XV

El mito americano

La utopía es americana. El juego de palabras (no hay tal lugar) de Tomás Moro no era sino el velo que el hombre prudente tenía que poner para atenuar las duras verdades. La utopía era el reino de justicia, que podía no pasar de pura y no tan gratuita imaginación frente al demasiado real y próximo reino de Enrique VIII de Inglaterra, el lugar donde había paz y bien, ante aquel otro de la desigualdad y la violencia donde «los carneros se comían a los hombres».

No era una ficción lo que escribía el canciller inglés, era un proyecto. Frente a la dura sociedad creada por la ciega y destructora política de poder, proyectaba un orden gobernado por la igualdad y la justicia. Mientras su contemporáneo Maquiavelo pintaba el infierno de la razón de Estado, Moro proyectaba el Paraíso del estado de razón.

Su Utopía está en América. No la coloca ni en Europa ni en Asia ni en África. El Asia entrevista en el libro de Marco Polo no dejaba mucho espacio para un orden de razón. Ni el reino del Preste Juan, ni el África de las cruzadas y las degollinas. Los viejos cronistas pintaban las tropas de Godofredo de Bouillon combatiendo en el Santo Sepulcro de Jerusalén con la sangre a la rodilla.

Es un marino de Vespucci, Rafael Hitlodeo, quien describe la encantada tierra sin odio, sin pobreza, sin privilegios. Tres hilos se anudan en esa hora de inicio de los tiempos modernos para formar esa visión de bien social alcanzable. Una es la vetusta imagen de la Edad de Oro que venía en la herencia de la Antigüedad Clásica. Estaba en el pasado, pero nunca los hombres dejaron de soñar en la posibilidad de un regreso a aquel tiempo de bienaventuranza. El otro era el ejemplo al través del Evangelio y de la tradición bíblica de la vida virtuosa de los primeros cristianos y el eco de la historia como parábola de la caída en el mundo de la muerte y del dolor cuando nuestros primeros padres perdieron el Paraíso. Lo pagano y lo cristiano se mezclaban en esa imborrable nostalgia.

El tercer factor lo dio el descubrimiento de América. Desde que circuló por Europa la carta de Colón a los Reyes Católicos dándoles cuenta del primer viaje, con ella fue la poderosa y conmovedora imagen de la bondad natural del hombre, que tan hondamente iba a dejar su huella en todo el pensamiento occidental.

Buena parte de la carta la ocupa la descripción de los indios con un asombro conmovedor. No conocían las armas ni el vestido, ni el vicio ni el valor del oro, daban con gusto de todo lo que tenían y parecían incapaces de hacer daño. «Andan todos desnudos, hombres y mujeres», «no tienen hierro, ni acero, ni armas», «son sin engaño y liberales de lo que tienen… y muestran tanto amor que darían los corazones», «ni he podido entender si tienen bienes propios, que me pareció ver que de aquello que uno tenía todos hacían parte, en especial de las cosas comederas».

Quedaba así descubierta y descrita la Utopía desde 1493. Había un espejo mágico para que los europeos vieran toda la deformada y viciosa fealdad de su mundo frente a aquel otro. Muchas cosas estaban implícitas en ese contraste. Las sociedades humanas que estaban más cerca de la naturaleza parecían ser más justas y disfrutar de un estado de mayor felicidad que las sociedades europeas. ¿Qué pecado, qué caída, qué horrible error había cometido el europeo para que su orden social y político llegara a semejante caos de irracionalidad y violencia? Los pensadores se plantearon muy pronto el problema. Unos, a la manera de Tomás Moro, como invocación de un orden posible que devolviera al mundo civilizado aquellas virtudes del estado de naturaleza. La Utopía es el manifiesto revolucionario del siglo XVI, en un tono no menos subversivo y ambicioso que el llamado a regresar a la «» de Erasmo y que la Reforma, tan metida en la política de poder y en el individualismo adquisitivo de Lutero.

Para otros fue la ocasión de una amarga crítica del mundo europeo. Montaigne, que tanto va a influir en todo el pensamiento occidental, lo advierte con segura penetración al hablar de los indios americanos, de la «gente de ese otro mundo que ha sido descubierto en nuestro siglo». «Lo que por experiencia hemos visto en esas naciones, dice, sobrepasa no solamente todas las descripciones con que la poesía ha embellecido la Edad de Oro y todas sus invenciones para fingir una feliz condición de los hombres, sino aun la concepción y el deseo mismo de la filosofía». Son aquellos salvajes los que han alcanzado aquella perfección de vida y los europeos «nosotros quienes los sobrepasamos en toda clase de barbarie».

Esa imagen del «buen salvaje», de la igualdad, la libertad y la felicidad de los seres que viven cerca del estado de naturaleza, es el concepto más importante que surge del hallazgo del Nuevo Mundo. Es el mito americano por excelencia y el don de América al pensamiento occidental, así como la papa fue su don a la economía. Lo habían lanzado Colón y Vespucci. Lo van a recoger y reelaborar los pensadores, los poetas y los políticos. Se puede trazar una larga genealogía del concepto. Erasmo lo recoge en un fragmento del Elogio de la locura en 1511. Tomás Moro le da la forma definitiva y el nombre en la Utopía, cinco años más tarde. De allí en adelante se va a encontrar su eco en muchas cumbres literarias, en Montaigne, en el Shakespeare de La tempestad, en Voltaire, en Marmontel y, sobre todo, en Rousseau que lo convierte en dogma político. Todavía en el romanticismo sigue vivo en el Chateaubriand de Atala y en sus seguidores.

Ese concepto de un orden social americano más perfecto que el de Europa y que debía ser preservado y hasta imitado, no sólo lo tienen las gentes que quedan en el mundo de hierro del viejo continente sino quienes vienen, en diferentes formas, a integrarse al Nuevo Mundo.

La visión de Utopía hace un viaje de ida y vuelta entre las dos orillas del Atlántico. Del libro de Moro va a regresar a las guerras americanas para ensayarse en una realidad.

Varios y significativos fueron los ensayos de realización de la Utopía en el Nuevo Mundo. En la biblioteca del primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga, había un ejemplar anotado del libro de Moro. El pensamiento utópico y erasmiano estaba vivo en la jerarquía eclesiástica de la Nueva España. El ensayo, tan poco estudiado, que hace Vasco de Quiroga en los hospitales-pueblos de Michoacán a mediados del XVI, se propone la realización del proyecto de Moro. En la carta que dirige a Carlos V se mezclan la visión de Moro y el pensamiento erasmiano en un radical proyecto de aislar a América de la influencia europea para que no repita sus vicios y llegue a ser verdaderamente un Nuevo Mundo. En el precioso documento, dado a conocer por el historiador mexicano Silvio Zabala, dice:

La vida indígena es cuasi de la misma manera que he hallado que dice Luciano en las Saturnales, que eran los siervos entre aquellas gentes que eran de la Edad Dorada de los tiempos del reino de Saturno, en que parece que había en todo y por todo la misma manera e igualdad, simplicidad, bondad, obediencia, humildad, fiestas, juegos, placeres, desnudez, pobre y menospreciado ajuar, vestir, calzar y comer según que la fertilidad de la tierra se lo daba y ofrecía y producía de gracia y cuasi sin trabajo, que ahora en este nuevo mundo parece que hay y se ve en aquellos naturales, y a mi ver Edad Dorada entre ellos que ya es vuelta entre nosotros de hierro.

Lo mueve el deseo de restablecer el cristianismo evangélico: «La renaciente iglesia del Nuevo Mundo es una sombra y dibujo de aquella primitiva iglesia del tiempo de los Santos Apóstoles y de aquellos buenos cristianos, verdaderos imitadores de ellos, que vivieron con su santa y bendita disciplina y conversación». Para declarar luego la plenitud de su concepción: «Porque no en vano sino con mucha causa y razón, este de acá se llama Nuevo Mundo, no porque se halló de nuevo, sino porque es en gente y casi todo como fue aquel de la Edad Primera y de Oro».

Los trágicos protagonistas del destino europeo en aquella hora desgarradora del cisma y de la bifurcación de rumbos históricos, Erasmo y Moro, venían a encontrarse inesperadamente en América. Marcel Bataillon, en su gran obra fundamental sobre Erasmo y España, observa:

La zona más importante aunque menos visible de la influencia de Erasmo en América (fue) la ejercida anónimamente al través de los frailes evangelizadores del Nuevo Mundo… Del erasmismo español se derivó hacia América una corriente animada por la esperanza de fundar con la gente nueva de tierras nuevamente descubiertas una renovada cristiandad.

La imagen del buen salvaje venía a atizar el fuego del pensamiento occidental. Así como el imaginario Hitlodeo llega hasta Moro con la revelación de la Utopía, así también un día de 1520, en Lovaina, Erasmo recibió la visita de Fernando Colón. No sólo de libros debió de hablar el sabio con el hijo del Descubridor, sino que también entraría mucho en el diálogo la significación profética de la hazaña de Colón y el encuentro con el perdido mundo de la Edad de Oro. No hay que olvidar que el Almirante, al llegar en su Tercer Viaje, cerca de la desembocadura del Orinoco, pensó que debía ser uno de los cuatro ríos que según la tradición bíblica brotan del Paraíso.

Más tarde, en el siglo XVII y con mucha más extensión y permanencia que el ensayo de Vasco de Quiroga, vino la extraordinaria experiencia de las reducciones de indígenas levantadas por los jesuitas en el Paraguay.

En un celoso y hasta desafiante aislamiento, por siglo y medio, los padres de la Compañía mantuvieron una sociedad que en casi todo era la antítesis de Europa. Implantaron un orden comunitario igualitario y autoritario concebido de acuerdo con las ideas de la Utopía y de Erasmo.

Fue todo un vasto país, que comprendía buena parte del actual Paraguay, el que los jesuitas escogieron para sustraerlo del cuadro de la civilización europea en América. Levantaron ciudades con sus iglesias y sus plazas, con sus graneros y sus campos, con su trabajo organizado en los más mínimos detalles y con un régimen de paternal autoridad que proveía a todas las necesidades físicas y espirituales y aseguraba un orden pacífico inalterable.

En la descripción que desde Italia hace en el siglo XVIII, Muratori incluye un extracto del viaje a las Indias Occidentales de fray Florentino de Bourges, quien visitó las misiones jesuitas en 1712. Allí expresa:

Todos en general llevan la más inocente vida digna de los primeros tiempos del cristianismo. Hay entre ellos la más completa unión y caridad. Sus bienes son comunes, completamente extraños a la ambición y a la codicia, no se conocen disputas ni demandas judiciales en aquellas colonias… No existe mina de oro y plata en todo el país, ni nada que invite al forastero a quedarse allí y si, como a veces ocurre, algún español toma esa vía para el Potosí o Lima, existen órdenes de la Corona española para no permitirles permanecer más de tres días en ninguna de las poblaciones; hay una casa de huéspedes en cada asiento, pero al terminar los tres días el viajero debe continuar su jornada salvo en caso de enfermedad.

El propósito de aislamiento llegaba hasta el extremo de no enseñar el español a los guaraníes y de tener que traducir a la lengua indígena los libros necesarios para la instrucción general y la formación religiosa. Todavía hoy, perdidas entre la maraña salvaje, las ruinas de los templos y de las casas nos dicen de la magnificencia y grandeza de aquel extraordinario experimento social sin paralelo en el mundo.

El padre Charlevoix escribió a instancias del Duque de Orleáns su Historia del Paraguay, después de la disolución de la Compañía de Jesús y, al entrar en materia, declara que uno de sus principales objetos es describir

aquellas repúblicas cristianas de las que ningún otro modelo ha aparecido hasta ahora en el mundo, repúblicas fundadas en medio de la más salvaje barbarie de acuerdo con un plan más perfecto que aquellos imaginados por Platón, Bacon y el ilustre autor de Telémaco, por hombres que para fundarlas no contaron con otro material que su sudor y sangre, por ningún otro motivo que la gloria de Dios y el bien de la humanidad y sin otra arma que el Evangelio, frente a la furia de los más irreductibles salvajes a quienes las armas españolas sólo habían servido para irritar, los han civilizado completamente y transformado en cristianos cuyas virtudes, por ciento cincuenta años, han constituido la admiración de todos los que los han visto de cerca.

Por una curiosa contradicción, el Siglo de las Luces, en su pasión racionalista, no va a sentir la contradicción inherente al hecho de exaltar la razón y la obra de intelecto y al mismo tiempo resucitar el mito naturista del buen salvaje. Para colmo de dificultades eran aquellos jesuitas, símbolo del oscurantismo eclesiástico, quienes hacen realidad, en una escala sin precedentes, la lucha contra la civilización occidental y el redescubrimiento de la bondad natural del hombre. Acaso esto pueda explicar el escaso eco que la extraordinaria experiencia de las reducciones del Paraguay tuvo en la literatura de la Ilustración.

El mito del buen salvaje va a agitar el siglo XVIII con toda su carga contradictoria. Su imagen reaparece ya en 1703 en las obras del barón de Lahontan, aventurero francés que vivió en Quebec y que escribió diálogos con los indios, en los que la simplicidad ingenua y sana del aborigen derrota y pone en ridículo la suficiencia de los prejuicios europeos. Como lo señala Paul Hazard: «Se puede afirmar con toda exactitud que todas las ideas vitales, la de la propiedad, la de la libertad, la de la justicia, han sido puestas en discusión por medio del ejemplo de lo lejano». «De todas las lecciones que da el espacio la más nueva, tal vez, fue la de la relatividad».

En nadie alcanza el mito americano mayor fuerza y decisiva influencia que en Rousseau. Con toda la carga de sus resentimientos personales, con el desprecio por aquella brillante sociedad francesa que lo desdeñaba, con su mal contenido ímpetu de agresión, va a encontrar en la exaltación de las virtudes espontáneas del hombre primitivo el más formidable instrumento de ataque contra aquel mundo de la douceur de vivre que tan nostálgicamente evocaba tantos años después Talleyrand. El ginebrino se convierte en el inesperado antagonista de la filosofía de las Luces y en el campeón de una naturaleza idealizada y mítica frente a la civilización occidental. Las consecuencias van a ser inmensas. En todo caso mucho mayores, políticamente, que las de la obra de Voltaire o de Montesquieu. Ya en 1740, en una de sus fallidas óperas, La découverte du Nouveau Monde, el ginebrino pone a Colón a dialogar con un indio en un contrapunto en el que asoman los sentimientos que van a animar más tarde sus dos famosos Discursos.

La civilización occidental no podrá olvidar con facilidad aquel decisivo día de 1749 en que el desconocido Rousseau fue a visitar, en la prisión de Vincennes, a Diderot. Acaba de leer el anuncio del concurso que proponía la Academia de Dijon sobre el vago y retórico tema de si la restauración de las ciencias y las artes había contribuido a corromper o a purificar la moral. Era un pretexto para una beatífica proclamación de fe en el progreso de las luces y de la inteligencia. Rousseau ha recordado aquella hora del destino. Fue su camino de Damasco. En estado de trance y entre sollozos le vino la idea de sostener la paradoja de que la civilización, tal como existía, no había significado otra cosa que degradación moral del hombre. Los argumentos le brotaban de manera incontenible. En carta a Malesherbes, escrita trece años después, recuerda: «Con qué simplicidad había demostrado que el hombre es bueno por naturaleza y que solamente nuestras instituciones lo han hecho malo».

Quedaba concebido y formulado el nuevo y poderoso mito que iba a justificar todas las rebeliones contra la civilización y que no era otra cosa que un injerto sobre el viejo tronco americano de la visión del buen salvaje. En ese Discurso, que gana el premio y lo lanza a la más inesperada notoriedad, recuerda las palabras de Montaigne sobre la barbarie europea y el elogio de los indios americanos. El Contrato social se va a abrir con la fórmula enfática e inolvidable: L’homme est né libre, et partout il est dans les fers.

De este modo, no sólo el Contrato social remonta su filiación a la Utopía sino que, en ambos, lo determinante es la antigua imagen de la felicidad natural del indio que Colón había presentado a Europa al día siguiente del Descubrimiento.

De Rousseau y los hombres de la Ilustración el poderoso mito va a regresar a América. Entre una y otra orilla del Atlántico ha ido y vuelto durante cuatro siglos la fascinante imagen. A la hora de concebir la Independencia, los hispanoamericanos leerán a Rousseau, a Raynal, a De Paw, a Marmontel y descubrirán con emoción que la más incitante novedad política tiene su justificación en el más remoto pasado americano.

Regresa a América bajo la forma revolucionaria de los derechos naturales del hombre. Cuando Jefferson redacta la Declaración de Independencia de los Estados Unidos llama a estos derechos «verdades evidentes por sí mismas» y las enumera en una forma solemne y casi religiosa: «Todos los hombres han sido creados iguales y dotados por su Creador con ciertos derechos inalienables que comprenden la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad».

La declaración de Filadelfia va a repercutir en Europa. Benjamín Franklin será, en cierta forma muy eficaz, el embajador del buen salvaje en la corte de Luis XVI. Y más tarde, ya entrado el siglo XIX y desatada la reacción contrarrevolucionaria que llevará a la creación de la Santa Alianza, el abate de Pradt y los liberales europeos verán como una luz de esperanza la proclamación de principios de la rebelión venezolana.

Está puesta allí la nueva y poderosa palabra: la felicidad. La búsqueda de la felicidad no había sido nunca antes un ideal político, sino a lo sumo un impulso y un refinamiento de ciertas individualidades. Se puede buscar la felicidad de la sociedad entera a través de las revoluciones desde 1776 y 1789 en adelante, porque hubo un tiempo en que los hombres fueron felices. Un tiempo, mítico, que es el del tema clásico de la Edad de Oro, y un tiempo histórico y real que fue el que sorprendieron los conquistadores en las nuevas tierras americanas. Se trataba de restaurar al hombre a aquel estado de simple felicidad que había conocido antes de que la civilización europea lo sojuzgara.

El Congreso Constituyente de Venezuela, en 1811, al sancionar la primera constitución de Hispanoamérica, recoge el eco de la sacralizada noción: «El objeto de la sociedad es la felicidad común y los gobiernos han sido constituidos para asegurar al hombre en ella». «Estos derechos son la libertad, la igualdad, la propiedad y la seguridad».

Más adelante vendrá la hora iconoclasta de los antropólogos y de los etnógrafos para destruir el mito del buen salvaje. Pero ya será tarde. La poderosa imagen mítica había hecho su camino en la historia y había dominado el pensamiento occidental en los tres siglos de su modernidad, desde que Moro escribe la Utopía hasta que se gana la independencia de las repúblicas americanas. Como lo revelaban los ingenuos ilustradores románticos, en sus grabados de inspiración americana, el Nuevo Mundo estaba representado por la majestuosa figura de un jefe indio coronado de plumas multicolores y de virtudes desaparecidas para la civilización.

La otra América. Madrid: Alianza Editorial, 1974, pp. 29-38.