El mensaje de Angostura
Hace ciento cincuenta años se alzó en esta sala, con resonancia de eternidad, la voz de Simón Bolívar. Era entonces apenas el jefe de una hermosa y desesperada causa. Venía de ocho años de encendida revolución y de agónica guerra y representaba en su persona, con indiscutible título, la revolución y la guerra. Había luchado mucho, porfiado mucho y ambicionado mucho. Estaba quemado por el sol, oreado por el viento del mar y de la llanura, reducido a músculos y nervios, hecho al peligro y al azar e iluminado por unos ojos que parecían no apagarse nunca. Representaba bastante más de los treinta y seis años de ruda y aventurera vida que llevaba y el dorado uniforme y la espada de honor, sobre el cuerpo breve, daban una inolvidable lección de la verdadera grandeza.
Ya no era el joven caraqueño de la corte de Madrid y de las tertulias del Palais Royal de París, ya no era siquiera el confiado y arrogante enviado de la Junta de Caracas ante el gobierno inglés para tratar de obtener ayuda para la futura independencia. Era, ahora, el hombre que había visto dos veces derrumbarse la República venezolana y se había lanzado a la inaudita tarea de levantarla de sus ruinas. Conocía la embriaguez de la victoria y la desesperación del fracaso. Había entrado en Caracas triunfador, convertido en ídolo sobrehumano por el entusiasmo popular, para poco después embarcar en Carúpano derrotado, desconocido y abatido a reemprender, en otra parte, lo único que tenía que hacer: continuar la lucha hasta la final liberación. Había aprendido con las duras lecciones de la guerra y la adversidad la magnitud sobrehumana de su empresa, había recorrido, combatiendo, desde las heladas cordilleras hasta las calcinadas llanuras, había marchado al través de las inmensas inundaciones y de las tempestades de polvo de la sequía, había visto caer sus hombres bajo las armas enemigas, o agotados por la escasez o minados por la fiebre. Marchaba con tropeles de ganado, caballos cerreros y hombres semidesnudos. Ve empobrecer ante sus ojos el vasto país que recorría y con todo eso tenía que lograr que la gente lo comprendiera y lo acompañara, transformar los peones en soldados, hacer ejércitos y generales, derrotar al enemigo y formar los cuadros para instaurar con eficacia el orden republicano nuevo que era el objetivo de su combate. Dominar la geografía, transformar los hombres, ganar la guerra y crear un Estado, era el gigantesco empeño que hacía arder aquellos ojos iluminados y sacudía el magro cuerpo.
Estaba en la última y, acaso final, tentativa. Es la vuelta de Haití y el incansable martillear sobre los hombres y las circunstancias. Va a ser difícil formar un ejército, va a ser más difícil conducirlo a la victoria y va a ser más difícil aún formar un Estado que justifique y dé plena dignidad a la Revolución de Independencia. Es el tiempo en que los terribles rivales impetuosos, que no pueden alcanzar lo que él ve, le mezquinean el reconocimiento. Es la época de las pugnas sordas o abiertas con hombres agresivos y poderosos como Mariño, como Arismendi, como Piar, como Páez, como Bermúdez. Tendrá que lograr imponerse a ellos por los medios más elementales de la autoridad, sin vacilar siquiera ante el fusilamiento, ratificar su derecho al mando con victorias incontrastables, y elevar las mentes de aquellos hombres de acción a la altura del estado de derecho.
El panorama no era favorable. La Nueva Granada parecía pacificada y asegurada por el poder español. En Caracas, el general Pablo Morillo representaba, con castellana sobriedad y energía, la autoridad de Fernando VII. Apenas quedaban a los hombres de la revolución, Margarita, algunos pedazos de la costa oriental y cuerpos móviles en la inmensidad de la llanura. La República y el porvenir de la independencia se han reducido a Simón Bolívar y su puñado de hombres.
En 1817 logra liberar a Guayana y entra en Angostura. Es la más vasta provincia de la nación colonial pero al mismo tiempo la más despoblada y sin recursos. Protegido por el inmenso foso del arco del Orinoco, establece en el viejo pueblo su centro de operaciones. De allí partirá para incursiones y campañas al través del río y de la llanura y allí establecerá las seguras bases de la legitimidad republicana.
Bolívar sabe, lo ha sabido en todo momento, que la guerra no puede ganarse solamente con las armas. No habría espíritu, legitimidad, ni destino histórico en el puro hecho material de una victoria armada. No habría ni siquiera el impulso generoso para llevar al soldado más allá de los límites de su desamparo y de su riesgo.
Tan pronto pone pie en Angostura, junto con las más urgentes medidas militares, va a tomar dos iniciativas muy importantes. El 30 de octubre de 1817 funda el Consejo de Estado, que es un alto organismo de consulta para que todo el peso del poder no quede en sus manos y para replantar, en la tierra arrasada por la lucha, el árbol de las instituciones republicanas.
Hay principios a los cuales no ha renunciado nunca y no va a renunciar nunca: Venezuela va a ser una república democrática, y el Estado no deberá depender de un hombre.
El otro gran hecho es la fundación de El Correo del Orinoco. La revolución tenía brazos y corazón pero había de tener pensamiento para alcanzar toda su dimensión histórica. El 27 de junio de 1818 aparece el primer número. Son dos hojas, en torcida y menuda letra, salidas de una mísera imprenta que maneja Andrés Roderick. Frente al gran río adormecido y a la inmensidad selvática, dice el pequeño papel: «Somos libres, escribimos en un país libre». Allí escribían los hombres más cultos de la independencia: Roscio que domina la historia y el derecho político, Zea que está al tanto de todas las nuevas ideas, el humanista José Luis Ramos, el nestoriano Fernando Peñalver, y aquel Manuel Palacio Fajardo, joven, docto, que ha recorrido el vasto escenario del mundo civilizado entregado con pasión a aquella empresa de creación y de cultura política.
Saben bien que están perdidos en la vastedad geográfica, «en el centro de las inmensas soledades del Orinoco», como ellos mismos dicen, pero hablan como si se hallasen en la encrucijada de la historia y estuviera pendiente de sus palabras la conciencia del mundo civilizado. Escriben en una olvidada ciudad vieja del viejo río de El Dorado, sin recursos, «En un país, según declaran, en que no se han visto más libros que los que traían los españoles» para una población rala, dispersa, acogotada por la guerra y por la ignorancia y sin embargo publican las noticias de la política europea, difunden doctrinas de filosofía política, hacen polémica no sólo con la Gaceta de Caracas sino con todas las ideas y errores de los reaccionarios del Viejo Mundo, insertan los boletines del Ejército Libertador y los decretos del Gobierno, reproducen las publicaciones de Buenos Aires y de Londres y aun los documentos oficiales y los alegatos del jefe del ejército expedicionario español. El Correo del Orinoco es el testimonio y la orgullosa afirmación de que aquel puñado de hombres representa un poder intelectual y moral incontrastable frente al dominio colonial que no contaba sino con las armas para sostenerse. No eran insurgentes, como despectivamente se les quería llamar, eran una revolución con doctrina y pensamiento y presentaban títulos legítimos de tiempo y de razón para exigir que su América debía entrar en la historia por su propia cuenta y a parte completa.
Esa breve hoja impresa, que sale de la pobre imprenta de Angostura, asegura de una vez la superioridad intelectual y moral de la causa de la Independencia. No eran partidas de insurrectos las que se movían en las ilimitadas llanuras del Orinoco, sino la presencia avasalladora de un nuevo tiempo de la historia.
Esta es la grandeza de Bolívar, la de estar más arriba y la de ver más allá de los acontecimientos inmediatos. La de sentir el tiempo histórico, la de anticiparlo y la de llamarlo a vida y hecho con las más eficaces e inolvidables palabras. En su cabeza bullen las gigantescas concepciones que van a cambiar el presente y a apresurar el futuro. Piensa en términos de continentes, de nuevas y poderosas instituciones, de humanidad, de libertad para los hombres, de justicia y de poder verdadero y respetable para las nuevas naciones. Piensa en la unión de los países americanos, en la creación de un nuevo derecho, en un nuevo y más justo equilibrio del mundo con una América libre y rica que pudiera «mostrar al Mundo Antiguo la majestad del Mundo Moderno».
Sin embargo, no es un soñador ni un visionario. Ocho años de guerra, de dura adversidad y de desesperada lucha le han enseñado las inmensas dificultades de la empresa. Ve y conoce con toda claridad las fallas de los hombres y los obstáculos de la historia y de la naturaleza. Sabe que la libertad y la justicia no se imponen por decreto, que las fuerzas disociadoras y destructivas que vienen del pasado y de la condición social, oponen obstáculos aterradores. Que va a ser difícil convertir en soldados aquellos peones ignorantes y más difícil aún convertirlos en ciudadanos de una República. Pero su sentido de la realidad no lo lleva a aceptarla y a plegarse a ella. Si se hubiera resignado a ella no sería el héroe que es. Con aquella población escasa, formada en tres siglos de sometimiento absoluto y desarticulada y conmovida por ocho años de guerra, hay que hacer una República victoriosa y estable. Se proponía sacar del presente toda la posibilidad de futuro que contenía. Por eso no se resigna a ser el jefe de las partidas de insurrectos, sino que aspira a ser el Jefe del Estado de una sociedad de ley y de derecho tan respetable por su moral, su sabiduría y sus instituciones como por su voluntad de combatir.
Va a crear y a invocar con el nuevo patriotismo la nueva legitimidad americana. Es entonces cuando resuelve, antes de volver a la guerra de los llanos, convocar el Segundo Congreso de Venezuela.
En 1811 se había instalado el Primero en Caracas, lleno de las esperanzas de un tiempo auroral. Había sido un derroche de altas y ambiciosas esperanzas. Se oyeron las más conmovedoras oraciones sobre la libertad y sobre la democracia, se recitaron los derechos del hombre como una invocación religiosa, se vio llegar a Miranda como una leyenda viva de heroísmo y tenacidad, se creó una bandera y se sancionó una Constitución. Una Constitución que recogía las más idealistas aspiraciones del racionalismo, los más puros principios de la democracia, proclamaba el régimen federal y establecía un Poder Ejecutivo colegiado, de carácter casi nominal y simbólico, sin autoridad y sin fuerza. En verdad no llegó a aplicarse. Al terminar el estupor y la sorpresa de los sucesos lo que vino fue la caótica descomposición del orden colonial, que había sido suspendido pero no substituido, y el surgimiento canceroso de la guerra y la anarquía.
No era ahora el tiempo de las ilusiones, ni se podía diseñar en el papel un Estado ideal para un país cuya realidad parecía desconocerse. Lo que Bolívar tenía ante los ojos era la dura e inescapable verdad de aquellos largos años de inacabable guerra y de destrucción de las incipientes formas de asociación y de la escasa riqueza.
No hubiera podido, en verdad, convocar sino las dos provincias realmente liberadas: Margarita y Guayana. Las otras que añade no son sino pedazos de territorio o ciudades sobre las cuales las fuerzas patriotas ejercen un dominio amenazado. Tampoco permitían las circunstancias celebrar ninguna forma de elecciones populares. Se escogerán para representar a un país disputado aquellos hombres que se han señalado por sus servicios en la guerra o por su lealtad a la Independencia.
Desde la ruina sangrienta de la Primera República el Libertador no ha cesado de reflexionar a fondo sobre las causas de aquel desastre y sobre el arduo problema de crear instituciones adecuadas a la vez a la realidad histórica de los pueblos y al propósito de crear una democracia sobre la herencia del absolutismo. Es lo que llama desde 1812, en el Manifiesto de Cartagena, «la ciencia práctica del gobierno» pero sin dejar de advertir que permanece «siempre fiel al sistema liberal y justo».
Es también lo que reitera, más pormenorizadamente, en 1815 en aquella iluminada Carta de Jamaica en la que recorre en la más deslumbradora síntesis todo el escenario del mundo americano, con su geografía difícil, sus poblaciones aisladas, las alternativas de su porvenir y las inmensas posibilidades de crecimiento y poderío que yacen en su seno de gigante dormido.
Ante esa realidad y ante ese desafío resuelve el 22 de octubre de 1818 convocar el Congreso que ha de reunirse en la ciudad de Angostura el 1.º de enero del año siguiente. Es su propósito aprovechar esa excepcional ocasión para darle fisonomía, legitimidad y destino a la revolución de Independencia. Va a presentar una nueva Constitución que debe enmendar las fallas graves de la de 1811 y darle al nuevo Estado solidez y estabilidad, sin sacrificio de la libertad. Y dirá también su grande y definitiva revelación del Nuevo Mundo y de sus posibilidades reales. Va a hablar para toda la humanidad y para todos los tiempos. Va a levantar la lucha armada al nivel de una doctrina y de una concepción del destino colectivo.
En los ratos de descanso en Angostura consulta sus viejos papeles y anota los conceptos que le parecen importantes. Sin embargo, el pelear no le da tregua. Sale de Angostura a reunirse con Páez para preparar un encuentro decisivo con las fuerzas realistas en Apure. Va en la flotilla como pasando revista al inmenso panorama natural y humano. Ve las partidas de lanceros semidesnudos marchar por la llanura o acampar en los bosques de la ribera. Oye en la noche del campamento el eco de los cantos y de las músicas con que el soldado anima la angustiosa velada. Mira el inmenso cielo que cubre la soledad nocturna y por alguna constelación conocida sitúa las posiciones de la imaginación. Al noroeste, tras llanos y montes, debe estar Caracas dormida y lejana. Habrá repicado la hora en la esquina de San Jacinto que resonaba en los corredores y las alcobas de la vieja casa de su infancia. Más allá está el mar de los corsarios y de los navíos ingleses. Tanta ayuda que podría venir y tan sólo viene amenaza de la alianza de los reyes absolutos de Europa. Al oeste, está la alta sabana de Santa Fe de Bogotá, rodeada del cerco de hielo de sus inaccesibles páramos. Hasta allá habrá que llegar pronto para hacer realidad la unión de la Nueva Granada y Venezuela en un solo país, en aquella Colombia con la que había soñado Miranda. A ratos habla con uno de aquellos oficiales ingleses, que han comenzado a llegar para ponerse al servicio de la República. Hablan de Europa, de las guerras napoleónicas, de las figuras políticas de la hora. El soplo que viene de la inmensidad es como el soplo de la historia.
No logra instalarse el Congreso el 1.º de enero de 1819. No habían llegado sino los diputados de Margarita, Barinas, Cumaná y Guayana. Faltaban los de Caracas y Barcelona, a los que se iban a añadir más tarde, en voluntad de unión, los de Casanare.
El 21 sabe la noticia de la llegada a Angostura de frescos y numerosos contingentes de voluntarios ingleses. Son los comandados por Elsom y English. Forman parte del valioso grupo de hombres de esperanza y de lucha que han aceptado abandonar los viejos países para venir a servir la posibilidad parpadeante de una nación por hacer. Vienen a darse a una causa remota y hermosa, a meterse en el trópico encendido y en la cruel guerra primitiva, con ojos deslumbrados de novedad. Unos llegarán al Orinoco, otros recalarán en Margarita. Unos se regresarán en amargo fracaso, otros no lograrán adaptarse a las duras condiciones y estrecheces, pero otros se darán por entero al nuevo destino y con la patria nueva nacerán a una nueva vida.
Resuelve entonces suspender los planes de campaña y regresar a Angostura para instalar el Congreso y disponer la incorporación de los legionarios. Durante largos días baja por el ancho río, deteniéndose en las orillas a descansar y pernoctar. O’Leary nos ha dejado la conmovedora descripción de aquel viaje:
Reclinándose en la hamaca durante las horas del calor opresivo del día o en la flechera que lo conducía a bordo, sobre las aguas del majestuoso Orinoco o bien a sus márgenes, bajo la sombra de árboles gigantescos, en las horas frescas de la noche, con una mano en el cuello de su casaca y el dedo pulgar sobre el labio superior, dictaba a su secretario en los momentos propicios, la Constitución que preparaba para la República y la célebre alocución que ha merecido tan justa admiración de los oradores y estadistas.
En su hamaca de criollo, con doscientos años de hechura americana en la sangre, en el comienzo de una difícil campaña, dice lo que nadie sino él podía decir, para darles voz y anuncio y rumbo a innumerables generaciones mudas y para plantear, primero y más profundamente que nadie, las grandes cuestiones abiertas del destino de los pueblos del nuevo continente. Va a hablar por el conquistador y por el indio y por el negro. Va a hablar por la nueva gente surgida de la confluencia de las sangres y de las culturas. Va a hablar por la promesa de las tierras vírgenes y de los hombres por venir. Por los poderosos y por los humildes, por los orgullosos señores y por los esclavos, por los que están en los claustros dormidos de las universidades y por los que labran los campos, por los muertos, por los contemporáneos, por los de mañana, por los que han clamado sin eco y por los que no han tenido nunca voz, por el Negro Miguel, por Túpac Amaru, por las injusticias de ayer y las de mañana y hasta por darles una dignidad a las remotas riberas de la selva donde los europeos del nuevo mercantilismo han recomenzado a poner sus factorías esclavistas. Va a hablar de la realidad y de cómo modificar la realidad. Va a hablar de lo posible. Y lo va a hacer en las palabras más verdaderas, poderosas y resonantes que ningún hombre de su tiempo pudo hablar.
Debió de sentirse como un gran río de la historia hecho de muchos afluentes y de muchos legados. Es encarnación viva y real de su América y por eso, como nadie, logra ser la conciencia de un mundo. Recoge, arrastra, incorpora y rehace todos los aportes del pasado frente a todas las posibilidades del mañana. El Orinoco que lo lleva en su despacioso resbalar de gigante le enseña su lección de totalidad. Todo un mundo palpita en sus aguas. Ha mezclado los ríos blancos y torrentosos, con los negros y sombríos del remoto bosque, y con los leonados y terrosos, ahítos de medir leguas de campo yermo. Toca con sus remotas manos y con sus largos dedos líquidos las montañas que dan al Caribe, el gran circo de la inmensa cordillera de los Andes, y el misterio impenetrado de la vastedad selvática de la Amazonia. Las aguas de todos los paisajes geográficos están en él y ha reflejado en sus millares de afluentes el rostro de todos los hombres y de todos los seres que se han allegado a aquel inmenso espacio continental. No podía tener mejor mesa de trabajo Simón Bolívar para terminar su oración del destino americano.
Llega a la ciudad el 8 y fija la instalación del Congreso para el 15. Todo es atareo y aire de víspera en la urbe fluvial. Están allí para el Congreso o para recibir las instrucciones del Jefe Supremo los militares y los hombres más distinguidos de la revolución. Han cambiado las raídas ropas de campaña por el uniforme de gala y por la casaca de las ocasiones solemnes. Están allí los legendarios guerreros con sus generalatos nuevos y sus caras mozas: Santiago Mariño, Rafael Urdaneta, Tomás Montilla, Pedro León Torres, y están también los forjadores del estado de derecho y de la misión civilizadora de la República, los redactores del Correo, Roscio, Zea, Palacio, Ramos, y además Fernando Peñalver, Diego Bautista Urbaneja, Gaspar Marcano, Antonio María Briceño, y el impetuoso sacerdote y guerrero Ramón Ignacio Méndez, que paseará su apasionada figura de combatiente desde los campos de batalla hasta el solio de los Arzobispos de Venezuela.
El 15 en la mañana se instala el Congreso. Las tropas rinden honores a la llegada del Jefe Supremo y Capitán General de los Ejércitos. Se ponen de pie los diputados para ver entrar al hombre atezado y nervioso, resplandeciente de charreteras y entorchados que sonríe con aquella melancólica sonrisa que a tantos ha sorprendido. Toma asiento en su sitial. Le conceden la palabra y se pone de pie. En el silencio vivo se alza la voz firme, martillada, implorante y autoritaria:
«Señor: ¡Dichoso el ciudadano que bajo el escudo de las armas de su mando ha convocado la Soberanía Nacional para que ejerza su voluntad absoluta!».
No es ficción, es creación. No es a un grupo de hombres reunido al azar a quien habla Bolívar. Habla, con convicción y fe que quiere transmitir a todos, al «Augusto Congreso», a «los Representantes del Pueblo de Venezuela», a la «fuente de la autoridad legítima, depósito de la voluntad soberana y árbitro del Destino de la Nación».
Aquellos hombres tienen que ser, y serlo para todos de hecho y de derecho, los representantes del Pueblo. Si no lo fueran, o no hubieran de ser tenidos por tales, la República no podría existir y quedaría reducida a la condición de una insurgencia armada. No es él, a la cabeza de sus hombres, quien debe y puede tener la autoridad. No es Páez, no es Mariño ni Bermúdez: si va a haber República, si va a existir país legal, la autoridad suprema debe residir en un Congreso que represente al Pueblo y que se exprese por medio de la ley.
En este gesto de subordinación de la espada combatiente ante la ley y de sumisión de la fuerza al Congreso están la lección y el símbolo fundamental de aquel acto. Bien sabe él, como lo saben todos, que la guerra no está ganada, que las más duras y difíciles campañas están en el mañana, pero no quiere poner en peligro la existencia de la República y que pueda confundírsela con el simple mando de un jefe afortunado.
Comienza por pintar la realidad social, producto de la historia y de la guerra. Busca en el pasado remoto e inmediato las causas «del desarrollo de todos los elementos desorganizadores». Un pueblo no es una masa plástica inerte, sino el resultado viviente del pasado, de los muertos, de las creencias, de las circunstancias, de la realidad. Nadie como él ha mirado todo esto antes en América con tan penetrante mirada. Los elementos del cuadro social son la mentalidad española, el complejo proceso de formación de la sociedad colonial, las formas de existencia asociada, la condición heterogénea de la vida colectiva, los costosos errores e idealismos del primer gobierno republicano y la guerra, que han llegado a constituir «el torrente infernal que ha sumergido la tierra de Venezuela».
La empresa que tienen que acometer no es simplemente la de ganar una guerra, o la de proclamar un más o menos transitorio e ineficaz régimen republicano, sino «la creación de una sociedad entera». De esta gigantesca magnitud es el empeño que viene a revelar ante los atónitos ojos de los nuevos diputados y de los nuevos generales.
La gran cuestión fundamental de nuestro mundo está allí planteada en los términos más certeros e inolvidables. Él es el primero que contesta a la gran pregunta de la esfinge del destino de la América Latina: ¿Qué somos? «No somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento y europeos por derechos…». Esa condición contradictoria e inestable se agrava por la situación pasiva y marginal en que se ha mantenido a los criollos bajo un régimen de autoridad y de derecho divino; «abstraídos y ausentes del Universo en cuanto era relativo a la ciencia del gobierno», no habían podido «adquirir ni saber, ni poder, ni virtud». En estos tres requerimientos está la clave: saber, para alcanzar el más alto y difundido nivel de conocimientos científicos y prácticos; poder, para llevar a plenitud realizada toda la capacidad latente de crecimiento social y de adelanto económico, y virtud, que no es otra cosa que honesto amor del bien y afirmación de la dignidad humana.
En tales condiciones, en las que se trata nada menos que de «echar los fundamentos de un pueblo naciente», el Libertador señala la importancia de «la naturaleza y la forma de gobierno» que se haya de escoger.
Todo el pasado del hombre es el inmenso teatro de su reflexión. Mira sucederse en los anales de los tiempos los más hipócritas y los más descarados sistemas de opresión. La libertad ha sido un milagro transitorio, perecedero y difícil, «porque son los pueblos más bien que los gobiernos los que arrastran tras de sí la tiranía». Por eso estudia y señala el rezago negativo del pasado, la herencia activa de un sistema de legitimidad autoritaria y de sociedad de castas, pero no para negar la posibilidad de un régimen democrático o para renunciar a ella, sino para afirmarla, como posibilidad histórica, realizable mediante la aceptación de los hechos ciertos y la modificación de las circunstancias sociales.
Lo que Bolívar dice es que la democracia, la libertad, la igualdad y la justicia no se decretan en las Constituciones, sino que pueden y deben surgir de una esforzada y continua labor de creación de una sociedad nueva. Es para esa inmensa tarea ciclópea para lo que llama a los hombres de su tiempo y de la posteridad, no para mantener fáciles y abyectas formas de opresión, ni tampoco para crear instituciones imitadas e ilusorias, sino para formar un estado democrático en nuestra América, teniendo en cuenta las características de nuestro pueblo y los obstáculos de la realidad.
Pensar lo contrario es infamarlo. No renuncia ni a la libertad ni a la justicia ni menos a la igualdad. Lo dice sin sombra de duda y con desafiante convicción: «Un Gobierno Republicano ha sido, es y debe ser el de Venezuela: sus bases deben ser la Soberanía del Pueblo: la división de los Poderes, la libertad civil, la proscripción de la esclavitud, la abolición de la monarquía y de los privilegios». Proclama esos principios por los que ha luchado y va a luchar toda la vida y señala en su proyecto de Constitución las formas por medio de las cuales cree posible alcanzarlos. «Necesitamos de la igualdad», dice, con el objeto de compensar las diferencias de la naturaleza y crear la unidad fundamental del pueblo y también pide «la garantía de la Libertad Civil». Su esfuerzo se dirige a la formación de un «espíritu nacional» que tenga inclinación hacia dos puntos capitales: «moderar la voluntad general y limitar la autoridad pública». Lo que busca, con desesperada insistencia y angustia, es la creación de un orden democrático que tenga en cuenta la realidad social y el carácter nacional. Lo que pide es, para repetirlo con su palabra conminatoria, «un Código de Leyes Venezolanas».
Porque hay que transformar a un pueblo, porque hay que hacerlo para la democracia, Bolívar invoca la importancia fundamental de la «educación popular». Pero la suya es una educación de la inteligencia y del carácter, no sólo para el saber sino también para la virtud. No sólo «luces», que sería la mira de una tecnología deshumanizada, no sólo «moral» que pudiera significar el mantenimiento de un rígido y anticuado conjunto de prohibiciones y castigos, sino «moral y luces», es decir la realización cabal del hombre entero, o para decirlo con sus viejas y conmovedoras palabras, junto al saber y el poder, la virtud.
En su sinceridad republicana no transige con las viejas formas establecidas de la injusticia. Ante un mundo que miraba la esclavitud como una institución legítima y que aceptaba y practicaba el tráfico negrero como comercio lícito, el hombre que se enorgullecía, más que de ninguna otra cosa, de ser llamado el Libertador, dijo medio siglo antes que Lincoln, que «no se puede ser libre y esclavo a la vez» y alzó la voz quebrada de emoción para exclamar: «Yo imploro la confirmación de la libertad absoluta de los esclavos, como imploraría mi vida y la vida de la República».
Es sobrehumana la empresa en que está metido. No sólo tiene que recorrer inmensos países en temeraria guerra, sino que frente a la debilidad de la nueva nación por nacer se alzan los grandes poderes históricos. No es sólo España, que en todo momento puede desatar una suprema ofensiva, sino las otras potencias dominadoras que pueden, unidas o separadas, intentar hacer presa fácil de aquellas poblaciones agotadas por la inacabable lucha. No luchan contra España para caer bajo otra dominación extranjera. El objeto no es otro que la independencia y el derecho al propio gobierno y por eso Bolívar expresa la fórmula suprema y desesperada del nacionalismo irreductible de los pueblos americanos, al anunciar «su última voluntad para combatir hasta expirar por defender su vida política, no sólo contra la España, sino contra todos los hombres».
Para ese designio y ese desafío invoca su antiguo propósito de «la reunión de la Nueva Granada y Venezuela en un grande Estado». Cuando lo dice está hablando de un país distante e inaccesible defendido por los picos de la cordillera y por las tropas españolas. Su situación militar era aparentemente la misma de los últimos tiempos, cuando escribía sobre la liberación de Guayana: «tomamos la espalda al enemigo desde aquí hasta Santa Fe… en el día la lucha se reduce a mantener el territorio y a prolongar la campaña; el que más logre esta ventaja será el vencedor». Sin embargo, antes de seis meses, habrá marchado con sus tropas miserables al través de los llanos inundados y del hielo y la ventisca de los páramos hasta Boyacá para caer con el increíble salto de un jaguar de los llanos sobre el sorprendido ejército realista y poner en el palacio del solemne virreinato las banderas de la América independiente. La espada de Boyacá brilla con otra luz porque sobre ella reverbera el pensamiento del discurso de Angostura.
El Congreso restablecerá la legalidad de la República, elegirá a Bolívar Presidente de Venezuela, aprobará con modificaciones el proyecto de Constitución y coronará la obra de la campaña de los Andes al promulgar el acto fundamental de creación de aquel viejo sueño de unidad y de grandeza que ellos llamaban Colombia.
Todo esto se dijo y surgió en esta sala, frente al testigo inmenso y silencioso, grande como la ocasión misma, que es el Orinoco, y ante el asombro incrédulo y sobrecogido de aquellos pocos seres privilegiados.
Lo habían oído. ¿Es que, acaso, lo habían oído? ¿Es que tenían un término y una significación estricta y limitada aquellas palabras increíbles? Está la sala de pie, con lágrimas, encendidos los ojos, vitoreándolo.
Está el inmenso auditorio de todo un continente y de toda la posteridad. ¿Lo hemos oído?
En pie y abierta está la gran tarea de «crear una sociedad nueva», de hacer la República, de crear un pueblo, para «el saber, el poder y la virtud», de luchar sin tregua contra las limitaciones y los obstáculos interiores y contra la gravitación de nuevos y crecientes centros de poder mundial. Es a todos nosotros a quienes habla. Oídlo. Desde el Río Grande hasta la pica de hielo de la tundra magallánica. Está hablando para todos nosotros. En esta sala, en la eternidad del compromiso histórico, en el empeño inagotable de crear país y de hacer patria para todos los americanos.
Oídlo. Ha dicho finalmente la inolvidable manda: «Empezad vuestras funciones: yo he terminado las mías».
Bolivariana. Caracas: Horizonte S. A. de Seguros, 1972, pp. 63-82.