta límites extremos un sentimiento de nacionalismo aislante que hacía muy difícil cualquier forma de acercamiento o cooperación entre su país y los demás, que no tenían tampoco ningún tipo de educación para la democracia.

Muchas veces he reflexionado sobre esto: que la América Latina tiene una devoción por la democracia mucho más allá de lo esperable y que se traduce en un hecho muy curioso, por ejemplo, no ha existido en América Latina, tal vez con la excepción superficial y transitoria de la momentánea proclamación por Getulio Vargas del Estado Novo, ningún régimen político que haya creado y proclamado instituciones dictatoriales; las dictaduras hispanoamericanas, casi sin excepción, se han hecho bajo una constitución liberal que no se cumple pero que se mantiene, venerada e ineficaz, como un ídolo reverenciado al cual sería peligroso renunciar o abolir, sin grave riesgo para la estabilidad del régimen. Eso revela una adhesión que va mucho más allá de lo formal y aparente que debería ser tomada muy en cuenta por todos los que nos preocupamos del porvenir político del continente.

Pertenecemos a esa comunidad de hecho de las antiguas colonias españolas, no hemos hecho mucho para activarla, sería simple y fácil hacer la estimación de lo que representaría la suma de esos países, a los que habría que añadir a España, de potencial económico, político y humano. Constituimos una magnitud extraordinaria de gentes y de recursos materiales de todo tipo. El día en que, por un acto de inteligencia y comprensión pongamos sobre un plan cooperativo y abierto a colaborar todo eso para unos fines concretos podríamos hacer cosas extraordinarias, podríamos crear dos o tres de los más grandes centros científicos del mundo, podríamos entrar a tratar de quién a quién con los países que más han avanzado en la ciencia y la tecnología, podríamos poner en el espacio satélites que hablaran nuestra lengua, podríamos cooperar políticamente, no para convertirnos en ningún bloque que amenace a nadie, sino para reconocer y poner a valer un hecho histórico.

Si de esta noción de las antiguas colonias españolas y de España pasamos al paso inmediato e inevitable que está en la lógica misma del destino, que es el de la cooperación de todos los países iberoamericanos, que resultaría absurdo excluir, con el Brasil y su inmenso potencial, y Portugal con su historia admirable de país creador de mundos, si hiciéramos consciente y efectiva esa comunidad iberoamericana total con todos los pueblos del continente de habla española y portuguesa, y con España y Portugal, las posibilidades de ese conjunto serían inmensas y serían factibles, casi provoca desbocarse en imaginaciones y sueños esbozando todo lo que podríamos hacer juntos si saliéramos de la cárcel de aislamiento, en la que venimos permaneciendo encerrados dentro de las fronteras nacionales, apegados a viejos ídolos impotentes y poco válidos y sin tener visión para todo lo que nos está ofrecido con la posibilidad de ese entendimiento y cooperación para el bien de todos sin predominio de nadie.

Lo que nos separa de los lusoparlantes es mínimo, ni siquiera, propiamente, una barrera lingüística, el portugués y el español son dos lenguas hermanas y con muy poco esfuerzo los que hablamos español podemos entender a los que hablan brasilero y viceversa.

Pero desgraciadamente, ¿en qué universidad de América Latina, en qué escuela secundaria se enseña esto? Prácticamente en ninguna parte. En la Universidad Central de Venezuela no existe una cátedra que enseñe lengua, historia y cultura del Brasil, porque, sencillamente, parece que no nos hemos dado cuenta de que al lado del país existe ese inmenso país con todo su potencial de desarrollo, en cambio, cosa muy característica, tenemos una cátedra de esperanto.

Semejantes absurdos revelan hasta qué extremos hemos llegado en cegarnos ante la realidad más obvia. Si fuésemos capaces de hacer efectiva esa comunidad, esa colectividad del conjunto iberoamericano, nuestra posición ante el mundo cambiaría radicalmente, nuestra presencia, nuestro valimiento y el peso de nuestra opinión se haría sentir en todo el planeta, no con ánimo de entrar en ninguna competencia de poder, porque sería un error grave, a pesar de que no podemos, tampoco, ignorar que todas las relaciones entre los hombres, de cualquier naturaleza que sean, son, finalmente, relaciones de poder y aparece detrás de ellas ese hecho fundamental que viene tal vez de nuestra filogenia animal. Pero la intención no puede ser convertir esa vasta familia de pueblos en una potencia agresiva, con ánimo de dominar o amenazar a nadie, sino de hacer más válidas nuestras posibilidades de poner en común lo que tenemos y reconocer el hecho real de nuestra situación. Lamentablemente da la impresión de que no logramos ni verlo ni comprenderlo.

Tenemos con la comunidad de los Estados Americanos que es importante y vital y a la que no podemos ni debemos renunciar la comunidad yacente, herencia intocada en gran parte, de los pueblos iberoamericanos. Podríamos, ahora que se acerca el Quinto Centenario del Descubrimiento de América, hacer el modesto esfuerzo de un pequeño manual que llegue, a nivel de secundaria, a todos los estudiantes que presente ese hecho, que cuente y explique, de un modo sencillo y veraz, qué es la comunidad iberoamericana, qué tenemos en común en la historia y qué podemos hacer juntos en el presente y el futuro. Ese pequeño libro no existe porque no nos hemos dado cuenta de que es el más importante que podríamos poner en las manos de nuestros jóvenes.

Pero con esto no se agota la lista. Formamos también parte de otra comunidad distinta que no se funda en la historia, ni en la cultura, ni siquiera en la geografía. Nace de una similitud de situación política y eco nómica. Es la de eso que, vagamente, se llama el Tercer Mundo, que en el lenguaje de las Naciones Unidas forma el Grupo de los 77 que ya pasan de 126 países. Son los nuevos Estados que surgieron después de la Segunda Guerra Mundial como fruto del proceso de descolonización en los antiguos continentes, particularmente en África y Asia. Esos países surgieron a la dignidad de independientes y libres llenos de limitaciones y de carencias. Hubo algunos de ellos en que a la hora de la Independencia no habrá más de veinte graduados universitarios. Todo esto planteaba inmensos desafíos, y exigencias casi sobrehumanas. Estos nuevos Estados de África y Asia acudieron a las antiguas potencias coloniales para exigirles colaboración y plantearles la necesidad de que los ayudaran a asumir plenamente la dignidad de países libres e independientes, dignidad que va más allá de una bandera y una proclamación constitucional. El resultado de ese estado de espíritu ha sido acercar a esos países, separados por continentes, culturas, y tradiciones, pero coincidentes en una situación similar frente a los países industriales del mundo y a las antiguas potencias coloniales.

Las exigencias que ellos planteaban se han ido haciendo cada vez más dramáticas. Los economistas la llaman la brecha entre los países desarrollados y los países que, con eufemismo, llamamos en desarrollo, que no ha disminuido en ningún momento y es, de hecho, más grande hoy. El ingreso nacional per cápita presenta diferencias abismales, el nivel medio de vida, la miseria endémica, no solamente no ha disminuido, sino que tiende a aumentar con el fatal peso incontrolado del aumento poblacional. Mientras los países del Norte, los desarrollados, cada día tienen un nivel de vida más alto, más poder en todos los sentidos de la palabra, el resto de la humanidad que es la mayoría, se encuentra en una situación de desventaja, pobreza y limitación que no puede ser aceptada pasivamente. Ya ha traído reacciones de todo género y ha provocado la creación del grupo de los 77, que ha permitido se reconozca la existencia de algo que se llama el Tercer Mundo.

¿Qué papel juega la América Latina dentro de ese Tercer Mundo? Sin duda, uno muy sui generis. Estamos y no estamos dentro del Tercer Mundo. Estamos por el hecho cierto de que somos países que no han alcanzado su pleno desarrollo, tenemos muchas lagunas y deficiencias en nuestro crecimiento económico y social, arrastramos grandes diferencias de situación social y a una inmensa población miserable que no hemos logrado elevar de nivel, pero nos diferencian otras muchas cosas.

No estamos saliendo de un régimen colonial, al cual en rigor no pertenecimos nunca. El régimen español en América era muy distinto a los sistemas coloniales del resto del mundo. En el siglo XIX no existían propiamente colonias de España sino reinos y provincias de un conjunto jurídico y político que tenía por cabeza al que era, al mismo tiempo, rey de España. El rey de España era rey de Castilla y rey de Aragón, y rey de Granada, rey de Colombia, rey de Argentina y rey de Venezuela. En el momento en que los hombres que iniciaron la independencia hicieron pública su posición, el alegato fundamental que expuso la junta de Caracas en 1810 fue el de declarar que se había roto el vínculo. Si hubiéramos sido colonias españolas no se habría roto esa dependencia. Había un gobierno en España pero, como ellos lo decían en su manifiesto, no reconocían otra persona que el rey legítimo. El vínculo no era el de colonos de España sino el de vasallos del rey, al mismo título que lo eran castellanos o aragoneses. Eso es lo que invocan los hombres del 19 de abril de 1810 como razón válida para asumir la autonomía. Había desaparecido del trono de España la figura del rey y no debían obediencia a más nadie. Nos diferencia además otro hecho, pertenecemos a eso que se llama la civilización occidental. Yo no estoy hablando aquí en lenguaje chibcha, ni en ninguna otra lengua que no sea el español universal, nuestra lengua materna. No es igual el caso de los países africanos o asiáticos, con culturas vivas identificadas en su tradición y carácter, con lenguas, instituciones y mentalidades propias. Hoy los historiadores dan tanta importancia a eso que llaman historia de las mentalidades como la que tienen los fenómenos económicos, políticos o militares.

Nosotros tenemos una mentalidad que no es exactamente la de quienes han sentido el peso de una civilización que se les superpuso de modo adventicio, que no llegó a penetrar nunca hasta abajo. Las lenguas europeas no sustituyeron nunca las nacionales y sólo fueron aprendidas y usadas como lenguas de comunicación. En ellos hay un bilingüismo que en nosotros no existe sino en limitadas regiones donde perduran culturas indígenas, que también hablan español. Pertenecemos por la cultura, las instituciones y la mentalidad al mundo occidental. Proclamamos repúblicas a partir de 1810 y no resucitamos alguna vieja monarquía sagrada. Proclamamos los derechos del hombre, pertenecemos a esa civilización, somos parte de ella, hemos nacido y crecido dentro de ese juego de valores y nos sería imposible rechazarlos y repudiarlos para aceptar otros que no podrían tener vigencia efectiva.

Tenemos, además, un cierto grado de desarrollo (variable en los distintos países) de conciencia nacional y un crecimiento que establece diferencias grandes con muchos de los países del Tercer Mundo. Pero estamos también como ellos ante esa brecha que separa al Norte del Sur. Dentro de ese grupo del Tercer Mundo podemos desempeñar un papel único, que más nadie puede desempeñar. Somos el puente natural entre el Norte y el Sur, somos de Occidente de una manera peculiar —no como lo es un francés o un inglés— podemos entender qué piensan, cómo reaccionan los hombres de la civilización occidental, porque pertenecemos a ella, pero en un modo distinto. En nosotros se ha operado un proceso de mestizaje cultural, que nos hace distintos dentro de esa situación. Seríamos, necesariamente, el puente para el entendimiento, discusión y planteamiento en busca de soluciones a los problemas que dividen al Norte del Sur. Esa comunidad no podemos ignorarla.

No estoy diciendo, y sería absurdo que lo dijera, que renunciáramos a una de esas comunidades, a nuestra madre en favor de nuestro padre. Pertenecemos a ellas por vínculos de hecho que están más allá de la pura voluntad. Además de que es imposible resultaría absurdo debilitarnos y empobrecernos. Podemos y debemos mantener vivas esas cuatro comunidades, sin renunciar a ninguna, sin perder la presencia en ninguna, sin olvidar que pertenecemos a cada una con títulos válidos, que aumentan nuestra presencia en el mundo y nuestras posibilidades de actuar.

Vivimos en un tiempo peligroso, lleno de conflictos y de enfrentamientos de todo género. Básicamente en el del enfrentamiento de las dos superpotencias, que se afrontan diariamente en todos los terrenos en una tensión creciente que amenaza, a cada momento, con romper en guerra abierta. En esa tensa víspera de horror vivimos todos los hombres en esta hora. No hay paz verdadera sino una especie de tregua frágil que amenaza a todos y que haría muy útil la presencia internacional de un conjunto sólido de pueblos pacíficos que puedan favorecer la distensión entre los dos poderosos rivales. No hay que olvidar que ya no hay conflicto local y que eso que llamamos, casi irrisoriamente, la paz, tiene otros nombres más realistas como son el equilibrio del terror nuclear o la guerra fría.

Estamos también en un momento en que ante los ojos de los hombres se abren perspectivas increíbles. Una es la de la destrucción de toda vida y toda civilización en el planeta por una guerra nuclear. Otra, la de la posibilidad de que, con los maravillosos progresos científicos y tecnológicos que el hombre ha alcanzado, logremos ponernos de acuerdo para hablar constructivamente, deponer las armas, y abrir un cambio para crear una humanidad que pueda marchar junta hacia un progreso lógico y alcanzable. Nunca antes existió ninguna de estas dos posibilidades opuestas, ni la horrible, ni la promisora, y frente a esta alternativa ningún hombre puede permanecer indiferente. No podemos esperar que otros vayan a arreglar esa cuestión de vida o muerte por nosotros. Sería indigno de nuestra condición de hombres. Tenemos que participar, en la medida de nuestras posibilidades y nuestras fuerzas para que esa alternativa se resuelva de la manera más deseable, y no podamos contar con la pequeña fuerza que representamos aislada y nacionalmente. Tenemos que poner a valer todas las comunidades a las que pertenecemos y que no son excluyentes las unas de las otras.

Parecería que estoy proponiendo un plan quimérico y difícil de llevar a la práctica porque no sería posible combinar las cuatro comunidades. No existe ejemplo más visible, más cercano y más digno de estudio que el de los Estados Unidos. Los Estados Unidos pertenecen, igualmente y en plena adhesión, a varias colectividades. La primera y fundamental, que no logramos repetir nosotros, fue la unión de las antiguas colonias inglesas de América. Pertenecen, luego, a una comunidad política, económica y militar, la de los pueblos angloparlantes. Eso que se llama el Commonwealth británico no es solamente lo que aparece oficialmente, es algo mucho más poderoso que es el conjunto de todos los pueblos angloparlantes unidos por vínculos sólidos en el cual está incluida la potencia más grande del mundo: los Estados Unidos. Esa situación ha tenido consecuencias que todos conocemos, desde las ya remotas en que los Estados Unidos entraron en dos guerras mundiales, saltando por sobre las admoniciones de Washington, hasta el hecho muy reciente y lamentable de las Malvinas.

Los Estados Unidos, además, pertenecen al sistema interamericano, lo han sostenido, lo necesitan y está en nuestras manos que ese sistema no sea simplemente un instrumento de la política de los Estados Unidos sino de la cooperación efectiva de todos los pueblos americanos, sin desdeñar a los Estados Unidos y sin enfrentarnos con ellos, porque tenemos que convivir con ellos y no podemos borrarlos de nuestro panorama. Tenemos muchas ventajas que obtener tratando inteligentemente con ellos, sin que esto signifique sumisión, ni renuncia, muchísimo menos si hacemos válidas las colectividades a las que pertenecemos de hecho o de derecho.

Los Estados Unidos, también, pertenecen a otra colectividad muy importante: la OTAN, la Organización del Tratado del Atlántico Norte, que va mucho más allá de una cooperación, es una alianza política, militar y económica para enfrentar al bloque soviético. Alianza muy fuerte, y estrecha, fundada en la decisión de contrarrestar lo que ellos consideran amenaza para su sistema, para su manera de pensar, para sus tradiciones sociales, políticas e intelectuales. Esto no significa que los Estados Unidos se hayan retirado de la OEA, ni que el hecho de pertenecer a la comunidad británica los excluya de entrar en la OTAN, ni que el hecho de estar en estas organizaciones signifique debilitamiento del hecho fundamental de la unión de las antiguas colonias inglesas de América. Nosotros podríamos hacer algo semejante. Si esto se hiciera consciente en la mayoría de nuestros pueblos y, particularmente, en los hombres que tienen en sus manos la posibilidad de tomar decisiones, nuestra historia podría cambiar y rápidamente podríamos pasar de ser Estados desunidos, países débiles en distintos grados de desarrollo que cuentan poco en el escenario mundial, a tener una presencia efectiva ante el mundo, a ser uno de los bloques más homogéneos, poderosos y respetables que el mundo haya conocido en los últimos tiempos. Un bloque pacífico para el progreso, para la justicia, para que se alcancen, finalmente, los ideales por los cuales creamos estas naciones y en nombre de los cuales pretendemos seguir existiendo.

Godos, insurgentes y visionarios. Ed. cit., pp. 181-198.