Nación y libertad
Los españoles se encontraron inesperadamente con un nuevo continente. Este es el hecho fundamental. No hubo preliminares, conocimiento alguno previo, sino un brusco e inesperado encuentro entre un puñado de hombres que representaban la mentalidad de la España de fines del siglo XV, y un inmenso escenario geográfico que se fue desplegando lenta y continuamente, poblado por unos seres para los cuales ni siquiera tenían nombre y que representaban, en distintos grados de desarrollo, culturas extrañas, sin ningún contacto anterior con los europeos, y casi diametralmente opuestas en valores, conceptos y mentalidad a la que representaban y traían los navegantes transatlánticos.
Fue un encuentro complejo y total. Todo era diferente, no tenían lengua en que comunicarse, no tenían nombres para la multitud de plantas, animales y fenómenos desconocidos que hallaron y les ofrecía dudas el hecho mismo de admitir que aquellos seres fueran hombres en el mismo sentido que la palabra tenía para un español de la época de los Reyes Católicos.
Fue un encuentro difícil, confuso y lleno de equívocos. Los españoles creían haber llegado a las Indias legendarias del Preste Juan o a la tierra del Gran Khan de Catay y estaban en un continente desconocido que más tarde se llamó América.
El encuentro planteó malentendidos y conflictos de todo género. Se estaba frente a una realidad geográfica desmesurada en términos europeos y a unos seres que muy poco se parecían en hábitos, creencias y estilo de vida a los infieles con que los españoles habían lidiado durante largos siglos.
Muy pronto y precisamente por la imposibilidad de lograr que el indio antillano se adaptara a una disciplina de trabajo y a un orden municipal a la europea, aparecieron los africanos. Portadores de otras lenguas, otras culturas y otra actitud vital. Vinieron como esclavos a realizar el trabajo que el español no quería hacer y que el indígena no sabía hacer. Un poderoso y vasto proceso de adaptación mutua y mezcla se inició desde aquel primer momento. Ya el español no pudo seguir siendo el mismo que había sido en España. La habitación, la ciudad, las relaciones de trabajo, los alimentos, el vestido, las estaciones, la naturaleza eran distintos. Tampoco el indígena pudo seguir siendo igual a como era antes de la llegada de los conquistadores. Sus hábitos de vida, sus creencias, su situación social, todo comenzó a cambiar para él. Así como tuvo que adaptar sus viejas divinidades a la nueva religión que le traían los cristianos de Castilla, con su complicada Trinidad, sus innumerables santos, su aparatoso ritual y su difícil teología, tuvo también que someterse a un nuevo orden de la ciudad, de la ley y del trabajo. No lo hizo pasivamente sino aportando sus peculiaridades y sus tradiciones. Levantaba una iglesia bajo la dirección del alarife español, pero nunca resultaba una iglesia española, en el decorado, en las formas, en el colorido quedaba la presencia visible de la otra cultura. Igual mezcla se produjo en el culto. No es único el caso de la Virgen de la Guadalupe en México y su complicada genealogía en la que se mezclan creencias aztecas y mitos americanos con formas tradicionales del catolicismo español.
Junto a la enseñanza que en hogares y escuelas se hacía de la cultura española en lengua, instituciones e historia, estuvo presente una pedagogía negra, personificada por las ayas esclavas que en gran parte del imperio español tuvieron por tres siglos la muy influyente y decisiva tarea de cuidar de los niños desde su nacimiento hasta que comenzaba la educación formal. En esa oculta escuela del aya africana analfabeta, pero rica en cultura tradicional negra, se formaron innumerables generaciones de los hispanoamericanos más distinguidos e influyentes y recibieron de ella un aporte que no es menos importante que el que se les podía dar por sus padres y preceptores. Simón Bolívar, el Libertador, tuvo su aya negra y la quiso y respetó como una madre. La llamaba «mi madre Hipólita» y ella, en el esplendor de su poder y de su gloria americana lo llamaba «mi niño Simón».
Este encuentro de tres culturas, en un escenario geográfico de extraordinario poder sobre el hombre, es el hecho fundamental que caracteriza el nacimiento del mundo hispanoamericano. Esto determinó desde el primer momento un sentimiento de peculiaridad y diferencia. El español mismo que vino a América y permaneció en ella por algunos años sufrió cambios visibles, que lo distinguían de sus compatriotas que habían permanecido en el viejo país. En la literatura española de la época abundan las referencias satíricas al «indiano», aquel personaje a quien la permanencia en las Indias había cambiado hasta el punto de hacerlo motivo de burla y curiosidad para los peninsulares. Se creó una manera americana. Si el emigrado español cambió, mucho más lo hizo su hijo nacido en el nuevo continente. Desde el primer momento el «criollo» tuvo una personalidad y un carácter que lo diferenciaban. Hubo muchos casos de mezcla de sangres en la que en innumerables formas se combinaron la herencia biológica de españoles, indios y negros pero sobre todo hubo un continuo y múltiple proceso de mestizaje cultural. El contacto de las tres culturas fundamentales en el nuevo escenario físico afectó profundamente a los tres grandes actores de la creación del Nuevo Mundo.
No constituyeron una sociedad homogénea. Hubo profundas divisiones que perduraron en grado variable durante los tres siglos que duró el imperio español. Hubo una división determinada por los distintos orígenes culturales. Predominaba lo español en lengua, religión, instituciones jurídicas y sociales e ideales de vida que penetraba en grado variable en los herederos directos de las culturas indígenas y africanas. Hubo un cambio apreciable en el estilo de vida, en el lenguaje, en la noción del tiempo, en la actitud ante la vida. El criollo, hijo de españoles, y el peninsular comenzaron no sólo a ser distintos en muchas cosas sino a sentirse distintos y a veces contrarios. Los valores, las instituciones, la religión misma sufrieron modificaciones. Se podría hablar de un catolicismo de Indias que en sus ritos, formas de culto, sentido del milagro y concepción de la divinidad difería del catolicismo de España. Sin llegar a las formas extremas que pudo alcanzar en las misiones de los jesuitas en el Paraguay o a las tentativas de Vasco de Quiroga en Michoacán, el cristianismo de los indios, los negros y los mestizos de América revistió características peculiares y originales.
Hubo además la dura división horizontal en castas. Una sociedad piramidal, con muy poca movilidad, que convivía y se mezclaba en muchas formas pero sin abandonar sus estamentos jerárquicos. Los peninsulares, que detentaban los altos poderes de la iglesia y la Corona, los criollos blancos, descendientes de los conquistadores, que eran los dueños de la riqueza de la tierra y que dominaban la única institución política abierta a ellos, los Cabildos, y luego todos los innumerables matices de los llamados pardos, brotados de todas las mezclas posibles de las tres razas fundadoras y que en los países del Caribe y el Atlántico llegaron muy pronto a constituir lo más numeroso de la población, y al final de la escala estaban los esclavos africanos, fuerza de trabajo y base de la producción. En una situación distinta quedaron las colonizaciones que tuvieron por base las grandes y populosas civilizaciones indígenas de aztecas, mayas, chibchas e incas, a lo largo del espinazo de las cordilleras que paralela a la costa del Pacífico corre desde México hasta Chile. En ellas el indio pudo mantener su poderosa presencia difícilmente asimilable en el nuevo proceso de mestizaje cultural.
Esa sociedad distinta de la española y también de las indígenas precolombinas, va a sentir muy pronto su diferencia de una manera activa y abierta. La relación con la metrópoli va a ser continuamente conflictiva. El primer conflicto ocurre muy al comienzo y es el de los conquistadores con la Corona. Los hombres que habían ganado las nuevas tierras no se sometían fácilmente al poder de las leyes y de los representantes de los lejanos reyes. Toda una serie de rebeliones, como las de Martín Cortés, Gonzalo Pizarro o Lope de Aguirre, ensangrientan y amenazan la unidad desde el comienzo del orden colonial. Tampoco faltaron las rebeliones indígenas que alcanzaron su mayor forma en la de Túpac Amaru. Y fueron continuos los alzamientos de los negros en las plantaciones hasta formar comunidades numerosas de «cimarrones» que amenazaron seriamente el orden de las nuevas provincias.
Todos estos hechos eran formas de particularismo y conflicto con el orden que pretendía imponer España. Las más de las veces los criollos combatieron contra los esclavos alzados y los indígenas, pero sin que desaparecieran sus resentimientos hacia los peninsulares. A veces coincidían las actitudes de unos y otros, como en los casos de los movimientos de los comuneros, de tan reveladoras características, o en los movimientos, aparentemente parciales, contra determinadas instituciones o contra el predominio de los naturales de determinadas provincias, como en los casos de las luchas de bandos en el Potosí o en el curioso movimiento de rebelión contra la Compañía Guipuzcoana de Caracas que ocurrió a mitad del siglo XVIII. Si se mira con objetividad en la naturaleza de estos movimientos se advierte de inmediato, por encima de los pretextos alegados, la presencia de un sentimiento de particularismo. Hay expresiones en los documentos que dejaron que permitían pensar que ya tenían una noción de propia identidad de nación y de vaga o instintiva voluntad de independencia.
Habría que rastrear en la formación de la conciencia americana la influencia de ciertos mitos y motivaciones colectivas. La secular búsqueda de El Dorado es uno de ellos. No se trataba solamente de hallar otro tesoro de Moctezuma o Atahualpa u otro cerro del Potosí sino, sobre todo, la poderosa creencia de que en América podía encontrarse una concentración de riqueza de tal magnitud y abundancia que pudiera dar la felicidad a todos los hombres.
El otro podría ser la realización de la Utopía. No es una mera casualidad que Tomás Moro situara su isla de la felicidad y la justicia en algún lugar de América. La noción del Nuevo Mundo para los europeos del siglo XVI coincidía con esa esperanza. Pero el aspecto digno de señalarse fue la tenacidad con la que durante siglos y en diversos puntos del continente se intentó realizar en el hecho la visión de Tomás Moro. No es sólo Vasco de Quiroga que piensa que el Nuevo Mundo debe ser la ocasión de realizar una nueva época del hombre, de justicia, de bien y de paz, sino también la muy larga experiencia de los jesuitas en el Paraguay, que es acaso el más extraordinario ensayo de formar un hombre nuevo en una sociedad nueva hasta los programas de las modernas revoluciones, sin olvidar las tentativas de Bartolomé de Las Casas y las concepciones y proyectos que en muchas ocasiones revistió el milenarismo en América y que tuvo que perseguir la Inquisición.
No se sentían exactamente españoles aquellos criollos que comenzaron a asomarse al mundo y a tomar conciencia de su propia situación y sobre todo desde que se inicia con el siglo XVIII la nueva dinastía de los Borbones. Desde los alzamientos de los conquistadores se oyó hablar de libertad. La invocan Gonzalo Pizarro y Lope de Aguirre. Habría que preguntarse ¿qué clase de libertad? ¿Cómo y para quiénes? Para ellos libertad significaba básicamente no depender más de la Corona española, sus gobernadores, sus bachilleres y sus leyes inaplicables. Pero esa libertad no iba a alterar ni a modificar siquiera el orden de gobierno y de estructura social. No era libertad para los esclavos, ni para los indios, ni tampoco para los mestizos despreciados.
Cuando ya en la segunda mitad del siglo XVIII se comienza a considerar en distintas formas la posibilidad de alguna autonomía, bien sea desde la Corona, como en el caso de Aranda o de Godoy, o bien sea como en los tempranos planes de Miranda, bajo la influencia de las ideas del racionalismo europeo, la vieja realidad de una sociedad distinta comienza a revestir las formas de un concepto de nación. Y la idea de libertad desciende de su restringida concepción de ruptura con la autoridad española a significar libertades civiles y políticas para todos los habitantes.
Cuando los precursores de la Independencia comienzan a hablar de nación y libertad, junto y aun por sobre los viejos motivos de la querella con la Corona y de los resentimientos del criollo contra el peninsular, aparece el trasunto de la ideología que los racionalistas franceses e ingleses formularon en torno a esos conceptos y el reflejo de dos grandes sucesos que tuvieron particular repercusión en la América española: la independencia de las 13 colonias inglesas de la América del Norte que constituyeron una República Federal y, desde luego, la Revolución Francesa. Posesiones europeas en tierra americana se habían insurreccionado contra su metrópoli y habían logrado instaurar un régimen republicano de gobierno representativo y libertades civiles, y en Francia se había desatado la revolución democrática y un rey de la rama francesa de los Borbones había sido depuesto y decapitado.
¿Habría que preguntarnos qué entendían bajo el concepto de nación los iniciadores de la Independencia de la América Latina? A través de sus palabras y de sus proyectos no sólo se refieren a la propia provincia nativa, sino que más frecuentemente hablan de toda la América hispana y piensan de su porvenir como una unidad. Miranda concibe un Estado tan grande como el continente, con un gobierno propio común y con una constitución calcada sobre la inglesa. Esa visión de unidad, que implica una concepción de toda la América Latina como una sola nación, persiste en todos los documentos de la época y es la que se esfuerza en realizar contra todos los obstáculos Simón Bolívar, el Libertador. Desde el comienzo de su incomparable acción Bolívar expresó de un modo claro e inolvidable esa condición: «Nosotros somos un pequeño género humano: poseemos un mundo aparte; cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil».
Las dificultades prácticas que presentaba un proyecto de semejante magnitud, en aquella época, eran insuperables. Las distancias, la incomunicación, el desconocimiento mutuo, la falta de toda experiencia de gobierno propio y la ausencia de homogeneidad social derivada del régimen de castas y de la falta de instituciones representativas en el imperio español, hicieron fracasar el empeño de Bolívar. Sin embargo, nunca se ha abandonado esa esperanza de unidad. En muchas formas ha renacido y renace a través de los tiempos y en el fondo de la conciencia de los latinoamericanos está la convicción o el sentimiento de que están llamados por el pasado y por las exigencias del presente a integrarse y cooperar en alguna forma de organización unitaria.
La larga guerra de la Independencia sirvió para definir y afirmar el sentimiento nacional. No fue fácil. Durante todo su largo y cambiante proceso esa lucha tuvo más un carácter de guerra civil que de conflicto internacional. Surge a raíz de la ruptura brusca de la legitimidad monárquica de España con la invasión de Napoleón y la usurpación de José Bonaparte. Luego aparece un proceso en el que las viejas divisiones sociales se convierten en frentes de lucha. No pocas veces la masa popular estuvo con las autoridades españolas contra la insurgencia de los criollos blancos. Tanto como en España misma en la América, con las diferencias naturales, se refleja el duro afrontamiento entre liberales y tradicionalistas. En muchos sentidos la guerra de Independencia de la América española es un capítulo importante de la vieja pugna entre las dos Españas. Fue un antecedente del conflicto que más tarde se iba a revelar en las guerras carlistas. Muchos de los jefes militares del liberalismo español habían pasado por la experiencia americana.
La hora y la forma en que se produce históricamente la Independencia de la América española la ligan estrechamente con la forma republicana y liberal. El caso del Brasil se explica por otras razones. Con la excepción de los trágicos ensayos fallidos que se intentaron en México, independencia y república han sido sinónimos. Los nuevos Estados se constituyeron como Repúblicas, con celosa proclamación de los derechos del hombre y bajo los principios más liberales. Es importante señalar esta estrecha vinculación entre la idea de independencia y la de libertad. Las constituciones proclamaban los dogmas liberales más absolutos, la igualdad y los derechos civiles. En el hecho surgió el fenómeno del caudillismo y los gobiernos de fuerza, pero nunca se convirtieron en institución política establecida. En el texto las constituciones siguieron siendo invariablemente liberales aunque en el hecho raramente se cumplieran: la ley no llegaba a ser una norma rígida de conducta pública sino una proclamación moral y un tributo casi religioso a lo que debía ser y no era. Por lo demás no era nueva esta actitud ante la ley. Durante el régimen colonial las leyes de Indias nunca se aplicaron estricta y efectivamente. Se las miraba más como ideales y preceptos morales que como disposiciones coercitivas.
Esta fidelidad formal pero nunca negada a los principios republicanos y liberales se mantiene a todo lo largo de la historia latinoamericana. Las proclamas de los alzamientos y los programas de los caudillos invocan los grandes principios del liberalismo y la voluntad de restaurarlos y hacerlos efectivos.
El concepto de independencia y el de república tienden a confundirse y a hacerse complementarios. Ninguna de las largas dictaduras de caudillos que ocurrieron en el siglo XIX osó nunca institucionalizar su forma de gobierno y eliminar del santuario de la Constitución los principios republicanos y democráticos. No pocas veces mientras más injusto y arbitrario era el gobierno, más liberal e idealista era la Constitución que tendía a convertirse así en una mera reliquia de esperanzas casi inalcanzables a las que no se podía renunciar formalmente.
Cuando el sentimiento de lo nacional como idea política cobra fuerza y se extiende a partir de la Revolución Francesa y de la literatura de los románticos, encuentra fácil eco en la América Latina. El viejo sentimiento particularista que se había formado bajo el régimen colonial halla un poderoso estímulo en el nuevo concepto. Pero así como la idea de independencia nace ligada estrechamente a la República democrática, también el sentimiento nacional no se aparta nunca completamente de la concepción subyacente de la comunidad de cultura, historia y destino del conjunto de las antiguas provincias españolas.
Los planes y los fines políticos de los fundadores de la Independencia fueron generalmente continentales. Hablaron siempre de la posibilidad de una América integrada en una organización política poderosa. La unión de las antiguas colonias inglesas del norte les servía de ejemplo y acicate. Las vicisitudes de la historia y las ambiciones de los jefes locales hicieron imposible la realización de ese magno propósito, pero nunca tampoco se renunció a él. Los nuevos Estados terminaron por conformarse dentro de los límites de las antiguas jurisdicciones políticas del Imperio español, pero sin renunciar abiertamente a la posibilidad y el sueño de la integración. Esta ambigüedad persistente está en el fondo y caracteriza el sentimiento nacional de los hijos de la América hispana. No se da el caso en ninguno otro conjunto continental y constituye por lo tanto una característica muy digna de ser tomada en cuenta.
Ni independencia sin república, ni nacionalismo sin apertura en alguna forma hacia la integración.
Estos rasgos caracterizan peculiarmente a la América Latina y le dan una innegable originalidad junto a otros conjuntos de pueblos de nuestro tiempo.
Godos, insurgentes y visionarios. Ed. cit., pp. 169-180.